Este libro va destinado principalmente a una nueva generación de lectores para quienes el período de la Guerra Fría nunca fue «un acontecimiento actual». Confío en que resulte igualmente útil a quienes vivieron esa época, pues como dijo en cierta ocasión Marx (Groucho, no Karl): «Un libro es el mejor amigo del hombre, fuera de un perro. Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer». Era difícil saber lo que pasaba mientras se producía la Guerra Fría. Ahora que ha concluido —y que han empezado a abrirse los archivos de la Unión Soviética, China y los países Europa oriental—, sabemos mucho más; tanto, en realidad, que es fácil sentirse abrumado.
El regreso del miedo
Esperamos a que desembarcaran. Les veíamos las caras. Parecían gente corriente. Los imaginábamos distintos. Bueno, ¡eran estadounidenses!
liubova kozinchenka,
Ejército Rojo, 58ª División de Guardias
Supongo que no sabíamos qué esperar de los rusos, pero si uno los miraba y los observaba no notaba la diferencia [...] ¡Vestidos con nuestro uniforme podrían haber pasado por estadounidenses!
Al Aronson,
Ejército de Estados Unidos, 69ª División de Infantería
Así se suponía que debía concluir la guerra: con vítores, apretones de manos, bailes, copas y esperanza. El 25 de abril de 1945, los dos ejércitos se encontraron por primera vez en la ciudad alemana oriental de Torgau sobre el Elba; convergían desde extremos contrarios del mundo tras dividir en dos la Alemania nazi. Cinco años más tarde Adolf Hitler se volaba la tapa de los sesos bajo los escombros de Berlín y, aproximadamente una semana después, los alemanes se rendían de forma incondicional. Los líderes de la victoriosa Gran Alianza, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y Josef Stalin ya habían intercambiado apretones de manos, brindis y deseos de un mundo mejor en dos cumbres celebradas durante la guerra: la de Teherán, en noviembre de 1943, y la de Yalta, en febrero de 1945. Sin embargo, estos gestos habrían servido de poco si las tropas bajo su mando no hubieran sido capaces de escenificar su propia y mucho más bulliciosa celebración donde verdaderamente importaba: en el frente de un campo de batalla del que el enemigo empezaba a retirarse.
¿Por qué, entonces, los ejércitos de Torgau se encontraron con tanto recelo, como si esperasen la llegada de visitantes interplanetarios? ¿Por qué las semejanzas que percibieron les sorprendieron... y tranquilizaron tanto? ¿Por qué, a pesar de ello, sus mandos insistieron en celebrar por separado las ceremonias de rendición, una para el frente occidental en la ciudad francesa de Reims, el 7 de mayo, y otra para el frente oriental en Berlín, el 8 de mayo? ¿Por qué intentaron las autoridades soviéticas sofocar las manifestaciones espontáneas prostadounidenses que se produjeron en Moscú tras el anuncio oficial de la capitulación del ejército alemán? ¿Por qué las autoridades de Estados Unidos suspendieron bruscamente, una semana más tarde, el imprescindible envío de ayudas y préstamos para la Unión Soviética, que más tarde reanudaron? ¿Por qué la mano derecha de Roosevelt, Harry Hopkins, que había desempeñado un papel decisivo en el diseño de la Gran Alianza de 1941, tuvo que viajar precipitadamente a Moscú seis semanas después de la muerte de su presidente, en un intento de salvar el pacto? ¿Y por qué, en este mismo sentido, Churchill titularía posteriormente sus memorias de estos hechos como Triunfo y tragedia?
La respuesta a todas estas preguntas es en buena medida la misma: porque la guerra fue ganada por una coalición cuyos principales miembros ya estaban en guerra, ideológica y geopolíticamente, si no militarmente. Cualesquiera que fueran los triunfos de la Gran Alianza en la primavera de 1945, su éxito dependió en todo momento de la persecución de objetivos compatibles por parte de sistemas incompatibles. La tragedia era ésta: la victoria exigía a los triunfadores, o bien dejar de ser quienes eran, o bien renunciar a buena parte de lo que esperaban obtener tras esta guerra.
I
En el caso de que un visitante alienígena hubiera estado presente en las orillas del Elba ese día de abril de 1945, éste, ya fuera masculino o femenino, ciertamente habría detectado semejanzas superficiales entre los ejércitos soviético y estadounidense allí reunidos, así como en sus sociedades de origen. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética habían nacido de una revolución. Ambos países profesaban ideologías con aspiraciones globales que, a juicio de sus líderes, si funcionaban en casa deberían funcionar igualmente en el resto del mundo. Ambos, siendo Estados de dimensiones continentales, habían cruzado numerosas fronteras; ocupaban respectivamente el primero y el tercer puesto mundial, por su extensión geográfica. Y ambos habían entrado en la guerra como resultado de un ataque por sorpresa: la invasión alemana de la Unión Soviética, que comenzó el 22 de junio de 1941, y el ataque japonés contra Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, que Hitler utilizó como excusa para declarar la guerra a Estados Unidos cuatro días más tarde. Hasta ahí habrían llegado las semejanzas. Las diferencias, como se apresuraría a señalar cualquier terráqueo, eran mucho mayores.
La revolución estadounidense, acaecida cerca de un siglo y medio antes, reflejaba una profunda desconfianza hacia la concentración de autoridad. La libertad y la justicia, según insistieron los Padres Fundadores, sólo se alcanzaban limitando el poder político. Merced a una ingeniosa constitución, a su aislamiento geográfico de posibles rivales y a una magnífica dotación de recursos naturales, Estados Unidos había logrado convertirse en un país extraordinariamente poderoso, tal como se puso de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Para lograrlo fue preciso limitar severamente el control gubernamental sobre la vida cotidiana, ya fuera mediante la propagación de las ideas, la organización de la economía o el manejo de la política. Pese al legado de la esclavitud, el exterminio casi total de los pueblos indígenas americanos y la persistente discriminación racial, sexual y social, los ciudadanos de Estados Unidos acaso tenían razones para proclamar, en 1945, que vivían en la sociedad más libre sobre la faz de la tierra.
La revolución bolchevique, ocurrida tan sólo un cuarto de siglo antes, entrañaba por el contrario la concentración de la autoridad como medio para derrotar a los enemigos de clase y consolidar las bases a partir de las cuales la revolución proletaria se extendería por todo el mundo. En el Manifiesto Comunista de 1848 Karl Marx sostenía que la industrialización puesta en marcha por los capitalistas había generado la explotación de la clase obrera, que tarde o temprano terminaría por liberarse. No contento con esperar a que esto sucediera, Vladimir Illich Lenin se propuso acelerar la historia en 1917, haciéndose con el control de Rusia e imponiendo el marxismo en su país, aun cuando éste no encajara en las predicciones de Marx, según las cuales la revolución sólo podía darse en una sociedad industrial desarrollada. Stalin consolidó a continuación el problema, diseñando una nueva Rusia acorde con la ideología marxista-leninista y forzando a una nación esencialmente agrícola y con una escasa tradición de libertad a convertirse en un país industrializado sin ninguna libertad en absoluto. Como consecuencia de ello, la URSS era, al término de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad más autoritaria del planeta.
Si los países vencedores difícilmente hubieran podido ser más distintos, lo mismo cabe decir de las guerras que libraron entre 1941 y 1945. Estados Unidos abordó dos contiendas simultáneas —contra Japón en el Pacífico y contra Alemania en Europa— con un escaso número de bajas; menos de trescientos mil estadounidenses murieron en combate en los distintos escenarios de la batalla. Su país, geográficamente alejado del conflicto bélico, no sufrió ataques significativos al margen del inicial en Pearl Harbor. En alianza con Gran Bretaña (cuyo número de víctimas de guerra se situó en torno a 357.000), Estados Unidos podía elegir, dónde, cuándo y cómo combatir, lo cual reducía significativamente los costes y los riesgos de la batalla. Sin embargo, a diferencia de los británicos, los estadounidenses terminaron la guerra con una economía boyante: el gasto bélico casi había duplicado su producto interior bruto en menos de cuatro años. Si hubiera algo parecido a una guerra «buena», sin duda que ésta lo fue para Estados Unidos.
La Unión Soviética no corrió la misma suerte. Peleó en un solo frente, pero éste fue indiscutiblemente el más terrible que la historia había conocido hasta la fecha. Con sus ciudades, pueblos y campos arrasados, sus industrias arruinadas o precipitadamente trasladadas al otro lado de los Urales, la única opción aparte de la rendición era una resistencia desesperada, sobre un terreno y en unas circunstancias elegidos por el enemigo. Las estimaciones de muertos, entre civiles y militares son notablemente inexactas, pero es probable que cerca de 27 millones de ciudadanos soviéticos murieran como consecuencia directa de la guerra, lo que supone un número casi noventa veces superior al de víctimas estadounidenses. La victoria difícilmente pudo ser más costosa; en 1945, la URSS era un país destrozado y afortunado por haber sobrevivido. La guerra fue, según señaló un observador contemporáneo, «el recuerdo más atroz, pero también el mayor motivo de orgullo para el pueblo ruso».
Llegado el momento de establecer los acuerdos posbélicos, los vencedores mostraron sin embargo más semejanzas de lo que estas asimetrías pudieran presagiar. Estados Unidos no intentó revocar su larga tradición de alejamiento de los asuntos europeos; de hecho, Roosevelt le aseguró a Stalin en Teherán que las tropas estadounidenses regresarían a casa dos años después de que terminase la guerra. Tampoco, tras la depresión de la década de 1930, había ninguna certeza de que el boom económico de los años de la guerra pudiera prolongarse o de que la democracia volviera a arraigar en los países —relativamente pocos— en los que aún existía. El hecho innegable de que los estadounidenses y los británicos no habrían podido derrotar a Hitler sin la ayuda de Stalin contribuyó a significar que la Segunda Guerra Mundial fue una victoria únicamente sobre el fascismo, no sobre el totalitarismo y sus perspectivas para el futuro.
Entre tanto la Unión Soviética contaba con importantes bazas, pese a las inmensas pérdidas sufridas. Sus fuerzas militares no se retirarían de Europa, por ser parte del continente. Su economía había demostrado ser capaz de mantener el pleno empleo, mientras que las democracias capitalistas fracasaron en este sentido durante los años anteriores a la contienda. Su ideología gozaba de un amplio respeto en Europa, puesto que los comunistas lideraron ampliamente la resistencia contra los nazis. Por último, la desproporcionada carga soportada por el Ejército Rojo en la derrota de Hitler otorgaba a la Unión Soviética mayor legitimidad moral para ejercer una influencia sustancial, incluso preponderante, en el diseño de los acuerdos posbélicos. En 1945 creer que el comunismo totalitario sería la tendencia del futuro era tan fácil como creer que lo sería el capitalismo democrático.
La Unión Soviética contaba además con una ventaja adicional, la de ser el único país entre los vencedores que emergió de la guerra con un liderazgo sólido. La muerte de Roosevelt, el 12 de abril de 1945, catapultó a la Casa Blanca al inexperto y mal informado vicepresidente Harry S. Truman. Tres meses más tarde, la inesperada derrota de Churchill en las elecciones generales británicas convirtió en primer ministro al mucho menos formidable líder del Partido Laborista, Clement Attlee. La Unión Soviética, por el contrario, contaba con Stalin, un gobernante incontestado desde 1929, el hombre que transformó su país y lo llevó a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Diestro, imponente y en apariencia perseverante y sereno, el dictador del Kremlin sabía lo que quería para la posguerra. Truman, Attlee y las naciones por ellos lideradas parecían mucho menos seguras.
II
¿Qué quería Stalin? Tiene sentido empezar por él, pues era el único de los tres líderes que tuvo tiempo para considerar y establecer sus prioridades sin perder la autoridad. Con sesenta y cinco años al término de la guerra, el hombre que dirigía la Unión Soviética estaba físicamente exhausto, rodeado de sicofantes y personalmente solo, si bien conservaba un férreo, incluso aterrador, control del país. El ridículo bigote, los dientes descoloridos, la cara picada de viruela y los ojos amarillos, según recuerda un diplomático estadounidense, «le conferían el aspecto de un tigre marcado por viejas cicatrices de guerra [...]. Y un visitante incauto jamás podría adivinar los abismos de cálculo, ambición, amor al poder, envidia, crueldad y astuta venganza que acechaban tras aquella fachada tan poco pretenciosa». Stalin había eliminado a todos sus rivales mediante una serie de purgas practicadas en la década de 1930. Sus subordinados sabían que la elevación de una ceja o el movimiento de un dedo podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Notablemente corto de estatura —no pasaba del metro sesenta— este hombrecillo viejo y barrigón era pese a todo un coloso montado a horcajadas sobre un Estado colosal.
Los objetivos de Stalin para la posguerra eran su propia seguridad, la de su régimen, la de su país y la de su ideología, exactamente en este orden. Intentaba garantizar que ninguna acción interna amenazara de nuevo su régimen personal y que ninguna acción externa amenazara de nuevo a su país. Los intereses de los comunistas en otros lugares del mundo, por admirables que fueran, jamás se antepondrían a las prioridades del Estado soviético tal como él las había establecido. En Stalin se daban cita el narcisismo, la paranoia y el poder absoluto: era enormemente temido, pero también venerado, tanto en la Unión Soviética como entre el movimiento comunista internacional.
El coste humano y financiero de la guerra, pensaba Stalin, debía determinar en gran medida cuánto recibía cada cual una vez concluida ésta: por tanto, fue mucho lo que recibió la Unión Soviética.6 No sólo recuperó los territorios ocupados por Alemania en el curso de la contienda, sino que conservó además los que había conquistado como resultado del oportunista aunque corto de miras «pacto de no agresión» que Stalin firmó con Hitler en agosto de 1939, que incluía zonas de Finlandia, Polonia y Rumanía, además de los Estados bálticos. Esto suponía que todos los países situados fuera de estas fronteras ampliadas debían permanecer en la órbita de influencia de Moscú. Reclamaba asimismo concesiones territoriales a expensas de Irán y de Turquía (incluido el control de los Estrechos turcos), así como las bases navales del Mediterráneo. Y castigaba por último con la ocupación militar y la expropiación de bienes a una Alemania derrotada y devastada, exigiendo indemnizaciones económicas y abordando la transformación ideológica del país.
Todo ello situaba, sin embargo, a Stalin frente a un doloroso dilema. Las pérdidas desproporcionadas sufridas por la Unión Soviética durante la guerra podían transformarse en ganancias desproporcionadas, si no fuera porque el país había perdido el poder necesario para garantizar unilateralmente estos beneficios. La URSS necesitaba paz, ayuda económica y la aquiescencia diplomática de sus antiguos aliados. Por el momento no tenía otra opción que la de seguir contando con la cooperación de estadounidenses y británicos; y así como ellos habían dependido de Stalin para derrotar a Hitler, Stalin dependía ahora de la buena voluntad de Estados Unidos para alcanzar sus objetivos posbélicos a un precio razonable. No quería, por tanto, ni una guerra caliente ni una guerra fría. Cuestión distinta es si contaba con la habilidad necesaria para evitar cualquiera de estas opciones.
Lo cierto es que la percepción que Stalin tenía tanto de sus aliados bélicos como de los objetivos de éstos para la posguerra respondía más a las fantasías que a una evaluación precisa de las prioridades de Washington y Londres. Fue en este punto donde la ideología marxista-leninista más influyó en Stalin, al ser sus ilusiones fruto de ésta. La principal fantasía de Stalin era la creencia, arraigada en la ideología leninista, en que los capitalistas no serían capaces de cooperar entre sí por mucho tiempo. Su codicia inherente —la urgencia irresistible de anteponer los beneficios a la política—prevalecería tarde o temprano, de ahí que los comunistas sólo necesitaran paciencia mientras aguardaban la autodestrucción del adversario. «La alianza de nuestro país con la facción democrática de los capitalistas funciona porque éstos tenían mucho interés en evitar el dominio de Hitler —comentó Stalin cuando la guerra se acercaba a su fin—. En el futuro nos enfrentaremos también a esta facción de los capitalistas.»
Esta idea de crisis del capitalismo tenía cierto fundamento. La Primera Guerra Mundial había sido, a fin de cuentas, una guerra entre capitalistas, lo que propició la oportunidad para que emergiera el primer Estado comunista del mundo. La Gran Depresión dejó al resto de los países capitalistas sumidos en una lucha por la propia supervivencia, en lugar de fomentar la cooperación para salvar la economía global o mantener los acuerdos posbélicos. El resultado fue el surgimiento de la Alemania nazi. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Stalin creyó que la crisis económica volvería a repetirse, en cuyo caso los capitalistas necesitarían a la Unión Soviética, y no a la inversa. Por eso tenía plena confianza en que Estados Unidos «prestaría» a la Unión Soviética varios miles de millones de dólares para su reconstrucción, pues los estadou-nidenses no encontrarían otros mercados para sus productos cuando sobreviniera la siguiente crisis a escala global.
Suponía además que la otra superpotencia capitalista, Gran Bretaña —cuya debilidad subestimaba sistemáticamente— terminaría por romper con su aliado estadounidense por cuestiones de rivalidad económica: «Sigue vigente la inevitable perspectiva de guerras entre los países capitalistas», insistía todavía en 1952. Así, desde la óptica de Stalin, las fuerzas de la historia compensarían a largo plazo la catástrofe que la Segunda Guerra Mundial había supuesto para la Unión Soviética. Ésta no necesitaría enfrentarse directamente a ninguna de las dos potencias para alcanzar sus objetivos; le bastaría con esperar a que los capitalistas empezaran a pelear entre sí y a que el malestar de los europeos se tradujera en la adopción del comunismo como alternativa.
El objetivo de Stalin no era por tanto restablecer el equilibrio de poder en Europa sino dominar el continente por completo, tal como pretendía Hitler. En un nostálgico aunque revelador comentario, pronunciado en 1947, reconocía que «si Churchill hubiese aplazado un año más la apertura del segundo frente en el Norte de Francia, el Ejército Rojo habría ocupado el país [...]. Jugábamos con la idea de llegar a París». Sin embargo, a diferencia de Hitler, Stalin no seguía un calendario fijo. Recibió con agrado el desembarco del Día D, aun cuando ello impidiera al Ejército Rojo su entrada en Europa occidental, pues la prioridad era en ese momento la derrota de Alemania. Y tampoco renunció a la diplomacia para asegurar su objetivo, puesto que esperaba que, al menos por algún tiempo, Estados Unidos le ayudaría a conseguirlo. ¿No había señalado Roosevelt que su país se abstendría de establecer una esfera de influencia en Europa? Stalin tenía una gran visión: el dominio de Europa por medios pacíficos como resultado de la lógica histórica. Pero su visión era igualmente errada, al no considerar la evolución de los objetivos estadounidenses una vez terminada la guerra.
III
¿Qué quería Estados Unidos después de la guerra? Sin duda seguridad, aunque a diferencia de Stalin no sabía cómo conseguirla. La razón estribaba en el dilema planteado por la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos no podía seguir siendo un modelo para el resto del mundo en tanto se mantuviera al margen del resto del mundo. Pero ésa había sido la postura adoptada por Estados Unidos durante la mayor parte de su historia como país. La seguridad no suscitaba una preocupación especial, puesto que dos océanos separaban el país de sus enemigos potenciales. Su independencia de Gran Bretaña fue, según predijo Thomas Paine en 1776, resultado de la imposibilidad de que «un continente estuviera perpetuamente gobernado por una isla». A pesar de su superioridad naval, los británicos nunca lograron proyectar la fuerza militar suficiente a tres mil millas náuticas de distancia para conservar Estados Unidos en el seno del imperio, ni para evitar que el joven país dominara el Norte de América. La perspectiva de que otros europeos pudieran hacerlo era aún más remota, pues los sucesivos gobiernos de Londres acordaban con Estados Unidos el fin de la colonización en Occidente. En este contexto, Estados Unidos pudo permitirse el lujo de conservar una amplia esfera de influencia sin amenazar por ello los intereses de ninguna otra potencia.
Su búsqueda de influencia se produjo en el plano de las ideas: a fin de cuentas, la Declaración de Independencia establecía un derecho radical e inalienable: que «todos» los hombres fueron creados iguales. Sin embargo, en el curso de sus catorce primeras décadas como nación independiente Estados Unidos no se esforzó en hacer efectivo este derecho. El país se convertiría en un ejemplo y el resto del mundo tendría que decidir cómo y en qué circunstancias adoptaba esta ideología. «Deseamos la libertad y la independencia para todos —proclamó el secretario de Estado John Quincy Adams en 1821—, pero sólo la defendemos y reivindicamos para nosotros mismos.» Así, pese a tener una visión de alcance internacional, se optó por una estrategia aislacionista: el país aún no había llegado a la conclusión de que su seguridad exigía la implantación de estos principios más allá de sus fronteras. Su política exterior y militar era mucho menos ambiciosa de lo que cabría esperar de un país de semejante tamaño y poder.
Esta pauta no se quebró hasta la Primera Guerra Mundial. Preocupado porque la Alemania imperial pudiese derrotar a Gran Bretaña y Francia, Woodrow Wilson convenció a sus compatriotas de que el ejército estadounidense debía contribuir al restablecimiento del equilibrio de fuerzas en Europa, pero incluso él justificaba este objetivo geopolítico en términos ideológicos. Insistía en que el mundo debía ser «seguro para la democracia». Wilson propuso después, como base para un acuerdo de paz, la creación de una Liga de Naciones que impusiera a los Estados —al menos a los ilustrados— algo parecido a la ley que cada Estado impone sobre sus individuos. Confiaba en que la idea de que el derecho emanaba sólo del poder terminara por desaparecer finalmente.
Sin embargo, tanto esta visión como el restablecimiento del equilibrio resultaron prematuros. La victoria en la Primera Guerra Mundial no transformó la Unión Soviética en una potencia mundial, sino que confirmó para la mayoría de los estadounidenses los peligros de un exceso de obligaciones. La creación de un organismo colectivo como el previsto por Wilson para garantizar la seguridad a raíz de la guerra iba más allá de lo que los ciudadanos estadounidenses estaban dispuestos a llegar. Entretanto, la decepción con los aliados tras la guerra —sumada a la tibia intervención militar contra los bolcheviques en Siberia y en el norte de Rusia en 1918-1920, mal concebida por Wilson—, agrió los frutos de la victoria. Las condiciones internacionales alentaban la vuelta al aislacionismo: las notorias desigualdades del Tratado de Paz de Versalles, la llegada de una depresión mundial y el posterior auge de Estados agresores en Europa y Asia oriental convencieron a los estadounidenses de que era preferible evitar por completo cualquier tipo de compromiso internacional. Fue ésta una extraña «dejación» de sus responsabilidades internacionales por parte de un país tan poderoso.
Tras su llegada a la Casa Blanca en 1933, Franklin. D. Roosevelt trabajó con ahínco —aunque de manera interrumpida— porque su país tuviera una presencia más activa en la política mundial. No fue tarea fácil: «Tenía la sensación de buscar a tientas una puerta en un muro sin fisuras». Incluso después de que Japón entrara en guerra con China en 1937 y de que la Segunda Guerra Mundial estallara en Europa en 1939, Roosevelt sólo había progresado mínimamente en el intento de convencer a su país de que Wilson estaba en lo cierto: su seguridad podía verse amenazada por lo que ocurría en el otro extremo del planeta. Hubo que esperar a que se produjeran hechos tremendos (la caída de Francia, la Batalla de Gran Bretaña y por último el ataque japonés sobre Pearl Harbor) para que el país se comprometiera de nuevo con la tarea de restablecer el equilibrio de poder más allá de Occidente. «Hemos aprendido de nuestros errores pasados —prometió el presidente en 1942—. Esta vez sabremos hacer pleno uso de la victoria.»
Roosevelt tenía cuatro grandes prioridades para la guerra. La prime-ra era apoyar a sus aliados —principalmente a Gran Bretaña y la Unión Soviética, y con menor éxito a la China nacionalista—, pues no había otro modo de alcanzar la victoria: Estados Unidos no podía luchar en solitario contra Alemania y Japón. La segunda era garantizar la cooperación aliada para establecer un acuerdo posbélico, sin el cual las perspectivas de paz duradera serían escasas. La tercera tenía que ver con la naturaleza de este acuerdo. Roosevelt confiaba en presentar a sus aliados un pacto que eliminara las principales causas de guerras futuras. Ello requería una nueva organización para la seguridad con poder para impedir y, en caso necesario, castigar las agresiones, así como un sistema económico mundial equipado para evitar una nueva depresión internacional. Por último, la cuarta implicaba que el acuerdo debía ser «vendible» al pueblo estadounidense: Roosevelt no estaba dispuesto a cometer el mismo error que Wilson, en el sentido de llevar a su país más allá de donde estuviera dispuesto a llegar. Así, una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, no hubo vuelta al aislacionismo. Sin embargo, ni Estados Unidos ni la Unión Soviética estaban preparados para aceptar un tratado parecido al que se firmó antes de la guerra.
Unas palabras, para terminar, acerca de los objetivos británicos. Eran, según los definió Churchill, mucho más sencillos: sobrevivir a toda costa, aun cuando ello entrañara renunciar al liderazgo de la coalición anglo-americana para dejarlo en manos de Washington; aun cuando ello supusiera el debilitamiento del Imperio británico; y aun cuando implicara también colaborar con la Unión Soviética, régimen que el joven Churchill confiaba en aplastar tras el triunfo de la Revolución Bolchevique. Los británicos se proponían influir en los estadounidenses lo máximo posible —aspiraban a interpretar el papel de los griegos como tutores de los nuevos romanos—, pero bajo ningún concepto llegarían a enfrentarse a Estados Unidos. Las expectativas de Stalin de una Gran Bretaña independiente, capaz de resistir a Estados Unidos y con posibilidad de entrar en guerra con este país habrían causado extrañeza incluso para quienes diseñaron la gran estrategia británica durante la guerra y una vez concluida ésta.
IV
Con estas prioridades, ¿qué perspectivas quedaban para alcanzar un acuerdo que preservara la Gran Alianza? Roosevelt, Churchill y Stalin sin duda esperaban el mismo resultado: nadie quería nuevos enemigos cuando acababa de librarse de los antiguos. Sin embargo, su coalición había sido, desde el principio, tanto un medio para cooperar en la derrota del Eje como un instrumento merced al cual cada uno de los vencedores buscaba asegurarse una posición de máxima influencia en el mundo posterior a la contienda. Difícilmente podía ser de otro modo y, aunque los Tres Grandes afirmaban públicamente que la política quedaba en suspenso mientras la guerra continuara, ninguno creía en este principio ni tenía intenciones de aplicarlo. Lo que intentaron —mediante encuentros y conferencias generalmente a salvo de la mirada pública— fue conciliar sus objetivos políticos divergentes al tiempo que desempeñaban una empresa militar común. Estos intentos fracasaron en su mayoría, y es en ese fracaso donde se encuentran las raíces de la Guerra Fría. Las principales cuestiones fueron las siguientes:
El segundo frente y una paz dividida. Al margen de la derrota, el mayor temor anglo-estadounidense era que la Unión Soviética volviera a establecer un pacto con la Alemania nazi, como ya hiciera en 1939, que habría dejado grandes zonas de Europa en manos de regímenes totalitarios, de ahí lo importante que era para Roosevelt y Churchill la participación de la Unión Soviética en la guerra. Esto significaba proporcionarle toda la ayuda posible en forma de alimentos, ropa y armamento, aunque fuera por medios desesperados y tuviera un elevado coste —pues llevar los convoyes hasta Murmansk y Arcángel y eludir al mismo tiempo a los submarinos alemanes no era empresa fácil—; y significaba también no oponerse a las exigencias de Stalin de recuperar los territorios perdidos, a pesar de la incómoda circunstancia de que algunos de ellos —las repúblicas bálticas, Polonia oriental y algunas zonas de Finlandia y Rumanía— habían llegado a manos soviéticas como resultado del pacto entre Stalin y Hitler. Anticiparse a una paz dividida exigía por último la apertura de un segundo frente europeo tan pronto como fuera militarmente viable, pese a que Londres y Washington sabían que para ello debían esperar hasta que el éxito se perfilara posible a un precio aceptable.
En consecuencia, este segundo frente —que en realidad fueron varios— se materializó despacio, provocando las iras de una Rusia acuciada que no podía permitirse el lujo de reducir sus bajas. El primero de estos frentes se abrió en el norte de África, ocupado por el gobierno de Vichy, donde las tropas británicas y estadounidenses desembarcaron en noviembre de 1942; a esto le siguieron las invasiones de Sicilia y el sur de Italia en el verano de 1943. Pero hasta junio de 1944, cuando se produjo el desembarco en Normandía, las operaciones conjuntas anglo-estadounidenses no aliviaron significativamente la presión sobre el Ejército Rojo, que llevaba largo tiempo conteniendo en solitario la batalla en el frente oriental y se concentraba entonces en expulsar a los alemanes de la Unión Soviética. Stalin felicitó a sus aliados por el éxito del Día D, si bien no abandonó las sospechas de que el retraso había sido deliberado, con intención de que sobre la URSS recayera desproporcionadamente el peso del combate. El plan de Estados Unidos, en palabras posteriores de un analista soviético, había sido el de participar «sólo en el último momento, cuando su intervención tuviera un efecto fácil en el resultado de la guerra, garantizando así plenamente sus intereses».
La importancia política de los segundos frentes fue como mínimo tan grande como la militar, pues significaba que estadounidenses y británicos participarían, junto con la Unión Soviética, en la rendición y ocupación de Alemania y sus satélites. Por razones más de conveniencia que de otra índole, el mando anglo-estadounidense excluyó a los rusos de este proceso cuando Italia capituló en septiembre de 1943. Esta circunstancia proporcionó a Stalin una excusa para hacer algo que probablemente habría hecho de todos modos: negar a británicos y estadounidenses un papel significativo en la ocupación de Rumanía, Bulgaria y Hungría cuando el Ejército Rojo entró en estos territorios entre 1944 y 1945.
Stalin y Churchill acordaron sin dificultad en octubre de 1944 que la Unión Soviética tendría una influencia predominante en estos países, a cambio de que se reconociera la preponderancia británica en Grecia. Bajo la superficie, sin embargo, las preocupaciones persistían. Roosevelt protestó por no haber sido consultado sobre este pacto Stalin-Churchill y, cuando británicos y estadounidenses comenzaron las negociaciones para la rendición de los ejércitos alemanes en el norte de Italia, en la primavera de 1945, la reacción de Stalin se acercó bastante al pánico: podría alcanzarse en términos de equilibrio de fuerzas, ante su pueblo la habría explicado tal como hubiera hecho Wilson, como una lucha por la autodeterminación. Churchill aceptó este extremo en 1941 al adherirse a la Carta Atlántica, una reformulación de los principios wilsonianos concebida por Roosevelt. Así, uno de los principales objetivos anglo-estadounidenses era reconciliar estos ideales con las demandas territoriales de Stalin tanto como con su insistencia en una esfera de influencia que garantizara la presencia de naciones «amigas» a lo largo de las fron-teras soviéticas posteriores al enfrentamiento bélico. Roosevelt y Churchill presionaron repetidamente a Stalin para que permitiera la celebración de elecciones libres en las repúblicas bálticas, Polonia y otros países de Europa oriental. Stalin aceptó en la Conferencia de Yalta, sin la menor intención de hacer honor a su compromiso. «No te preocupes —le aseguró a su ministro de Exteriores Vyacheslav Molotov—. Ya lo haremos a nuestra manera más adelante. El meollo de la cuestión es la correlación de fuerzas.»
Fue así como Stalin obtuvo los territorios y la esfera de influencia que deseaba: las fronteras de la Unión Soviética se ampliaron casi mil kilómetros hacia Occidente, mientras el Ejército Rojo instauraba regímenes serviles en el resto de Europa oriental. No todos ellos eran por entonces comunistas —el líder del Kremlin se mostró por el momento flexible en este punto—, pero ninguno desafiaría la proyección de la influencia soviética en el centro de Europa. Británicos y estadounidenses esperaban un desenlace distinto, en el que Europa oriental, especialmente Polonia (principal víctima de Alemania en la Segunda Guerra Mundial), decidiera su propio gobierno. Ambas posturas podrían haberse conciliado si los países de Europa oriental hubieran estado dispuestos a elegir líderes acordes con las exigencias de Moscú, como de hecho hicieron Finlandia y Checoslovaquia. Pero Polonia difícilmente podía seguir este camino, pues las propias acciones de Stalin habían eliminado tiempo atrás cualquier posibilidad de que un Gobierno polaco dependiente de la Unión Soviética contara con algún respaldo popular.
Entre las ofensas figuraba el pacto nazi-soviético, que extinguió la independencia de Polonia, así como el descubrimiento posterior de que los rusos habían masacrado a cerca de cuatro mil oficiales polacos en el bosque de Katyn en 1940, y otros once mil se hallaban desaparecidos. Fue ésta la razón por la cual en 1943 Stalin rompió sus relaciones con el Gobierno polaco en el exilio, afincado en Londres, y ofreció su apoyo a un grupo de comunistas polacos establecidos en Lublin. Y no hizo nada cuando en 1944 los nazis derrocaron brutalmente al gobierno de Varsovia durante el levantamiento organizado por los polacos londinenses, pese a que el Ejército Rojo se encontraba a las puertas de la capital polaca. La insistencia de Stalin en apropiarse de un tercio del territorio polaco después de la guerra despertó aún más la oposición del país, y su promesa de compensación a expensas de Alemania no sirvió para reparar el daño.
Como los polacos jamás elegirían un gobierno prosoviético, Stalin lo impuso, a pesar de que el coste fuera una Polonia permanentemente resentida, así como una creciente sensación entre sus aliados esta-dounidenses y británicos de que no podían prolongar su confianza en él. En palabras de un desilusionado Roosevelt dos semanas antes de morir: «[Stalin] ha roto todas y cada una de las promesas que hizo en Yalta».
Enemigos derrotados. En contraste con el control unilateral soviético de Europa oriental, nunca hubo la menor duda —al menos con posterioridad al Día D— de que la ocupación de Alemania sería conjunta. El modo en que se produjo, dejó sin embargo a los rusos con la sensación de haber sido engañados. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia (por cortesía anglo-estadounidense) terminaron controlando dos tercios de Alemania no como resultado de la sangre derramada durante la guerra, sino por proximidad geográfica con el avance de sus ejércitos y también porque Stalin había concedido a los polacos una porción significativa de Alemania oriental. Si bien la zona de ocupación soviética cercaba la capital, Berlín, este territorio no contenía más que un tercio de la población de Alemania y un porcentaje aún menor de sus instalaciones industriales.
¿Por qué aceptó Stalin este acuerdo? Probablemente porque creía que el gobierno marxista-leninista que se proponía establecer en Alemania oriental actuaría como un imán para los alemanes de las zonas ocupadas en Occidente y los movería a elegir líderes que con el tiempo unificarían la totalidad del país bajo control soviético. La largamente aplazada revolución proletaria que Marx había previsto para Alemania se produciría finalmente. «Toda Alemania debe ser nuestra, es decir, soviética, comunista», dijo Stalin en 1946. Esta estrategia planteaba no obstante dos problemas sustanciales.
El primero se relacionaba con la brutal ocupación de Alemania oriental por parte del Ejército Rojo. Las tropas soviéticas no se limitaron a expropiar bienes y exigir reparaciones a escala indiscriminada, sino que violaron a cerca de dos millones de mujeres alemanas entre 1945 y 1947. Esto provocó el rechazo casi total de los alemanes y generó una asimetría que persistió durante la Guerra Fría: el régimen de Stalin instalado en el Este carecía de la legitimidad que su homólogo en el Oeste no tardaría en conquistar.
El segundo problema guardaba relación con los aliados. El tratamiento unilateral que los soviéticos otorgaron a sus asuntos en Alemania y Europa oriental provocó el hartazgo de británicos y estadounidenses en cuanto a la cooperación con Moscú para ocupar el resto de Alemania. En consecuencia, aprovecharon todas las oportunidades a su alcance para consolidar sus propias zonas, junto con las francesas, asumiendo la división del país. El objetivo era preservar la mayor parte posible de Alemania bajo control occidental, antes que exponerse al peligro de que el país entero cayera en manos del dominio soviético. La mayoría de los alemanes, conscientes de lo que significaría un gobierno estalinista, apoyaron a regañadientes esta política anglo-estadounidense.
Lo ocurrido en Alemania y Europa oriental dejó a Estados Unidos pocos incentivos para incluir a la Unión Soviética en la ocupación de Japón. La URSS no había declarado la guerra a este país tras el ataque a Pearl Harbor, ni sus aliados esperaban que lo hiciera en un momento en que el ejército alemán se encontraba a las puertas de Moscú. Sin embargo, Stalin había prometido entrar en la guerra del Pacífico tres meses después de la rendición de Alemania, a cambio de lo cual Roosevelt y Churchill consintieron en transferir a la Unión Soviética el control de las islas Kuriles, pertenecientes a Japón, así como a devolverle la mitad de la isla de Sajalín y otorgarle derechos territoriales y bases navales en Manchuria, territorios perdidos por Rusia como resultado de su derrota en la guerra ruso-japonesa en 1904 1905.
En Washington y Londres prevalecía la visión de que la ayuda del Ejército Rojo —especialmente en la invasión de Manchuria, bajo ocupación japonesa— sería decisiva para acelerar la victoria. Esto era antes de que Estados Unidos probara con éxito su primera bomba atómica en julio de 1945. Una vez se supo que los estadounidenses poseían semejante arma de destrucción, la necesidad de ayuda soviética se esfumó por completo. Con los precedentes de decisiones unilaterales por parte de los soviéticos aún recientes, la Administración Truman no tenía ningún deseo de que algo similar pudiera repetirse en el noreste asiático, y Estados Unidos aceptó entonces la ecuación del propio Stalin, consistente en influencia a cambio de sangre. Habían librado el grueso de la batalla en la guerra del Pacífico, y por tanto ellos solos ocuparían el país que desencadenó la contienda.
La bomba atómica. Entretanto, el lanzamiento de la bomba atómica intensificaba la desconfianza entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Británicos y estadounidenses habían desarrollado la bomba en secreto para utilizarla contra Alemania, pero los nazis se rindieron antes de que el artefacto estuviera a punto. El Proyecto Manhattan no fue, sin embargo, lo suficientemente secreto para impedir que la inteligencia soviética descubriera buena parte de sus detalles mediante sus labores de espionaje; al menos en tres ocasiones los soviéticos lograron con éxito burlar la seguridad de Los Álamos, donde se fabricaba la bomba. El hecho de que Stalin pusiera en marcha una operación de espionaje a gran escala para espiar a sus aliados en mitad de una guerra que estaban librando juntos es otro claro indicio de su desconfianza, si bien hay que reconocer que sus aliados no pensaban decir nada sobre la bomba hasta que hubieran realizado con éxito su primera prueba en el desierto de Nuevo México.
El líder soviético no se mostró por tanto muy sorprendido cuando Truman le comunicó la noticia en la Conferencia de Potsdam, pues sabía de la existencia de la bomba mucho antes que el nuevo presidente estadounidense. No obstante, Stalin reaccionó con firmeza cuando Estados Unidos siguió adelante con su carrera nuclear y lanzó la bomba contra Japón tres semanas más tarde. Una prueba en el desierto era algo muy distinto de un ataque real. «La guerra es cruel, pero utilizar una bomba atómica es una crueldad extrema», proclamó Stalin tras tener conocimiento de la destrucción de Hiroshima. Este importante paso de Estados Unidos supuso un nuevo desafío para la insistencia de Stalin en que la influencia política debía ser proporcional a la sangre derramada, cuando Estados Unidos alcanzó de pronto un poderío militar ajeno al despliegue de los ejércitos sobre un campo de batalla. El cerebro humano, y la tecnología militar que éste era capaz de desarrollar, cobraban de pronto la misma importancia que la fuerza convencional. «Hiroshima ha estremecido al mundo entero —dijo Stalin a sus científicos para lanzar un programa soviético de choque que les permitiera ponerse a la altura de la situación—. El equilibrio se ha destruido [...]. No podemos tolerarlo.»
Además de comprobar que la bomba acortaba la guerra, impidiendo por tanto a los rusos desempeñar un papel significativo en la derrota y la ocupación de Japón, Stalin comprendió que la bomba permitiría a Estados Unidos exigir concesiones a la Unión Soviética una vez terminada la guerra: «La política estadounidense consiste en el chantaje mediante la bomba atómica». Tenía parte de razón. Truman había utilizado la bomba principalmente para poner fin a la guerra, aunque también con la esperanza de inducir una actitud más conciliadora en la Unión Soviética. Truman no diseñó sin embargo ninguna estrategia para producir este resultado, mientras que Stalin se apresuraba a hacerlo con intención de impedirlo. Así, endureció aún más los objetivos soviéticos, siquiera para demostrar que no se dejaba intimidar. «Es evidente —dijo a sus principales consejeros a finales de 1945— que [...] no llegaremos a ninguna parte si empezamos a ceder a la intimidación o damos muestras de inseguridad.»
El origen de la Guerra Fría en la Segunda Guerra Mundial contribuye a explicar por qué este conflicto afloró inmediatamente después del armisticio. Las rivalidades entre las grandes potencias eran pese a todo un patrón histórico tan normal en el comportamiento de las naciones como el de establecer grandes alianzas de poder. De ahí que un observador extraterrestre consciente de esta circunstancia hubiera deducido de inmediato lo que estaba a punto de ocurrir. Para un analista de las relaciones internacionales la situación no encerraba secretos. Lo interesante es por qué los propios líderes de la guerra se mostraron tan sorprendidos, incluso alarmados, cuando se produjo la ruptura de la Gran Alianza. Esperaban de veras un desenlace distinto; de lo contrario difícilmente se habrían esforzado tanto en alcanzar un acuerdo para la paz mientras aún continuaban los combates. Sus esperanzas eran paralelas, pero no sus puntos de vista.
El objetivo de Roosevelt y Churchill, en términos elementales, era un acuerdo que permitiera el equilibrio de poder sobre la base de unos principios, con idea de impedir una nueva guerra, evitando los errores que habían conducido a la Segunda Guerra Mundial. Para ello garantizarían la cooperación entre las grandes potencias, revivirían la Liga de Wilson transformada en una nueva organización de Naciones Unidas para la seguridad y fomentarían en lo posible la autodeterminación política y la integración económica, de manera que las causas de la guerra tal como ellos las entendían desparecieran con el paso del tiempo. La visión de Stalin era muy distinta. Buscaba un acuerdo que garantizase su propia seguridad y la de su país, fomentando simultáneamente las rivalidades entre los capitalistas, que en su opinión desembocarían en un nuevo enfrentamiento bélico. El capitalismo fratricida, a su vez, garantizaría el dominio soviético sobre Europa. La primera era una visión multilateral que contemplaba la posibilidad de intereses compatibles aun entre sistemas incompatibles; la segunda no contemplaba nada por el estilo.
V
A los politólogos les gusta hablar de «dilemas de seguridad», situaciones en las que un Estado actúa para garantizar su propia seguridad y, al hacerlo, disminuye la seguridad de otros Estados, que a su vez intentan reparar el daño adoptando medidas que reducen la seguridad del primero. El resultado es un creciente círculo vicioso de desconfianza del que incluso los líderes con mayor visión y mejores intenciones tienen dificultades para escapar, porque sus sospechas se retroalimentan. Comoquiera que las relaciones de Estados Unidos y Gran Bretaña con la Unión Soviética ya habían entrado en esta dinámica mucho antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, no es fácil precisar en qué momento empezó la Guerra Fría. No hubo ataques por sorpresa, ni declaraciones de guerra, ni siquiera ruptura de relaciones diplomáticas, pese a lo cual la sensación de inseguridad en las altas esferas de Washington, Londres y Moscú, generada por los esfuerzos de los aliados durante la guerra para garantizar su propia seguridad una vez concluida ésta, iba en aumento. Derrotado el enemigo y llegado el momento de pensar en sí mismos, los aliados carecían de incentivos para mantener su ansiedad bajo control. Cada nueva crisis alimentaba la siguiente, hasta que la perspectiva de una Europa dividida se convirtió en realidad.
Irán, Turquía, el Mediterráneo… y la contención. Una vez obtenidas las concesiones territoriales que Stalin quería en Europa oriental y el noreste asiático, su principal prioridad en la posguerra consistió en agitar la situación en el sur, una región que consideraba vulnerable. Una crónica de la época describe cómo expresaba su satisfacción ante un mapa que mostraba las nuevas fronteras de la Unión Soviética, pero al mismo tiempo señalaba al Cáucaso y se lamentaba: «¡No me gusta que nuestra frontera termine ahí!». Tres fueron las iniciativas de Stalin en este sentido: aplazó la retirada de las tropas soviéticas del norte de Irán, donde se encontraban estacionadas desde 1942 como parte de un acuerdo con Gran Bretaña para impedir el acceso de Alemania a los suministros de petróleo; exigió concesiones territoriales a Turquía, además de las bases que le garantizarían el control efectivo de los estrechos turcos; y solicitó intervenir en la administración de las antiguas colonias de Italia en el norte de África para conseguir alguna que otra base naval en el Mediterráneo oriental.
Resultó de inmediato evidente que Stalin había llegado demasiado lejos. «No lo tolerarán», le advirtió su normalmente complaciente ministro de Exteriores en relación con los estrechos. «¡Presiónalos para compartir la posesión! —replicó airadamente su jefe—. ¡Exígelo!» Molotov así lo hizo, sin resultado alguno. Truman y Attlee rechazaron de plano la exigencia de ajustes territoriales a expensas de Turquía, así como la de establecer bases navales soviéticas en este país y en otras zonas del Mediterráneo. Sorprendieron a Stalin trasladando la cuestión de la ocupación soviética en el norte de Irán al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a comienzos de 1946, lo que supuso la primera intervención decisiva del nuevo organismo mundial en la gestión de una crisis internacional. Agotado su ejército y expuestas a la luz sus ambiciones, Stalin ordenó una tranquila retirada de Irán meses más tarde, aunque para entonces Truman había reforzado su propia posición desplegando la Sexta Flota en el Mediterráneo oriental por tiempo indefinido. Esto era un indicio inequívoco de que Stalin había llegado al límite de lo que podía conseguir invocando la tradición de cooperación que presidió el período bélico.
La nueva firmeza de Washington coincidió con la búsqueda de explicaciones a la conducta soviética: ¿por qué se había roto la Gran Alianza? ¿Qué más quería Stalin? La respuesta llegó de George F. Kennan, un respetado aunque todavía joven funcionario de Exteriores que prestaba servicio en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. En lo que más tarde calificaría de «impresionante escalada telegráfica», Kennan respondió a la última de una larga serie de peticiones del Departamento de Estado con un cable de ocho mil palabras apresuradamente redactado, que se despachó el 22 de febrero de 1946. Decir que esto tuvo un gran impacto en Washington es quedarse muy corto; el largo telegrama de Kennan se convirtió en la base de la estrategia estadounidense con respecto a la Unión Soviética para el resto de la Guerra Fría.
La intransigencia de Moscú, subrayaba Kennan, no respondía a ninguna acción que pudiera emprender Occidente; residía únicamente en las necesidades internas del régimen estalinista, y nada de lo que Occidente hiciera en el futuro próximo alteraría esta circunstancia. Los líderes soviéticos necesitaban tratar al mundo exterior como una fuerza hostil, pues era su única excusa para mantener «la dictadura, sin la cual no sabían gobernar y las crueldades que no se atrevían a infligir y los sacrificios que se veían obligados a exigir». Esperar que las concesiones fueran recíprocas era un ingenuidad; no habría cambio alguno en la estrategia soviética en tanto el país no cosechara una sucesión de fracasos y algún futuro líder del Kremlin —Kennan no albergaba grandes esperanzas de que Stalin llegase a verlo— se convenciese de que esta actitud no le permitía avanzar en la consecución de sus intereses. No sería necesaria una guerra para producir tal resultado. Lo necesario, según sostenía Kennan en una versión de esta línea argumental publicada un año más tarde, era «la contención a largo plazo, paciente pero firme y vigilante, de las tendencias expansionistas rusas».
Kennan no sospechaba que uno de sus más atentos lectores sería el propio Stalin. La inteligencia soviética no tardó en tener acceso al largo telegrama, una tarea relativamente sencilla dado que el documento circuló por todas partes pese a estar clasificado. Para no ser menos, Stalin ordenó a su embajador en Washington, Nikolái Novikov, que preparara su propio telegrama, recibido en Moscú el 27 de septiembre de 1946. «La política exterior de Estados Unidos —afirmaba Novikov— refleja las tendencias imperialistas del capitalismo monopolista estadounidense [y] su característica es [...] la lucha por la supremacía mundial.» En consecuencia, Estados Unidos incrementaba sus efectivos militares con un gasto «colosal», establecía bases fuera de sus fronteras y había llegado a un acuerdo con Gran Bretaña para repartirse el mundo en esferas de influencia. Sin embargo, la cooperación anglo-estadounidense estaba «plagada de importantes contradicciones internas y no puede durar [...]. Es muy posible que Oriente Próximo se convierta en un foco de contradicciones para ambos países que haga explotar los acuerdos entre Inglaterra y Estados Unidos».
Las afirmaciones de Novikov —que reflejaban el pensamiento de Stalin y fueron urdidas en la sombra por Molotov— tal vez expliquen el clima de desconfianza con que el Kremlin recibió al recién designado Secretario de Estado de Truman, George C. Marshall, cuando los ministros de Exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética se reunieron en Moscú en abril de 1947. Stalin tenía la antigua costumbre de juguetear con cabezas de lobos colocadas a modo de tótem sobre un lápiz rojo cuando recibía a algún visitante de relieve, y esto es lo que hizo mientras le aseguraba a Marshall que el fracaso para establecer el futuro para la Europa de posguerra no constituía un gran problema; no había ninguna urgencia. El callado, lacónico y astuto ex general Marshall, principal estratega de la campaña estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, no se quedó tranquilo. «Se pasó todo el camino de vuelta a Washington —recordaba más tarde uno de sus colaboradores—, hablando de la importancia de desarrollar alguna iniciativa que evitara el hundimiento completo de Europa occidental.»
La doctrina Truman y el Plan Marshall. Si Stalin hubiera prestado a los informes de inteligencia sobre la conferencia de ministros de Exteriores la misma atención que prestó a la bomba atómica y al telegrama de Kennan, tal vez habría podido anticiparse a lo que estaba a punto de ocurrir. Marshall pasó muchas horas en Moscú con sus homólogos británico y francés —al margen de las infructuosas negociaciones con Molotov— discutiendo sobre la necesidad de cooperar en la reconstrucción de Europa. Sin duda que en las habitaciones donde se reunieron había micrófonos ocultos, pese a lo cual la ideología pudo más para Stalin que el contenido de las escuchas. ¿No había demostrado Lenin que la cooperación entre capitalistas nunca era duradera? ¿No había confirmado este extremo el telegrama de Novikov? El jefe del Kremlin tenía razones para mostrarse confiado.
Sin embargo, sus razones no eran buenas. Truman ya había anunciado, el 12 de marzo de 1947, un programa de ayuda económica y militar para Grecia y Turquía, después de que Gran Bretaña manifestara inesperadamente que no podía seguir afrontando en solitario la ayuda a estos países. El anuncio se formuló en términos sorprendentemente amplios, insistiendo en que en lo sucesivo «la política de Estados Unidos debía centrarse en apoyar a los pueblos libres que soportan presiones externas o intentos de dominación por parte de minorías armadas [...]. Debemos ayudar a los pueblos libres a forjar sus propios destinos a su manera». Stalin prestó muy poca atención al discurso de Truman, aunque esa primavera no dejó de insistir en la necesidad de reescribir una historia de la filosofía recientemente publicada con el fin de minimizar la complacencia con que en ésta se trataba a Occidente.
Mientras Stalin abordaba esta tarea, Marshall —tomando el testigo de Truman— urdía una gran estrategia para la Guerra Fría. El telegrama de Kennan había identificado el problema: la hostilidad hacia el mundo exterior alimentada por la Unión Soviética, pero no ofrecía una solución. Marshall pidió entonces a Kennan que la aportase, con la única directriz de «no caer en trivialidades». La instrucción, justo es decirlo, fue cumplida. El Programa de Recuperación Europeo, anunciado por Marshall en junio de 1947, comprometía a Estados Unidos nada menos que en la reconstrucción de Europa. El Plan Marshall, como se le bautizó de inmediato, no distinguía en ese punto entre las zonas del continente controladas por la Unión Soviética y las que no lo estaban, aunque su concepción subyacente sí lo hacía.
Las premisas del Plan Marshall fueron varias: que la amenaza más grave para los intereses occidentales en Europa no era la perspectiva de una intervención militar soviética, sino la de que el hambre, la pobreza y la desesperación llevara a los europeos a votar a los partidos comunistas, quienes se plegarían obedientemente a los dictados de Moscú; que la ayuda económica estadounidense tendría un beneficio psicológico inmediato, además de otras ventajas materiales capaces de invertir esta tendencia; que la Unión Soviética no aceptaría esta ayuda ni permitiría que lo hicieran sus países satélites, con lo que las relaciones entre éstos se resentirían; y que entonces Estados Unidos podría tomar tanto la iniciativa geopolítica como la iniciativa moral en la Guerra Fría.
Stalin cayó en la trampa que el Plan Marshall le tendía; la de ayudarlo a construir el muro que dividiría a Europa. Desprevenido ante la propuesta de Marshall, envió una amplia delegación a París para discutir la participación soviética; retiró luego a su delegación, si bien permitió la permanencia de los países de Europa oriental y prohibió finalmente a estos países —con especial dramatismo a Checoslovaquia, cuyos líderes volaron a Moscú para recibir el anuncio— la recepción de esta ayuda. Fue ésta una actuación errática por parte del dictador del Kremlin, normalmente firme y seguro, que reveló hasta qué grado la estrategia de la contención, con el Plan Marshall en su núcleo, empezaba a alterar sus prioridades. Las revisiones de los textos filosóficos habrían de esperar.
Checoslovaquia, Yugoslavia y el bloqueo de Berlín. Stalin respondió al Plan Marshall tal como Kennan había predicho: atenazando su dominio allá donde pudiera. En septiembre de 1947 anunció la creación del Kominform, una versión de última hora del antiguo Komintern anterior a la guerra, cuya tarea consistía en imponer la ortodoxia en el seno del movimiento comunista internacional. «No desaprovechéis vuestra posición —respondió Andréi Zhdanov, el portavoz de Stalin en la nueva organización, a las protestas polacas—. En Moscú sabemos mejor cómo aplicar el marxismo-leninismo.» El significado de estas palabras quedó bien claro en febrero de 1948, cuando Stalin aprobó un plan diseñado por los comunistas checoslovacos para hacerse con el poder en el único país de Europa oriental que había conservado un Gobierno democrático. Poco después del golpe de Estado, el cuerpo destrozado del ministro de Exteriores Jan Masaryk (hijo de Thomas Masaryk, fundador de la nación tras la Primera Guerra Mundial) fue hallado en un patio de Praga; nunca llegó a saberse si saltó o lo defenestraron. Poco importaba en todo caso, puesto que cualquier perspectiva de independencia bajo la esfera de influencia de Stalin había muerto, al parecer, con Masaryk.
No todos los comunistas se hallaban sin embargo en esta esfera. Yugoslavia había sido uno de los más fieles aliados de la Unión Soviética desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero su líder, Josip Broz Tito, llegó al poder por sus propios medios. Fueron sus partisanos y él, no el Ejército Rojo, quienes expulsaron a los nazis y, a diferencia del resto de sus homólogos de Europa oriental, Tito no dependía del apoyo de Stalin para continuar en el poder. Los esfuerzos por someterlo a la ortodoxia del Kominform causaron la irritación de Tito, quien a finales de junio de 1948 rompió abiertamente con Moscú. Stalin no dio muestras de inquietud. «Moveré el dedo meñique y no habrá más Tito.» Mucho más que un dedo fue lo que se movió en la Unión Soviética y en el seno del movimiento comunista internacional tras este primer acto de desafío al Kremlin por parte de un comunista, pese a lo cual Tito sobrevivió y no tardó en recibir la ayuda económica de Estados Unidos. «Puede que el dictador yugoslavo sea un hijo de perra —admitió cáusticamente el nuevo secretario de Estado estadounidense, Dean Acheson en 1949—, pero se convirtió en nuestro hijo de perra.»
Entretanto Stalin había emprendido una aventura aún menos prometedora: el bloqueo de Berlín. Hoy sus razones siguen sin estar claras. Acaso confiara en forzar a estadounidenses, británicos y franceses a abandonar sus respectivos sectores de la ciudad dividida, sirviéndose para ello de la dependencia que todos tenían de las líneas de suministros que pasaban por la zona de ocupación soviética. O tal vez pretendiera dificultar sus esfuerzos para fortalecerse en sus sectores, pues parecían capaces de producir un poderoso Estado en Alemania occidental sobre el que Moscú no tendría ningún control. Cualesquiera que fueran sus intenciones, el bloqueo de Stalin resultó un fracaso tan estrepitoso como su intento de disciplinar a Tito. Los aliados occidentales improvisaron un corredor aéreo para la capital asediada, con lo que se ganaron la sincera gratitud de los berlineses y el respeto de la mayoría de los alemanes, cosechando así una victoria global frente a la cual Stalin quedó retratado como incompetente y cruel. «Canallas —fue su respuesta defensiva ante el despacho diplomático que le daba cuenta de lo ocurrido—. Son todo mentiras [...]. No se trata de un bloqueo sino de una medida defensiva.»
Tal vez fuera una estrategia defensiva, pero el carácter ofensivo de ésta y otras medidas adoptadas por Stalin en respuesta al Plan Marshall no hicieron sino aumentar, en lugar de disminuir, los problemas de seguridad de la Unión Soviética. El golpe de Estado en Checoslovaquia convenció al Congreso estadounidense —que aún no había aprobado el plan de Truman para la recuperación de Europa— de que debía actuar con celeridad. Los acontecimientos en Praga, sumados al bloqueo de Berlín, convencieron a los beneficiarios de la ayuda económica estadounidense de la necesidad de recibir asimismo protección militar, y esto los llevó a solicitar la creación de una Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la que Estados Unidos se comprometía por primera vez en la defensa de Europa occidental en tiempo de paz. Cuando Stalin levantó a regañadientes el cerco sobre Berlín en mayo de 1949, el Tratado del Atlántico Norte se había firmado en Washington, y la República Federal de Alemania se había proclamado en Bonn, otro resultado que Stalin no deseaba. La herejía de Tito seguía sin ser castigada, lo que demostraba que los comunistas podían alcanzar cierto grado de independencia con respecto a Moscú. Por otro lado, no había indicio alguno de desacuerdo entre los capitalistas —o de guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña—, tal como Stalin había llegado a creer, movido por sus ilusiones ideológicas. Su estrategia para controlar la Europa de posguerra se desmoronaba, y él era el principal responsable.
VI
Eso es lo que parece desde la distancia, si bien en su momento no se pensaba igual. Los años 1949 y 1950 fueron de aparentes contratiempos para Occidente, aunque ninguno revistió la importancia suficiente para revocar el proceso mediante el cual Estados Unidos y sus aliados habían tomado la iniciativa en Europa, donde en realidad importaba. Sin embargo, quienes vivieron estos acontecimientos tenían la impresión de que las victorias occidentales quedaron eclipsadas por la inesperada expansión de la Guerra Fría de manera casi simultánea hacia diversos frentes, de los cuales ninguno ofrecía perspectivas favorables.
El primero de estos frentes fue el de la tecnología militar. Estados Unidos esperaba que su monopolio sobre la bomba atómica durase entre seis y ocho años, de ahí que la extraordinaria fuerza convencional del Ejército Rojo y su ventaja en Europa no fuera motivo de preocupación. «Mientras seamos capaces de superar al mundo, controlar el mar y atacar por tierra con la bomba atómica —señaló el secretario de Defensa James Forrestal a finales de 1947—, podemos asumir ciertos riesgos de otro modo inaceptables.» La premisa fundamental del Plan Marshall era que Estados Unidos se concentrara tranquilamente en la reconstrucción económica de Europa, aplazando cualquier esfuerzo por alcanzar la capacidad militar del contingente soviético. La bomba disuadiría a los rusos mientras Estados Unidos reanimaba a Europa y le devolvía su confianza.
Pero el 29 de agosto de 1949, la Unión Soviética fabricó su propia bomba atómica. Stalin no autorizó la divulgación de sus pruebas nucleares, realizadas con éxito en el desierto de Kazajstán, aunque en cuestión de días los pilotos estadounidenses detectaron en sus vuelos de reconocimiento unos niveles de radioactividad que revelaban inequívocamente la explosión de una bomba atómica en territorio soviético. Sorprendido por la prontitud de la respuesta soviética, pero temeroso de las posibles filtraciones si intentaba ocultar la evidencia, el propio Truman reveló la existencia de la primera arma nuclear soviética el 23 de septiembre, y el Kremlin confirmó los hechos.
Las consecuencias para Estados Unidos fueron desalentadoras. Privada del monopolio atómico, la Administración Truman debía ampliar su capacidad militar convencional e incluso emplazar algunos efectivos en Europa de manera permanente, contingencia ésta que no se había previsto en el Tratado del Atlántico Norte. Y debía fabricar nuevas bombas atómicas para conservar su liderazgo cuantitativo y cualitativo sobre la URSS. Sopesó además una tercera y peligrosa opción, cuya existencia no había sido revelada por los científicos estadounidenses hasta ese momento: el intento de construir lo que entonces se dio en llamar una «superbomba»: una bomba termonuclear o bomba de hidrógeno, en la terminología actual, que sería como mínimo mil veces más potente que las que devastaron Hiroshima y Nagasaki.
Truman aprobó finalmente las tres opciones. Autorizó en secreto la producción acelerada de bombas atómicas, puesto que en el momento de realizarse las pruebas nucleares soviéticas su país contaba con un arsenal inferior a las doscientas bombas, insuficiente, según un estudio del Pentágono, para garantizar la derrota de la URSS en caso de guerra real. Además, el 31 de enero de 1950 el presidente de Estados Unidos anunció el proyecto de fabricar una superbomba. La alternativa a la que Truman se resistió por más tiempo fue la de incrementar sus efectivos convencionales, principalmente por razones presupuestarias. La producción de bombas atómicas, aun de bombas de hidrógeno, resultaba más barata que la opción de devolver al Ejército de tierra, la Armada y la fuerza aérea una capacidad militar semejante a la que tuvieron durante la Segunda Guerra Mundial. Truman, que esperaba obtener de la paz unos dividendos con los que equilibrar el presupuesto federal tras varios años de déficit, asumía un gran riesgo con el Plan Marshall, que entrañaba para Estados Unidos el compromiso de invertir en la reconstrucción de Europa casi el diez por ciento anual de los presupuestos del Estado. Era obvio que debía renunciar a algo (liquidez fiscal, desarrollo militar o reconstrucción de Europa), pues resultaba imposible dar respuesta a todas estas prioridades y hacer frente al mismo tiempo a las nuevas inseguridades generadas por la carrera atómica soviética.
Una semana después de que Truman anunciara la fabricación de la bomba atómica por parte de la Unión Soviética, se produjo en Asia oriental otra expansión simultánea de la Guerra Fría. El 1 de octubre de 1949 Mao Zedong proclamaba la constitución de la República Popular China. Las celebraciones que tuvieron lugar en la pequinesa plaza de Tiannamen marcaron el fin de una guerra civil entre nacionalistas y comunistas que había durado casi un cuarto de siglo. El triunfo de Mao sorprendió tanto a Truman como a Stalin, quienes suponían que los nacionalistas, liderados por Chiang Kai Chek, continuarían gobernando China tras la Segunda Guerra Mundial. Tampoco previeron la posibilidad de que, a sólo cuatro años de la rendición japonesa, los nacionalistas huyeran a la isla de Taiwan y los comunistas se dispusieran a gobernar el país más poblado del mundo.
¿Significaba esto que China iba a convertirse en un satélite de la Unión Soviética? Impresionados por lo ocurrido en Yugoslavia, Truman y sus consejeros pensaron que no. «Moscú se enfrenta a una tarea formidable si pretende hacerse con el control absoluto de China —concluía un análisis del Departamento de Estado realizado en 1948—, y ello por la sencilla razón de que Mao lleva afianzado en el poder casi diez veces más tiempo que Tito.» Ambos lideraban desde antiguo sus respectivos partidos comunistas, ambos habían triunfado en las guerras civiles que se libraron paralelamente a la Segunda Guerra Mundial y ambos habían cosechado su victoria sin ayuda de la Unión Soviética. Conscientes de las inesperadas ventajas que les proporcionaba la ruptura de Tito con Stalin, los funcionarios estadounidenses se consolaron con el argumento de que la «pérdida» de China a manos del comunismo no se traduciría en «ganancia» para la Unión Soviética. Pensaron que Mao bien podía convertirse en el «Tito asiático», de ahí que la Administración Truman no se comprometiera en la defensa de Taiwan, pese a que el poderoso «lobby chino» en el Congreso de Estados Unidos, favorable a Chiang Kai Chek así lo exigiera. En palabras del secretario de Estado Acheson, Estados Unidos se limitaría sencillamente a «esperar hasta que las aguas se calmaran».
Este comentario fue un error, toda vez que Mao no tenía intención de seguir el ejemplo de Tito. Aun cuando había construido su propio movimiento con escasa ayuda de Moscú, el nuevo líder chino era un marxista-leninista convencido y estaba más que dispuesto a delegar en Stalin el liderazgo del movimiento comunista internacional. La nueva China, anunció en junio de 1949, debe aliarse «con la Unión Soviética [...] así como con el proletariado y las masas populares de todos los demás países para constituir un frente internacional unido [...]. Debemos inclinarnos hacia un lado».
Las motivaciones de Mao eran ante todo ideológicas; el marxismo-leninismo le permitía vincular su revolución con aquella que, a su juicio, había sido la de mayor éxito en toda la historia: la Revolución Bolchevique de 1917. La dictadura de Stalin proporcionaba a Mao otro precedente útil, pues se proponía seguir sus pasos en China. Además, se sentía traicionado por Estados Unidos, con quien mantuvo contactos durante la guerra para ver cómo la potencia capitalista se decantaba luego por Chiang Kai Chek y le prorrogaba su ayuda económica y militar. Mao no entendía que la Administración estadounidense actuara bajo la presión del lobby chino cuando para entonces éste ya se había convencido de que Chiang no podía vencer. El nuevo mandatario chino concluyó que Truman preparaba una invasión del continente para devolver el poder a los nacionalistas. Nada más lejos de las intenciones de Estados Unidos, preocupado por la reconstrucción europea y acuciado por su debilidad militar en términos convencionales. Pero los temores de Mao, junto con su determinación de demostrar sus credenciales revolucionarias y de emular la dictadura de Stalin, eran suficientes para que se posicionara firmemente del lado soviético.
Este anuncio alimentó en Estados Unidos los temores de que —pese a la actitud de Tito— el movimiento comunista internacional fuera realmente una fuerza monolítica dirigida desde Moscú. Tal vez Stalin planeara la victoria del comunismo en China como su «segundo frente» en la Guerra Fría, ante el posible fracaso de su estrategia en Europa. «El gobierno chino es en realidad un instrumento del imperialismo ruso», señaló escuetamente Acheson cuando Mao tomó el poder. No hay pruebas de que Stalin tuviera en mente una gran estrategia a largo plazo para Asia, si bien no tardó en detectar las oportunidades que el éxito de Mao le brindaba y en buscar la manera de explotarlas.
Su primera reacción, curiosamente, fue la de disculparse ante sus camaradas chinos por haber subestimado su capacidad: «Nuestras opiniones no son siempre correctas», proclamó ante una delegación de Pekín en julio de 1949. Y acto seguido pasó a proponer el temido «segundo frente» previsto por Estados Unidos.
Conviene que nos distribuyamos el trabajo [...]. La Unión Soviética no puede [...] ejercer [en Asia] la misma influencia que China [...]. Análogamente, China no puede tener en Europa la misma influencia que la Unión Soviética. Así, en interés de la revolución internacional [...], vosotros podéis asumir una mayor responsabilidad en Oriente [...] y nosotros asumiremos una mayor responsabilidad en Occidente [...]. Dicho de otro modo, tenemos la obligación insoslayable de hacerlo.
Mao se mostró dócil. Y en diciembre de 1949 emprendió el largo viaje a Moscú —era la primera vez que salía de China— para reunirse con el líder del movimiento comunista internacional y diseñar una estrategia conjunta. La visita duró dos meses y concluyó con un Tratado Chino-Soviético —ligeramente análogo al Tratado del Atlántico Norte firmado un año antes—, en el que ambos países comunistas se obligaban a prestarse ayuda mutua en caso de agresión.
Fue exactamente entonces —mientras Mao se encontraba en Moscú y Truman tomaba la decisión de fabricar una bomba de hidrógeno— cuando salieron a la luz dos importantes casos de espionaje, uno en Estados Unidos y otro en Gran Bretaña. Un antiguo miembro del Departamento de Estado estadounidense, Alger Hiss, fue condenado por perjurio el 21 de enero, tras negar bajo juramento que hubiera sido un agente soviético entre finales de los años treinta y principios de los cuarenta. Tres días más tarde, el gobierno británico revelaba que un científico alemán exiliado, Klaus Fuchs, confesó haber espiado para los rusos mientras trabajaba en el Proyecto Manhattan durante la guerra.
Las preocupaciones por la labor de espionaje no eran una novedad; ya durante la guerra habían aflorado acusaciones de espionaje soviético, y en 1947 Truman puso en marcha un programa de controles de «lealtad» en el seno de su Administración. Sin embargo, la confirmación de espionaje no se produjo hasta los anuncios casi simultáneos de la condena de Hiss y la confesión de Fuchs. No era necesario un gran salto para concluir —con bastante exactitud según se reveló— que fueron los espías quienes permitieron a la Unión Soviética desarrollar tan rápidamente su propia bomba atómica. ¿Habrían facilitado también la victoria de Mao en China? El curso de los acontecimientos parecía demasiado desastroso para ser una simple coincidencia. Una inquietante cantidad de puntos empezaban a relacionarse en las mentes más críticas con la Administración.
El principal conector de puntos fue el senador Joseph McCarthy, hasta entonces un desconocido republicano de Wisconsin que, en febrero de 1950, empezó a plantear la cuestión de cómo la Unión Soviética pudo obtener la bomba atómica con tanta celeridad como los comunistas se hacían con el control de China. La respuesta que lanzó ante el difícil foro del Club de Mujeres Republicanas de Wheeling, en Virginia del Oeste, era «no que el enemigo hubiera enviado hombres a invadir nuestras costas, sino la traición de quienes [...] habían gozado de todos los beneficios que el país más rico del mundo podía ofrecer: los mejores hogares, la mejor educación universitaria y los mejores puestos en el Gobierno.» La Administración Truman pasó los meses siguientes combatiendo las acusaciones de McCarthy, que empezaban a cosechar credibilidad ante los desesperados esfuerzos del senador por mantenerlas. Por mal que estuvieran las cosas, una supuesta traición en las altas esferas parecía imposible hasta que el 25 de junio de 1950 Corea del Norte invadió Corea del Sur.
VII
Corea, como Alemania, fue ocupada por una fuerza conjunta soviética y estadounidense al término de la Segunda Guerra Mundial. El país formaba parte del imperio nipón desde 1910 y, cuando la resistencia japonesa se derrumbó bruscamente en el verano de 1945, el Ejército Rojo, que planeaba invadir Manchuria, vio el camino abierto para entrar también en Corea del Norte. Esta situación dejaba abiertas las puertas de Corea del Sur para algunas de las tropas estadounidenses inicialmente destacadas en la región para invadir las islas japonesas. Así, la ocupación de la península se produjo más por accidente que por decisión, lo que tal vez explique el hecho de que Moscú y Washington fueran capaces de acordar sin dificultad que el paralelo 38, que dividía por la mitad la península coreana, serviría como línea de demarcación hasta el establecimiento de un único Gobierno coreano y la posterior retirada de las fuerzas de ocupación.
Esta retirada tuvo lugar entre 1948 y 1949, pese a que no hubo acuerdo sobre quién gobernaría el país. Corea permaneció dividida y Estados Unidos respaldó a la República de Corea en su control del sur mediante unas elecciones sancionadas por Naciones Unidas, mientras que la Unión Soviética apoyaba a la República Democrática de Corea en el Norte, donde no se celebraron elecciones. Lo único que unificaba el país por aquel entonces era la guerra civil, en la que cada bando proclamaba ostentar el Gobierno legítimo y amenazaba con invadir al contrario.
Ninguno podía hacerlo, no obstante, sin ayuda de una superpotencia. Estados Unidos negó este apoyo a sus aliados surcoreanos, principalmente porque la Administración Truman había decidido liquidar todas sus posiciones en el continente asiático y concentrarse en la defensa de las principales islas, como Japón, Okinawa y Filipinas, pero no en Taiwan. El presidente surcoreano, Syngman Rhee, empeñado en la liberación del norte, solicitó repetidamente la ayuda de Washington y la del general Douglas MacArthur, comandante de las tropas de ocupación estadounidenses en Japón, pero no llegó a conseguirla. Lo cierto es que una de las razones por las que Estados Unidos retiró sus efectivos de Corea del Sur fue el miedo a que el impredecible Rhee pudiera «invadir el Norte», arrastrándolos así a una guerra en la que no querían intervenir.
Su homólogo norcoreano, Kim Il-sung, tenía parecidas ambiciones sobre el Sur y también, por algún tiempo, su experiencia con la superpotencia defensora había sido similar. Una y otra vez buscó el apoyo de Moscú para lanzar una campaña militar con el propósito de unificar Corea, y en todas las ocasiones le había sido negado; hasta que en enero de 1950 su nueva petición de ayuda mereció una respuesta más alentadora. La diferencia, al parecer, estribaba en que Stalin se había convencido de la viabilidad de abrir un «segundo frente» en Asia oriental, que al ser creado por sus apoderados sobre el terreno minimizaría el riesgo para la URSS, puesto que Estados Unidos no podría responder. A fin de cuentas no habían hecho nada por salvar a los nacionalistas chinos, y el 12 de enero de 1950 el secretario de Estado Acheson incluso anunció públicamente que el «perímetro defensivo» estadounidense no se ampliaría hasta Corea del Sur. Stalin leyó atentamente este discurso —así como (por cortesía de espías británicos) el estudio de máximo secreto elaborado por el Consejo de Seguridad Nacional en el que se basaba— y autorizó a Molotov, su ministro de Exteriores, a discutir la cuestión con Mao Zedong. El líder soviético informó posteriormente a Kim Il-sung de que «según información procedente de Estados Unidos [...] el estado de ánimo predominante es el de no interferir». El coreano, por su parte, aseguró a Stalin que «el ataque sería rápido y la guerra se ganaría en tres días».
La autorización de Stalin a Kim Il-sung se enmarcaba en una estrategia más amplia para Asia oriental, previamente discutida con China: poco después de respaldar la invasión de Corea del Sur, Stalin animó a Ho Chi Minh a intensificar la ofensiva del Viet Minh en Indochina contra los franceses. Las victorias en ambos escenarios preservarían el impulso generado por el triunfo de Mao el año anterior. Con ello compensarían las dificultades que la Unión Soviética había encontrado en Europa y contrarrestarían los crecientes esfuerzos de Estados Unidos por atraer a Japón a su sistema de alianzas militares tras el fin de la guerra. Esta estrategia tenía la ventaja principal de que no exigía la participación directa de la Unión Soviética: los norcoreanos y el Viet Minh podían tomar la iniciativa, actuando so pretexto de unificar sus respectivos países. Los chinos, todavía ávidos por legitimar su revolución con la aprobación de Stalin, se mostraron más que dispuestos a proporcionar su apoyo en caso necesario.
Éstos fueron en resumidas cuentas los acontecimientos que condujeron a la invasión norcoreana de Corea del Sur. Lo que Stalin no había previsto era el efecto que la acción tendría sobre Estados Unidos: el inesperado ataque causó casi tanto impacto en el país como el de Pearl Harbor nueve años atrás, y sus consecuencias en la estrategia de Washington fueron igual de profundas. Corea del Sur carecía en sí misma de importancia para el equilibrio de fuerzas internacional, pero el hecho de haber sido invadida con tanto descaro —cruzando el paralelo 38, que era una frontera respaldada por Naciones Unidas— se percibió como una amenaza estructural para la seguridad colectiva. Un hecho parecido había producido el colapso del orden internacional en la década de 1930 y el posterior estallido de la Segunda Guerra Mundial. Truman apenas necesitó pensar su respuesta: «No podemos fallar a las Naciones Unidas», repetía sin cesar a sus consejeros. Su administración no tardó sino unas horas en decidir que Estados Unidos acudiría en defensa de Corea del Sur y que lo haría no sólo bajo su propia autoridad sino también bajo el mandato de Naciones Unidas.
Dos fueron las razones que le permitieron reaccionar con tanta rapidez. La primera es que ya disponía de un ejército convenientemente desplegado en la zona, ocupando Japón, circunstancia que Stalin al parecer había pasado por alto. La segunda —otro error de cálculo por parte de Stalin— fue que en ese momento no había ningún representante soviético en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pudiera vetar la resolución, pues la URSS se había retirado meses antes de la organización cuando ésta impidió la incorporación de China. Una vez recibida la aprobación de Naciones Unidas, la comunidad internacional se movilizó en dos días para hacer frente a esta nueva amenaza para la seguridad mundial, respuesta que Moscú tampoco había contemplado.
La acción militar resultó casi un fracaso. Las tropas estadounidenses y surcoreanas tuvieron que replegarse hasta el extremo suroriental de la península coreana y su retirada habría sido casi definitiva de no haberse interpuesto una brillante maniobra militar del general MacArthur, que sorprendió a los norcoreanos con un audaz desembarco anfibio en Inchon, cerca de Seúl, a mediados del mes de septiembre. En poco tiempo MacArthur había atrapado al ejército norcoreano por debajo del paralelo 38 y avanzaba con sus tropas hacia el norte sin encontrar apenas resistencia. Alarmado por la evolución de los acontecimientos, Stalin a punto de aceptar la derrota militar y rendirse ante la perspectiva de que Estados Unidos pudiera ocupar Corea del Norte, un país con frontera directa tanto con China como con la Unión Soviética. «¿Y qué? —fue su evasiva respuesta—. Que así sea. Dejemos que los estadounidenses sean nuestros vecinos.»
Queda por despejar la incógnita de cuál iba a ser la reacción de China. Mao había apoyado la invasión de Corea del Sur, e incluso antes del desembarco en Inchon —al cual se anticipó y del cual previno a Kim Il-sung para que estuviera preparado— ya había empezado a desplazar tropas desde la costa china, frente a Taiwan, hacia la frontera norcoreana. «No debemos abandonar a los coreanos —dijo a sus consejeros a principios del mes de agosto—. Debemos tenderles una mano, enviando a nuestros soldados voluntarios.» En Washington preocupaba la posibilidad de una intervención china, por lo que Truman ordenó a MacAr-thur que no avanzara hasta la marca de la frontera chino-coreana, en el río Yalu. Entretanto, diversos intermediarios del Departamento de Estado intentaban disuadir la acción china señalando la perspectiva de un terrible número de bajas. A Mao no le fue fácil convencer a sus consejeros de la necesidad de intervenir, provocando que, a primeros de octubre, Stalin aconsejara a Kim Il-sung una retirada completa de Corea del Norte. Poco después Mao logró imponer su voluntad y comunicar a rusos y norcoreanos que China no tardaría en acudir al rescate.
Así que, a finales de noviembre de 1950, dos ejércitos volvieron a enfrentarse desde orillas opuestas de un río, con un recelo que en esta ocasión no se diluyó en vítores, apretones de manos, copas, baile y esperanza. Un oficial del ejército estadounidense recordaba: «Pensaba que ganaríamos la guerra. Cuando llegó el día de Acción de Gracias teníamos de todo para comer [...] como si estuviéramos en casa [...]. Nos acercábamos al río Yalu y eso significaba volver a casa». Sin embargo, el ejército apostado al otro lado del río tenía esta vez ideas distintas. «Nuestro objetivo —explicó Mao Zedong a Stalin— es resolver el conflicto [coreano], es decir, eliminar a las tropas estadounidenses en Corea o expulsarlas hacia otros países junto con el resto de las fuerzas agresoras.» El 26 de noviembre cerca de 300.000 militares chinos cumplieron esta promesa entre toques de clarines, oleadas de hombres al ataque y todas las ventajas del factor sorpresa. Dos días más tarde MacArthur informaba al mando conjunto: «Nos enfrentamos a una gue-rra completamente nueva».
VII
La victoria en la Segunda Guerra Mundial no acarreó ninguna sensación de seguridad para los vencedores. Ni Estados Unidos, ni Gran Bretaña ni la Unión Soviética estaban en condiciones de aportar las vidas o los recursos económicos que sirvieron para derrotar a Alemania y a Japón en aras de su propia seguridad: los miembros de la Gran Alianza eran ahora enemigos en la Guerra Fría. Los intereses habían resultado incompatibles, las ideologías seguían tan polarizadas como antes de la guerra y los temores a un ataque por sorpresa persistían en Washington, Londres y Moscú. La competición por el destino de Europa tras la guerra se extendía ahora a Asia. La dictadura de Stalin seguía siendo tan firme —y tan dependiente de las purgas— como antes, aun cuando la aparición del «macarthismo» en Estados Unidos y las irrefutables pruebas de espionaje a ambos lados del Atlántico no dejaban del todo claro que las democracias occidentales conservaran la libertad de opinión y el respeto a las libertades civiles que las distinguían de las dictaduras, ya fueran fascistas o comunistas.
«La cuestión es que todos y cada uno de nosotros, aunque sea muy dentro, llevamos oculto a un totalitario —dijo Kennan a sus alumnos en el National War College en 1947—. Lo único que mantiene oculto a este genio maligno es la alegre luz de la confianza y la seguridad [...]. Si la confianza y la seguridad desaparecieran, no creáis que éste desaprovecharía la oportunidad de ocupar su lugar.» Esta advertencia por parte del fundador de la contención —que el enemigo por contener podía hallarse tan fácilmente entre los beneficiarios de la libertad como entre sus enemigos— mostraba lo persuasivo que se había vuelto el miedo en el nuevo orden internacional surgido de la guerra, en el que tantas esperanzas se habían depositado. Esto explica el inmediato triunfo literario de 1984 de Orwell tras su publicación en 1949.
Sin embargo, la visión orwelliana aún contemplaba un futuro, por lúgubre que éste fuera, mientras que a principios de la década de 1950 Kennan empezaba a pensar que tal vez no hubiese ningún futuro. En un memorando de alto secreto preparado —aunque ignorado— por la Administración Truman, Kennan señalaba que el uso de la fuerza había sido históricamente «un medio para la consecución de un fin distinto de la guerra [...], un medio que al menos no negaba el principio de la vida en sí misma». Pero las bombas atómicas y de hidrógeno no tenían esta cualidad:un acuerdo, previno a sus mandos militares, en virtud del cual los alemanes dejaran de combatir en Occidente al tiempo que prolongaban su resistencia en el frente oriental. Con ello revelaba la profundidad de sus temores en cuanto a una paz dividida. El hecho de que considerara a sus aliados capaces de hacer algo así en fecha tan tardía ponía de manifiesto la escasa seguridad que los segundos frentes le habían proporcionado, tanto como la escasa confianza que estaba dispuesto a ofrecer.
Esferas de influencia. Una Europa dividida en esferas de influencia —según iba implícito en el acuerdo Churchill-Stalin— dejaría a los europeos muy poco espacio para decidir su futuro; de ahí la preocupación de Roosevelt. Por más que hubiera podido justificar la guerra ante sí mismo
Llegan mucho más allá de las fronteras de la civilización occidental, hasta una concepción de la guerra familiar para las hordas asiáticas. En realidad no pueden conciliarse con un propósito político dirigido a modelar, en lugar de destruir las vidas del adversario. No tienen en cuenta la responsabilidad humana de los unos para con los otros, incluso para con los errores y las equivocaciones de los otros. Implican el reconocimiento de que el hombre no sólo puede llegar a ser, sino que de hecho es, su peor y más terrible enemigo.
Kennan insistía en que se trataba de una lección shakesperiana:
Poder en voluntad, voluntad en apetito,
y el apetito, un lobo universal,
de voluntad y poder doblemente investido,
por fuerza busca presa universal
y a la postre se devora a sí mismo.
Nota de la Redacción: Este avance corresponde al primer capítulo del libro de John Lewis Gaddis, La Guerra Fría (RBA, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.