Era sin duda el día más feliz en los tres años de mandato que llevaba el
ex-gobernador de Texas al frente de la Casa Blanca, a donde había llegado –que a
nadie se le olvide– después de un polémico recuento electoral en Florida y
siendo –junto a
John Quincy Adams– el único hijo de un ex presidente del
país que conseguía emular a su padre. Pasadas estas primeras dificultades, Bush
tuvo la desgracia de encontrarse en el cargo de mayor responsabilidad de la
nación en uno de los momentos más críticos que ese país ha debido de afrontar a
lo largo de su historia más reciente: los atentados del 11 de septiembre de
2001.
Siendo relativamente corto –menos de dos años– dentro del contexto
de los ocho años de gobierno Bush, hay que decir, sin embargo, que este periodo
transcurrido entre la trágica fecha de los atentados y la imagen de Bush
felicitando al cuerpo de marines en la cubierta del Abraham Lincoln, es la etapa
crucial en su presidencia, el tiempo durante el cual
George W. Bush tomó
las dos erráticas decisiones que iban a marcar su paso por la Casa Blanca: la
invasión de Afganistán primero, con la firme convicción de poder encontrar a
Osama Bin Laden como máximo responsable por los atentados; y, sobre todo,
la invasión de Irak en marzo de 2003 con el propósito de derrocar el régimen
autoritario de
Saddam Hussein y encontrar unas supuestas armas de
destrucción masiva. Esta decisión de embarcar al país en una guerra, unida a su
elitista política económica y a su peculiar concepción religiosa y moral de la
política, han hecho que, pese a su reelección en 2004, Bush haya habido de hacer
frente a un clima de malestar y protesta social desconocido desde los años de la
Guerra de Vietnam, alcanzando unos índices de desaprobación a su gobierno que
–según la
última
encuesta de Gallup– rebasan los registros más negativos de sus
antecesores en el cargo, al situarse nada menos que en el 69%.
Weisberg da por supuesto como un
hecho que no requiere mayor demostración, que nadie discute, el fracaso de la
presidencia Bush. Saltándose así el examen de esa aseveración que presupone, el
ensayo aborda con detalle el análisis psicológico de una relación que Weisberg
califica de edípica y, como si de un estudio de caso freudiano se tratara, se
adentra en la psicología del presidente Bush
Si esto ha sucedido a escala nacional, qué decir de los
círculos de la política internacional. Exceptuando algunas sonadas adhesiones
como las que dieron lugar al llamado
Pacto de las Azores con
José
María Aznar y
Tony Blair, la crítica internacional ha coincidido en
señalar la pérdida de influencia y el deterioro de la imagen de los Estados
Unidos en el exterior durante estos últimos ocho años.
En paralelo a
todo esto, hay que decir que el gobierno republicano de la Administración Bush
en general y la figura del presidente en particular han generado una ingente
bibliografía de todo tipo y condición. Se pueden contar por miles –la mayoría
críticos pero también algunos adulatorios– los volúmenes, biografías, ensayos y
artículos periodísticos que se le han dedicado durante las dos legislaturas en
el poder a George W. Bush y a algunos de los miembros de su afamada
Administración. Como suele ocurrir en estos casos, dentro de estos ríos de tinta
navega todo lo imaginable, desde simples panfletos injuriosos hasta
encomiásticos memoriales glosando las virtudes de un enérgico y valiente
presidente, pasando por una interesante serie de ensayos críticos, pero
argumentados y razonados, que han llegado últimamente a las librerías españolas
a través de sus traducciones, en este cíclico renacer del interés por lo
americano que ha despertado en nuestro país la reciente elección de
Barack
Obama. Dentro de este grupo de ensayos estaría el balance de la
presidencia de George Bush hecho por
Paul Krugman en
Después de
Bush y, desde un punto de vista también crítico, pero con un
enfoque radicalmente diferente, el ensayo
La Tragedia Bush (
The Bush
Tragedy), publicado por
Jacob Weisberg a principios de año y de
reciente aparición en castellano editado por RBA.
Jacob Weisberg es jefe
de redacción de la revista
Slate y creador de la serie
Bushisms
(“Bushismos”), una recopilación de las famosas ocurrencias con que Bush nos ha
deleitado a lo largo de sus años en el gobierno. Weisberg es también un
periodista acreditado y respetado por alguna de sus publicaciones anteriores y
un considerado escritor de ensayos como demuestra en este libro.
La Tragedia
Bush es una obra que, siendo completamente subjetiva en su enfoque y
conclusiones, presenta una estructura muy bien cuidada y unos razonamientos
construidos a partir de hechos documentados y probados.
Weisberg concibe la personalidad de
Bush como el resultado de un proceso de imitación o admiración primera por la
figura paterna –durante los años de juventud–, seguido de un proceso de negación
de este influjo original (...). Como quien quiere deshacerse de la carga que
supone llevar un apellido que implica la pertenencia a una dinastía o un clan,
Bush júnior habría actuado durante su presidencia, según Weisberg, de forma
totalmente opuesta a como él pensaba que lo había hecho su
padre
Si me he decidido a leer y reseñar este libro sobre George
Bush y no otro de los muchos que se han publicado, es porque se trata de una
obra relativamente original en su planteamiento. El libro de Weisberg no es ni
mucho menos una biografía al uso, de esas que abundan últimamente en los
anaqueles de novedades de nuestras librerías. Tampoco es –que a nadie le
confunda el título– un libro sobre el desastre que ha supuesto el gobierno de
Bush para los Estados Unidos y para el mundo. No es nada de todo eso. La
Tragedia Bush es para Weisberg la tragedia de la familia Bush y,
especialmente, la dramática y tortuosa relación paterno-filial entre George
H. W. Bush (41º presidente de los Estados Unidos) y su hijo George W. Bush.
Weisberg da por supuesto como un hecho que no requiere mayor demostración, que
nadie discute, el fracaso de la presidencia Bush. Saltándose así el examen de
esa aseveración que presupone, el ensayo aborda con detalle el análisis
psicológico de una relación que Weisberg califica de edípica y, como si de un
estudio de caso freudiano se tratara, se adentra en la psicología del presidente
Bush comparando su drama familiar con el trazado por Shakespeare en
Enrique V. Para Weisberg, el padre Bush sería el rey Enrique IV,
mientras que el hijo Bush cumpliría en la realidad el papel del príncipe
Hal en el drama shakesperiano, el joven rebelde y disoluto que acaba
convirtiéndose en el gran Enrique V, el más belicoso de los reyes
ingleses.
Sobre la base de este paralelismo literario está construida
toda la trama de Weisberg, que parte de un argumento primordial que define la
vida de George W. Bush: su complejo de Edipo y el sentimiento revanchista
y de superación que le inspira su kafkiana figura paterna. Sin entender esto,
dice el autor, es imposible comprender nada: “La relación padre-hijo ocupa el
centro mismo de la segunda presidencia Bush y de su espectacular y evitable
fracaso. Todos los hijos compiten con sus padres. Pero la palabra
competición no hace en absoluto justicia a las complejidades edípicas de
esa peculiar relación. George W.Bush ha tenido desde que era niño una necesidad
compasiva de diferenciarse de su padre, de desafiarle, vencerle y superarle”
(p. 18).
Weisberg concibe la personalidad de Bush como el resultado de
un proceso de imitación o admiración primera por la figura paterna –durante los
años de juventud–, seguido de un proceso de negación de este influjo original
que es a la vez autoafirmación de la independencia y la propia personalidad. La
idea básica es la del distanciamiento y la desvinculación. Como quien quiere
deshacerse de la carga que supone llevar un apellido que implica la pertenencia
a una dinastía o un clan, Bush júnior habría actuado durante su presidencia,
según Weisberg, de forma totalmente opuesta a como él pensaba que lo había hecho
su padre: “Su padre era metódico, lento a la hora de decidir un curso de
acción y capaz de cambiar de opinión. El hijo era un «decididor» instantáneo,
que no reconsideraba nunca sus decisiones ni cambiaba de opinión. Si el padre
había sido objeto de burla por ser excesivamente «prudente» y amable, el hijo
sería osado y, como su madre, categórico”. (p. 99)
Bush ha sabido rodearse de una serie
de pesos pesados cuyos nombres irán siempre ligados al del propio presidente
(...) Sobre este grupo de notables y enlazándola con la teoría freudiana del
padre, Weisberg elabora una atractiva explicación según la cual este gabinete de
confianza de Bush habría asumido en la práctica una función protectora,
ejerciendo como una auténtica familia vicaria del presidente
Weisberg se sorprende, y con razón, de la capacidad que ha
tenido Bush para canalizar su frustración y para sobreponerse, no sólo a su
padre, sino también al hecho de ser poco menos que la “oveja negra” de la
familia puesto que, como bien explica el autor, era en principio
Jeb Bush
(hermano pequeño de George y ex gobernador de Florida) quien estaba
destinado a asumir el liderazgo político en la familia perpetuando la saga. En
este sentido, Weisberg alude a una famosa anécdota para explicar que el
presidente Bush es todo un experto en el arte del factor sorpresa, en ese saber
estar que caracteriza a los grandes hombres que, cuando nadie confía en ellos y
la situación es más crítica, se sobreponen a las circunstancias y sacan lo mejor
de sí mismos: “
La crisis familiar se evitó cuando Jeb soltó que George había
sido admitido en la Harvard Business School, en la que había solicitado la
inscripción en secreto, para demostrar que no necesitaba la ayuda de su padre.
[…] George W. había adoptado en el ámbito familiar una técnica que más tarde
aplicaría también fuera de ella. Las bajas expectativas que los demás
depositaban en él las explotaba en beneficio propio superándolas teatralmente.
Quienes le rodeaban tenían la impresión de que era el hijo pródigo
despilfarrando su herencia. Pero en el fondo de su mente latía la idea de un
regreso triunfante” (p. 78)
Y es que si hay algo que nadie puede
negar después de leer
La Tragedia Bush, es la constancia y determinación
del todavía presidente. Con más o menos fortuna, con mayor o menor tino; Bush ha
sabido rodearse de una serie de pesos pesados cuyos nombres irán siempre ligados
al del propio presidente:
Condoleezza Rice,
Donald Rumsfeld y, por
encima de los demás,
Karl Rove y el vicepresidente
Dick Cheney. A
estos dos últimos les dedica Weisberg sendos extensos capítulos. Uno –Rove– ha
sido unánimemente calificado como el auténtico arquitecto de los dos triunfos
electorales de Bush, quien ha movido los hilos en los pasillos de Washington; el
otro –Cheney– ha sido la auténtica mano derecha de Bush, el ejecutor de muchas
de sus decisiones. Sobre este grupo de notables y enlazándola con la teoría
freudiana del padre, Weisberg elabora una atractiva explicación según la cual
este gabinete de confianza de Bush habría asumido en la práctica una función
protectora, ejerciendo como una auténtica familia vicaria del presidente:
“
Dio a otros los papeles que correspondían a sus parientes. Ésta es la razón
de que Karl Rove haya sido el consejero político más influyente de la época
moderna, que Dick Cheney haya sido el vicepresidente más poderoso y que
Condoleezza Rice haya estado personalmente más cerca de Bush que ningún otro
consejero de seguridad nacional o secretario de Estado de ningún otro
presidente. Esta personas no han sido solamente los ayudantes de Bush, sino una
especie de familia idealizada y alternativa que él mismo ha construido y de la
que se ha rodeado” (p. 21).
Otro de los aspectos analizados por
Weisberg en su libro es el de la peculiar religiosidad de George W.Bush, todo un
clásico en los estudios biográficos sobre el presidente. Como dije al hablar
de
La fe de
Barack Obama, no se concibe el análisis de la personalidad de
un presidente de los Estados Unidos sin atender a su fe, a su cosmovisión
religiosa, del mundo y del país. Y es que en Bush hemos visto como en ningún
otro, cómo su famosa concepción religiosa se ha mezclado constantemente con la
política, a través de esa fórmula del
conservadurismo compasivo que él ha
hecho célebre. Hemos visto en estos años cómo Bush ha imprimido a todas sus
acciones, en especial a aquellas relacionadas con la política exterior, un matiz
religioso y un tono de cruzada moral contra el enemigo, cayendo a menudo en una
simplificación maniquea a partir de etiquetas como “fieles” e “infieles” o
“buenos” y “malos”: “
El hecho de mirar las cosas a través de una lente
religiosa que simplifica todas las decisiones convirtiéndolas en opciones
morales en vez de en complicadas concesiones le ayuda a sortear las
deliberaciones y las incertidumbres que identifica con su padre” (p. 147).
El libro de Weisberg no es un
retrato fiel al original del presidente Bush. Tampoco lo pretende. Es un ensayo
que, si bien no es pionero en esto de la interpretación freudiana del drama
familiar de una celebridad, si que plantea un enfoque muy atractivo y
complementario al de las biografías más ortodoxas
Pero al margen de la relación padre-hijo de los Bush y de
estos capítulos que el autor dedica a la fe del presidente, a los miembros de su
gobierno o incluso a los modelos en los que Bush se ha mirado (Weisberg cita
explícitamente a
Churchill,
Reagan o
Lincoln), Weisberg
cifra en la desastrosa política exterior de Bush y el fracaso de la Guerra de
Irak, el verdadero nudo gordiano de lo que él llama
Tragedia Bush. En
esto coincide con la mayoría de analistas: ha sido la calamitosa política
exterior de su gabinete y su incapacidad para asumir los errores y rectificar
una estrategia equivocada, lo que convierte en pésimo el balance de estos ocho
años de gobierno. Weisberg va un poco más allá y, en la línea de su teoría
marco, relaciona esta polémica política exterior con la idea de Bush de superar
lo hecho por su padre, distinguiéndose de éste y de lo que él considera que fue
una política exterior realista y demasiado débil, una política que no supo
acabar en su día con Saddam Hussein cuando Irak invadió Kuwait en el contexto de
la Guerra del Golfo: “
El empeño de Bush por vindicar a su familia y superar a
su padre le predisponía a completar el trabajo que su padre había dejado sin
terminar. Pero fue su intento más ambicioso de desarrollar una política exterior
propia, diferente de la de su padre, lo que le llevó a cometer su mayor error.
Triunfar en el campo de la política exterior era la forma definitiva y más
importante que tenía George W. de demostrarse a sí mismo que era mejor que su
padre” (p. 235).
El libro de Weisberg no es un retrato fiel al
original del presidente Bush. Tampoco lo pretende. Es un ensayo que, si bien no
es pionero en esto de la interpretación freudiana del drama familiar de una
celebridad, si que plantea un enfoque muy atractivo y complementario al de las
biografías más ortodoxas. La historia de la familia Bush no
es extraordinaria ni excepcional. Hay envidias y rencores, hay venganzas y
reproches; hay en definitiva, las típicas cosas que pasan hasta en la mejores
familias, nunca mejor dicho.
Es recomendable su lectura porque supone
una gran ayuda para entender mejor a ese gran incomprendido que es George W.
Bush. Hemos visto recientemente, cómo frente al
mensaje de
cambio y esperanza de Obama, Bush ha sido marginado como algo
anacrónico, como un
neocon ultraconservador a quien solo le preocupa su
ego. Incluso algunos historiadores le han ridiculizado adjudicándole el dudoso
honor de ser el
peor
presidente de la historia del país. No lo sé, sinceramente. No sé
cómo se puede medir ese extremo. Lo que si sé es que estas lecturas simplistas y
maniqueas son más propias de gente desinformada que de historiadores y
analistas, a quienes se nos supone un cierto grado de ecuanimidad y perspectiva.
Si dije que había que leer a Obama para acercarse a él, vuelvo a insistir en que
antes de juzgar a la ligera sumándose a la confusión general, hay que intentar
leer más a Bush o sobre Bush, para formarse un juicio que nunca será totalmente
objetivo; si lo fuera no sería un juicio.
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