El castillo de Hermes estaba situado en un hermoso paraje casi de cuento
aunque difícilmente franqueable. Todos los de la zona conocían ese terreno como
“Il ponte di San Blas”, seudotopónimo que provendría de un bonito puente
construido por los romanos en unas cuantas millas alrededor, después del
acantilado, rodeado de una frondosa arboleda. Por las tardes se oía rugir el
viento desde cualquiera de los ventanales de la gran fortaleza a través de los
que se divisaba en su totalidad la margen de babor del río Arno. Justo detrás,
saliendo por una estrecha puerta que daba a una terracita, había un bosque lleno
de fresnos, zarzas y madreselvas, y un poco más arriba, perdido entre los
arbustos y la vegetación, aparecía ante nuestra vista el antiguo cementerio del
pueblo, como surgido de la nada, cuyo macabro espectáculo de cientos de lápidas
abandonadas, flores secas, crucifijos de mármol desgastado, y algún fuego fatuo
que en la oscuridad nos recordaba el lugar en el que estábamos, era el vivo
retrato de alguna de esas macabras historias de Lovecraft leídas por mi abuelo
en voz alta durante las noches de luna llena. Confieso que en más de una ocasión
sentí miedo cuando al ponerse el sol, durante el crepúsculo y entre las lápidas,
aparecía el viejo Hermes como por arte de magia, seguidamente se sentaba en
alguna de ellas y nos daba su peculiar charla sobre la muerte y los misterios
que encierra.
Aquél miércoles de ceniza, el viejo Hermes nos haría asistir a
la misa que celebraba el párroco antes de tener nuestra segunda reunión. No
sabíamos muy bien al principio por qué nos insistía tanto en que fuéramos a la
iglesia del pueblo, pero luego supimos su pretensión: debíamos centrar nuestra
atención sobre el evangelio del día.
-Habréis de entender las palabras de
vuestro sacerdote, La Biblia es el libro de la sabiduría, y luego deberéis
reflexionar sobre la gran figura de Jesús. Una vez que hayáis salido del sermón,
deberéis venir de nuevo a este apartado y tranquilo lugar donde reposan las
almas, aquí os estaré esperando, al caer la noche, durante el comienzo del
crepúsculo. Hoy os haré hallar la primera de nuestras claves que nos llevará
hasta la puerta más misteriosa que jamás hayáis podido imaginar y que une
nuestros dos mundos.
El viejo Hermes había hablado sobre la primera de las
claves, ¿qué habría querido decir con eso? ¿y cuál sería aquella puerta
misteriosa capaz de unir dos mundos y que por vez primera se había referido a
ella?, es cierto que el viejo Hermes nos había prometido hacer un emocionante
viaje sin precedente, pero en el momento en que se nos dijo, los tres pensamos
que se trataría de una simple metáfora y no le dimos mayor importancia.
Mientras, en la iglesia, escuchábamos el sermón de don Pietro. Las beatas
del pueblo se santiguaban con presteza y se daban sonoros golpes de pecho. De
repente, Selena me apretó el brazo como sobrecogida. Al fondo, detrás del altar,
sin que nadie se hubiera percatado de su presencia, se encontraba el viejo
Hermes sentado en un trono dorado, y a medida que el sacerdote daba la misa,
Hermes iba levantando un dedo y así hasta siete. Francesco fue anotando en su
pequeño cuaderno cada una de las frases que pronunciaba el cura a medida que el
viejo Hermes iba haciendo sus señales: “Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen”; “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”; “Mujer he aquí a
tu hijo, hijo he aquí a tu madre”; “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has
abandonado?”; “Tengo sed”; “Ya se ha consumado”; “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”.
Sin saber cómo ni por qué, al finalizar la celebración, se
esfumaría también Hermes, como si sólo se hubiera tratado de una mera ilusión.
Selena no daba crédito.
-¿Habéis visto?, yo creo que Hermes es un ángel,
¿qué dices tú, Piero?
Intentaba desde mi corta edad encontrar una respuesta
adecuada a lo sucedido, pero claro, no conseguía hallarla. Por momentos llegué a
pensar que el viejo Hermes tenía la facultad de volar o de hacerse invisible,
aunque esto tampoco entraba dentro de mi lógica, ni de la de nadie. Barajé
varias posibilidades, ninguna acorde con la razón, claro está, y menos aún con
la nuestra, con la de unos adolescentes que habíamos sido los únicos testigos de
lo sucedido.
-No sé qué pensar, Selena... Hermes no es de este mundo, te lo
dije.
Francesco, sin embargo, parecía haber encontrado la respuesta con sus
fantasías piráticas.
-Yo creo que Hermes es la reencarnación de un antiguo
pirata que surcó las costas de Francia y que lo mataron por poseer el don de la
sabiduría y practicar magia blanca...
Tanto Selena como yo miramos
extrañados a mi hermano.
-Claro, claro... seguro que es eso...
-No le
hagas caso, Selena, todo cuanto ve Francesco, piensa que es obra de legendarios
corsarios. La vida para él no tiene sentido si no hay un pirata por medio.
Selena me daba la razón.
-¿Qué tendrá que ver el viejo Hermes con los
piratas?, vamos, digo yo...
-Pues nada, pero ya ves mi hermano, a veces, si
cerrara la boca, estaría mucho más guapo.
Francesco pareció enfadarse y
frunció el ceño.
-¡Qué entenderéis vosotros de piratas...!
Esa
tarde, más que nunca, ansiábamos llegar hasta el cementerio donde nos había
convocado horas antes el viejo Hermes, sin embargo, por más que esperamos los
tres abrazados en las penumbras del viejo camposanto, nuestro aliado no apareció
por ninguno de sus rincones, y en su lugar, encontramos una nota manuscrita
depositada entre una de las lápidas de mármol amarillento, que decía:
“Septem digitos”
Nota de la Redacción: el texto de esta prepublicación pertenece a la
novela de Gaspar
Sánchez Salas, El coleccionista de
misterios (Acidalia, 2008). Queremos hacer
constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones
Carena, José
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.