Sí, desde que pasada la adolescencia leí su obra maestra
La edad de la
inocencia, Edith Wharton (1862-1937) se convirtió en una de las pocas
escritoras por las que siento auténtica devoción, y rara vez ha defraudado mis
expectativas cuando he comenzado alguno de sus trabajos (
Ethan Frome, Relatos
de fantasmas, Santuario, Los niños, Sueño crepuscular, La costumbre del país, La
renuncia, El arrecife...), incluyendo su autobiografía, quizá la única de
sus obras en la que me ha parecido que no quiso dar lo mejor de sí.
Cuando buscaba en la librería lectura para reseñar en esta página, y me
topé con la reciente edición que la benemérita editorial Alba acaba de sacar a
la calle de
La casa de la alegría, no dudé un instante en abalanzarme
sobre un ejemplar de esta obra que, desconozco si con razón o sin ella, se
publicita como inédita hasta ahora en español. Pues bien, adelantaré que la
Wharton en absoluto me ha defraudado, y que esta
Casa, en mi opinión, es
uno de sus mejores libros, lo que desde luego no es decir poco.
Edith
Wharton (Edith Newbold Jones) nació en Nueva York dentro de una familia con más
que posibles y afianzada en el creciente y cada vez más poderoso universo
financiero norteamericano de mediados del siglo XIX. Como era costumbre, y aún
lo sigue siendo de alguna manera entre las clases pudientes americanas, viajó
mucho por Europa durante su infancia y adolescencia y recibió una buena
educación siempre a cargo de institutrices. A los 25 años contrajo matrimonio
con Edward Robbins Wharton, un “tipo Harvard” con 12 años más que ella. La cosa
no funcionó, pues las inquietudes intelectuales de la dama entraron siempre en
conflicto abierto con el papel que se supone debía desempeñar en el en torno de
la clase neoyorquina. Los problemas originaron más problemas y una profunda
depresión de la que logró salir cuando puso distancia con el tal Edward e hizo
de su capa un sayo de independencia.
En el asunto del deambular por los
meandros codificados y sofisticados de la vida entre las clases altas del fin de
la era de la primera oleada masiva industrial, la maestría de Wharton tiene
sencillamente los rasgos propios de lo genial, y es probable que, digna sucesora
de monstruos literarios como Jane Austen o George Eliot, sólo pueda comparársela
en el tratamiento de tema semejantes con el que fue su buen amigo, el
imprescindible Henry James
Si muy joven, en 1878,
publicó un libro de versos y casi 20 años más tarde, en 1897, un volumen de
decoración pensado contra la estética victoriana, no fue hasta alcanzar la
cuarentena cuando se decidió a publicar su primera novela en 1902, aunque fue
con la segunda,
La casa de la alegría (1905), con la que alcanzó el éxito
público y el reconocimiento de la crítica.
Llegaron después otros muchos
títulos importantes, pero fue en 1920 cuando alcanzó la consagración definitiva
con
La edad de la inocencia, que le valió el premio Pulitzer y la
rendición a sus pies de todo el mundo literario anglosajón. Cuando publicó esta
obra maestra ya llevaba una década viviendo en París (imagino que en la casa con
la que nos topamos en el paseo), y siete años divorciada del señor de Harvard.
Sus desvelos por las tropas aliadas durante la I Guerra Mundial le valieron la
Legión de Honor, con la que murió en 1937, poco antes de que estallase la
Segunda, en su casa francesa de Saint-Brice-sous-Fôret.
Tantos datos
biográficos del autor en muchas ocasiones no son muy útiles a la hora de
establecer una adecuada valoración de su obra literaria, pero en el caso que nos
ocupa no sólo son útiles, es que tienen el carácter de imprescindibles, pues en
gran medida lo que Edith Wharton noveló volumen tras volumen fue ni más ni menos
que buena parte de sus propias experiencias vitales en el cerrado, sofocante,
hipócrita, claustrofóbico y pagado de sí mismo ambiente de la clase alta
neoyorquina de los años de paso del siglo XIX al XX. Ese ambiente con el que “se
casó”, en el que nunca pudo ser ella misma, y que la llevó a la enfermedad y el
desencanto.
En el asunto del deambular por los meandros codificados y
sofisticados de la vida entre las clases altas de las sociedades “más
civilizadas” del fin de la era de la primera oleada masiva industrial, la
maestría de Wharton tiene sencillamente los rasgos propios de lo genial, y es
probable que, digna sucesora de monstruos literarios como Jane Austen o George
Eliot, sólo pueda comparársela en el tratamiento de tema semejantes dentro de su
tiempo y ámbito cultural con el que fue su buen amigo, el imprescindible Henry
James, otro americano que dio sus mejores frutos en el más libre y cosmopolita
exilio europeo, en su caso londinense.
La agudeza y sabiduría narrativa de
la Wharton logran que en sí la historia enganche incluso a un lector talludito y
con conchas del año 2008, pero es que su pura inteligencia y perspicacia
sencillamente lo dejan a uno con la boca abierta y exclamando casi a cada
párrafo: ¡pero cómo puede ser tan condenadamente
lista!
El esqueleto argumental de
La casa
de la alegría no presenta excesivas complicaciones para el lector, y
participa de los elementos propios del folletín en clave sentimental. La
protagonista, Lily Bart, es una joven y bellísima huérfana que es acogida por su
encopetada y envarada tía viuda. Lily ha sido educada en las exquisiteces
materiales de la vida y en los intríngulis de la alta sociedad neoyorquina con
mansiones en la Quinta avenida, Paris y Londres, y que pasa sus vacaciones de
verano en la Costa Azul o Venecia. Pero la situación de la huérfana hace que
sólo pueda seguir disfrutando de dicho estilo de vida si contrae matrimonio con
un joven rico y de buena familia. Lanzada entonces por las circunstancias al
complicado “mercado matrimonial”, la bellísima e inteligente Lily se va a ver
envuelta en una difícil situación en la que se sentirá incapaz de llegar a
casarse sólo por dinero pero a no poder vivir sin él, renunciando a un amor con
colores verdaderos que siempre sobrevuela el horizonte. Las aventuras y
desventuras de Lily configuran así la trama.
Este argumento, manoseado
hasta el cansancio en la historia de la literatura decimonónica, en las manos y
en la mente de un escritor del montón acabaría probablemente en algo trivial y
sin más alicientes. La agudeza y sabiduría narrativa de la Wharton logran que en
sí la historia enganche incluso a un lector talludito y con conchas del año
2008, pero es que su pura inteligencia y perspicacia sencillamente lo dejan a
uno con la boca abierta y exclamando casi a cada párrafo: ¡pero cómo puede ser
tan condenadamente lista!
La asombrosa y genial habilidad de Wharton
para plasmar a la vez, a través de una prosa cristalina y de una sutileza
extremecedora, las aguas tranquilas, unívocas y unidireccionales de la rutina
cotidiana de las clases pudientes neoyorquinas del 1900 (con sus elementales y
estrictas leyes, con sus códigos de orden interno y externo), y las corrientes
salvajes y subterráneas del sentir humano en su desnudez más valiente y
desvalida, hacen de esta escritora un portento de eficacia narrativa, y un
ejemplo luminoso de la emocionante sutileza espiritual que es capaz de encerrar
un artefacto verbal cuando alcanza la estadía de obra de arte.
La
crítica especializada ya ha dicho que probablemente lo que viene a ser el rasgo
más caracterizador de la obra de esta eminente escritora sea la denuncia
implacable, aunque no agria, de un tipo de sociedad que su larga vida le
permitió ver desaparecer, hundirse en el pasado histórico. Wharton ha dejado
novelas como
La casa de la alegría que han hecho de ella la antropóloga
por excelencia de su propia clase social en un tiempo y un lugar muy concretos,
y la arqueóloga más acreditada de una ciudad, Nueva York, en el momento en el
que se preparaba para hacerse con la capitalidad del mundo; un mundo nuevo,
heredero, sí, del que Wharton acaba por firmar su acta de defunción, pero que ya
tampoco es el de ella, y del que va a renegar por su esencial caos en el orden
social y moral.
Wharton testimonia la defunción de un mundo, de un
estilo de vida, y reniega ya del nuevo que está naciendo ante sus ojos. Wharton
habitó finalmente sólo su propio y personal mundo, su propia casa. Una casa en
la que toda la alegría se concentró en páginas tan estupendas como las que aquí
quedan recomendadas, y que son la herencia que nos legó Wharton para nuestro uso
y disfrute.