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Edith Wharton: La casa de la alegría (Alba, 2008)

Edith Wharton: La casa de la alegría (Alba, 2008)

    TÍTULO
La casa de la alegría

    AUTORA
Edith Wharton

    EDITORIAL
Alba

    GÉNERO
Novela

    TRADUCCCION
Pilar Giralt Gorina

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 392 páginas. 28 €



Edith Wharton, 1862-1937 (foto del año 1916)

Edith Wharton, 1862-1937 (foto del año 1916)


Reseñas de libros/Ficción
Edith Wharton: La casa de la alegría (Alba, 2008)
Por Juan Antonio González Fuentes, jueves, 2 de octubre de 2008
Durante nuestra última estancia en París, dimos un largo paseo por las calles de la ciudad buscando el Museo Rodin, ese palacete bastante destartalado en el que el escultor trabajó durante la última etapa de su vida teniendo como secretario personal al poeta Rilke. Si no recuerdo mal del todo, el Museo Rodin está en un entorno noble en el que no son infrecuentes las embajadas u otros servicios diplomáticos de países extranjeros. Durante el caminar que nos iba acercando al viejo hogar del escultor nos topamos con nobles edificios en los que se mecían al viento las banderas de los EE.UU, Gran Bretaña e Italia. Pegada a la diplomacia italiana había un edificio que exhibía un solemne portal junto al que en una gran placa de piedra podía leerse que, en uno de los pisos del interior, había vivido durante una larga etapa de su vida una de nuestra novelistas predilectas, la nacida norteamericana Edith Wharton.
Sí, desde que pasada la adolescencia leí su obra maestra La edad de la inocencia, Edith Wharton (1862-1937) se convirtió en una de las pocas escritoras por las que siento auténtica devoción, y rara vez ha defraudado mis expectativas cuando he comenzado alguno de sus trabajos (Ethan Frome, Relatos de fantasmas, Santuario, Los niños, Sueño crepuscular, La costumbre del país, La renuncia, El arrecife...), incluyendo su autobiografía, quizá la única de sus obras en la que me ha parecido que no quiso dar lo mejor de sí.

Cuando buscaba en la librería lectura para reseñar en esta página, y me topé con la reciente edición que la benemérita editorial Alba acaba de sacar a la calle de La casa de la alegría, no dudé un instante en abalanzarme sobre un ejemplar de esta obra que, desconozco si con razón o sin ella, se publicita como inédita hasta ahora en español. Pues bien, adelantaré que la Wharton en absoluto me ha defraudado, y que esta Casa, en mi opinión, es uno de sus mejores libros, lo que desde luego no es decir poco.

Edith Wharton (Edith Newbold Jones) nació en Nueva York dentro de una familia con más que posibles y afianzada en el creciente y cada vez más poderoso universo financiero norteamericano de mediados del siglo XIX. Como era costumbre, y aún lo sigue siendo de alguna manera entre las clases pudientes americanas, viajó mucho por Europa durante su infancia y adolescencia y recibió una buena educación siempre a cargo de institutrices. A los 25 años contrajo matrimonio con Edward Robbins Wharton, un “tipo Harvard” con 12 años más que ella. La cosa no funcionó, pues las inquietudes intelectuales de la dama entraron siempre en conflicto abierto con el papel que se supone debía desempeñar en el en torno de la clase neoyorquina. Los problemas originaron más problemas y una profunda depresión de la que logró salir cuando puso distancia con el tal Edward e hizo de su capa un sayo de independencia.

En el asunto del deambular por los meandros codificados y sofisticados de la vida entre las clases altas del fin de la era de la primera oleada masiva industrial, la maestría de Wharton tiene sencillamente los rasgos propios de lo genial, y es probable que, digna sucesora de monstruos literarios como Jane Austen o George Eliot, sólo pueda comparársela en el tratamiento de tema semejantes con el que fue su buen amigo, el imprescindible Henry James

Si muy joven, en 1878, publicó un libro de versos y casi 20 años más tarde, en 1897, un volumen de decoración pensado contra la estética victoriana, no fue hasta alcanzar la cuarentena cuando se decidió a publicar su primera novela en 1902, aunque fue con la segunda, La casa de la alegría (1905), con la que alcanzó el éxito público y el reconocimiento de la crítica.

Llegaron después otros muchos títulos importantes, pero fue en 1920 cuando alcanzó la consagración definitiva con La edad de la inocencia, que le valió el premio Pulitzer y la rendición a sus pies de todo el mundo literario anglosajón. Cuando publicó esta obra maestra ya llevaba una década viviendo en París (imagino que en la casa con la que nos topamos en el paseo), y siete años divorciada del señor de Harvard. Sus desvelos por las tropas aliadas durante la I Guerra Mundial le valieron la Legión de Honor, con la que murió en 1937, poco antes de que estallase la Segunda, en su casa francesa de Saint-Brice-sous-Fôret.

Tantos datos biográficos del autor en muchas ocasiones no son muy útiles a la hora de establecer una adecuada valoración de su obra literaria, pero en el caso que nos ocupa no sólo son útiles, es que tienen el carácter de imprescindibles, pues en gran medida lo que Edith Wharton noveló volumen tras volumen fue ni más ni menos que buena parte de sus propias experiencias vitales en el cerrado, sofocante, hipócrita, claustrofóbico y pagado de sí mismo ambiente de la clase alta neoyorquina de los años de paso del siglo XIX al XX. Ese ambiente con el que “se casó”, en el que nunca pudo ser ella misma, y que la llevó a la enfermedad y el desencanto.

En el asunto del deambular por los meandros codificados y sofisticados de la vida entre las clases altas de las sociedades “más civilizadas” del fin de la era de la primera oleada masiva industrial, la maestría de Wharton tiene sencillamente los rasgos propios de lo genial, y es probable que, digna sucesora de monstruos literarios como Jane Austen o George Eliot, sólo pueda comparársela en el tratamiento de tema semejantes dentro de su tiempo y ámbito cultural con el que fue su buen amigo, el imprescindible Henry James, otro americano que dio sus mejores frutos en el más libre y cosmopolita exilio europeo, en su caso londinense.

La agudeza y sabiduría narrativa de la Wharton logran que en sí la historia enganche incluso a un lector talludito y con conchas del año 2008, pero es que su pura inteligencia y perspicacia sencillamente lo dejan a uno con la boca abierta y exclamando casi a cada párrafo: ¡pero cómo puede ser tan condenadamente lista!

El esqueleto argumental de La casa de la alegría no presenta excesivas complicaciones para el lector, y participa de los elementos propios del folletín en clave sentimental. La protagonista, Lily Bart, es una joven y bellísima huérfana que es acogida por su encopetada y envarada tía viuda. Lily ha sido educada en las exquisiteces materiales de la vida y en los intríngulis de la alta sociedad neoyorquina con mansiones en la Quinta avenida, Paris y Londres, y que pasa sus vacaciones de verano en la Costa Azul o Venecia. Pero la situación de la huérfana hace que sólo pueda seguir disfrutando de dicho estilo de vida si contrae matrimonio con un joven rico y de buena familia. Lanzada entonces por las circunstancias al complicado “mercado matrimonial”, la bellísima e inteligente Lily se va a ver envuelta en una difícil situación en la que se sentirá incapaz de llegar a casarse sólo por dinero pero a no poder vivir sin él, renunciando a un amor con colores verdaderos que siempre sobrevuela el horizonte. Las aventuras y desventuras de Lily configuran así la trama.

Este argumento, manoseado hasta el cansancio en la historia de la literatura decimonónica, en las manos y en la mente de un escritor del montón acabaría probablemente en algo trivial y sin más alicientes. La agudeza y sabiduría narrativa de la Wharton logran que en sí la historia enganche incluso a un lector talludito y con conchas del año 2008, pero es que su pura inteligencia y perspicacia sencillamente lo dejan a uno con la boca abierta y exclamando casi a cada párrafo: ¡pero cómo puede ser tan condenadamente lista!

La asombrosa y genial habilidad de Wharton para plasmar a la vez, a través de una prosa cristalina y de una sutileza extremecedora, las aguas tranquilas, unívocas y unidireccionales de la rutina cotidiana de las clases pudientes neoyorquinas del 1900 (con sus elementales y estrictas leyes, con sus códigos de orden interno y externo), y las corrientes salvajes y subterráneas del sentir humano en su desnudez más valiente y desvalida, hacen de esta escritora un portento de eficacia narrativa, y un ejemplo luminoso de la emocionante sutileza espiritual que es capaz de encerrar un artefacto verbal cuando alcanza la estadía de obra de arte.

La crítica especializada ya ha dicho que probablemente lo que viene a ser el rasgo más caracterizador de la obra de esta eminente escritora sea la denuncia implacable, aunque no agria, de un tipo de sociedad que su larga vida le permitió ver desaparecer, hundirse en el pasado histórico. Wharton ha dejado novelas como La casa de la alegría que han hecho de ella la antropóloga por excelencia de su propia clase social en un tiempo y un lugar muy concretos, y la arqueóloga más acreditada de una ciudad, Nueva York, en el momento en el que se preparaba para hacerse con la capitalidad del mundo; un mundo nuevo, heredero, sí, del que Wharton acaba por firmar su acta de defunción, pero que ya tampoco es el de ella, y del que va a renegar por su esencial caos en el orden social y moral.

Wharton testimonia la defunción de un mundo, de un estilo de vida, y reniega ya del nuevo que está naciendo ante sus ojos. Wharton habitó finalmente sólo su propio y personal mundo, su propia casa. Una casa en la que toda la alegría se concentró en páginas tan estupendas como las que aquí quedan recomendadas, y que son la herencia que nos legó Wharton para nuestro uso y disfrute.
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