Aunque, en las últimas semanas, la virulencia de la crisis económica ha
apagado el rumor del debate territorial, singularmente la algarabía
identitario–financiera catalana, ello no significa que ese debate esté resuelto,
ni que no merezca la pena volver sobre él, sobre todo porque de las decisiones
que se adopten con relación a los capítulos de su agenda dependerá también la
capacidad que tenga España para superar la coyuntura adversa actual, viendo
reforzada su economía. Cuatro son, desde mi punto de vista, los dilemas que es
necesario afrontar: el primero se refiere al modelo de financiación autonómica;
el segundo, a las barreras interiores que están fragmentando el mercado
nacional; el tercero, a la cuestión de la libertad en el uso de las lenguas
oficiales; y el cuarto, a la impostergable necesidad de frenar el deterioro del
sistema educativo.
La financiación autonómica
La
importancia del dilema de la financiación autonómica es difícil de exagerar. De
él depende la existencia misma de España como Estado unitario y como mercado
nacional, con las ventajas que la dimensión otorga a la actividad económica. Y
depende también la configuración de la oferta de los servicios públicos
esenciales —pues, no se olvide, éstos son competencia de las Administraciones
regionales—, tanto en cantidad como en calidad. Una oferta sobre la que, a su
vez, gravita la plasmación real de la igualdad entre los ciudadanos, su
posibilidad de ver preservada su salud sin discriminación alguna, de acceder a
todos los niveles de la educación —desde la preescolar hasta la universitaria—,
de ser atendidos solidariamente en caso de necesidad o de minusvalía, y de
encontrar resueltos múltiples problemas cotidianos que, en la compleja sociedad
en la que vivimos, requieren soluciones en las que necesariamente, sea por la
vía de la regulación, sea a través de la intervención, han de participar los
poderes públicos.
El modelo de financiación autonómica, basado en la
multilateralidad y en la solidaridad, ha sido cuestionado a raíz de la
aprobación del Estatuto de Cataluña y, posteriormente, de los Estatutos de otras
Comunidades Autónomas en los que se han introducido normas reguladoras,
generalmente contradictorias entre sí, que invaden el terreno competencial del
Estado, a quien la Constitución otorga la potestad de legislar al respecto. Y lo
que está en discusión no son sólo los recursos de que pueda disponer tal o cual
gobierno regional, sino algo mucho más importante como es el reconocimiento
fáctico de una singularidad que apela a la soberanía para determinados
territorios. Lo que desde el gobierno autonómico catalán se plantea, entonces,
en este debate, no es otra cosa que un estatus de independencia. Por tal motivo,
si se atendiera su pretensión y se establecieran negociaciones bilaterales entre
los gobiernos de Cataluña y España para la financiación autonómica, se daría un
paso decisivo hacia la fragmentación del Estado.
Un elemento novedoso
que debe ser tenido en cuenta en todo esto es que, dentro de la arena política,
las posiciones soberanistas se han trasladado desde su feudo tradicional —los
partidos nacionalistas— hacia las formaciones de ámbito estatal, que han
encontrado en ellas la coartada necesaria para justificar unas políticas
populistas que, de momento, han tenido un buen rendimiento electoral. Ocurrió
así, en la pasada legislatura, con el Partido Socialista; y, en este momento,
sigue sus pasos el Partido Popular que, en concreto, en Cataluña, ha acabado
enmarañándose en un guirigay de declaraciones confusas en las que se acusa al
Gobierno de Rodríguez Zapatero de no haber hecho honor a sus compromisos con
respecto al cumplimiento de las previsiones del
Estatut, a la vez que se
abomina de éste por su carácter inconstitucional.
Digámoslo con
claridad: si de lo que se trata es de corregir el modelo de financiación
autonómica dentro del marco constitucional, entonces no cabe ni la
bilateralidad, ni la desigualdad. El modelo —que hay que discutirlo porque el
que se aprobó en 2001 era defectuoso y no previó la realidad demográfica
cambiante que, como fruto de la inmigración, ha experimentado España— debe
atender, por ello, a los siguientes principios:
- Autonomía, de manera que los gobiernos regionales tengan margen para el
desarrollo de sus propios programas políticos, pues son los ciudadanos de cada
Comunidad, y no el Estado, los que deben pronunciarse acerca de su idoneidad a
través de los procesos electorales.
- Suficiencia para que las Comunidades Autónomas cuenten con los recursos
que se requieren para el ejercicio de sus competencias. Y no se trata de que
éstas se desenvuelvan en unos niveles mínimos —como, por cierto, se pretende
desde Cataluña para limitar económicamente la solidaridad— sino en unos
suficientemente amplios para que las cotas del bienestar individual y
colectivo de los españoles, en lo que dependen de los servicios públicos, sean
similares entre sí con independencia de su lugar de residencia.
- Solidaridad, porque, en efecto, la solidaridad es un requisito
imprescindible para lograr la suficiencia de los ingresos públicos regionales
y la igualdad de los ciudadanos. La solidaridad —que, no se olvide, no nace
del altruismo individual, sino del mandato constitucional— implica que, en las
regiones más ricas, se generen y recauden parte de los recursos que han de
destinarse a la financiación de las regiones más pobres. Ello no debe causar
inquietud a los residentes de las Comunidades de mayor nivel de renta, pues es
por medio de la solidaridad establecida como se agranda el mercado nacional y
se amplían los horizontes a su producción. Dicho de otro modo, sin la
solidaridad el mercado que abastecen las empresas localizadas en las regiones
ricas se empequeñecería; y, si ello fuera así, sus posibilidades de crear
riqueza serían menores, con lo que se empobrecería a sus habitantes. Para los
ciudadanos de las regiones más desarrolladas, la solidaridad es así una
garantía de su prosperidad; y para los de las menos avanzadas, de su
bienestar.
- ·Corresponsabilidad fiscal para que sean los gobiernos que toman
decisiones de gasto los que asuman también, ante los ciudadanos, la
responsabilidad de establecer los ingresos fiscales. El sistema de
financiación autonómico se ha de basar, por ello, en la transferencia a las
Comunidades Autónomas de un paquete fiscal mayor que el actual —y, en esto,
las pretensiones catalanas no son una mala propuesta—, de modo que alrededor
de un 90 por 100 de sus necesidades esté cubierta por él.
Por otra
parte, la revisión del modelo de financiación sería insuficiente si no se
abordara y se solucionara el problema de los privilegios que, como he mostrado
en otros trabajos, implica el régimen foral en el País Vasco y en Navarra. Dado
que ese régimen se incardina en la disposición transitoria primera de la
Constitución, más que en su supresión, lo que cabe inmediatamente es trabajar en
su reforma, teórica y práctica, para que de él no se deriven una subvaloración
de la contribución del
País
Vasco y
Navarra a las cargas del Estado que se
puede valorar en no menos de 2.060 millones de euros en el primero, y de 640 en
el segundo.
Más concretamente, se debe corregir la metodología que se
sigue en el cálculo del «cupo» del País Vasco y de la «aportación» de Navarra
para que refleje los costes reales de las competencias que ejerce el Estado y
que no han sido transferidas a esas Comunidades Autónomas. Tal corrección tiene
que incidir en tres elementos:
- Primero, en la actualización de los índices de imputación que se emplean
para atribuir a ambas regiones el valor que les corresponde de las cargas del
Estado.
- Segundo, en la supresión del concepto de déficit por el que, en los dos
casos, se reduce de manera exagerada su contribución a la caja común al
utilizarse datos falsificados. Más concretamente, desde que, gobernando el
Partido Popular, en 1997 se negoció el cupo vasco, la ley correspondiente
reproduce unas cifras irreales que tienen la virtud de restar entre 2.000 y
2.800 millones de euros a la cantidad que la región paga al Estado. Y en
Navarra ocurre otro tanto.
- Y tercero, en el empleo de datos realistas para el cálculo de las
compensaciones por el IVA que reducen también el «cupo» y la «aportación».
Unas compensaciones que, según un reciente trabajo elaborado por la Junta de
Castilla y León, están sobrevaloradas, como promedio anual, en casi un 125 por
100 (ver
pdf "Cálculo Cupo Vasco").
Un apunte final
sobre este dilema de la financiación autonómica debe referirse a la cuestión
asociada de la fragmentación de la Agencia Tributaria a la que aspiran, de
momento, los gobiernos de Cataluña y Andalucía. Los
inspectores
de hacienda han alertado a este respecto sobre «los graves
perjuicios que se producirían en la Administración Tributaria, …sobre todo para
la lucha contra el fraude fiscal», así como porque «puede romperse la unidad del
mercado», si los planes catalanes, con su Agencia Tributaria de Catalunya, se
llevan al extremo. Por ello, un planteamiento razonable sería el de crear un
consorcio tributario entre el Estado y las Comunidades Autónomas, da manera que
éstas tuvieran participación en el consejo de administración de una única
Agencia Tributaria.
La fragmentación del mercado
nacional
Como es sabido, la actividad reguladora de las
Administraciones Públicas, referida a las actividades de producción de bienes y
servicios, a su distribución o a sus condiciones generales de funcionamiento,
tiene su justificación en la corrección de los fallos del mercado que encuentran
su raíz en las condiciones tecnológicas, de información o institucionales de
éste, o en los objetivos redistributivos y de estabilización de los gobiernos.
Las regulaciones que corrigen fallos del mercado tienden generalmente a
favorecer la eficiencia y, con ella, el desarrollo económico. Pero las
regulaciones orientadas por objetivos de redistribución o estabilización
conducen muchas veces a reducir la eficiencia y a generar barreras a la entrada
en los mercados, en beneficio de las empresas ya instaladas y en detrimento de
la competencia.
Por otra parte, aún cuando las Administraciones Públicas
orientan su actividad reguladora a la corrección de fallos del mercado, pueden
generar ineficiencias con ella si existen problemas de información asimétrica y
costes de agencia, si los costes de transacción inherentes a la regulación son
elevados, si la incertidumbre sobre sus costes y beneficios es alta o si se dan
fallos del sector público.
En estas circunstancias, desde la segunda
mitad de la década de 1990, diversas organizaciones internacionales y gobiernos
nacionales, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE), la Comisión Europea, la Union of Industrial and Employer’s
Confederations of Europe (UNICE), han alertado acerca de los posibles efectos
negativos de las regulaciones administrativas de carácter económico, en especial
cuando esas regulaciones son excesivas, superpuestas y acumulativas en un mismo
sector de actividad. Y, consecuentemente con ello, han propiciado políticas de
revisión de las regulaciones y, en su caso, de desregulación, para favorecer la
competencia en los mercados y la eficiencia en la asignación de los recursos
económicos.
España no ha sido ajena a esta orientación revisionista de
la actividad reguladora del Estado y, en general, ha aplicado las directrices
europeas en esta materia, favoreciendo así una mayor competencia en determinados
mercados. Sin embargo, mientras el Estado ha propiciado la desregulación, no ha
ocurrido lo mismo con respecto a los gobiernos de las Comunidades Autónomas, de
manera que en muchos de éstos se ha registrado una auténtica carrera legislativa
que se ha traducido en la existencia de varios miles de normas publicadas.
Desde diferentes instancias empresariales y sindicales se ha llamado la
atención acerca de los efectos perniciosos que pudieran derivarse de la acción
normativa de las Comunidades Autónomas en materia económica, toda vez que con
ella se están generando barreras a la movilidad de los factores productivos,
tanto de capital como de trabajo. El Consejo de Cooperación Económica, en su
labor de asesoramiento a la Comisión Europea, ha alertado recientemente acerca
de la necesidad de favorecer en España políticas que restablezcan la unidad de
mercado, en tanto en cuanto que ésta se ha visto mermada por las regulaciones
autonómicas. A su vez, algunos estudios académicos realizados en los últimos
años han aportado evidencias de que las regulaciones autonómicas tienen un
efecto negativo sobre las ganancias de productividad, lo que se traduce en un
menor desarrollo de las Comunidades Autónomas en las que la proliferación
normativa ha sido mayor.
En definitiva, las barreras interiores son un hecho
que dificulta el desarrollo económico en España. Y por ello se debe actuar desde
el Estado para restablecer la unidad del mercado, tal como previó en su día la
Constitución cuando le otorgó la competencia para «dictar leyes que establezcan
los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las
Comunidades Autónomas… cuando así lo exija el interés general».
La libertad lingüística
Un tipo especial
de barrera interior que limita la circulación de factores productivos y que, por
tanto, incide negativamente sobre la unidad del mercado nacional, se deriva de
las políticas de normalización lingüística desarrolladas por las Comunidades
Autónomas bilingües. En ellas, la normalización se ha entendido como imposición
a todos los ciudadanos de la lengua regional en detrimento del empleo del
español y, sobre todo, menoscabando su libertad para elegir la lengua en la que
quieren expresarse, relacionarse con las Administraciones Públicas y educar a
sus hijos.
Las políticas de normalización lingüística se han convertido
así en un obstáculo para el ejercicio de los derechos fundamentales de los
ciudadanos. Como ha señalado acertadamente
Xavier
Pericay, «allí donde gobierna el nacionalismo, la política
lingüística … perjudica la convivencia entre los ciudadanos» y «crea una red
clientelar, … una trama de dependencias y lealtades que no hace sino reforzar el
silencio cómplice sobre sus abusos». Pero también hay que destacar, en este
momento, que esas políticas están teniendo también importantes efectos negativos
para la economía y para el bienestar colectivo. Entre ellos, se pueden señalar,
a título ilustrativo, los siguientes:
- En primer lugar, las dificultades que encuentran los grandes servicios
públicos —principalmente, los sanitarios y educativos— para reclutar el
personal de alta cualificación que requiere su prestación. En el País Vasco,
por ejemplo, se ha denunciado la carencia de médicos de diferentes
especialidades y la imposibilidad de completar las plantillas de los
hospitales, con el consiguiente deterioro del servicio que se presta a los
ciudadanos. Lo mismo puede decirse de las Universidades, pues la contratación
o selección de los profesores e investigadores queda constreñida a los
hablantes de las lenguas cooficiales, con independencia de los méritos
académicos; y ello dificulta el logro de elevados niveles de calidad.
- En segundo término, se puede destacar que, en el sector público, las
exigencias lingüísticas de algunas Comunidades Autónomas se han convertido en
un obstáculo objetivo para la movilidad de los funcionarios o trabajadores
contratados. Ello, incluso, se extiende sobre los servicios de titularidad
estatal, de manera que, en determinados destinos, es difícil completar las
plantillas o consolidarlas, pues se produce una continua salida de los
trabajadores con experiencia hacia lugares menos conflictivos. Es el caso, por
ejemplo, de los jueces en el País Vasco, Galicia y Cataluña; o de los
controladores aéreos en esas mismas Comunidades.
- En tercer lugar, se anota la extensión de esos mismos problemas al sector
privado, de manera que, como recientemente ha denunciado el Club
Financiero Vigo «muchas empresas (en Galicia) se están
enfrentando a la dificultad de retener o contratar personal cualificado
procedente de otras regiones españolas o de otros países, cuya edad se sitúe
en la franja de 30 a 50 años y que tengan hijos en edad escolar». Esta misma
institución destaca que se registra ya un flujo perceptible de profesionales
que se alejan de Galicia por motivos lingüísticos y, más grave aún, que
«algunas grandes corporaciones, por las mismas razones y ante la presión de
sus directivos, pueden trasladar sus delegaciones territoriales fuera de las
Comunidades en las que se aplica la política (de normalización lingüística)».
- Y, por último, no son irrelevantes las dificultades que las empresas
foráneas tienen en las Comunidades Autónomas bilingües para presentarse a las
licitaciones y concursos públicos. Las exigencias idiomáticas se ha añadido a
las más tradicionales de coparticipación de empresas locales, haciendo muchas
veces imposible o extremadamente costoso competir en los mercados
correspondientes.
En resumen, no es exagerado afirmar que, a través de
las políticas lingüísticas, se está fragmentando el mercado nacional. Y, con
ello, se reducen las oportunidades para los trabajadores y empresas de las
regiones castellanohablantes, a la vez que para éstas estrechan sus
posibilidades de aprovechar las economías de escala que se asocian a los
mercados amplios, con la consiguiente merma de su capacidad competitiva. Por lo
tanto, las iniciativas ciudadanas que exigen el respeto a los derechos
individuales con respecto el empleo de las lenguas, como es el caso del reciente
Manifiesto por la lengua común, tienen, además de una proyección cívica y
política, otra económica, pues las trabas a la libertad lingüística se han
convertido en obstáculos para el desarrollo.
El deterioro del sistema
educativo
Afirmar que, en España, la educación es uno de
los principales problemas con vistas al futuro, es ya un lugar común, a pesar de
la resistencia de los poderes públicos, singularmente del Gobierno nacional a
reconocerlo. Y no se trata de un problema de asignación de recursos, como muchas
veces se ha dicho, pues el nivel del gasto público educativo de España —5.718 €
por alumno en 2005 o, lo que es lo mismo, el 24,8 por 100 del PIB por habitante—
no es muy diferente del que corresponde al promedio de la zona del euro —6.186 €
o el 25 por 100 del PIB por habitante—. Es más bien un problema de calidad que
se deriva de un imperfecto diseño organizativo.
En efecto, los informes
recientes de la OCDE acerca del fracaso escolar señalan que España es uno de los
países más deficientes del área. Así, sólo un 72 por 100 de los estudiantes
logran titularse en la enseñanza secundaria, lo que está a diez puntos por
debajo de la media de la OCDE y a catorce de la Unión Europea. Además los
informes PISA revelan con nitidez que los conocimientos que se transmiten a los
niños y adolescentes que acuden a las aulas son muy reducidos. No se trata sólo
de que las puntuaciones medias que obtienen los estudiantes españoles en
matemáticas, ciencia y lectura sean menores que el promedio de la OCDE —lo que
nos sitúa en posiciones desaventajadas en la ordenación de los países
analizados—, sino de que la mediocridad impera entre esos alumnos, de manera que
la proporción de los que alcanzan un elevado rendimiento escolar es
aproximadamente la mitad de la media del área.
En definitiva, el sistema
educativo tiene un rendimiento insuficiente y no está añadiendo a los jóvenes el
capital humano que se requiere para sustentar un modelo de desarrollo económico
basado en el conocimiento y en la innovación tecnológica. Es un sistema que no
responde a las necesidades actuales de la sociedad española y que se configura
como un freno para la salida de la crisis económica.
Las causas de este
deterioro del sistema educativo son múltiples y van desde la concepción misma
que inspira su organización hasta su fragmentación real en diecisiete
subsistemas como fruto de la cesión de las competencias educativas del Estado a
las Comunidades Autónomas. Es este último aspecto el que aquí interesa, pues el
rendimiento educativo se ha visto disminuido especialmente con la definitiva
descentralización del sistema que tuvo lugar en las dos legislaturas en las que
gobernó el Partido Popular. Esa descentralización, al abarcar una buena parte de
los aspectos normativos, aún cuando formalmente el sistema sea único, y sobre
todo al no haber sido acompañada por un efectivo ejercicio de las competencias
residuales del Estado en orden a preservar el estricto cumplimiento de los
programas educativos, se ha convertido en una trampa para los ciudadanos. Éstos,
en efecto, son sus principales perjudicados, pues quienes son usuarios
inmediatos de los servicios educativos, los estudiantes, no reciben una
formación de suficiente calidad; y los que los tutelan, sus padres, no se
explican cómo, después de tanto tiempo de asistencia a las aulas, sus hijos
carezcan de unas oportunidades de empleo y retribución acordes con los años
acumulados de escolaridad.
La reforma educativa, si se quiere enfilar,
tras la crisis actual, una nueva etapa de desarrollo económico basada en el
conocimiento y la innovación, es impostergable. Habrá que revisar esa
sorprendente concepción de la igualdad que se ha desplazado desde la idea de que
todos los ciudadanos, con independencia de su renta, deben tener las mismas
oportunidades educativas, a la de que todos ellos tienen que alcanzar la misma
titulación, aún cuado ello sea a costa de una drástica reducción de los niveles
de conocimiento exigidos. Habrá también que restablecer en las aulas la
disciplina que requiere la transmisión del conocimiento entre maestros y
discípulos. Habrá que revisar los programas educativos para que se adapten a las
necesidades técnicas del momento. Y habrá que devolver al Estado una buena parte
de las competencias que están ahora en manos de las Comunidades Autónomas, para
dotar al sistema de una concepción unitaria, en la teoría y en la práctica, que
sea ajena a los intereses caciquiles de las oligarquías locales o a los ensueños
nacionalistas de fundar la soberanía sobre el adoctrinamiento de toda una
generación de escolares.
* * *
En resumen, los españoles nos enfrentamos en la actual
coyuntura a cuatro dilemas territoriales de los que depende, en buena medida la
capacidad, de nuestro país para sostener tanto su unidad política, como su
desarrollo económico. Y lo hacemos en el marco general de una crisis que, como
la que dio lugar a la definición en los años setenta de nuestro sistema
democrático a través de la Constitución, tiene a la vez un carácter político y
económico. Político, porque se ha cuestionado el principal fundamento
organizativo de ese sistema —que no es otro que el carácter unitario y
descentralizado del Estado—; y ello se ha hecho a costa del quebranto de los
derechos individuales cuya garantía constituye su esencial fundamento político.
Y económico porque, como resultado del embate exterior y de la endeblez interna,
se han desvanecido las oportunidades de crecimiento y generación de empleo. Para
salir fortalecidos de esa crisis habrá que saber, como entonces, conjugar
voluntades políticas y consenso ciudadano; y, sobre todo, habrá que evitar los
errores que entonces se cometieron cuando se creyó, falsamente, que las fuerzas
políticas nacionalistas periféricas debían ser compensadas por ignotos agravios
y se sembraron las semillas de la fragmentación del Estado que hoy están
germinando.