Por ejemplo, los protagonistas de
Soldados de
Salamina y de
Anatomía de
un instante viven en momentos muy diferentes. En
un caso, tenemos a Rafael Sánchez Mazas: uno de los fundadores de Falange, uno
de los que más instigaron a la violencia con su verbo encendido y abrasador y
uno de los últimos prisioneros de la República que sobrevivió en 1939 a un
fusilamiento colectivo en Gerona. En otro caso, tenemos a Adolfo Suárez: el
último ministro-secretario general del Movimiento bajo el franquismo, el
mandatario que en 1976 consiguió de las Cortes la liquidación del Régimen, el
dirigente de Falange que pactó la reforma-liquidación de la dictadura. Pero,
bien mirado, Sánchez Mazas no es el protagonista de dicha novela: su personaje
verdaderamente importante es Antonio o Antoni Miralles, el miliciano que salva
la vida del falangista, el soldado que no quiere delatar al superviviente del
ajusticiamiento.
En todos los casos siempre nos hallamos ante hombres
solos en un momento único, varones sin cualidades especiales que actúan, que
emprenden un acto del que enorgullecerse o arrepentirse, quién sabe... También
tiene ese perfil el protagonista de
La
velocidad de la luz: Rodney Falk es un veterano de
Vietnam que ha realizado algún trabajo extremo, responsable de algún hecho que
no olvidará por el resto de sus días. En realidad, son siempre individuos que
obran atolondrada, milagrosa o instintivamente en una circunstancia final, en un
contexto muy delicado. ¿Hacen el bien, hacen el mal?
No son ángeles;
tampoco demonios. Son tipos corrientes, incluso ordinarios: gentes que se trazan
planes y que luego incumplen, varones que alteran sus objetivos por nada o por
recompensas escasas. ¿Cómo hay que enjuiciarlos? Aunque todavía sobrevivan, son
individuos del pasado y, por tanto, cualquier evaluación moral que hagamos habrá
de tener presente el contexto de sus actos. Pero, para que nosotros podamos
documentarnos sobre esos hechos, alguien ha de contarnos la historia, ordenando
los datos, administrando las informaciones.
En cada obra, el autor se
muestra con cierta impudicia, se exhibe, se transmuta en narrador: arriesga
adoptando su propio nombre o escribiendo ficciones autobiográficas y arriesga
mostrando los recursos narrativos que está empleando. Eso ya lo hizo en su
primer libro,
El móvil (1987) y lo volvió a ensayar en
El vientre de
la ballena (1997). El novelista aplica ciertos automatismos ya probados,
automatismos recibidos de la tradición. A la vez los cuestiona hablándonos del
hecho de escribir, de la dificultad de contar: giros
metanarrativos que
son también apuestas morales. Javier Cercas habla del pasado, del difícil pasado
español, de los conflictos recientes: de guerras y golpes de Estado. De
violencias que agostan territorios; de destrucciones que anegan países; de
amenazas que acobardan. Pero sobre todo habla del individuo moral, de las
decisiones que los humanos toman sin escudarse y sin excusarse, arrostrando las
consecuencias de sus actos. Habla de la responsabilidad y habla de la virtud,
grande o pequeña...
Las obras de Cercas son la suma de
acontecimientos verificados y de acontecimientos hipotéticos, presuntos, incluso
probables, que completan el curso de los acontecimientos. Los narradores nos
dicen lo que han descubierto para indicarnos inmediatamente lo que no saben e
imaginan conforme avanzan en sus investigaciones. No es pereza: son pesquisas
inevitablemente incompletas. Como la vida
En
este autor llaman la atención el desparpajo y la facundia expositiva, que son
fruto de una imaginación potente y verbal. Ese rasgo se ve, por ejemplo, en
El vientre de la ballena, en
Soldados de Salamina, en
La
velocidad de la luz y en
Anatomía de un instante. En estas últimas
obras, el autor adopta el yo como expediente narrativo: son narradores en
primera persona. Ese yo que habla lo hace obsesivamente, incluso con
incontinencia razonadora, suponiendo, completando. Esos narradores –profesores,
periodistas, escritores-- parecen sentirse obligados a contarnos una historia
más o menos extensa, más o menos redonda. La juzgan interesante y, gracias a sus
habilidades expresivas, se extienden con labia, con convicción. Es decir, los
relatores de Cercas, al menos los más recientes, son capaces de explicarse
largamente, de explayarse, de informar, de argumentar, de conjeturar; sobre todo
de conjeturar: saben cosas de los otros, de los otros con quienes conviven o a
quienes buscan, pero siempre saben pocas cosas, que son los hechos que nos
detallan. Los destinatarios leemos lo que esos narradores han averiguado para
nosotros, algo que se convierte en la historia que nos cuentan.
La obra
de Cercas –esta o aquella novela-- es información ordenada y significativa;
también lo ignorado, el repertorio de lo desconocido: lo que los relatores no
saben con certeza, lo que sospechan, los hechos posibles que jamás podrán
documentar y su sentido probable. En otros términos, las obras de Cercas son la
suma de acontecimientos verificados y de acontecimientos hipotéticos, presuntos,
incluso probables, que completan el curso de los acontecimientos. Los narradores
nos dicen lo que han descubierto para indicarnos inmediatamente lo que no saben
e imaginan conforme avanzan en sus investigaciones. No es pereza: son pesquisas
inevitablemente incompletas. Como la vida. Reconstruyen para nosotros el
escenario de ciertos sucesos y, como no pueden estar callados, hablan y añaden,
atisbando, columbrando.
Una vez que este personaje contemporáneo
despierta su atención, una vez que aquel antepasado les interesa, los narradores
de Cercas no paran: algo se dispara en su interior. Son escritores que quieren
contar una buena historia, una historia terapéutica, de efectos reparadores o
pedagógicos. Han podido atravesar épocas depresivas o han podido sobrevivir con
neurastenias que los dejan inactivos. De repente, un acto o un hecho son el
acicate que les devuelve las ganas, la vida o el interés, la expectativa y el
futuro. Con obsesión, con entusiasmo se empecinan: los vemos deambulando a lo
largo de las páginas como esos detectives que sólo viven para completar la
escena del crimen, para relacionar los restos que subsisten, para conectar los
indicios que permanecen y que cobran significado gracias a la atención que les
prestan, gracias al cuidado y a la sutileza que demuestran. Cualquier huella
real o presunta acaba siendo un reclamo y, por eso, lo que conocen les obliga a
fantasear copiosamente: a vivir de nuevo. La pesquisa es la existencia que vale
la pena, el esfuerzo que tiene recompensa: recompensa a medias...
En
efecto, ese narrador que nos revela el curso de sus averiguaciones, que escribe
la historia que estamos leyendo, es también el
detective que nos detalla
sus fracasos, esas lagunas que no podrá cubrir, esas dudas que no podrá
despejar. Siempre le quedarán (y nos quedarán) una frustración sin alivio, un
momento sin aclarar, un acto sin significado. Siempre quedarán gestas humanas o
atrocidades igualmente humanas cuyo sentido se nos escapará. Eso ha de quedar
dicho; eso ha de quedar expresado: las dificultades de contar, de averiguar, de
escribir, de confirmar. Los narradores se entusiasman con su objeto, ya digo, y
ven por todas partes alusiones y huellas, atisbos y restos. En la ficción, las
historias pueden acabar sin cabos sueltos, con simetrías perfectas. En la vida
real, todo queda a medias, imperfecto; todo es inevitablemente decepcionante. En
las novelas de Javier Cercas, esa frustración que produce lo incierto o lo
incompleto forma parte de la propia invención. La novela se presenta como la
ficción que no es, como el
relato real que ahora se nos cuenta.
Por eso, en Cercas el recurso
metanarrativo es parte esencial de sus
procedimientos: quiero escribir una historia auténtica, sin invenciones ni
novelerías, una historia acontecida de la que voy a precisar todo lo que pueda
conocer.
Las obras de Javier Cercas tienen
siempre un lado cómico, incluso grotesco, esa guasa que nace de la estulticia
ajena y de la mala cabeza propia. Son relatos de maduración: en ellos aprendemos
a tolerar la frustración; aprendemos a tomarnos la cosa con ironía, con gracia,
sin la severidad de la gente impostada
Es una
fórmula muy persuasiva: alguien que dice esto en primera persona, con un yo
rotundo que confiesa lo que sabe y que no oculta lo que ignora, es o puede ser
muy convincente. Si, además, el yo que habla tiene rasgos del autor empírico o,
incluso, se llama como él (“Javier Cercas”), entonces la ficción autobiográfica
redobla el efecto. Creemos estar ante un relato real y creemos estar ante una
autobiografía. En
El vientre de la ballena, el narrador es profesor, como
lo era Javier Cercas hasta hace poco: un profesor universitario con un futuro
algo incierto. En
Soldados de Salamina, la autobiografía presunta es
explícita, pues el nombre del narrador coincide con el del escritor, lo que da
fuerza histórica a lo relatado y certeza a lo contado. En
La velocidad de la
luz, quien habla en primera persona –alguien de quien no se dice el nombre--
refiere cosas de sí mismo que coinciden con hechos que le han ocurrido a Javier
Cercas. El lector descubre la intertextualidad obvia: en sus páginas se alude
expresamente a los primeros libros de Cercas y se alude también aunque de modo
indirecto a
Soldados de Salamina.
Pero el colmo de este
expediente
metanarrativo, con la autobiografía a cuestas, es
Anatomía
de un instante. Según leemos en la contracubierta, este libro no es
propiamente una novela, sino “un ensayo en forma de crónica o una crónica en
forma de ensayo”. Alguien que relata en primera persona y que confiesa ser
novelista nos proporciona un dato inapelable: la obra que leemos es una novela
frustrada, una ficción que no pudo acabar. Los hechos que cuenta –el golpe de
Estado del 23 de febrero, sus prolegómenos y sus consecuencias-- son
acontecimientos que no admiten ya más novelerías, añade. Es tanta la literatura
especulativa que se ha publicado sobre ese acontecimiento, es tanta la fantasía
conspirativa que se ha vertido, que el novelista dice renunciar a la invención
de tipos y situaciones. Para qué multiplicar el número de los personajes y de
los acontecimientos, se pregunta, si la realidad del golpe es rica en simetrías
y simbolismos, si los sucesos son prácticamente increíbles. Dice haber escrito
una novela sobre estos hechos, pero sus resultados insatisfactorios le llevaron
a renunciar, a rehacerla. El resultado es esta crónica, algo así como un libro
de historia. En él confiesa los tropiezos, el fracaso de las propias
expectativas, lo mal resuelto, aquello que se frustró sin remedio. ¿Es
presunción, es exhibicionismo? En realidad, incorporar lo inacabado, lo mal
hecho, decirlo o incluso hacerlo materia de relato alivia, pero sobre todo ayuda
a escribir. Forma parte de la experiencia y da mayor vuelo imaginativo a los
hechos verdaderamente contados. La revelación de lo que no se sabe o de lo que
se sabe mal, de lo que se hizo equivocadamente, completa la autobiografía y pule
las artes narrativas. No sólo vivimos lo que se consuma, sino también lo que se
deja inacabado o lo que se queda a medio hacer.
Pero eso no sólo sucede
aquí, en esta
Anatomía de un instante que renuncia a la invención; ocurre
también en otras obras que son novelas de Cercas. Una y otra vez tenemos a un
autor con presuntas dificultades narrativas, a un creador en horas bajas, a un
novelista incipiente, a un prosista que se las tiene que ver con la dura
realidad, a un profesor que espera redimirse escribiendo. Una y otra vez tenemos
imaginaciones que se agostan, motivos o argumentos que se escapan, hechos que
han de convertirse en sucesos narrados. Y todo ello elaborado con el recurso de
la ficción autobiográfica. Ya en su primer libro,
El móvil, Cercas
convertía en objeto de relato la escritura laboriosa de una novela, los
tropiezos que el personaje-autor tenía para adecuar los acontecimientos externos
al curso de su ficción. Si he de inspirarme en lo real, como Gustave Flaubert,
¿por qué no copio lo que sucede adaptando lo que ocurre a las necesidades de lo
que imagino? He de forzar la conducta de las personas para que se comporten como
mis personajes. Grave asunto...
Parafraseo lo que le pasaba al personaje
de
El móvil: todo un horror, la desastrosa soberbia de un narrador que se
cree omnipotente. Pero dicha historia está contada en tercera persona, con
distancia irónica y con frialdad expresiva. También es el caso de
El
inquilino, una novela protagonizada por un profesor al que la realidad se le
rebela y se le revela bajo la forma de una pesadilla. Es una fórmula muchas
veces empleada, aunque ahora concebida para un docente de baja autoestima. Nada
menos. Pero será a partir de
El vientre de la ballena cuando el yo
imaginado por Cercas se presente como relator: esos narradores que se expresan
en primera persona contándonos sus cuitas, sus dificultades, sus traspiés, sus
deslices, sus trapisondas. Se proponen objetivos serios. El primero: vivir
dignamente, con metas próximas (o eso creen). Pero la existencia siempre les
desorienta: ellos mismos se ponen obstáculos y malogran con frecuencia lo que
podían alcanzar. ¿Cómo salir con bien de esos desastres cotidianos? ¿Cómo
auparse cuando la vida te tumba?
Y la mención de la virtud en Cercas
nos lleva a otro aspecto, quizá el motivo fundamental que hallamos en sus obras
y que apuntaba al principio: el drama moral del hombre solo (...) La repetición
de dicho motivo no es baladí y está bien justificada, pues forma parte del
secreto de la existencia: en la paz o en la guerra, en la abundancia o en la
miseria, todo en esta vida lo hacemos solos. Demostremos nuestro
arrojo
Quizá con el humor, un humor inspirado
en distintas tradiciones literarias y fílmicas: desde la novela picaresca y el
Quijote hasta el cine mudo y la comedia de Hollywood. El humor como
alivio de las heridas que no curarán. Alguien que se cree listo tiene
innumerables tropiezos: la vida le enseñará a ser precavido. O eso espera.
Alguien que recibe todos los tortazos se levanta como si tal cosa: la vida le
enseñará a ser atrevido. O eso desea. Las obras de Javier Cercas tienen siempre
un lado cómico, incluso grotesco, esa guasa que nace de la estulticia ajena y de
la mala cabeza propia. Son relatos de maduración: en ellos aprendemos a tolerar
la frustración; aprendemos a tomarnos la cosa con ironía, con gracia, sin la
severidad de la gente impostada. Los narradores o sus protagonistas son siempre
tipos averiados, gente lista pero algo desastrosa, gente que tiene expectativas
y que arrastra alguna culpa. Como nosotros, como cada uno de nosotros... Al
final, sin embargo, se reconocen alguna habilidad o alguna cualidad. Al final
les admitiremos alguna virtud.
Y la mención de la virtud en Cercas nos
lleva a otro aspecto, quizá el motivo fundamental que hallamos en sus obras y
que apuntaba al principio: el drama moral del hombre solo. Ese asunto se reitera
en cada uno de sus libros, pero el autor le da una forma variada, con personajes
y narradores cambiantes en contextos mudables, concretamente encarnados por
distintos varones de diferente tiempo. La repetición de dicho motivo no es
baladí y está bien justificada, pues forma parte del secreto de la existencia:
en la paz o en la guerra, en la abundancia o en la miseria, todo en esta vida lo
hacemos solos. Demostremos nuestro arrojo. Cuando nos veamos en situaciones
arriesgadas, desastrosas, deplorables, es entonces cuando deberemos exhibir
nuestras habilidades, esos recursos que nos elevan y que son lo mejor que
tenemos. Siempre estamos solos para hacer el bien y para hacer el mal. Siempre
estamos solos. Eso dice alguno de sus personajes. En esos momentos tendríamos
que afrontar nuestro propio destino con gallardía y coraje, como los héroes
admirables de otro tiempo, que se sobreponían a cualquier reparo o temor para
salvar todo obstáculo, para enfrentar el destino. Instruidos en la virtud,
deberíamos hacer gala de nuestra cualidad, de nuestra potencia: sin miedo y con
entrega, sabiendo que ese momento complicado o esa situación difícil son nuestro
mejor acicate.
En un ensayo de 1960, titulado
Las pequeñas
virtudes, Natalia Ginzburg lo supo expresar con sencillez y precisión.
Hablaba de la educación de los hijos, de los ejemplos en los que habría que
instruirles. ¿Para qué enseñarles mezquindades y contención, cobardías y
egoísmos? Lo mejor que podemos transmitirles es lo grandioso y lo generoso. O
dicho con sus propias palabras: “Por lo que respecta a la educación de los
hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes.
No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la
prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la
franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y
la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.
Bien mirado, es un plan de vida, un modelo de excelencia en el que
instruir. “Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario”, admite Natalia
Giznburg. Lo admite resignadamente, con ese punto de decepción que sus palabras
denotan. Ella es una mujer que acumula laceraciones: es una madre que ha debido
educar a sus hijos casi en soledad; es una escritora que ha vivido deportada en
los Abruzos; es una judía superviviente de la persecución nazi. Su marido, que
se ha enfrentado a los mussolinianos y a los hitlerianos, muere asesinado en
Roma en los momentos finales de la guerra. Hacia 1960, sus hijos ya están
crecidos y han debido superar esas calamidades. ¿Para qué enseñar lo pequeño, lo
ruin? O, como indica Natalia Ginzburg, ¿para qué “enseñarles el respeto a las
pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo”? Creemos
que nos protegen de los golpes de la suerte o de la mala suerte, del futuro
incierto, porque las pequeñas virtudes son básicamente defensivas y aunque nada
tengan “que ver con el cinismo, con el miedo a vivir” al final provocan esas
consecuencias: el cinismo y el miedo a vivir, que son lo contrario de la verdad
y del arrojo.
Sin auxilios, sin pretextos, sin
pertenencias: al final, esos hombres están solos para hacer lo que tengan que
hacer y de ellos depende la cualidad moral de sus acciones. Las narraciones de
Cercas son relatos de esos actos, la reconstrucción parcial y tentativa de
hechos individuales en contextos
colectivos
Es, como decía, un grandioso plan
de vida: un modelo de excelencia que se remonta a los moralistas de la
Antigüedad, un plan o un modelo en los que la mayoría no hemos sido instruidos.
Somos tipos de poco fuelle, decepcionantes y hasta cobardes; tipos egoístas,
nada generosos, poco fiables. Somos gentes de limitado arrojo; gentes que
prefieren encerrarse en su espacio protegido, hospitalario. Nos sabemos caducos
y nos sabemos escasos de recursos y justamente por eso preferimos el ahorro a la
generosidad, la prudencia al coraje, la astucia a la franqueza, la diplomacia a
la abnegación, el éxito a la vida: al ser y al saber. Somos el negativo exacto
de lo que Natalia Ginzburg nos propone.
Pues bien, es con esos
materiales con los que trabaja Javier Cercas. En sus obras es frecuente la
pregunta acerca de la virtud, acerca de la cualidad que nos distingue
moralmente. Pero esa cuestión la plantea con hombres, básicamente hombres que no
estaban preparados o instruidos para hacer el bien. Nos narra situaciones
distintas, más o menos graves, en las que varones de esa naturaleza (poco
fiables o mal educados, en los términos descritos) hacen un gesto que puede
redimirlos o hundirlos. Sin auxilios, sin pretextos, sin pertenencias: al final,
esos hombres están solos para hacer lo que tengan que hacer y de ellos depende
la cualidad moral de sus acciones. Las narraciones de Cercas son relatos de esos
actos, la reconstrucción parcial y tentativa de hechos individuales en contextos
colectivos. En sus obras de mayor éxito, esto es así: lo prueban
Soldados de
Salamina,
La velocidad de la luz y
Anatomía de un instante.
Los individuos emprendemos cursos de acción y nos justificamos antes,
durante y después de esos hechos. Dichas racionalizaciones no son necesariamente
coincidentes, compatibles; tampoco son lo que otros ven, lo que los restantes
aprecian. En los actos humanos hay conflicto interpretativo, significados
contradictorios, y de ellos quedan versiones distintas más o menos informadas.
El narrador experimenta una epifanía conforme exhuma el caso y, por tanto, de su
laboriosa reconstrucción extrae lecciones de vida, para sí y para nosotros.
Escribe: escribe una ficción o escribe una crónica; o un “relato real” o una
“novela falsa”, según dicen los narradores de
Soldados de Salamina y de
La velocidad de la luz. No son grandes acontecimientos, las gestas
enormes de guerreros o de titanes; es un “episodio minúsculo”, leo en
La
velocidad de la luz cuando el narrador alude a los hechos protagonizados por
el miliciano Miralles de
Soldados de Salamina. O es una “historia
minúscula”, confirmo en
Anatomía de un instante, cuando el narrador se
refiere al gesto solitario y grabado de Adolfo Suárez en el Congreso de los
Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981.
Serán hechos minúsculos,
cierto, pero los narradores quedan atrapados por su objeto, por la complejidad
de su objeto. Es por eso por lo que emprenden sus pesquisas con un entusiasmo
que se contagia. Parece algo natural, como si viniera dado por el propio asunto;
como si la simple investigación que este o aquel narrador desarrollan nos
provocara un interés creciente; como si un enigma despertara nuestra atención
inmediata. No es así, por supuesto. La atracción de estas historias no se debe
sólo a los temas que aborda (la Guerra Civil, la Guerra de Vietnam, el Golpe de
Estado del 23 de Febrero), sino también a la manera en que administra la
información, al modo en que presenta esas indagaciones aparentemente minúsculas.
En ese sentido, los libros de Cercas son obras de acción, propiamente
aventuras, de ritmo rápido, en ocasiones trepidante. ¿Por los hechos de guerra o
de violencia que relata? No necesariamente. El vértigo de lo narrado depende más
del descubrimiento, de los logros y de las torpezas del investigador, de la vida
que lleva y que le complica o le facilita las cosas. Lo tremendo o lo insólito
ocurren casi siempre a nuestra vera. Por eso, a pesar de localizar los hechos en
sitios cercanos y fácilmente identificables (Barcelona, Gerona, Madrid) o en
lugares acotados y reconocibles (una comunidad de vecinos española o un campus
universitario norteamericano), Cercas nos provoca el efecto de la aventura.
Alguien debe adentrarse en un paraje próximo aunque finalmente desconocido para
encontrar el significado de las cosas, para hallar la solución de este o de
aquel misterio.
Y el misterio no es lo remoto: es el acto simple de un
vecino o de un contemporáneo, la acción sencilla de un antepasado que nos sirve
de lección o de enseñanza. Los pequeños descubrimientos o los modestos avances
provocan una alegría desbordante, a veces temeraria, y producen una renovada
energía: el narrador retiene el significado pequeño de los hechos investigados y
nos lo hace ver valiéndose de alguna frase, de alguna fórmula expresiva, que
funciona como lema, como analogía, como símbolo. Lo repetirá estratégicamente
para fijar el sentido, para redoblar el efecto, para provocar el reconocimiento.
Son como los clavos de un alpinista solitario o como los remansos del
senderista. O, mejor, son como las señales que a uno y otro les permiten seguir:
pueden tener compañeros que hacen el mismo camino, pero quien asciende
finalmente es uno solo, asegurándose y adentrándose, pisando terreno firme o al
menos sirviéndose de asideros e indicaciones. ¿Para qué? Para llegar con bien a
una cima que es meta y enigma. No le vale que otros hayan coronado ese objetivo
con anterioridad. Como sucede, por ejemplo, en
Anatomía de un instante.
Es él mismo quien ha de recorrer el itinerario, quien ha de leer toda la
bibliografía disponible para averiguar lo que él solo puede descubrir.
Y
el esfuerzo, más o menos extenuante, tiene sus recompensas y sus decepciones. La
ascensión hacia la cima es siempre una emoción, una mezcla de euforias y
desengaños. Vemos más cerca la meta y juzgamos aprovechable el esfuerzo y
avanzamos, quizá convencidos de que los tropiezos son acicates, de que los
traspiés forman parte del programa: ensayo y error. Podemos despeñarnos y, por
eso, en cada momento nos la jugamos. Y eso hay que contarlo, con esa labia que
tienen los narradores de Cercas, con la prisa y el interés contagioso de quien
ha de relatar su experiencia a un auditorio renuente. Hay que seducir a los
destinatarios porque los hechos son siempre dramáticos, ejemplares o no, pero
dramáticos. O porque las pesquisas han de tener su dramatismo, que no es la
misma cosa: han de provocar un efecto teatral. En toda investigación hay tiempos
muertos: si queremos cautivar, las elipsis son necesarias, así como esos
momentos de gran tensión en circunstancias menores. El auditorio de Cercas es el
público lector, creciente, admirado; pero es que además hay un destinatario
primordial, alguien a quien primeramente se dirigen los relatos que el autor
publica. ¿A quién me refiero? Al padre.
El padre es el misterio mayor,
esa figura más o menos distante que obra y que da significado a las cosas, que
nos impone la ley y que nos marca el terreno. En un determinado momento, el
padre puede ser un titán. En otros instantes de nuestra vida, el progenitor es
un tipo inexplicable que nos desconcierta; un individuo del que esperábamos lo
mejor y que adopta conductas mezquinas, gregarias, comunes, cobardes, como
tantos y tantos hombres. En distintas obras de Cercas, la figura del padre, del
padre del escritor o de los padres de los narradores, está muy presente. O ya ha
muerto o está ausente, hecho que se lamenta. No es raro que el narrador sea
huérfano... Es un dato emocional, pero es también una referencia propiamente
histórica: la de otro tiempo concluido que ahora trata de recuperarse. ¿Se
recuperará? La vida pasada acaba siendo un enigma y el hijo, este contemporáneo,
ya no podrá completar su significado. Las simetrías, tan del gusto de Cercas, no
funcionan ni siquiera en la ficción. La existencia sigue su curso y la muerte
nos la arrebata. ¿Qué queda? Como mucho, un hombre solo. Y vuelta a
empezar.