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Javier Cercas fotografiado el 31 de mayo de 2009 en la Feria del Libro de Madrid por Miguel A. Monjas (wikipedia)

Javier Cercas fotografiado el 31 de mayo de 2009 en la Feria del Libro de Madrid por Miguel A. Monjas (wikipedia)



Javier Cercas: <i>Anatomía de un instante</i> (Mondadori, 2009)

Javier Cercas: Anatomía de un instante (Mondadori, 2009)

Javier Cercas: <i>La velocidad de la luz</i> (Tusquets, 2005)

Javier Cercas: La velocidad de la luz (Tusquets, 2005)

Javier Cercas: <i>Soldados de Salamina</i> (Tusquets, 2003)

Javier Cercas: Soldados de Salamina (Tusquets, 2003)


Tribuna/Tribuna libre
Un hombre solo. Las pequeñas virtudes según Javier Cercas
Por Justo Serna, viernes, 3 de septiembre de 2010
Javier Cercas es un novelista español de éxito editorial. También cuenta con el aprecio de la crítica. Eso sucede al menos desde que apareciera Soldados de Salamina (2001). La velocidad de la luz (2005) y Anatomía de un instante (2009) lo confirman. Sus libros generan expectativas y, por lo que vemos, los lectores no quedan defraudados con las novedades que este escritor les ofrece. Son novelas distintas, historias que no repiten la misma fórmula. Hay, sin embargo, parentescos entre dichas obras. Cercas imagina situaciones diversas con personajes muy variados, aunque con filiaciones más o menos evidentes. El pasado y el presente, la virtud y el mal, el humor y dolor, los hechos y su relato: todo regresa y todo cambia con simetrías que desconciertan; todo se encarna en tipos distantes y en épocas alejadas. Su celebridad es creciente y sus personajes ya forman parte de nuestra imaginación. Los vamos conociendo...
Por ejemplo, los protagonistas de Soldados de Salamina y de Anatomía de un instante viven en momentos muy diferentes. En un caso, tenemos a Rafael Sánchez Mazas: uno de los fundadores de Falange, uno de los que más instigaron a la violencia con su verbo encendido y abrasador y uno de los últimos prisioneros de la República que sobrevivió en 1939 a un fusilamiento colectivo en Gerona. En otro caso, tenemos a Adolfo Suárez: el último ministro-secretario general del Movimiento bajo el franquismo, el mandatario que en 1976 consiguió de las Cortes la liquidación del Régimen, el dirigente de Falange que pactó la reforma-liquidación de la dictadura. Pero, bien mirado, Sánchez Mazas no es el protagonista de dicha novela: su personaje verdaderamente importante es Antonio o Antoni Miralles, el miliciano que salva la vida del falangista, el soldado que no quiere delatar al superviviente del ajusticiamiento.

En todos los casos siempre nos hallamos ante hombres solos en un momento único, varones sin cualidades especiales que actúan, que emprenden un acto del que enorgullecerse o arrepentirse, quién sabe... También tiene ese perfil el protagonista de La velocidad de la luz: Rodney Falk es un veterano de Vietnam que ha realizado algún trabajo extremo, responsable de algún hecho que no olvidará por el resto de sus días. En realidad, son siempre individuos que obran atolondrada, milagrosa o instintivamente en una circunstancia final, en un contexto muy delicado. ¿Hacen el bien, hacen el mal?

No son ángeles; tampoco demonios. Son tipos corrientes, incluso ordinarios: gentes que se trazan planes y que luego incumplen, varones que alteran sus objetivos por nada o por recompensas escasas. ¿Cómo hay que enjuiciarlos? Aunque todavía sobrevivan, son individuos del pasado y, por tanto, cualquier evaluación moral que hagamos habrá de tener presente el contexto de sus actos. Pero, para que nosotros podamos documentarnos sobre esos hechos, alguien ha de contarnos la historia, ordenando los datos, administrando las informaciones.

En cada obra, el autor se muestra con cierta impudicia, se exhibe, se transmuta en narrador: arriesga adoptando su propio nombre o escribiendo ficciones autobiográficas y arriesga mostrando los recursos narrativos que está empleando. Eso ya lo hizo en su primer libro, El móvil (1987) y lo volvió a ensayar en El vientre de la ballena (1997). El novelista aplica ciertos automatismos ya probados, automatismos recibidos de la tradición. A la vez los cuestiona hablándonos del hecho de escribir, de la dificultad de contar: giros metanarrativos que son también apuestas morales. Javier Cercas habla del pasado, del difícil pasado español, de los conflictos recientes: de guerras y golpes de Estado. De violencias que agostan territorios; de destrucciones que anegan países; de amenazas que acobardan. Pero sobre todo habla del individuo moral, de las decisiones que los humanos toman sin escudarse y sin excusarse, arrostrando las consecuencias de sus actos. Habla de la responsabilidad y habla de la virtud, grande o pequeña...

Las obras de Cercas son la suma de acontecimientos verificados y de acontecimientos hipotéticos, presuntos, incluso probables, que completan el curso de los acontecimientos. Los narradores nos dicen lo que han descubierto para indicarnos inmediatamente lo que no saben e imaginan conforme avanzan en sus investigaciones. No es pereza: son pesquisas inevitablemente incompletas. Como la vida

En este autor llaman la atención el desparpajo y la facundia expositiva, que son fruto de una imaginación potente y verbal. Ese rasgo se ve, por ejemplo, en El vientre de la ballena, en Soldados de Salamina, en La velocidad de la luz y en Anatomía de un instante. En estas últimas obras, el autor adopta el yo como expediente narrativo: son narradores en primera persona. Ese yo que habla lo hace obsesivamente, incluso con incontinencia razonadora, suponiendo, completando. Esos narradores –profesores, periodistas, escritores-- parecen sentirse obligados a contarnos una historia más o menos extensa, más o menos redonda. La juzgan interesante y, gracias a sus habilidades expresivas, se extienden con labia, con convicción. Es decir, los relatores de Cercas, al menos los más recientes, son capaces de explicarse largamente, de explayarse, de informar, de argumentar, de conjeturar; sobre todo de conjeturar: saben cosas de los otros, de los otros con quienes conviven o a quienes buscan, pero siempre saben pocas cosas, que son los hechos que nos detallan. Los destinatarios leemos lo que esos narradores han averiguado para nosotros, algo que se convierte en la historia que nos cuentan.

La obra de Cercas –esta o aquella novela-- es información ordenada y significativa; también lo ignorado, el repertorio de lo desconocido: lo que los relatores no saben con certeza, lo que sospechan, los hechos posibles que jamás podrán documentar y su sentido probable. En otros términos, las obras de Cercas son la suma de acontecimientos verificados y de acontecimientos hipotéticos, presuntos, incluso probables, que completan el curso de los acontecimientos. Los narradores nos dicen lo que han descubierto para indicarnos inmediatamente lo que no saben e imaginan conforme avanzan en sus investigaciones. No es pereza: son pesquisas inevitablemente incompletas. Como la vida. Reconstruyen para nosotros el escenario de ciertos sucesos y, como no pueden estar callados, hablan y añaden, atisbando, columbrando.

Una vez que este personaje contemporáneo despierta su atención, una vez que aquel antepasado les interesa, los narradores de Cercas no paran: algo se dispara en su interior. Son escritores que quieren contar una buena historia, una historia terapéutica, de efectos reparadores o pedagógicos. Han podido atravesar épocas depresivas o han podido sobrevivir con neurastenias que los dejan inactivos. De repente, un acto o un hecho son el acicate que les devuelve las ganas, la vida o el interés, la expectativa y el futuro. Con obsesión, con entusiasmo se empecinan: los vemos deambulando a lo largo de las páginas como esos detectives que sólo viven para completar la escena del crimen, para relacionar los restos que subsisten, para conectar los indicios que permanecen y que cobran significado gracias a la atención que les prestan, gracias al cuidado y a la sutileza que demuestran. Cualquier huella real o presunta acaba siendo un reclamo y, por eso, lo que conocen les obliga a fantasear copiosamente: a vivir de nuevo. La pesquisa es la existencia que vale la pena, el esfuerzo que tiene recompensa: recompensa a medias...

En efecto, ese narrador que nos revela el curso de sus averiguaciones, que escribe la historia que estamos leyendo, es también el detective que nos detalla sus fracasos, esas lagunas que no podrá cubrir, esas dudas que no podrá despejar. Siempre le quedarán (y nos quedarán) una frustración sin alivio, un momento sin aclarar, un acto sin significado. Siempre quedarán gestas humanas o atrocidades igualmente humanas cuyo sentido se nos escapará. Eso ha de quedar dicho; eso ha de quedar expresado: las dificultades de contar, de averiguar, de escribir, de confirmar. Los narradores se entusiasman con su objeto, ya digo, y ven por todas partes alusiones y huellas, atisbos y restos. En la ficción, las historias pueden acabar sin cabos sueltos, con simetrías perfectas. En la vida real, todo queda a medias, imperfecto; todo es inevitablemente decepcionante. En las novelas de Javier Cercas, esa frustración que produce lo incierto o lo incompleto forma parte de la propia invención. La novela se presenta como la ficción que no es, como el relato real que ahora se nos cuenta. Por eso, en Cercas el recurso metanarrativo es parte esencial de sus procedimientos: quiero escribir una historia auténtica, sin invenciones ni novelerías, una historia acontecida de la que voy a precisar todo lo que pueda conocer.

Las obras de Javier Cercas tienen siempre un lado cómico, incluso grotesco, esa guasa que nace de la estulticia ajena y de la mala cabeza propia. Son relatos de maduración: en ellos aprendemos a tolerar la frustración; aprendemos a tomarnos la cosa con ironía, con gracia, sin la severidad de la gente impostada

Es una fórmula muy persuasiva: alguien que dice esto en primera persona, con un yo rotundo que confiesa lo que sabe y que no oculta lo que ignora, es o puede ser muy convincente. Si, además, el yo que habla tiene rasgos del autor empírico o, incluso, se llama como él (“Javier Cercas”), entonces la ficción autobiográfica redobla el efecto. Creemos estar ante un relato real y creemos estar ante una autobiografía. En El vientre de la ballena, el narrador es profesor, como lo era Javier Cercas hasta hace poco: un profesor universitario con un futuro algo incierto. En Soldados de Salamina, la autobiografía presunta es explícita, pues el nombre del narrador coincide con el del escritor, lo que da fuerza histórica a lo relatado y certeza a lo contado. En La velocidad de la luz, quien habla en primera persona –alguien de quien no se dice el nombre-- refiere cosas de sí mismo que coinciden con hechos que le han ocurrido a Javier Cercas. El lector descubre la intertextualidad obvia: en sus páginas se alude expresamente a los primeros libros de Cercas y se alude también aunque de modo indirecto a Soldados de Salamina.

Pero el colmo de este expediente metanarrativo, con la autobiografía a cuestas, es Anatomía de un instante. Según leemos en la contracubierta, este libro no es propiamente una novela, sino “un ensayo en forma de crónica o una crónica en forma de ensayo”. Alguien que relata en primera persona y que confiesa ser novelista nos proporciona un dato inapelable: la obra que leemos es una novela frustrada, una ficción que no pudo acabar. Los hechos que cuenta –el golpe de Estado del 23 de febrero, sus prolegómenos y sus consecuencias-- son acontecimientos que no admiten ya más novelerías, añade. Es tanta la literatura especulativa que se ha publicado sobre ese acontecimiento, es tanta la fantasía conspirativa que se ha vertido, que el novelista dice renunciar a la invención de tipos y situaciones. Para qué multiplicar el número de los personajes y de los acontecimientos, se pregunta, si la realidad del golpe es rica en simetrías y simbolismos, si los sucesos son prácticamente increíbles. Dice haber escrito una novela sobre estos hechos, pero sus resultados insatisfactorios le llevaron a renunciar, a rehacerla. El resultado es esta crónica, algo así como un libro de historia. En él confiesa los tropiezos, el fracaso de las propias expectativas, lo mal resuelto, aquello que se frustró sin remedio. ¿Es presunción, es exhibicionismo? En realidad, incorporar lo inacabado, lo mal hecho, decirlo o incluso hacerlo materia de relato alivia, pero sobre todo ayuda a escribir. Forma parte de la experiencia y da mayor vuelo imaginativo a los hechos verdaderamente contados. La revelación de lo que no se sabe o de lo que se sabe mal, de lo que se hizo equivocadamente, completa la autobiografía y pule las artes narrativas. No sólo vivimos lo que se consuma, sino también lo que se deja inacabado o lo que se queda a medio hacer.

Pero eso no sólo sucede aquí, en esta Anatomía de un instante que renuncia a la invención; ocurre también en otras obras que son novelas de Cercas. Una y otra vez tenemos a un autor con presuntas dificultades narrativas, a un creador en horas bajas, a un novelista incipiente, a un prosista que se las tiene que ver con la dura realidad, a un profesor que espera redimirse escribiendo. Una y otra vez tenemos imaginaciones que se agostan, motivos o argumentos que se escapan, hechos que han de convertirse en sucesos narrados. Y todo ello elaborado con el recurso de la ficción autobiográfica. Ya en su primer libro, El móvil, Cercas convertía en objeto de relato la escritura laboriosa de una novela, los tropiezos que el personaje-autor tenía para adecuar los acontecimientos externos al curso de su ficción. Si he de inspirarme en lo real, como Gustave Flaubert, ¿por qué no copio lo que sucede adaptando lo que ocurre a las necesidades de lo que imagino? He de forzar la conducta de las personas para que se comporten como mis personajes. Grave asunto...

Parafraseo lo que le pasaba al personaje de El móvil: todo un horror, la desastrosa soberbia de un narrador que se cree omnipotente. Pero dicha historia está contada en tercera persona, con distancia irónica y con frialdad expresiva. También es el caso de El inquilino, una novela protagonizada por un profesor al que la realidad se le rebela y se le revela bajo la forma de una pesadilla. Es una fórmula muchas veces empleada, aunque ahora concebida para un docente de baja autoestima. Nada menos. Pero será a partir de El vientre de la ballena cuando el yo imaginado por Cercas se presente como relator: esos narradores que se expresan en primera persona contándonos sus cuitas, sus dificultades, sus traspiés, sus deslices, sus trapisondas. Se proponen objetivos serios. El primero: vivir dignamente, con metas próximas (o eso creen). Pero la existencia siempre les desorienta: ellos mismos se ponen obstáculos y malogran con frecuencia lo que podían alcanzar. ¿Cómo salir con bien de esos desastres cotidianos? ¿Cómo auparse cuando la vida te tumba?

Y la mención de la virtud en Cercas nos lleva a otro aspecto, quizá el motivo fundamental que hallamos en sus obras y que apuntaba al principio: el drama moral del hombre solo (...) La repetición de dicho motivo no es baladí y está bien justificada, pues forma parte del secreto de la existencia: en la paz o en la guerra, en la abundancia o en la miseria, todo en esta vida lo hacemos solos. Demostremos nuestro arrojo

Quizá con el humor, un humor inspirado en distintas tradiciones literarias y fílmicas: desde la novela picaresca y el Quijote hasta el cine mudo y la comedia de Hollywood. El humor como alivio de las heridas que no curarán. Alguien que se cree listo tiene innumerables tropiezos: la vida le enseñará a ser precavido. O eso espera. Alguien que recibe todos los tortazos se levanta como si tal cosa: la vida le enseñará a ser atrevido. O eso desea. Las obras de Javier Cercas tienen siempre un lado cómico, incluso grotesco, esa guasa que nace de la estulticia ajena y de la mala cabeza propia. Son relatos de maduración: en ellos aprendemos a tolerar la frustración; aprendemos a tomarnos la cosa con ironía, con gracia, sin la severidad de la gente impostada. Los narradores o sus protagonistas son siempre tipos averiados, gente lista pero algo desastrosa, gente que tiene expectativas y que arrastra alguna culpa. Como nosotros, como cada uno de nosotros... Al final, sin embargo, se reconocen alguna habilidad o alguna cualidad. Al final les admitiremos alguna virtud.

Y la mención de la virtud en Cercas nos lleva a otro aspecto, quizá el motivo fundamental que hallamos en sus obras y que apuntaba al principio: el drama moral del hombre solo. Ese asunto se reitera en cada uno de sus libros, pero el autor le da una forma variada, con personajes y narradores cambiantes en contextos mudables, concretamente encarnados por distintos varones de diferente tiempo. La repetición de dicho motivo no es baladí y está bien justificada, pues forma parte del secreto de la existencia: en la paz o en la guerra, en la abundancia o en la miseria, todo en esta vida lo hacemos solos. Demostremos nuestro arrojo. Cuando nos veamos en situaciones arriesgadas, desastrosas, deplorables, es entonces cuando deberemos exhibir nuestras habilidades, esos recursos que nos elevan y que son lo mejor que tenemos. Siempre estamos solos para hacer el bien y para hacer el mal. Siempre estamos solos. Eso dice alguno de sus personajes. En esos momentos tendríamos que afrontar nuestro propio destino con gallardía y coraje, como los héroes admirables de otro tiempo, que se sobreponían a cualquier reparo o temor para salvar todo obstáculo, para enfrentar el destino. Instruidos en la virtud, deberíamos hacer gala de nuestra cualidad, de nuestra potencia: sin miedo y con entrega, sabiendo que ese momento complicado o esa situación difícil son nuestro mejor acicate.

En un ensayo de 1960, titulado Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg lo supo expresar con sencillez y precisión. Hablaba de la educación de los hijos, de los ejemplos en los que habría que instruirles. ¿Para qué enseñarles mezquindades y contención, cobardías y egoísmos? Lo mejor que podemos transmitirles es lo grandioso y lo generoso. O dicho con sus propias palabras: “Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

Bien mirado, es un plan de vida, un modelo de excelencia en el que instruir. “Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario”, admite Natalia Giznburg. Lo admite resignadamente, con ese punto de decepción que sus palabras denotan. Ella es una mujer que acumula laceraciones: es una madre que ha debido educar a sus hijos casi en soledad; es una escritora que ha vivido deportada en los Abruzos; es una judía superviviente de la persecución nazi. Su marido, que se ha enfrentado a los mussolinianos y a los hitlerianos, muere asesinado en Roma en los momentos finales de la guerra. Hacia 1960, sus hijos ya están crecidos y han debido superar esas calamidades. ¿Para qué enseñar lo pequeño, lo ruin? O, como indica Natalia Ginzburg, ¿para qué “enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo”? Creemos que nos protegen de los golpes de la suerte o de la mala suerte, del futuro incierto, porque las pequeñas virtudes son básicamente defensivas y aunque nada tengan “que ver con el cinismo, con el miedo a vivir” al final provocan esas consecuencias: el cinismo y el miedo a vivir, que son lo contrario de la verdad y del arrojo.

Sin auxilios, sin pretextos, sin pertenencias: al final, esos hombres están solos para hacer lo que tengan que hacer y de ellos depende la cualidad moral de sus acciones. Las narraciones de Cercas son relatos de esos actos, la reconstrucción parcial y tentativa de hechos individuales en contextos colectivos

Es, como decía, un grandioso plan de vida: un modelo de excelencia que se remonta a los moralistas de la Antigüedad, un plan o un modelo en los que la mayoría no hemos sido instruidos. Somos tipos de poco fuelle, decepcionantes y hasta cobardes; tipos egoístas, nada generosos, poco fiables. Somos gentes de limitado arrojo; gentes que prefieren encerrarse en su espacio protegido, hospitalario. Nos sabemos caducos y nos sabemos escasos de recursos y justamente por eso preferimos el ahorro a la generosidad, la prudencia al coraje, la astucia a la franqueza, la diplomacia a la abnegación, el éxito a la vida: al ser y al saber. Somos el negativo exacto de lo que Natalia Ginzburg nos propone.

Pues bien, es con esos materiales con los que trabaja Javier Cercas. En sus obras es frecuente la pregunta acerca de la virtud, acerca de la cualidad que nos distingue moralmente. Pero esa cuestión la plantea con hombres, básicamente hombres que no estaban preparados o instruidos para hacer el bien. Nos narra situaciones distintas, más o menos graves, en las que varones de esa naturaleza (poco fiables o mal educados, en los términos descritos) hacen un gesto que puede redimirlos o hundirlos. Sin auxilios, sin pretextos, sin pertenencias: al final, esos hombres están solos para hacer lo que tengan que hacer y de ellos depende la cualidad moral de sus acciones. Las narraciones de Cercas son relatos de esos actos, la reconstrucción parcial y tentativa de hechos individuales en contextos colectivos. En sus obras de mayor éxito, esto es así: lo prueban Soldados de Salamina, La velocidad de la luz y Anatomía de un instante.

Los individuos emprendemos cursos de acción y nos justificamos antes, durante y después de esos hechos. Dichas racionalizaciones no son necesariamente coincidentes, compatibles; tampoco son lo que otros ven, lo que los restantes aprecian. En los actos humanos hay conflicto interpretativo, significados contradictorios, y de ellos quedan versiones distintas más o menos informadas. El narrador experimenta una epifanía conforme exhuma el caso y, por tanto, de su laboriosa reconstrucción extrae lecciones de vida, para sí y para nosotros. Escribe: escribe una ficción o escribe una crónica; o un “relato real” o una “novela falsa”, según dicen los narradores de Soldados de Salamina y de La velocidad de la luz. No son grandes acontecimientos, las gestas enormes de guerreros o de titanes; es un “episodio minúsculo”, leo en La velocidad de la luz cuando el narrador alude a los hechos protagonizados por el miliciano Miralles de Soldados de Salamina. O es una “historia minúscula”, confirmo en Anatomía de un instante, cuando el narrador se refiere al gesto solitario y grabado de Adolfo Suárez en el Congreso de los Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981.

Serán hechos minúsculos, cierto, pero los narradores quedan atrapados por su objeto, por la complejidad de su objeto. Es por eso por lo que emprenden sus pesquisas con un entusiasmo que se contagia. Parece algo natural, como si viniera dado por el propio asunto; como si la simple investigación que este o aquel narrador desarrollan nos provocara un interés creciente; como si un enigma despertara nuestra atención inmediata. No es así, por supuesto. La atracción de estas historias no se debe sólo a los temas que aborda (la Guerra Civil, la Guerra de Vietnam, el Golpe de Estado del 23 de Febrero), sino también a la manera en que administra la información, al modo en que presenta esas indagaciones aparentemente minúsculas.

En ese sentido, los libros de Cercas son obras de acción, propiamente aventuras, de ritmo rápido, en ocasiones trepidante. ¿Por los hechos de guerra o de violencia que relata? No necesariamente. El vértigo de lo narrado depende más del descubrimiento, de los logros y de las torpezas del investigador, de la vida que lleva y que le complica o le facilita las cosas. Lo tremendo o lo insólito ocurren casi siempre a nuestra vera. Por eso, a pesar de localizar los hechos en sitios cercanos y fácilmente identificables (Barcelona, Gerona, Madrid) o en lugares acotados y reconocibles (una comunidad de vecinos española o un campus universitario norteamericano), Cercas nos provoca el efecto de la aventura. Alguien debe adentrarse en un paraje próximo aunque finalmente desconocido para encontrar el significado de las cosas, para hallar la solución de este o de aquel misterio.

Y el misterio no es lo remoto: es el acto simple de un vecino o de un contemporáneo, la acción sencilla de un antepasado que nos sirve de lección o de enseñanza. Los pequeños descubrimientos o los modestos avances provocan una alegría desbordante, a veces temeraria, y producen una renovada energía: el narrador retiene el significado pequeño de los hechos investigados y nos lo hace ver valiéndose de alguna frase, de alguna fórmula expresiva, que funciona como lema, como analogía, como símbolo. Lo repetirá estratégicamente para fijar el sentido, para redoblar el efecto, para provocar el reconocimiento. Son como los clavos de un alpinista solitario o como los remansos del senderista. O, mejor, son como las señales que a uno y otro les permiten seguir: pueden tener compañeros que hacen el mismo camino, pero quien asciende finalmente es uno solo, asegurándose y adentrándose, pisando terreno firme o al menos sirviéndose de asideros e indicaciones. ¿Para qué? Para llegar con bien a una cima que es meta y enigma. No le vale que otros hayan coronado ese objetivo con anterioridad. Como sucede, por ejemplo, en Anatomía de un instante. Es él mismo quien ha de recorrer el itinerario, quien ha de leer toda la bibliografía disponible para averiguar lo que él solo puede descubrir.

Y el esfuerzo, más o menos extenuante, tiene sus recompensas y sus decepciones. La ascensión hacia la cima es siempre una emoción, una mezcla de euforias y desengaños. Vemos más cerca la meta y juzgamos aprovechable el esfuerzo y avanzamos, quizá convencidos de que los tropiezos son acicates, de que los traspiés forman parte del programa: ensayo y error. Podemos despeñarnos y, por eso, en cada momento nos la jugamos. Y eso hay que contarlo, con esa labia que tienen los narradores de Cercas, con la prisa y el interés contagioso de quien ha de relatar su experiencia a un auditorio renuente. Hay que seducir a los destinatarios porque los hechos son siempre dramáticos, ejemplares o no, pero dramáticos. O porque las pesquisas han de tener su dramatismo, que no es la misma cosa: han de provocar un efecto teatral. En toda investigación hay tiempos muertos: si queremos cautivar, las elipsis son necesarias, así como esos momentos de gran tensión en circunstancias menores. El auditorio de Cercas es el público lector, creciente, admirado; pero es que además hay un destinatario primordial, alguien a quien primeramente se dirigen los relatos que el autor publica. ¿A quién me refiero? Al padre.

El padre es el misterio mayor, esa figura más o menos distante que obra y que da significado a las cosas, que nos impone la ley y que nos marca el terreno. En un determinado momento, el padre puede ser un titán. En otros instantes de nuestra vida, el progenitor es un tipo inexplicable que nos desconcierta; un individuo del que esperábamos lo mejor y que adopta conductas mezquinas, gregarias, comunes, cobardes, como tantos y tantos hombres. En distintas obras de Cercas, la figura del padre, del padre del escritor o de los padres de los narradores, está muy presente. O ya ha muerto o está ausente, hecho que se lamenta. No es raro que el narrador sea huérfano... Es un dato emocional, pero es también una referencia propiamente histórica: la de otro tiempo concluido que ahora trata de recuperarse. ¿Se recuperará? La vida pasada acaba siendo un enigma y el hijo, este contemporáneo, ya no podrá completar su significado. Las simetrías, tan del gusto de Cercas, no funcionan ni siquiera en la ficción. La existencia sigue su curso y la muerte nos la arrebata. ¿Qué queda? Como mucho, un hombre solo. Y vuelta a empezar.
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