¿Qué preferimos de un
novelista sus ficciones o sus memorias? Es raro, es infrecuente, que la
autobiografía de un escritor mejore lo que ya nos ha narrado en sus distintas
obras. Por ejemplo, las memorias de Gabriel
García Márquez (Vivir para contarla) son sin duda inferiores a sus novelas, menos
imaginarias, más torpes: tienen descuidos expresivos –que no ortográficos, que
es lo que siempre pretexta García Márquez de manera exculpatoria— y un cierto
amaneramiento, un uso repetido de fórmulas que fueron felices en sus ficciones,
que se reiteraron quizá en demasía, y que ahora, en ese texto crepuscular, se
nos antojan latiguillos o retórica previsible, el calco rutinario de un estilo,
la exaltación de la greguería
brillante, y poco más. Por eso, resulta preferible regresar, releer al mejor García
Márquez. Pero volvamos ahora a Aquella mitad de mi
tiempo. Al mirar atrás.
Javier Marías empezó a
publicar novelas a los diecinueve años: desde Los dominios del lobo hasta Tu rostro mañana han transcurrido casi cuatro
décadas de ficciones en las que lo vivido y lo fantaseado se mezclan; en las que
se cruzan lo ocurrido y lo no ocurrido o, en los términos de Marías, “lo que no
sucede y sucede”. De esa última obra y de su relación con las anteriores me he
ocupado en Ojos de
Papel,
en 2005
y en 2007. Los
hilos conductores son explícitos.
Unas
memorias que no cuenten lo descartado, las posibilidades que no llegaron a
consumarse, que no detallen lo frustrado o incluso las ensoñaciones, seguramente
serán muy exactas, pero también amputarán esa parte inconcreta, inespecífica,
inmaterial del narrador
El ser humano necesita retener
lo acaecido, pero necesita recordar también lo imaginario, aquello que sin haber
acontecido ejerce alguna influencia en nosotros. O, como insiste Marías, el ser
humano “necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las
hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser
además de lo que fue”. Eso decía hacia 1995, en el
discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos.
Las memorias y las
autobiografías de los escritores suelen narrar lo efectivamente ocurrido: los
lectores exigimos certeza veracidad y orden, rechazando aquellas páginas en las
que el autor pueda incurrir en fantasías o fabulaciones, compensaciones, mejoras
y retoques: a los memorialistas les obliga el pacto autobiográfico, como lo
llamó Philippe Lejeune, un pacto que no es sólo de verosimilitud, sino también
de verdad, de autenticidad. Les pedimos exactitud, franqueza, sinceridad a la
hora de relatar lo que en sus vidas ha ocurrido. “Y olvidamos casi siempre que
las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también
de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestra omisiones y nuestros
deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no
alcanzamos”, admite Marías.
Unas memorias que no cuenten
lo descartado, las posibilidades que no llegaron a consumarse, que no detallen
lo frustrado o incluso las ensoñaciones, seguramente serán muy exactas, pero
también amputarán esa parte inconcreta, inespecífica, inmaterial del narrador.
Javier Marías trata esa parte abundantemente en sus novelas: sus narradores no
hacen más que contar, hablar, conjeturar, abandonarse a todo tipo de digresiones
que se parecen extraordinariamente a las cogitaciones o cavilaciones de
cualquier individuo cuando está en silencio. Ese discurso interno –que tanto se
asemeja al monólogo interior que ha hecho suyo la novelística contemporánea-- es
fruto de lo externo y nos hace especular, anticipar, suponer. Ese discurso, en
fin, desempeña un papel importantísimo en las ficciones de Marías: son las
palabras de un observador atónito, con pocos datos, que trata de explicarse
significativamente el mundo. Como cualquiera de nosotros.
“Yo
escribo cada página como si fuese la única”, insiste: como si fuese la última,
podríamos añadir. Por eso, no hay que retocar o corregir años después, sino
aceptar lo dicho al mirar atrás. No es la “brutal chulería” de quien dice “no
arrepentirse de nada”, sino la modestia de quien asume lo escrito, con su
efímera circunstancia y probable error
Si Marías tuviera que escribir
sus memorias siendo coherente con los preceptos de su obra, de su escritura,
entonces debería narrarnos también sus descartes, las minucias, la ganga, sus
proyectos no realizados, sus fantasías… confesables o no. En una sesión de
psicoanálisis, todo es significativo y la asociación libre verbal lleva de una
cosa a la otra, de lo que ha ocurrido a lo que se ha soñado, de lo sucedido a lo
efectivamente temido, deseado, supuesto. Lo temido, lo deseado y lo supuesto
suelen ser partes embarazosas del yo, esos restos que tomamos como digresión y
que puestos en orden desecharíamos. En la duermevela de la sesión quizá a un
analista se le puedan confesar; en la vida de vigilia y totalmente consciente,
esas fantasías nos las reservamos, precisamente porque incluyen pensamientos
agresivos, totalmente locos, demencias que jamás concretaremos.
Por eso, la novela puede ser
la vía de expresión de dichas fantasías que con tanto reparo admitimos tener: en
ella, en la novela, casi todo es confesable. En unas memorias, por ser públicas
y por ajustarse al pacto autobiográfico, la desnudez completa del relator es muy
comprometedora. Seguramente por eso, Javier Marías ha renunciado a escribirlas:
desde hace años, una parte significativa de lo fantaseado la vuelca en sus
novelas y es allí, en sus páginas, en donde hay que buscar su desnudez.
Entonces, aceptado lo
anterior, ¿qué clase obra es Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar
atrás?
Son efectivamente unas memorias compuestas en tiempo real, si puede decirse así:
una recopilación de sus escritos más autobiográficos: esos
artículos que ha ido publicando desde finales de los años ochenta, textos en los
que trata de su familia, de sus amigos, de sus vivencias históricas,
generalmente menudas, significativas. No vamos a encontrar grandes revelaciones,
entre otras cosas porque son piezas ya publicadas. No vamos a descubrir al autor
desnudo, al escritor sin afeites y sin retoques: es un Javier Marías público, el
articulista que habla de su tiempo. Hasta ahora, las recopilaciones de sus
textos periodísticos han sido prácticamente exhaustivas, y cronológicas.
Principalmente, la editorial Alfaguara le ha publicado sus colaboraciones en
El
Semanal
o en El País
Semanal
siguiendo el orden de aparición. De esos libros me he ocupado en
una, en dos, en tres ocasiones al menos,
buscando en ellos, precisamente, el hilo conductor, algo que no sea la mera
cronología. Sólo de vez en cuando Marías ha reunido artículos de tema común o
vecino para componer volúmenes específicos: por ejemplo, Pasiones pasadas (Anagrama, 1991) o
Vidas
escritas
(Siruela, 1992), Literatura
y fantasma (Siruela, 1993),
Vida del
fantasma
(El País-Aguilar, 1995).
De algún
modo, la autobiografía es la recreación de esos espectros que importan… una
lenta difuminación –nos dice el autor--, un lento pasar rodeado de personajes
presentes y ausentes, un declive hacia la muerte de cada uno de nosotros y de
cada uno de quienes nos anticiparon
Desde que su éxito literario
es tan rotundo --desde que la novela Corazón tan blanco (Anagrama, 1992) fuera
encumbrada por Marcel
Reich-Ranicki en 1996 empezando así una gran carrera internacional--, no hay
papel que escriba Marías que no acabe en libro: tanto es el interés que
despierta y tanto es el placer que procura a sus seguidores. Por eso, en los
últimos años, diversos editores han compuesto distintos
volúmenes: distintos volúmenes temáticos de acuerdo con el criterio
del autor. Tenemos, así, Salvajes y sentimentales. Letras de
fútbol
(Aguilar, 2000), editado por Paul Ingendaay; Donde todo ha sucedido. Al salir del
cine
(Galaxia Gutenberg, 2005), editado por Inés Blanca y Reyes Pinzás; y ahora
Aquella mitad de mi tiempo.
Al mirar atrás, editado por Inés Blanca. Del
volumen dedicado al cine, recuerdo en este momento que también me
ocupé en alguna otra ocasión.
Leo ahora este último volumen,
Aquella mitad de mi tiempo.
Al mirar atrás. ¿O cabría decir
releo? Si no me equivoco no hay
pieza aquí recopilada que no conozca. Todas las he leído o bien en las ediciones
cronológicas de sus textos periodísticos, o bien en las ediciones temáticas de
sus artículos. Inés Blanca, sin embargo, compone un libro nuevo: Como recordaba
Roger Chartier en ¿Qué es un
texto?,
deberíamos desprendernos de la visión platónica de las obras. La visión
platónica de las obras es aquella que nos hace creer en el original como pieza
primera e insustituible, pero sobre todo es aquella que nos hace pensar en el
texto que el autor alumbró como su estado incontaminado. Contrariamente a lo que
tantos han dicho, hablando de textos que se materializan no hay un estado
esencial al que regresar o que restituir en vez de los posibles estados
accidentales o accesorios. Éstos, los estados accidentales o accesorios, forman
parte de la historia del texto y ésos son fardos que ha de acarrear el libro,
ese libro presuntamente incontaminado que alguna vez estuvo en la cabeza del
autor. Accidentes…
En la historia del libro, un
accidente es la forma concreta, generalmente averiada, de un texto que
contradice en parte o en todo lo que el autor pensó originariamente, lo que el
escritor alumbró como idea prístina. Pero las cosas no funcionan así. Los libros
no son obra del autor, sino de numerosos artífices, una parte de los cuales
pueden cambiar sustancialmente el texto-modelo con que alguien empezó a
escribir. ¿Me refiero a las erratas? No sólo a eso. Las erratas son subsanables
y, en efecto, en una reedición de dicho libro podrían eliminarse. A lo que me refiero hablando de Marías
–y de otros-- es al ámbito de dicho texto, un texto que fue concebido en un
momento determinado y que fue publicado transcurrido un tiempo. Si años después,
esa pieza se convierte en parte de un todo nuevo con el que tiene una coherencia
inesperada, ¿entonces cuál es su estado esencial? ¿Aquella primera publicación,
mejor o peor, menesterosa o generosa, con que fue dada a conocer? Los textos
–incluso los mejores, los más insólitos-- siempre pertenecen a un contexto,
forman parte de un contexto de significados, lo que desde luego no implica que
puedan explicarse lisa y llanamente por esa circunstancia externa que rodea, por
ese todo o puzzle del que fue o es pieza.
Las
memorias de Marías hablan de muertos,
de gentes que nos van abandonando y cuya desaparición deja el mundo más vacío o más hueco.
Cuando el autor trata esto, su estilo es airado,
melancólico
En Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar
atrás,
Inés Blanca ha reunido los artículos más personales, textos que fueron
concebidos en épocas distintas y que tratan básicamente de individuos
significativos: de individuos significativos para Javier Marías. Como no los ha
corregido, retocado, mejorado o alterado, cada uno de ellos expresa un estado de
ánimo cercano a los hechos contados: no los ha aseado para quitarles las
circunstancias efímeras, el elemento puramente circunstancial y perecedero a
partir del cual fueron escritos. ¿Es eso un problema? Yo no creo que deban
maquillarse los artículos que pasan a un libro: ha de verse su origen, el hecho
que los motivó. “Cuanto mayor soy, menos comprendo el proceso de la escritura”,
dice Marías con cierta coquetería en alguna parte de Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar
atrás.
“Yo escribo cada página como
si fuese la única”, insiste: como si fuese la última, podríamos añadir. Por eso,
no hay que retocar o corregir años después, sino aceptar lo dicho al mirar
atrás. No es la “brutal chulería” de quien dice “no arrepentirse de nada”, sino
la modestia de quien asume lo escrito, con su efímera circunstancia y probable
error. Al quedar igual los artículos –pero distintos por su nuevo contexto--
Marías consigue hablar no sólo de lo hoy considera importante, sino de lo que ha
ido considerando importante para su propia vida, para su propio devenir.
Convierte, así, sus páginas en
una especie de espejo de fantasmas (y la figura literaria del fantasma es
decisiva en Marías): muchos de los personajes de los que aquí se habla han
muerto, han ido muriendo incluso conforme se componía virtualmente este libro,
conforme la vida y la obra del escritor se iban afirmando. Un fantasma es
alguien que ha desaparecido, sí; pero es también alguien que aún causa efectos,
influencias: los fantasmas, ha insistido frecuentemente Marías, son gentes
incluso a quienes le “sigue importando lo que ocurre en el mundo que han
dejado”. Así ha sido codificada su conducta en las Ghosts Stories y así lo toma Javier Marías.
De algún modo, la
autobiografía es la recreación de esos espectros que importan… una lenta
difuminación –nos dice el autor--, un lento pasar rodeado de personajes
presentes y ausentes, un declive hacia la muerte de cada uno de nosotros y de
cada uno de quienes nos anticiparon. ¿Qué se hace de ese cúmulo de experiencias
que se evaporan cuando alguien deja de existir? En los relatos de fantasmas,
nada se pierde verdaderamente. En el mundo real, las cosas funcionan de otro
modo. Las huellas materiales nos pregonan: esos restos que en forma de objetos
quedan. Son los indicios de que hemos vivido. ¿Pero y el mundo inmaterial que nos
constituye? ¿Qué se hace de él? Parafraseando a su propio padre, cuando aún
estaba vivo, Javier Marías escribe: “A veces me parece que debe preguntarse:
‘¿Qué ha pasado? ¿Adónde se ha ido todo el mundo? ¿Por qué ya no es lo que solía
ser, lo que era y yo daba por descontado? ¿Por qué, si yo aún sigo
aquí?’…”
Suele ser moderadamente apocalíptico porque
las desgracias de las que habla son desastres cotidianos, una fatalidad
ordinaria e irrecusable. ¿Estamos, pues, ante un libro agraviado, puramente
irritado? No crean. La melancolía, que tiene mucho de recreación fantasiosa de
los muertos, es un estado anímico compatible con el humor. Por eso, las memorias
presuntas acaban convertidas en un repertorio divertido de semblanzas
personales
Las memorias de Marías –ya digo-- hablan
de muertos, de gentes que nos van abandonando y cuya desaparición deja el mundo
más vacío o más hueco. Cuando el autor trata esto, su estilo es airado,
melancólico. Por un lado, se rebela contra la fatalidad de la muerte, la de los
nuestros, que es la que nos duele, la que vemos: esa orfandad irreparable que
nos amputa y nos seca. Por otro, se expresa con un tono frecuentemente
exasperado al verificar que siempre se van los mejores: que el mundo no mejora
propiamente, que los vicios contra los que aquellos lucharon siguen o que las
virtudes que aquellos representaron desaparecen con su muerte. Suele ser
moderadamente apocalíptico porque las desgracias de las que habla son desastres
cotidianos, una fatalidad ordinaria e irrecusable. ¿Estamos, pues, ante un libro
agraviado, puramente irritado? No crean. La melancolía, que tiene mucho de
recreación fantasiosa de los muertos, es un estado anímico compatible con el
humor. Por eso, las memorias presuntas acaban convertidas en un repertorio
divertido de semblanzas personales.
De todas ellas --ustedes me
perdonarán--, la que prefiero no es la de un personaje real o la de un artista
consumado o la de un familiar querido, sino la de un espectro
auténtico, si esto puede decirse así.
Me refiero a la del Capitán Trueno, de quien el memorialista escribe unas páginas
evocadoras y marcadamente
melancólicas, casi un autorretrato fantaseado, deseado, en las que el
muerto ya no es el personaje que se rememora, sino un joven Marías que leyó esas
aventuras, que maduró aprendiendo su lección y que sobrevive, aunque sólo sea en
parte.
“…El Capitán Trueno, con sus
inseparables Crispín y Goliat, también nos dio unas cuantas lecciones de ética
práctica, aunque muchos de nuestra generación las hayan desaprendido”, comienza
diciendo. ¿Cuáles son esas virtudes aprendidas y quizá olvidadas? “No se deben
dejar pasar las mentiras ni las injusticias ni los abusos ni las opresiones; la
amistad debe tenerse en mucho y jamás traicionarse; no hay que ensañarse, ni con
los malvados, con los cuales cabe ser clemente si se logra derrotarlos; al
enemigo hay que ofrecerle salida cuando depone las armas y ya no encierra
peligro; y no hay que desesperar, porque siempre habrá una nueva viñeta,
salvadora, después de la palabra mágica, ‘Continuará’, promesa de la felicidad
venidera”. Pues eso: a pesar de todo… continuará.