Javier Marías: Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Galaxia Gutenberg, 2008)

Javier Marías: Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Galaxia Gutenberg, 2008)

    TÍTULO
Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás

    AUTOR
Javier Marías

    EDITORIAL
Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores

    GÉNERO
Memorias

    PROLOGO
Miguel Marías

    PRESENTACIÓN
Javier Marías

    EDICIÓN
Inés Blanca

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 428 páginas. 24 €



Javier Marías

Javier Marías


Reseñas de libros/No ficción
Javier Marías: Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Galaxia Gutenberg, 2008)
Por Justo Serna, martes, 8 de julio de 2008
“Es de suponer, si se mantiene en sus ideas con la persistencia que suele, que Javier no vaya a escribir jamás su autobiografía”, dice Miguel Marías en el prólogo de Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás. “Así que a los aficionados al género y a los curiosos acerca de las vida de escritores –en estos tiempos no tan aventureras como antaño— les aviso de que esto es probablemente lo más cercano a unas Memorias suyas –indirectas, involuntarias, fragmentarias, aunque consentidas— que van a poder leer”, concluye el hermano mayor de Javier Marías y prologuista de Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás.

¿Qué preferimos de un novelista sus ficciones o sus memorias? Es raro, es infrecuente, que la autobiografía de un escritor mejore lo que ya nos ha narrado en sus distintas obras. Por ejemplo, las memorias de Gabriel García Márquez (Vivir para contarla) son sin duda inferiores a sus novelas, menos imaginarias, más torpes: tienen descuidos expresivos –que no ortográficos, que es lo que siempre pretexta García Márquez de manera exculpatoria— y un cierto amaneramiento, un uso repetido de fórmulas que fueron felices en sus ficciones, que se reiteraron quizá en demasía, y que ahora, en ese texto crepuscular, se nos antojan latiguillos o retórica previsible, el calco rutinario de un estilo, la exaltación de la greguería brillante, y poco más. Por eso, resulta preferible regresar, releer al mejor García Márquez. Pero volvamos ahora a Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás.

Javier Marías empezó a publicar novelas a los diecinueve años: desde Los dominios del lobo hasta Tu rostro mañana han transcurrido casi cuatro décadas de ficciones en las que lo vivido y lo fantaseado se mezclan; en las que se cruzan lo ocurrido y lo no ocurrido o, en los términos de Marías, “lo que no sucede y sucede”. De esa última obra y de su relación con las anteriores me he ocupado en Ojos de Papel, en 2005 y en 2007. Los hilos conductores son explícitos.

Unas memorias que no cuenten lo descartado, las posibilidades que no llegaron a consumarse, que no detallen lo frustrado o incluso las ensoñaciones, seguramente serán muy exactas, pero también amputarán esa parte inconcreta, inespecífica, inmaterial del narrador

El ser humano necesita retener lo acaecido, pero necesita recordar también lo imaginario, aquello que sin haber acontecido ejerce alguna influencia en nosotros. O, como insiste Marías, el ser humano “necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue”. Eso decía hacia 1995, en el discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos.

Las memorias y las autobiografías de los escritores suelen narrar lo efectivamente ocurrido: los lectores exigimos certeza veracidad y orden, rechazando aquellas páginas en las que el autor pueda incurrir en fantasías o fabulaciones, compensaciones, mejoras y retoques: a los memorialistas les obliga el pacto autobiográfico, como lo llamó Philippe Lejeune, un pacto que no es sólo de verosimilitud, sino también de verdad, de autenticidad. Les pedimos exactitud, franqueza, sinceridad a la hora de relatar lo que en sus vidas ha ocurrido. “Y olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestra omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos”, admite Marías.

Unas memorias que no cuenten lo descartado, las posibilidades que no llegaron a consumarse, que no detallen lo frustrado o incluso las ensoñaciones, seguramente serán muy exactas, pero también amputarán esa parte inconcreta, inespecífica, inmaterial del narrador. Javier Marías trata esa parte abundantemente en sus novelas: sus narradores no hacen más que contar, hablar, conjeturar, abandonarse a todo tipo de digresiones que se parecen extraordinariamente a las cogitaciones o cavilaciones de cualquier individuo cuando está en silencio. Ese discurso interno –que tanto se asemeja al monólogo interior que ha hecho suyo la novelística contemporánea-- es fruto de lo externo y nos hace especular, anticipar, suponer. Ese discurso, en fin, desempeña un papel importantísimo en las ficciones de Marías: son las palabras de un observador atónito, con pocos datos, que trata de explicarse significativamente el mundo. Como cualquiera de nosotros.

“Yo escribo cada página como si fuese la única”, insiste: como si fuese la última, podríamos añadir. Por eso, no hay que retocar o corregir años después, sino aceptar lo dicho al mirar atrás. No es la “brutal chulería” de quien dice “no arrepentirse de nada”, sino la modestia de quien asume lo escrito, con su efímera circunstancia y probable error

Si Marías tuviera que escribir sus memorias siendo coherente con los preceptos de su obra, de su escritura, entonces debería narrarnos también sus descartes, las minucias, la ganga, sus proyectos no realizados, sus fantasías… confesables o no. En una sesión de psicoanálisis, todo es significativo y la asociación libre verbal lleva de una cosa a la otra, de lo que ha ocurrido a lo que se ha soñado, de lo sucedido a lo efectivamente temido, deseado, supuesto. Lo temido, lo deseado y lo supuesto suelen ser partes embarazosas del yo, esos restos que tomamos como digresión y que puestos en orden desecharíamos. En la duermevela de la sesión quizá a un analista se le puedan confesar; en la vida de vigilia y totalmente consciente, esas fantasías nos las reservamos, precisamente porque incluyen pensamientos agresivos, totalmente locos, demencias que jamás concretaremos.

Por eso, la novela puede ser la vía de expresión de dichas fantasías que con tanto reparo admitimos tener: en ella, en la novela, casi todo es confesable. En unas memorias, por ser públicas y por ajustarse al pacto autobiográfico, la desnudez completa del relator es muy comprometedora. Seguramente por eso, Javier Marías ha renunciado a escribirlas: desde hace años, una parte significativa de lo fantaseado la vuelca en sus novelas y es allí, en sus páginas, en donde hay que buscar su desnudez.

Entonces, aceptado lo anterior, ¿qué clase obra es Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás? Son efectivamente unas memorias compuestas en tiempo real, si puede decirse así: una recopilación de sus escritos más autobiográficos: esos artículos que ha ido publicando desde finales de los años ochenta, textos en los que trata de su familia, de sus amigos, de sus vivencias históricas, generalmente menudas, significativas. No vamos a encontrar grandes revelaciones, entre otras cosas porque son piezas ya publicadas. No vamos a descubrir al autor desnudo, al escritor sin afeites y sin retoques: es un Javier Marías público, el articulista que habla de su tiempo. Hasta ahora, las recopilaciones de sus textos periodísticos han sido prácticamente exhaustivas, y cronológicas. Principalmente, la editorial Alfaguara le ha publicado sus colaboraciones en El Semanal o en El País Semanal siguiendo el orden de aparición. De esos libros me he ocupado en una, en dos, en tres ocasiones al menos, buscando en ellos, precisamente, el hilo conductor, algo que no sea la mera cronología. Sólo de vez en cuando Marías ha reunido artículos de tema común o vecino para componer volúmenes específicos: por ejemplo, Pasiones pasadas (Anagrama, 1991) o Vidas escritas (Siruela, 1992), Literatura y fantasma (Siruela, 1993), Vida del fantasma (El País-Aguilar, 1995).

De algún modo, la autobiografía es la recreación de esos espectros que importan… una lenta difuminación –nos dice el autor--, un lento pasar rodeado de personajes presentes y ausentes, un declive hacia la muerte de cada uno de nosotros y de cada uno de quienes nos anticiparon

Desde que su éxito literario es tan rotundo --desde que la novela Corazón tan blanco (Anagrama, 1992) fuera encumbrada por Marcel Reich-Ranicki en 1996 empezando así una gran carrera internacional--, no hay papel que escriba Marías que no acabe en libro: tanto es el interés que despierta y tanto es el placer que procura a sus seguidores. Por eso, en los últimos años, diversos editores han compuesto distintos volúmenes: distintos volúmenes temáticos de acuerdo con el criterio del autor. Tenemos, así, Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol (Aguilar, 2000), editado por Paul Ingendaay; Donde todo ha sucedido. Al salir del cine (Galaxia Gutenberg, 2005), editado por Inés Blanca y Reyes Pinzás; y ahora Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás, editado por Inés Blanca. Del volumen dedicado al cine, recuerdo en este momento que también me ocupé en alguna otra ocasión.

Leo ahora este último volumen, Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás. ¿O cabría decir releo? Si no me equivoco no hay pieza aquí recopilada que no conozca. Todas las he leído o bien en las ediciones cronológicas de sus textos periodísticos, o bien en las ediciones temáticas de sus artículos. Inés Blanca, sin embargo, compone un libro nuevo: Como recordaba Roger Chartier en ¿Qué es un texto?, deberíamos desprendernos de la visión platónica de las obras. La visión platónica de las obras es aquella que nos hace creer en el original como pieza primera e insustituible, pero sobre todo es aquella que nos hace pensar en el texto que el autor alumbró como su estado incontaminado. Contrariamente a lo que tantos han dicho, hablando de textos que se materializan no hay un estado esencial al que regresar o que restituir en vez de los posibles estados accidentales o accesorios. Éstos, los estados accidentales o accesorios, forman parte de la historia del texto y ésos son fardos que ha de acarrear el libro, ese libro presuntamente incontaminado que alguna vez estuvo en la cabeza del autor. Accidentes…

En la historia del libro, un accidente es la forma concreta, generalmente averiada, de un texto que contradice en parte o en todo lo que el autor pensó originariamente, lo que el escritor alumbró como idea prístina. Pero las cosas no funcionan así. Los libros no son obra del autor, sino de numerosos artífices, una parte de los cuales pueden cambiar sustancialmente el texto-modelo con que alguien empezó a escribir. ¿Me refiero a las erratas? No sólo a eso. Las erratas son subsanables y, en efecto, en una reedición de dicho libro podrían eliminarse.  A lo que me refiero hablando de Marías –y de otros-- es al ámbito de dicho texto, un texto que fue concebido en un momento determinado y que fue publicado transcurrido un tiempo. Si años después, esa pieza se convierte en parte de un todo nuevo con el que tiene una coherencia inesperada, ¿entonces cuál es su estado esencial? ¿Aquella primera publicación, mejor o peor, menesterosa o generosa, con que fue dada a conocer? Los textos –incluso los mejores, los más insólitos-- siempre pertenecen a un contexto, forman parte de un contexto de significados, lo que desde luego no implica que puedan explicarse lisa y llanamente por esa circunstancia externa que rodea, por ese todo o puzzle del que fue o es pieza.

Las memorias de Marías hablan de muertos, de gentes que nos van abandonando y cuya desaparición  deja el mundo más vacío o más hueco. Cuando el autor trata esto, su estilo es airado, melancólico

En Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás, Inés Blanca ha reunido los artículos más personales, textos que fueron concebidos en épocas distintas y que tratan básicamente de individuos significativos: de individuos significativos para Javier Marías. Como no los ha corregido, retocado, mejorado o alterado, cada uno de ellos expresa un estado de ánimo cercano a los hechos contados: no los ha aseado para quitarles las circunstancias efímeras, el elemento puramente circunstancial y perecedero a partir del cual fueron escritos. ¿Es eso un problema? Yo no creo que deban maquillarse los artículos que pasan a un libro: ha de verse su origen, el hecho que los motivó. “Cuanto mayor soy, menos comprendo el proceso de la escritura”, dice Marías con cierta coquetería en alguna parte de Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás.

“Yo escribo cada página como si fuese la única”, insiste: como si fuese la última, podríamos añadir. Por eso, no hay que retocar o corregir años después, sino aceptar lo dicho al mirar atrás. No es la “brutal chulería” de quien dice “no arrepentirse de nada”, sino la modestia de quien asume lo escrito, con su efímera circunstancia y probable error. Al quedar igual los artículos –pero distintos por su nuevo contexto-- Marías consigue hablar no sólo de lo hoy considera importante, sino de lo que ha ido considerando importante para su propia vida, para su propio devenir.

Convierte, así, sus páginas en una especie de espejo de fantasmas (y la figura literaria del fantasma es decisiva en Marías): muchos de los personajes de los que aquí se habla han muerto, han ido muriendo incluso conforme se componía virtualmente este libro, conforme la vida y la obra del escritor se iban afirmando. Un fantasma es alguien que ha desaparecido, sí; pero es también alguien que aún causa efectos, influencias: los fantasmas, ha insistido frecuentemente Marías, son gentes incluso a quienes le “sigue importando lo que ocurre en el mundo que han dejado”. Así ha sido codificada su conducta en las Ghosts Stories  y así lo toma Javier Marías.

De algún modo, la autobiografía es la recreación de esos espectros que importan… una lenta difuminación –nos dice el autor--, un lento pasar rodeado de personajes presentes y ausentes, un declive hacia la muerte de cada uno de nosotros y de cada uno de quienes nos anticiparon. ¿Qué se hace de ese cúmulo de experiencias que se evaporan cuando alguien deja de existir? En los relatos de fantasmas, nada se pierde verdaderamente. En el mundo real, las cosas funcionan de otro modo. Las huellas materiales nos pregonan: esos restos que en forma de objetos quedan. Son los indicios de que hemos vivido. ¿Pero  y el mundo inmaterial que nos constituye? ¿Qué se hace de él? Parafraseando a su propio padre, cuando aún estaba vivo, Javier Marías escribe: “A veces me parece que debe preguntarse: ‘¿Qué ha pasado? ¿Adónde se ha ido todo el mundo? ¿Por qué ya no es lo que solía ser, lo que era y yo daba por descontado? ¿Por qué, si yo aún sigo aquí?’…”

Suele ser moderadamente apocalíptico porque las desgracias de las que habla son desastres cotidianos, una fatalidad ordinaria e irrecusable. ¿Estamos, pues, ante un libro agraviado, puramente irritado? No crean. La melancolía, que tiene mucho de recreación fantasiosa de los muertos, es un estado anímico compatible con el humor. Por eso, las memorias presuntas acaban convertidas en un repertorio divertido de semblanzas personales

Las memorias de Marías –ya digo-- hablan de muertos, de gentes que nos van abandonando y cuya desaparición deja el mundo más vacío o más hueco. Cuando el autor trata esto, su estilo es airado, melancólico. Por un lado, se rebela contra la fatalidad de la muerte, la de los nuestros, que es la que nos duele, la que vemos: esa orfandad irreparable que nos amputa y nos seca. Por otro, se expresa con un tono frecuentemente exasperado al verificar que siempre se van los mejores: que el mundo no mejora propiamente, que los vicios contra los que aquellos lucharon siguen o que las virtudes que aquellos representaron desaparecen con su muerte. Suele ser moderadamente apocalíptico porque las desgracias de las que habla son desastres cotidianos, una fatalidad ordinaria e irrecusable. ¿Estamos, pues, ante un libro agraviado, puramente irritado? No crean. La melancolía, que tiene mucho de recreación fantasiosa de los muertos, es un estado anímico compatible con el humor. Por eso, las memorias presuntas acaban convertidas en un repertorio divertido de semblanzas personales.

De todas ellas --ustedes me perdonarán--, la que prefiero no es la de un personaje real o la de un artista consumado o la de un familiar querido, sino la de un espectro auténtico, si esto puede decirse así. Me refiero a la del Capitán Trueno, de quien el memorialista escribe unas páginas evocadoras y marcadamente  melancólicas, casi un autorretrato fantaseado, deseado, en las que el muerto ya no es el personaje que se rememora, sino un joven Marías que leyó esas aventuras, que maduró aprendiendo su lección y que sobrevive, aunque sólo sea en parte.

“…El Capitán Trueno, con sus inseparables Crispín y Goliat, también nos dio unas cuantas lecciones de ética práctica, aunque muchos de nuestra generación las hayan desaprendido”, comienza diciendo. ¿Cuáles son esas virtudes aprendidas y quizá olvidadas? “No se deben dejar pasar las mentiras ni las injusticias ni los abusos ni las opresiones; la amistad debe tenerse en mucho y jamás traicionarse; no hay que ensañarse, ni con los malvados, con los cuales cabe ser clemente si se logra derrotarlos; al enemigo hay que ofrecerle salida cuando depone las armas y ya no encierra peligro; y no hay que desesperar, porque siempre habrá una nueva viñeta, salvadora, después de la palabra mágica, ‘Continuará’, promesa de la felicidad venidera”. Pues eso: a pesar de todo… continuará.