Pero el mayor riesgo es hacer presentes en sus páginas al niño Jesús, a María y a José, entre otros personajes bíblicos. No son meros figurantes: se les da la vez, se les da la voz, una voz que no puede resumirse en unas pocas frases. Son, pues, personajes redondos –por emplear la expresión de E. M. Forster--, caracteres con pasado, con vida interior, con un futuro incierto, con dudas y complejidades. Ahora bien, deberemos admitir que convertirlos en figuras de novela es una osadía: es incluso una temeridad corregir o reemplazar el relato bíblico, añadiendo algo así como un nuevo Evangelio, un texto pagano que trata de la Sagrada Familia, envuelta de algún modo en un embarazoso crimen. El libro que ahora leemos se lo debemos a Pomponio Flato y estaría escrito –según confiesa el narrador— tres meses lunares después de ocurridos los hechos. Está concebido como una larga epístola a Fabio, el narratario a quien se dirige la extensa misiva en la que se resumen, se ordenan y se muestran los acontecimientos. Insisto: ¿cómo se puede concebir una novela así, con estos materiales? Estos personajes y estas situaciones sólo admiten un tratamiento grave, severo, o una recreación jocunda, chistosa. El autor opta por la segunda posibilidad, saliendo airosamente de la humorada en la que se ha metido.
Fantaseemos con una escena posible, interpretada por quien ahora escribe. Admítanme esta licencia algo teatral… La circunstancia la protagoniza un cliente necesitado de esparcimiento lector. Para ello acude a un comercio. Desea comprar algo ligero y bien concebido, un volumen entretenido y con su punto de diversión inteligente, incluso mordaz. Quiere leer alguna ocurrencia que le alivie de sí mismo y de sus rutinas, pero no quiere abandonarse a una fantasía excesiva, sino a algo escrito con verismo, incluso con naturalismo irónico. Desea encontrar una narración que muestre más que cuente, una averiguación indirecta y jocosa, no una tesis austera y triste. Espera deleitarse con algo penetrante y perspicaz, que ponga en solfa y que haga del humor su recurso. En las librerías abundan las obritas ligeras y cómicas, con pocas pretensiones, un débil narcótico sin consecuencias. Nuestro lector suele evitar esas novelas anémicas, finalmente correctas y decepcionantes. Quiere disfrutar con algo más gamberro, incluso con algo más irreverente. Pero no acaban ahí sus reparos.
La combinación es casi perfecta: la ironía es demoledora, la irreverencia es elegante, la diversión es continua, la parodia está lograda y la inteligencia analítica abunda. Hay ecos de distintas fuentes: la Biblia, la picaresca, Cervantes, Jonathan Swift, Lawrence Sterne, la novela pedagógica, el folletín, el relato policial, Pío Baroja y el teatro (el entremés, el sainete o el vodevil)
Puestos a elegir, prefiere alguna obra que trate de asuntos actuales, con personajes del algún modo reconocibles, con circunstancias probables y sabiamente expuestas. Pero los expositores y los anaqueles están repletos de novelas históricas. Es un género de monstruoso crecimiento y de resultados no menos irregulares. Las novelas históricas no suelen complacerle: hay muchas cuyo motivo central sólo es la recreación de un contexto, una forma de pintar un cuadro de época, con empeño mimético; hay muchas en que la erudición es el objetivo del escritor, un modo de pasarnos información costumbrista, datos de segunda mano; hay muchas en que la fidelidad documental carece de toda guasa o verosimilitud, lo que constituye el fracaso de la ficción. ¿Podrá encontrar nuestro lector una obra actual e histórica a la vez? ¿Podrá hallar una novela cómica y seria a un tiempo? ¿Existe un libro así?
Sobre uno de los expositores de la librería descubre un volumen que no llega a las doscientas páginas. Su título
El asombroso viaje de Pomponio Flato. Lo ha visto anunciado y, por supuesto, numerosas reseñan ya aparecidas predicen la importancia del libro. Como deseaba sorprenderse con dicha obra, nuestro lector ha evitado leer esas recensiones. Entre algunos críticos perezosos se ha impuesto una pésima costumbre: la de resumir el argumento, la de contar minuciosamente de qué trata. Es éste un vicio que también suele ser frecuente entre ciertas productoras cinematográficas a la hora de difundir el tráiler de su próximo estreno: lo vemos todo antes de acudir a las salas… Probablemente, esa forma de tratar al público es una regresión, un infantilismo imperdonable.
Pero nuestro lector no puede pretextar inocencia absoluta: sabe quién es
Eduardo Mendoza, autor de este
Pomponio y de algunas de las novelas más divertidas e inteligentes que ha tenido la oportunidad de leer:
La verdad sobre el caso Savolta (1975),
El misterio de la cripta embrujada (1979),
La ciudad de los prodigios (1986),
Una comedia ligera (1996). Sabe también que se le deben algunos de los disparates más cómicos, alimenticios y discutibles que recuerda:
Sin noticias de Gurb (1990),
El último trayecto de Horacio Dos (2001). Hojea el nuevo libro, ese
Pomponio, mira la contracubierta y allí, entre leyendas y reclamos, el editor le indica de qué va la novela. Hay, incluso, precisiones filológicas: “cruce de novela histórica, novela policíaca, hagiografía y parodia de todas ellas”. Estamos ante una parodia: es decir, estamos ante una obra que reúne géneros diversos, que mezcla escrituras distintas, una broma, una chanza de las de su autor, “una de las más ferozmente divertidas”, según precisa el editor.
El lenguaje es una invención audaz, una recreación de fórmulas y expresiones procedentes de la literatura española más deliciosamente rancia: con giros rebuscados, hallazgos retóricos y pomposos, en ocasiones auténticas flatulencias verbales que desmienten la gravedad de lo que acaece
Una vez disfrutada, nuestro lector lo confirma. La combinación es casi perfecta: la ironía es demoledora, la irreverencia es elegante, la diversión es continua, la parodia está lograda y la inteligencia analítica abunda. Hay ecos de distintas fuentes: la Biblia, la picaresca, Cervantes, Jonathan Swift, Lawrence Sterne, la novela pedagógica, el folletín, el relato policial, Pío Baroja y el teatro (el entremés, el sainete o el vodevil). Son éstos algunos de los elementos que allí aparecen y que el autor, en una nota final en cursiva, no precisa ni revela. El resultado es, en muchos momentos, desternillante. El lenguaje es una invención audaz, una recreación de fórmulas y expresiones procedentes de la literatura española más deliciosamente rancia: con giros rebuscados, hallazgos retóricos y pomposos, en ocasiones auténticas flatulencias verbales que desmienten la gravedad de lo que acaece. El lenguaje, sí, es el auténtico protagonista del relato: como si con esos recursos el autor quisiera hacer explícita la ficción o, mejor, la imposibilidad de la ficción al tiempo que ocurre y la vemos… sucediendo, con escenas tan teatrales, con personajes algo desastrosos. Como ese Pomponio siempre diarreico, siempre con urgencias intestinales, mentor del coprotagonista: el niño Jesús, ese mozalbete “de corta edad, rubicundo, mofletudo, con ojos claros, pelo rubio ensortijado y orejas de soplillo”, que al igual que Telémaco deberá restaurar el buen nombre del padre. Pero también como esa María seriamente preocupada por su hijito, un autentico pillete avispado y algo insoportable al que la familia quizá no le ha dado el mejor ejemplo. Etcétera.
El lector se deleita, en efecto, y en estas páginas distingue al mejor Mendoza: aquel que sabe reunir al modo posmoderno vestigios irónicos de distintas tradiciones, unas tradiciones con las que finalmente ha debido cargar el autor. Pero el lector también valora la mezcla de casticismo y cosmopolitismo, la trasgresión, la aleación, los ecos de otras literaturas, la suma de lo alto y de lo bajo, de lo popular y lo culto: una combinación de lo vulgar y de lo elitista, de los villanos y de los eruditos. En el escritor español, la prosa es sobre todo una forma de leer o, si se quiere, una manera de reelaborar lo que ya estaba dicho: la literatura española, la novela en castellano a la que está obligado y que él mismo recrea como lector entusiasta y actual y como autor posmoderno y paródico. Hay en su español ecos de la literatura popular, con expresiones ya en desuso y que él, milagrosamente, rescata y restaura.
Pero Mendoza es sobre todo cervantino y barojiano. Un cervantino y un barojiano que suele
recrear Bacelona. En Mendoza, su ciudad es un hecho histórico en parte nublado por voces remotas, fieles o mendaces, una urbe moderna que se ha hecho grande acopiando materiales del pasado, una localidad en la que lo nuevo y lo viejo conviven. Como el Nazaret remoto que sirve de escenario a Pomponio. En las novelas de Mendoza hay siempre una ciudad limítrofe, marginal: ese espacio hacia el que se extiende la población y en el que las calles incluso no tienen la vereda de enfrente, esa acera que delimita la vía ya urbana. Hay personajes alucinados,
purria, que han emprendido el ascenso social sin que sus éxitos les permitan quitarse el pelo de la dehesa. Hay un mundo híbrido, hecho a medias, pero sobre todo hay también una orilla metafórica, la que el propio Mendoza ha de franquear cuando escribe en castellano reconociendo una tradición literaria en la que, en principio, no se reconoce exclusivamente. La tradición, otra vez.
De esos materiales melodramáticos y humorísticos, de ese pasado frágil, ha hecho Mendoza su creación irónica, incluso sus obras sarcásticas, sus mayores chaladuras. Y ésta, El asombroso viaje de Pomponio Flato, lo es. El novelista nos transmite el entusiasmo por todo lo que toca, incluso por aquellos escritores que lo prefiguran o que él desmiente
El propio Mendoza lo había explicado en un volumen irónico y ligero:
¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés? (2007). Es un repertorio de ensayos sobre la novela y en este caso
la lectura es el modo de hacer literatura. “Para quien ama los libros sólo existe un placer superior al de la lectura, y es el de la discusión sobre lo leído y lo por leer”, dice. Su volumen es una discusión, precisamente, un repertorio de notas y un par de prólogos para una colección de narración hispánica, un libro que no es exégesis del erudito ni tampoco lección del
savant. Es puro entusiasmo lo que transmite, pura alegría inteligente, la que vive al descubrir o redescubrir (tras una primera lectura adolescente) lo que son meritorios novelistas que supieron expresar las frustraciones y deseos de su tiempo con los recursos de la ficción. Realismo o naturalismo no son los objetos de debate: es la capacidad de la ficción para condensar lo que percibimos bien o malamente.
Pero es que, además, estas narraciones se inscriben en esa tradición novelística española, tan menguada tras Cervantes
y tras la picaresca, esa tradición cuyas obras del siglo XIX parecen desprender hoy un “tufillo a brasero y naftalina”, un hedor “a museo y a desván”. Pero no es así. O al menos no es sólo así. Pues es sobre “la España amojamada de uniforme y sotana sobre la que cimentaron su obra Galdós,
Baroja y Valle-Inclán”, tres grandes autores cuyas narraciones aún podemos leer con dicha. Sus personajes no son tipos “hieráticos, encorsetados, por completos ajenos a nosotros y a los tiempos actuales. Sus protagonistas y también los de otros escritores de menor vuelo podemos descubrirlos o redescubrirlos ahora advirtiendo “hasta qué punto compartían con nosotros los mismos sentimientos, las mismas preocupaciones, las mismas penas y las mismas chaladuras”, añade Mendoza en alguna página. Hasta de Armando Palacio Valdés, un autor prácticamente olvidado, puede sacarse provecho, pues sus obras (que tan frecuentemente desprendían un tufo a “palacio y sacristía”) nos recrean con habilidad momentos, instantes de un pasado poco moderno que ahora no queremos recordar.
Mendoza juega con la tradición simplemente como lector apasionado y divertido que luego escribe y ve, por ejemplo, en Armando Palacio Valdés “una figura insólita dentro del panorama literario español: un católico con sentido del humor”. De esos materiales melodramáticos y humorísticos, de ese pasado frágil, ha hecho Mendoza su creación irónica, incluso sus obras sarcásticas, sus mayores chaladuras. Y ésta,
El asombroso viaje de Pomponio Flato, lo es. El novelista nos transmite el entusiasmo por todo lo que toca, incluso por aquellos escritores que lo prefiguran o que él desmiente. En
El asombroso viaje de Pomponio Flato no vemos, no podemos ver, a un católico con sentido del humor: lo que vemos es un cristianismo
in spe, una religión aún incipiente, un politeísmo impenitente, un repertorio de dioses y tradiciones con los que provocar la risa metafísica.
Laus Deo.