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Mark Bowden: Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA Libros, 2008)

Mark Bowden: Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA Libros, 2008)

    GÉNERO
Reportaje histórico

    AUTOR
Mark Bowden

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
St. Louis, Missouri, en 1951

    CURRICULUM
Se graduó en Literatura Inglesa en Loyola College de Maryland. Fue periodista y columnista de The Philadelphia Inquirer durante veinte años. En la actualidad es corresponsal de The Atlantic Monthly. Es autor, entre otros libros, de Matar a Pablo Escobar y Black Hawk derribado (nominado para un National Book Award)



Mark Bowden

Mark Bowden


Magazine/Nuestro Mundo
Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán
Por Mark Bowden, lunes, 5 de mayo de 2008
El 4 de noviembre de 1979, un grupo de estudiantes islamistas radicales irrumpió en la embajada estadounidense de Teherán. Espoleados por el dirigente iraní revolucionario el ayatolá Jomeini, aspiraban a tomar el complejo durante tres días como protesta ante la decisión norteamericana de permitir que el dirigente en el exilio Mohammed Reza entrara en Estados Unidos para seguir un tratamiento médico. Sin embargo, tal propósito moderado y pacífico se convirtió en algo mucho más grave y peligroso. Los estudiantes tomaron sesenta y seis rehenes estadounidenses y retuvieron a la mayoría durante 444 días en lo que fue un prolongado conflicto que acaparó la atención mundial. Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RESEÑA) narra este episodio dramático a través de quienes lo vivieron desde ambos lados de la crisis. Mark Bowden nos conduce al interior de las celdas de los rehenes, describe el miedo, la confusión, el aburrimiento y el ingenio de los estadounidenses ante los interrogatorios absurdos, los simulacros de ejecución y un encarcelamiento en apariencia interminable. Recrea el entusiasmo y la ingenuidad de los secuestradores iraníes. Deja constancia de las gestiones diplomáticas para liberar a los rehenes y ofrece un vívido retrato del Despacho Oval del presidente Jimmy Carter, donde el hombre más poderoso del mundo está maniatado desde la otra parte del mundo. En medio de todo ello, Bowden introduce el espectacular caso de Fuerza Delta, una moderna unidad de fuerzas especiales de elite a la que se asignaba su primera misión, la Operación Garra de Águila, un intento imposible, valiente y desesperado de llevarse a los rehenes de la embajada de Teherán. A pesar del heroísmo de Fuerza Delta, la misión fracasa trágicamente en el desierto de Irán.

La toma
(Teherán, 4 de noviembre de 1979)

El ángel del desierto

Antes de que rayara el alba Mohammed Hashemi se preparó para morir. Se lavó conforme al ritual, se arrodilló en su dormitorio encarado al suroeste y hacia la Meca, agachó la cabeza hasta el suelo y rezó la plegaria de los mártires. A continuación, el joven robusto de cabello espeso y barba poblada se ciñó una pistola al cinturón, se puso un jersey grueso y partió en la penumbra hacia la reunión secreta.
En Irán era el decimotercer día de Aban del año 1358. El antiguo calendario zoroástrico había sido recuperado medio siglo antes por el autoproclamado primer sha de la línea Pahlavi, Reza Khan, en su intento de injertar sus pretensiones al trono en las antiguas tradiciones del país. Aquel devaneo con los dioses y los profetas barbudos persas había fracasado y saltado, cual genio de una lámpara, en los diez meses anteriores para derrocar a su hijo y a toda la impertinente dinastía. Aban, el antiguo espíritu del agua en Persia, que lleva el renacimiento y la renovación a tierras desiertas, la humedad de niebla a las ventanas de los bloques de pisos y los chirridos a los parabrisas del tráfico de primera hora en esta ciudad de más de cinco millones de habitantes, era una promesa cumplida, una visitación antigua, el retorno puntual de un ángel familiar y bienvenido. Cuando descendía ladera abajo por la capital desaforada y por el gris recinto universitario de la Universidad Amir Kabir, donde Hashemi se apresuraba para llegar a la reunión, Irán estaba sumido en el tumulto, a media revolución, atrapado en una pugna entre el presente y el pasado. Altas grúas se erguían como pájaros esqueléticos a intervalos irregulares sobre el perfil bajo de la ciudad, centinelas severos estaban varados en las obras con el cambio violento del clima político. La lluvia fina ennegrecía ligeramente el cemento y manchaba de polvo los canales llamados jubes que a ambos lados de todas las calles se desplegaban como venas. La humedad ponía un halo al resplandor de las farolas.
En teoría Hashemi estaba en el tercer curso de física, pero en su caso, como en el de muchos universitarios de Teherán, la política de la calle había sustituido el estudio. No había asistido a clase desde el inicio del levantamiento, hacía más de un año. Eran tiempos emocionantes para los iraníes jóvenes, situados a la vanguardia del cambio. Tenían la sensación de estar moldeando no sólo sus futuros individuales sino el de su país y el del mundo. Habían derrocado a un tirano. Les guiaba el destino o, al entender de Hashemi, la voluntad de Alá. La consigna que circulaba en el recinto universitario era: «¡Ya nos hemos ocupado del sha, y el próximo es Estados Unidos!».
Pocos de los estudiantes del aproximadamente centenar que aquella mañana llegaban a la Facultad de Mecánica Amir Kabir procedentes de campus de toda la ciudad sabían por qué se reunían. Se había planeado algo grande, pero sólo lo conocían los dirigentes activistas como Hashemi. Poco después de las seis, en pie ante una sala abarrotada y ansiosa, extendió sobre una larga mesa esbozos de la embajada estadounidense, esquemas toscos del complejo de la embajada situada a unas pocas manzanas al oeste. Hacía más de una semana que él junto a otros observaban el objetivo, desde los tejados de edificios altos de las calles laterales, desde la parte superior de autobuses de dos pisos que circulaban por la Avenida Takht-e-Jamshid que discurría por delante o cuando esperaban en las largas .las que se formaban ante el consulado de la embajada abierto recientemente. Los dibujos mostraban las diversas puertas, puestos de guardia y edificios, entre los que destacaban el de la cancillería (principal edificio de oficinas de la embajada), el consulado con forma de búnker y la espaciosa mansión blanca de dos pisos que era la residencia del embajador estadounidense. Un murmullo de satisfacción y entusiasmo se extendió entre la multitud cuando Hashemi anunció que iban a sitiar el lugar.

Visto con cierta distancia, todo aquello era de esperar. Una embajada norteamericana en marcha en el corazón de la capital del Irán revolucionario era difícil de tolerar para una ciudadanía excitada. Tenía que desaparecer. Era un símbolo de todo cuanto la naciente agitación detestaba y temía. Que Washington hubiera subestimado el peligro era tan sólo una parte de un error más grave: no había previsto la creciente amenaza para Mohammad Reza Pahlavi, su aliado en la Guerra Fría desde hacía tiempo, el sha vilipendiado que había marchado al exilio. Un análisis de la CIA de agosto de 1978, apenas seis meses anterior a la huida de Pahlavi de Irán, concluía que el país «no se halla en una situación revolucionaria, ni siquiera prerrevolucionaria». Un año y una revolución después, Estados Unidos seguía subestimando el poder y la visión de los mulás que la impulsaban. Al igual que la mayoría de los grandes puntos de inflexión de la historia, era evidente y sin embargo nadie lo vio llegar.
La captura de la embajada estadounidense en Teherán dejó entrever algo nuevo y desconcertante. Era la primera batalla en la guerra de Estados Unidos contra el islam militante, un conflicto que acabaría implicando a gran parte del mundo. La revolución iraní no era sólo una lucha nacional por el poder; había tocado un océano subterráneo
de indignación islamista durante medio siglo. Los pueblos tradicionales de Oriente Medio y Próximo, poseedores de gran parte de las reservas de petróleo mundiales, habían sido considerados como poco más que peones valiosos en una rivalidad mundial entre la democracia capitalista y la dictadura comunista. En los Estados árabes, Estados Unidos había apoyado resueltamente a regímenes suníes conservadores, y en Irán a Pahlavi, que era un baluarte contra el expansionismo soviético en la región. Al parecer de las dos grandes potencias, la Guerra Fría determinaría la forma del mundo; todas las demás perspectivas, las del llamado Tercer Mundo, no contaban para nada o sólo importaban en la medida en que tuvieran alguna repercusión en la pugna principal. En las mezquitas y madrasas de Oriente Medio se alimentaba la visión, cada vez más extendida a pesar de que en el mundo occidental y aun muchos árabes y persas ricos e instruidos la desatendieran y consideraran pintoresca y desfasada, de que entre las grandes potencias no había demasiadas diferencias. Ambas eran infieles, explotadoras impías que arrancaban siglos de tradición y pisoteaban tierra sagrada en su irresponsable persecución de riquezas y poder. Eran demonios idénticos de la modernidad. La alternativa islamista que presentaban era un antiguo giro de un conocido tema del siglo XX: totalitarismo arraigado en la revelación divina. Serían necesarios muchos años para que se advirtiera con claridad el fenómeno, pero la ocupación de la embajada en Teherán ya lo apuntaba en un momento temprano. Era la primera vez que Estados Unidos se oiría llamar el «Gran Satán».
¿Cómo y por qué sucedió? ¿Quiénes eran los manifestantes iraníes que se congregaron aquel día en torno a la embajada y qué se proponían? ¿Qué poderes tenían detrás, que tanto prescindían de los privilegios consagrados de la diplomacia internacional? ¿Cuáles eran sus razones? ¿Por qué Estados Unidos no lo previó y mostró una incapacidad de reacción tan engorrosa? ¿Hasta qué punto estaban justificados los temores iraníes que lo motivaron? ¿Cómo llegó a suceder que uno de los éxitos de la libertad y la tecnología occidentales, los medios de información verdaderamente globales, se convirtiera en instrumento del programa islamista, centrara la atención del mundo en cincuenta y dos diplomáticos indefensos y cautivos y se apropiara de la agenda política de Estados Unidos durante más de un año, con lo que contribuyó a la caída de la presidencia de Jimmy Carter y a la implantación como poder estable en Irán de un régimen fundamentalista radical?
La embajada estadounidense en Teherán se hallaba detrás de altos muros de ladrillo a mitad de la poderosa cuesta de la ciudad, donde el terreno se aplanaba en kilómetros de barrios pobres marrones y bajos y, más allá, el desierto de sal de Dasht-e Kavir que se extendía hasta el horizonte. El interior del complejo era un recinto parecido a un parque, un oasis de 11 hectáreas verdes en un brumoso mundo de cemento y ladrillo. Su edificio principal, la cancillería, bañado en aquel momento en la niebla arremolinada del ángel del agua, estaba a unos quince metros detrás de la entrada principal, una estructura que ocupaba manzanas y tenía dos pisos de altura construido según el señorial modernismo que caracteriza los edificios públicos estadounidenses de mediados de siglo pasado. Tenía el aspecto de un gran instituto estadounidense, y por eso años atrás la habían apodado «Insti Henderson», en honor de Loy W. Henderson, el primer embajador norteamericano que la utilizó a principios de los cincuenta. Esparcidos bajo un pinar detrás de la cancillería estaban los nuevos edificios de cemento de la embajada, así como la blanca residencia del embajador (una estructura de dos pisos dotada de un balcón en la planta de arriba que recorría toda su circunferencia), una residencia menor para el segundo de la embajada, un almacén, un gran comedor, un pequeño edificio de oficinas, un aparcamiento con los vehículos de la embajada y una fila de cuatro casitas pequeñas y amarillas para el personal. Había pistas de tenis, una piscina y un centro de recepciones anexo.
Al crearse la embajada, más de cuatro décadas atrás, Teherán era distinto, más parecido a un pueblo que a una ciudad. Estados Unidos no era por aquel entonces más que una de muchas potencias extranjeras con misiones diplomáticas en Irán. Ante la cancillería había una valla de madera baja y decorativa que permitía ver sin obstáculos los hermosos jardines de Takht-e-Jamshid, a la sazón una tranquila calle lateral, empedrada con adoquines. En aquel tiempo, la apertura de la nueva embajada y la distancia que la separaba de la hilera de embajadas principales de la concurrida Avenida Ferdowsi reforzaba la imagen de que Estados Unidos era una potencia occidental distinta que no abrigaba ambiciones imperiales.
En los años que habían transcurrido desde entonces, Teherán se había transformado en una ciudad ruidosa y poblada, un embrollo insulso, sin gracia ni planificación de humanidad apresurada que discurría a diario en grandes riadas de coches a lo largo de anodinos kilómetros de edificios bajos, marrón claro y gris, de dos y tres pisos semejantes a cajas. Los pintorescos adoquines de Takht-e-Jamshid se habían colocado tiempo atrás y la avenida se había ensanchado. De día estaba congestionada de coches, motocicletas y autobuses. La entrada principal de la embajada, la Puerta Roosevelt, debía su nombre a Franklin D. Roosevelt, cuyo primo lejano Kermit Roosevelt, agente de la CIA y nieto de Theodore, había participado en la concepción del golpe de Estado de 1953 que había derribado un Gobierno iraní elegido y lo había sustituido por el sha. En el momento de producirse, el golpe había contado con el respaldo de iraníes poderosos y fue celebrado por muchos en el país, pero ya se lo tenía sencillamente por una escabrosa maniobra norteamericana, un nuevo ejemplo de ingerencia cínica de la CIA en el Tercer Mundo.
En otoño de 1979, tras el primer momento de la revolución, la antigua embajada se había convertido en una provocación. Estaba amarrada como un acorazado enemigo a un tiro de piedra de la calle, como se había demostrado varias veces. Para un país que experimentaba un fervor islamista, nacionalista y cada vez más antinorteamericano, aquella presencia ostentosa y central en la capital era un dedo permanente en la llaga. En tiempos recientes la mayor parte del hostigamiento había sido relativamente de poca monta. Los muros que rodeaban el Insti Henderson y su recinto estaban cubiertos de insultos y consignas revolucionarias y estaban coronados por un metro de barras de acero curvas y acabadas en punta. Pocos días antes una banda de jóvenes se había infiltrado en el complejo y habían sido atrapados cuando trepaban por el palo mayor ante la cancillería para arriar la bandera estadounidense.
Los marines habían untado el palo con aceite. Como defensa contra las piedras y algún disparo de gente que pasaba en motocicleta, se habían revestido todas las ventanas que daban a la parte delantera con paneles de plástico a prueba de balas y sacos de arena. La cancillería parecía un fortín.
Si bien los norteamericanos del interior entendían que tales cambios eran puramente defensivos, la imagen que ofrecían alentaba mucho la desconfianza. La embajada era una avanzada enemiga detrás de las líneas de la revolución. Washington había sido la fuerza impulsora del Gobierno del sha, y el derrocamiento de la monarquía se había debido en gran medida al deseo de acabar con una fidelidad de décadas al Tío Sam. Pero la embajada seguía en pie. Los iraníes que respaldaban a Estados Unidos —y quedaban muchos todavía en las prósperas clases media y alta— rezaban para que su presencia obstinada significara que el juego seguía abierto, que el mundo libre no les iba a abandonar a los clérigos barbudos. Pero se trataba de una minoría acuciada por problemas y peligros. Para la agitada mayoría de iraníes, encendida por el sueño de una sociedad completamente islamista, la embajada constituía una amenaza. Sin duda los arquitectos del mal agazapados detrás de aquellos muros tramaban día y noche. ¿Qué sucedía dentro? ¿Qué intrigas urdían los demonios que entraban y salían por sus puertas? ¿Por qué nadie acababa con aquello?

¿Dispararían los marines?

Aquella mañana ya había en marcha una gran manifestación, en lo que se había proclamado el Día Nacional de los Estudiantes, en honor de los manifestantes universitarios que habían muerto por el fuego de la policía del sha el año anterior. La cifra de los asesinados se había exagerado desmesuradamente, de unas veintenas a «miles», lo cual satisfacía la obsesión del islam shií con el martirio. Además de honrar a los estudiantes masacrados, también se había decretado aquel domingo lluvioso como día oficial de duelo por más de cuarenta pasdoram, guardias revolucionarios, muertos en un enfrentamiento con los separatistas kurdos la semana anterior. Miles de personas saldrían a las calles. Hashemi y los demás planeaban lanzar el ataque sorpresa desde el interior del grupo más numeroso.
En pie ante una sala abarrotada, explicó que los asaltantes se dividirían en cinco grupos, uno para cada edificio mayor de la embajada. La ofensiva inicial se produciría por la Puerta Roosevelt. La policía local no intervendría —se había logrado discretamente su colaboración—, pero no había manera de saber qué harían los norteamericanos. Si abrían fuego, los cuerpos de los mártires de primera .la serían trasladados hacia la multitud y llevados en alto por las calles, lo cual había de encender los ánimos con toda seguridad. Al finalizar la sesión de planificación, los estudiantes circularon por la ciudad hacia el punto de encuentro, la esquina de Takht-e-Jamshid y la calle Bahar, varias manzanas al oeste de la embajada. Miles de manifestantes ya habían empezado a juntarse, llegaban en grupos de dos y de tres, en coches y a pie.
El plan era obra de una docena de jóvenes activistas islamistas, representantes de las principales universidades de Teherán, que habían constituido sólo semanas antes una asociación que se hacía llamar Estudiantes Musulmanes Seguidores de la Línea del Imam, para distinguirse de las facciones cuyos programas se apartaban de las enseñanzas del imam Ruhollá Jomeini. Hashemi era hijo de un clérigo de Isfahan y se había criado en las tradiciones devotas del islam shií. A diferencia de las demás grandes universidades de la ciudad, Amir Kabir era estrictamente islamista. Las clases se impartían como si los profesores y los alumnos estuvieran en una mezquita, y la oración era una parte fundamental de todos los días y noches. Las estudiantes ataviadas con largas vestiduras no hablaban a ningún hombre que no perteneciera a su familia a menos que la situación lo exigiera, como por ejemplo los trabajos en el laboratorio. Si los marxistas y otras formaciones de izquierdas tendían a dominar los recintos universitarios mayores y más seculares como la Universidad de Teherán, donde los estudiantes religiosos seguían siendo una minoría poco apreciada, Amir Kabir era conocido como centro de radicales islamistas, jóvenes estrechamente aliados a Jomeini y a la nueva clase dominante de los mulás.
Todos los hombres pertenecientes a las organizaciones islámicas se llamaban «hermano», pero Hashemi formaba parte de un círculo interno más pequeño y militante llamado la Hermandad: «hermanos que eran más hermanos que los demás», según explicaría más adelante uno de ellos. La mayoría de los reclutados para la operación de la embajada eran simples estudiantes, pero los de la Hermandad eran algo más. Acabarían por formar el núcleo del nuevo ministerio de espionaje iraní. Iban siempre armados y tenían contactos con el poderoso clero y con funcionarios de alto grado de la policía y del Gobierno provisional que veían con buenos ojos sus objetivos políticos. Hashemi no se contaba entre los instigadores del plan para tomar la embajada estadounidense aquel día, pero cuando tales planes estuvieron hechos fue naturalmente uno de los primeros a quienes se acudió.
Habían concebido el plan tres jóvenes: Ibrahim Asgharzadeh, estudiante de ingeniería de la Universidad Sanati Sharif; Moshen Mirdamadi, de la Universidad Amir Kabir, y Habibullá Bitaraf, de la Universidad Técnica. Asgharzadeh había sido el primero en proponerlo. Irrumpirían en la abominada embajada estadounidense, símbolo de la dominación imperial de Occidente en Irán, la ocuparían durante tres días y desde ella emitirían una serie de comunicados que expondrían los motivos de queja de Irán contra Estados Unidos, comenzando por el derrocamiento de Mohammed Mossadeq en 1953 y las décadas de apoyo al sha, contra el que pesaba una orden de captura en Irán por la acusación de saquear el tesoro de la nación y torturar y matar a miles de personas. Los designios imperialistas estadounidenses no habían concluido cuando el sha había huido del país el febrero anterior. Recientemente se le había permitido al tirano criminal la entrada en Estados Unidos con el pretexto de necesitar tratamiento médico, y se había refugiado en el país junto con la fortuna robada. Estados Unidos promovía la oposición política al imam, instigaba alzamientos étnicos en los diversos enclaves que formaban las zonas fronterizas del país y acababa de iniciar una colaboración secreta con el Gobierno provisional para socavar la revolución. Un encuentro clandestino en Argelia entre miembros seglares del Gobierno provisional y el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca Zbigniew Brzezinski había salido a la luz pública en Teherán con efectos tremendos. Todo ello no podía significar más que una sola cosa a ojos de los estudiantes: Estados Unidos estaba decidido a retener su colonia y retornar al sha al trono. El peligro era acuciante. El Gobierno provisional se había vendido: no era más que una pandilla de ancianos aliados a la decadencia occidental que se habían propuesto sofocar el ardor del levantamiento islamista. La revolución había enseñado a los estudiantes que esperar acontecimientos era una locura. Habían visto los frutos de la acción decidida y directa. La toma de la embajada frenaría la trama norteamericana y obligaría al Gobierno provisional a mostrar sus cartas. Cualquier acción contra los heroicos ocupantes de la embajada dejaría en evidencia al primer ministro Mehdi Bazargan y a su Administración como títeres de Estados Unidos. Los estudiantes creían que, si no se apresuraban a ponerlo en evidencia y su Gobierno capeaba su primer año, Estados Unidos volvería a tener el dominio de Irán, y su sueño de un cambio general y verdaderamente revolucionario moriría.
Cuando Asgharzadeh propuso la acción dos semanas antes en una reunión de un grupo activista que aglutinaba a varias facciones, llamado Reforcemos la Unidad, topó con la oposición de dos estudiantes, Mahmoud Ahmadinejad, de la Universidad Tarbiat Modarres, y Mohammed Ali Seyyedinejad, de la Universidad Elm-o-Sanat. Ambos eran partidarios de dirigirse contra la embajada soviética. Asgharzadeh, Mirdamadi y Bitaraf habían votado en contra de esta idea y a continuación habían ampliado la célula de plani.cación invitando a activistas de varias escuelas locales, como Hashemi, Abbas Abdi, Reza Siafullahi y Mohammad Naimipoor, todos jóvenes experimentados en las manifestaciones callejeras y en su organización. La Hermandad estaba compuesta por estudiantes y miembros de los servicios de espionaje recientemente creados. Todos ellos, incluyendo a Ahmadinejad y Seyyedinejad, acabaron por integrarse en la toma de la embajada estadounidense. Todos estaban comprometidos con un Estado islámico formal y tenían vínculos, algunos familiares, con la estructura de poder clerical que rodeaba a Jomeini. Varios de ellos, incluyendo a Asgharzadeh, habían tenido una relación estrecha con la mezquita Keramat, base de operaciones del ayatolá Ali Jamenei, uno de los clérigos jóvenes más poderosos del país (y el hombre que en última instancia sucedería a Jomeini como máximo dirigente). La revolución estaba cobrando la forma de una lucha entre nacionalistas de izquierdas partidarios de una democracia secular al estilo socialista y jóvenes islamistas como éstos que querían algo que el mundo todavía no había visto, una República Islámica.
Las ideas del mulá sobre Irán y el mundo habían confluido a lo largo de los años anteriores con el idealismo ingenuo de estudiantes como éstos para crear una visión única y fuerte. Los escritos prohibidos del filósofo-activista Ali Shariati habían circulado clandestinamente durante años por los recintos universitarios de Irán, y habían encendido la imaginación y el orgullo nacional de los estudiantes que soñaban con crear un nuevo tipo de Estado iraní y de ocupar el centro de la escena en la maravillosa «revolución» de la juventud mundial que estallaba en América y Europa. Shariati había adoptado la retórica izquierdista de la época sin promocionar a la Unión Soviética y consideraba el capitalismo un mal fundamental. Veía en el islam una tercera vía hacia la utopía, una vía que no era comunista ni capitalista sino que se fundaba en principios «auténticos» y divinos. Los filósofos advertían en el materialismo occidental la mayor amenaza para la pureza del Estado islámico, y sus escritos habían engendrado toda una escuela de pensamiento que interpretaba las libertades y los excesos de Estados Unidos y Europa occidental como un ardid para atrapar a los virtuosos y esclavizar al mundo en un infierno capitalista e impío. Shariati no tenía en buen concepto a la clase dirigente clerical de Irán, y gran parte de sus escritos eran críticas a los mulás viejos como Jomeini, pero en el ardor de la revolución estas diferencias habían caído en el olvido. La idea de la tercera vía, arraigada en la rica historia de la fe shií, encajaba en la mayoría de puntos con la visión de los mulás. Los clérigos llevaban una existencia enclaustrada; su conocimiento de la historia y de los acontecimientos contemporáneos se basaba exclusivamente en la ideología del Corán, del siglo VII y prerrenacentista. El suyo era un mundo suspendido en una lucha eterna entre el bien y el mal, donde ninguno de los dos era sólo un concepto abstracto. Para los devotos, Alá vivía en el mundo al igual que Satán, que tenía poderes de engaño sobrehumanos y una fuerza implacable. Sólo una superpotencia respondía a esta descripción, y era el monstruo impío, mercantil y artero llamado Estados Unidos de América. Para ellos, se trataba literalmente de la encarnación del mal, el Gran Satán y su enemigo definitivo. Activistas jóvenes como Asgharzadeh, Mirdamadi y los demás eran de los más brillantes de su generación —había una competencia feroz por las plazas de las universidades de Teherán—, y muchos habían descollado en matemáticas, ingeniería y ciencia. Pocos habían viajado o leído demasiado. Era fácil que vieran la embajada estadounidense detrás de sus altos muros como, simple y
llanamente, la fuente de todos los males.
En las sesiones que habían mantenido la semana anterior en Amir Kabir, habían dividido las tareas en seis comisiones: Documentos, Operaciones, Relaciones Públicas, Logística, Control de Rehenes e Información. Necesitarían unos cuatrocientos estudiantes para llevar a cabo el asalto y miles más que les prestaran ayuda desde fuera del recinto de la embajada. Se hicieron preparativos para alimentar a los ocupantes y los rehenes durante tres días. Otros se ocupaban de la organización de manifestaciones masivas en apoyo al sitio por las calles que rodeaban la embajada. Teniendo en cuenta el antinorteamericanismo que predominaba en Teherán, uno de los mayores temores del grupo era que los sectores de la oposición se enteraran del proyecto y lo ejecutaran antes lo asumieran el control de la manifestación cuando hubiera empezado y enturbiaran el mensaje político que se pretendía transmitir; les preocupaban sobre todo las facciones izquierditas militantes y bien organizadas como Mujahedin-e Khalgh y Fadaeian-e Khalg. Sabían que el Gobierno provisional actuaría contra ellos si podía, de modo que era fundamental que desde el principio se les reconociera como una organización estrictamente islámica, leal a Jomeini; por eso habían dado con el nombre de Estudiantes Musulmanes Seguidores de la Línea del Imam: para dejar bien clara su lealtad. Al principio era sólo Estudiantes Seguidores de la Línea del Imam, pero después decidieron añadir «Musulmanes» para distinguir su grupo de los más seculares que también profesaban lealtad a Jomeini, especialmente el bien organizado partido Tudeh comunista. A fin de poner de manifiesto su afiliación el día de la toma, instituyeron una comisión para copiar una fotografía de su referente, el inquietante imam de barba blanca, y preparar pancartas plastificadas que llevarían colgadas del cuello con un trozo de cuerda. En todas las fotos había escrito «Estudiantes Musulmanes Seguidores de la Línea del Imam», y se hicieron brazaletes con la máxima «Alahuakbar» (‘Dios es grande’) y un retrato del imam. Esto también les ayudaría a reconocerse en la confusión de las primeras horas. A Hashemi se le había encomendado la planificación del ataque. Calculó que en la embajada trabajarían unos cien norteamericanos. Una de las subcomisiones había preparado tiras de tela para atar y vendar los ojos a esa cantidad de gente.
Los organizadores también habían enviado a varios miembros a advertir por adelantado a un miembro de la Asamblea de Expertos, el órgano encargado de redactar la nueva constitución de Irán, y cuatro dirigentes estudiantiles más, Bitaraf, Mirdamadi, Siafullahi y Asgharzadeh, habían visitado a Mousavi Joeniha, un clérigo radical joven y de barba negra cuyas prédicas admiraban. Joeniha, hombre menudo que hablaba con moderación fuera del púlpito, estaba bastante a la izquierda de la clase dirigente de los mulás conservadores y gozaba de muchas simpatías en las organizaciones de jóvenes islamistas universitarios que compartían su actitud más libre e interpretativa respecto a la doctrina coránica. Joeniha aprobó de inmediato la idea de la toma. Convino con los organizadores acerca de la necesidad de desbaratar las prácticas diabólicas que se desarrollaban dentro de la embajada estadounidense así como de romper sus vínculos cada vez menos secretos con el Gobierno provisional. El joven clérigo veía con claridad que ocupar la embajada supondría también una gran presión sobre el primer ministro Bazargan y su Gobierno. Se verían obligados a proteger a sus amigos americanos. Pero si se tomaba correctamente la embajada, y lo hacía un grupo de jóvenes considerados píos y pacíficos aliados de Jomeini, a Barzagan le resultaría literalmente imposible actuar sin una orden del propio imam. Los organizadores le pidieron que expusiera el plan a Jomeini, pero el mulá radical se opuso a la idea. ¿Por qué pedir permiso? En los años que había llevado construir un movimiento contra el sha, los estudiantes y los clérigos más radicales habían logrado presionar muchas veces a los mulás más poderosos y moderados simplemente a fuerza de actuar sin hacer preguntas. A Jomeini le interesaba proteger al Gobierno provisional, que al fin y al cabo había nombrado él. Pedirle que aprobara una acción que podía derrocarlo podía suscitar una negativa. Pero si la embajada era ocupada por quienes se declaraban seguidores suyos, y en torno al muro se congregaba una gran multitud que los jaleaba, resultaría muy difícil oponerse, tal vez incluso imposible, aun para el imam, cosa que paralizaría a Bazargan y a su Administración traidora.
Los estudiantes también se habían procurado el apoyo de los Guardas Revolucionarios a través de Mohsen Razaee, uno de los jóvenes dirigentes de aquella organización —al cabo de dos años pasaría a dirigirla —. Contando con el discreto respaldo de la policía y de Razaee, confiaban en que ninguna autoridad les expulsaría del recinto antes de que pudieran reducir a los norteamericanos y emitir una declaración. Todos los implicados sabían que podía ser un momento decisivo en la revolución. Si Jomeini condenaba la toma y ordenaba que los estudiantes abandonaran la embajada, mostraría su firme respaldo al Gobierno provisional y probablemente significaría que la clase dirigente clerical no tendría un control directo del Estado. Si apoyaba la ocupación, probablemente causaría el derrumbe de la Administración de Bazargan y de las esperanzas de quienes preferían al menos cierta separación entre Iglesia y Estado. Para los estudiantes, lo primero equivalía nada menos que a la derrota total, puesto que consideraban a Bazargan un colaborador de Estados Unidos. Sentían el peso de la historia y veían una oportunidad de cambiar el mundo.
Días después de la concepción del plan, Jomeini pronunció un discurso en que instaba a «todos los estudiantes de escuela primaria, universitarios y de teología a incrementar los ataques contra Estados Unidos». Asgharzadeh pensó al principio que el imam se había enterado del plan y daba muestras de su apoyo. Estaba eufórico, pero después le sorprendió y decepcionó saber por Joeniha que no se había consultado al imam y que éste no sabía nada del plan de ocupación. Los comentarios podían ser una coincidencia, pero sin duda sugerían que Jomeini respaldaría el asalto.
Y el día de los hechos, mientras se desplazaba entre la muchedumbre a pocas manzanas de la embajada, Hashemi se daba cuenta de que todas las piezas iban encajando según lo previsto. Él sería uno de los primeros en franquear las puertas. Abbas Abdi llevaba un altavoz con el que pronunciaría la orden de empezar. Asgharzadeh también estaba allí. Se quedaría rezagado y trataría de confirmar que todos los que entraran fueran miembros de su grupo y que acto seguido las puertas se cerraran detrás de ellos: si habían de mantener el control sobre la acción tenían que impedir la penetración de organizaciones políticas rivales. Mohammad Naimipoor hizo que el nutrido grupo de manifestantes que se le había asignado formara un gigantesco círculo humano en torno a la cancillería. Algunas mujeres cubiertas con chador llevaban bajo la ropa tenazas para los cerrojos y las cadenas de las puertas, así como cadenas y cerrojos de repuesto con que cerrar las puertas cuando las hubieran franqueado. Además de las fotografías plastificadas y los brazaletes, todos llevaban tarjetas identificadoras de su organización. Algunos llevaban las tiras de ropa para atar y vendar los ojos a los cautivos norteamericanos. Era a la vez emocionante y sobrecogedor. Muchos vieron en la fina lluvia de Aban que cayó aquella mañana una aprobación celestial, un símbolo de que Irán se purificaba, se lavaba de su relación con el Gran Satán.
El arma que Hashemi llevaba oculta era más para enfrentarse a facciones rivales que con los norteamericanos. Una breve toma de la embajada en febrero había culminado en tiroteos entre milicias rivales. Los estudiantes habían decidido que el asalto sería completamente pacífico. No harían daño alguno a los norteamericanos, aunque éstos abrieran fuego. Pero también era posible que la situación se desmadrara. ¿Dispararían los marines? Si lo hacían y los cuerpos ensangrentados de los mártires eran transferidos a la multitud, ¿qué sucedería a continuación?

La reunión matutina

Mientras avanzaba por el amplio corredor que cruzaba de extremo a extremo el segundo piso de la cancillería, John Limbert planificaba el día con la esperanza de reservar una hora para irse a cortar el pelo. Se dirigía a la reunión que daba inicio oficialmente a todas las jornadas de la embajada. Subsecretario de la sección política, la semana anterior había viajado por el sur de Irán y se le había ocurrido que el abundante pelo castaño, que ya le cubría la punta de las orejas, debía de parecer bastante greñudo.
De costumbre Limbert no asistía a la reunión matutina, que presidía el embajador en funciones, Bruce Laingen, encargado de negocios, y en la que estaban presentes varios directores de departamentos de la embajada. Aquel día le habían invitado en representación de su jefa, la primera secretaria política Ann Swift, que iba a llegar tarde. Todo el mundo estaba ansioso por tener noticias de su viaje por las ciudades de Abadan y Shiraz. Limbert era un ambicioso funcionario del cuerpo diplomático, pero no tenía nada de agresivo ni brusco. Era un hombre ágil y afable de rostro estrecho y una nariz tan ancha, crudamente bordeada por gafas de montura negra encima y por un poblado bigote castaño debajo, que dominaba la cara. Detrás de unas lentes elegantes y algo tintadas estaban los ojos traviesos de un alma intensamente curiosa y amante de las diversiones. El corte suelto del traje anunciaba que en los últimos años había residido gran parte del tiempo fuera de Estados Unidos. Aquella misión en Irán le iba como anillo al dedo, puesto que estaba especialmente preparado para ella. Llevaba años en el país, primero en la misión de paz y después como profesor dedicado a su doctorado en estudios de Oriente Medio, y hablaba farsi tan bien que cuando llevaba ropa del país le tomaban por iraní. Aquello no era necesariamente positivo en una embajada norteamericana, donde imperaba una desconfianza institucional hacia los funcionarios del servicio diplomático que se habían «vuelto nativos», pero Irán había cobrado de repente la mayor importancia en Washington, y no era fácil reunir el conjunto de conocimientos y experiencia de Limbert. Sólo llevaba unos meses en el puesto y todavía era consciente de la necesidad de crear una buena impresión. Lamentó no haber ido antes a cortarse el pelo.
Limbert era uno de los dos funcionarios políticos que trabajaban con Swift. El otro era Michael Metrinko, a quien Limbert había conocido antes de aquel destino. Metrinko había aprendido farsi en parte gracias a la mujer iraní de Limbert, Parvaneh, quien le había dado lecciones cuando él era voluntario de la Misión de Paz, y le tenía por el mejor alumno que había tenido. Junto con el director de la sección, Victor Tomseth, que también era el subjefe de la embajada en funciones, los tres eran de los muy pocos expertos en Irán que había en el Departamento de Estado capaces de hablar con soltura en farsi. Con los años que llevaban en el país y sus conocimientos lingüísticos, eran fuentes de información muy apreciadas en la embajada, que incluso en los niveles más altos estaba llena de recién llegados. Limbert, Tomseth y Metrinko contrastaban de modo muy marcado con la sección de la CIA formada por tres hombres que no hablaban farsi y cuya experiencia conjunta en Irán no alcanzaba los cinco meses. Aquello era una ocasión de lucimiento para los tres. Como podían leer los diarios nacionales, entendían los programas de radio y televisión y eran capaces de hablar con un amplio abanico de iraníes, eran los únicos que estaban de veras integrados en el país.
La reunión matutina se celebró en torno a una larga mesa en «La Burbuja», una sala extraña con paredes de plástico transparente, un recinto hermético dentro de una sala normal en la parte delantera del segundo piso de la cancillería concebido para evitar escuchas electrónicas. El plástico transparente aislaba el espacio e impedía el ocultamiento de aparatos de escucha en las paredes, el suelo y el techo. En el extremo de la mesa, el encargado de negocios robusto, atlético y bronceado se sentía optimista, como era norma en él. Crecido en una granja de Minnesota, Laingen había conservado el aspecto juvenil hasta bien entrada la mediana edad, con los dispersos mechones de cabello moreno que le caían desordenadamente por la frente. Laingen estaba en Teherán desde junio, enviado repentinamente a llenar el puesto vacante después de que el nuevo régimen hubiera rechazado sumariamente a Walter Cutler, el hombre al que el presidente Carter había nombrado embajador. No se había nombrado un nuevo embajador, de modo que Laingen era el funcionario de más alto rango en Teherán. No era un experto en Irán, pero había trabajado en la ciudad hacía más de un cuarto de siglo, cuando era un joven diplomático en la época emocionante que siguió al legendario golpe de Estado de Kermit Roosevelt, período en que había aprendido el suficiente farsi como para mantener conversaciones sencillas. Laingen no tenía tanta facilidad para las lenguas como algunos miembros de su personal. Se le había encomendado iniciar conversaciones con los nuevos gobernantes del país para convencerles de que su denostado Estados Unidos, a pesar de los estrechos vínculos con la monarquía derrocada, estaba dispuesto a aceptar el nuevo Irán. Consideraba que buena parte de su trabajo consistía en infundir confianza y alegría a aquella pequeña comunidad norteamericana, reducida a una parte del tamaño que debería tener después de que se retornara a Estados Unidos al personal no imprescindible y a los parientes de los que se quedaron. Un dirigente más cauto tal vez habría dedicado más tiempo a prepararse para lo peor, a destruir archivos y a seguir reduciendo personal, pero Laingen tendía por naturaleza hacia la esperanza; creía que las cosas iban a mejor y retornaban a la normalidad. No escatimaba esfuerzos para aumentar la moral, organizaba eventos sociales para los trabajadores de la embajada, como un torneo de tenis contra otras embajadas y partidos de softball, e incluso había permitido cierta relajación de las restricciones de seguridad: había aprobado, por ejemplo, la apertura de un nuevo club de copas para los marines en el bloque de pisos que ocupaban al lado del recinto de la embajada, lo cual, teniendo en cuenta que la revolución aborrecía el alcohol, podría haberse considerado una provocación innecesaria. Sus iniciativas estaban dando fruto. El estado de ánimo en la embajada había mejorado notoriamente desde su llegada, y Laingen era apreciado por igual entre colaboradores y subordinados. Y aunque algunos creían que su visión optimista se debía a ver las cosas de color de rosa, incluso los escépticos tenían que reconocer que había signos esperanzadores. A pesar de los torrentes diarios de hostilidad retórica, los poderes revolucionarios habían ahuyentado al grupo que había invadido y ocupado brevemente la embajada en febrero y habían colaborado en la construcción del nuevo consulado del complejo, una moderna estructura de cemento concebida para atender con mayor eficiencia a los miles de iraníes que solicitaban visados y que seguían formando filas a diario ante la embajada, votando con los pies. Jomeini había llamado recientemente a aquellos iraníes deseosos de marchar a Occidente «traidores» y «cerebros podridos amantes de Estados Unidos que hay que eliminar del país». Vitriolo como éste y el reciente apoyo del imam a los «ataques» a Estados Unidos se habían vuelto tan habituales que ya no causaban alarma. Se los tenía por el clima habitual. John Graves, el exuberante jefe de la Agencia de Información norteamericana, había enviado un telegrama a Washington aquella semana en que comunicaba que los ánimos en Teherán habían mejorado lo bastante como para reemprender el programa y aumentar el personal. Laingen había llegado al extremo de recomendar el permiso para algunos parientes de trabajadores de la embajada de retornar a Teherán, analizándolo caso por caso.
La decisión de permitir al sha que volara a Nueva York para someterse a un tratamiento de cáncer amenazaba con dar al traste con todo. En una reunión mantenida semanas antes con el ministro de Asuntos Exteriores Ibrahim Yazdi a fin de informarle de que se iba a admitir al sha en Estados Unidos, Yazdi había prometido hacer lo que pudiera para proteger la embajada, pero le había advertido que sería tarea ardua: dudaba de poderla cumplir. En un telegrama equívoco que había mandado a Washington a finales de septiembre, Laingen predecía que aquella acción sería un revés, pero apenas sugería que pudiera significar graves problemas para la embajada. Había descrito una mejora general en las relaciones entre Estados Unidos e Irán —lo cual era una valoración muy optimista—, aunque admitía que el proceso era lento. «Todavía no es lo bastante sustancial para capear sin apuros el impacto de la entrada del sha en Estados Unidos.» Se refería al ascendiente que ejercían los clérigos, que «temo que empeora el ambiente público en relación con cualquier gesto que podamos tener hacia el sha», al que se tildaba de traidor y criminal y cuyo retorno a Irán exigía la justicia para someterlo a juicio y, presumiblemente, incluirlo en el desfile general hacia la zona de ejecución de dirigentes del régimen derribado. «Teniendo en cuenta el tipo de atmósfera y de poses públicas acerca del sha por parte de quienes controlan o influyen en la opinión pública de aquí, dudo que la enfermedad del sha pueda tener algún efecto beneficioso en el tipo de reacción de aquí.» En la frase siguiente contradecía ligeramente esta afirmación: «Probablemente nuestra posición sería más sostenible si se percibiera que le admitimos en condiciones demostrablemente humanitarias ». En otras palabras: no les gusta pero, si el asunto se lleva con habilidad, el efecto no debería ser catastrófico.
Fue uno entre varios factores que inclinaron la balanza en favor de permitir que el sha fuera a Nueva York para someterse a tratamiento quirúrgico. En octubre, Carter había sondeado a sus principales asesores acerca de la cuestión, y la mayoría se había mostrado partidaria de dejar entrar al sha.
—¿Qué me aconsejaréis si invaden nuestra embajada y toman a los nuestros como rehenes? —había preguntado el presidente. Nadie le había respondido.
De todos modos, la embajada estaba preparada para lo peor. Sólo tres días antes, temiendo manifestaciones violentas, Laingen había ordenado que todo el personal no imprescindible abandonara el complejo y había puesto en alerta a todo el contingente de marines en la embajada. Pero las protestas, que se cifraron en dos millones de personas en la cercana Universidad de Teherán, no habían causado más que algunos grafitos con espray adicionales en los muros del recinto. El viernes y el sábado (el fin de semana iraní) habían sido tranquilos, y aquel domingo por la mañana se palpaba el alivio en el edificio, la sensación de que lo peor ya había pasado.
En el momento de máximo apogeo, había habido cerca de mil trabajadores en la embajada; en aquel momento la cifra había disminuido hasta poco más de sesenta. Incluso en aquel estado de rebajas seguía siendo un órgano complejo con una gran cantidad de objetivos y tareas. Laingen y sus reducidas secciones políticas y económicas se esforzaban en proporcionar a Washington nuevas informaciones sobre el actual estado del país. El agregado de defensa y el personal de enlace con el ejército, recientemente organizado, estaban escudriñando lo que quedaba de los prolongados vínculos defensivos de ambos países, y el escaso personal de información había emprendido la ardua tarea de convencer a Irán de que Estados Unidos no era el enemigo. La sección consular se enfrentaba a una avalancha de solicitudes de visados que presentaba la considerable cantidad de iraníes a los que no había que convencer: se había empezado a crear una .la de casi medio kilómetro días antes de que el nuevo consulado abriera sus puertas aquel verano. La CIA tenía una escasa presencia en la embajada, tres agentes que trataban de entender las condiciones cambiantes y de trabar amistad con cualquiera que estuviera cerca de los nuevos centros de poder. Administrar el complejo, los edificios, los empleados, dirigir las operaciones de seguridad y el comedor de la embajada era complicado y requería un gran número de trabajadores, muchos de ellos iraníes. Había también funcionarios de Exteriores que se ocupaban de los vínculos culturales; algunos trabajaban en la sede y otros estaban esparcidos por Teherán. Era una embajada activa, como la de cualquier país grande con un amplio espectro de intereses. Los rostros que había en la sala de reuniones de Laingen representaban todas las facetas de aquella operación en marcha, profesionales serios que en algunos casos llevaban décadas trabajando en un país u otro.
Malcolm Kalp, agente de la CIA que había llegado sólo cuatro días antes, contó al grupo que se había reunido con David Rockefeller poco antes de abandonar Estados Unidos. Rockefeller era uno de aquellos ciudadanos poderosos que, junto con el ex secretario de Estado Henry Kissinger, habían presionado al presidente Carter para que admitiera al sha. Kalp contó que Rockefeller le había dicho: «Espero que no les haya causado demasiados problemas». Alrededor de la mesa de reuniones de Laingen sonó la risa de los impotentes. Era evidente que aquel grupo carecía de influencia para competir con el peso combinado de Kissinger y Rockefeller, y las tardías palabras de preocupación del segundo sonaban falsas. Pero en la sala eran pocos los resentidos. La mayoría de los destinados en Teherán, sobre todo profesionales como Limbert, Tomseth, Metrinko, el jefe del grupo de la CIA Tom Ahern y sus dos agentes, Kalp y Bill Daugherty, así como los enlaces con el ejército y asesores, aceptaban el riesgo. A algunos les movía el patriotismo, a otros la ambición, y a unos terceros, especialmente a los comunicadores y empleados de plantilla de bajo nivel del Departamento de Estado, el sueldo especial en concepto de riesgo: Teherán era un destino con un diferencial del 25 %, es decir, que se ganaba una cuarta parte más de lo habitual. Para algunos era una oportunidad para huir de un matrimonio en crisis o de obligaciones familiares demasiado onerosas. Muchos estaban en Teherán porque justamente buscaban destinos exóticos o peligrosos. La tensión despertaba el espíritu de compañerismo entre los que no se dejaban dominar por ella; hacía que el trabajo de todo el mundo pareciera mucho más decisivo y extraordinario. Pero a algunos sí que les atenazaba.
Algunos de los presentes en la sala preguntaban de vez en cuando al juvenil y musculoso Al Golacinski, el jefe de seguridad de la embajada, su parecer acerca del riesgo, mientras sopesaban si permanecer en el puesto o dimitir y largarse. Él siempre los tranquilizaba. Golacinski creía que habían capeado lo peor. A raíz de la violenta invasión de febrero, una banda de hábiles pistoleros iraníes había patrullado el complejo, pero finalmente había conseguido alejarlos. El nerviosismo no se había disipado, pero Golacinski creía que todo comenzaba a estar bajo control. Preveía que continuarían las manifestaciones y que podía haber atentados ocasionales y aislados: un diplomático alemán había sido asesinado a tiros en Teherán semanas atrás. Pero se trataba de riesgos improbables. Aseguraba personalmente a cuantos le preguntaban que no esperaba otra invasión y les recomendaba que no pensaran en ello. Para reforzar sus argumentos se preocupaba de mantener un aspecto resuelto y confiado.

Precisamente aquella mañana había evitado una posible confrontación. Un khomiteh (grupo de jóvenes armados que administraban justicia revolucionaria en el barrio) de la ciudad había elevado una protesta porque se había apartado un gran cartel con el retrato de Jomeini que había estado pegado en la Puerta Roosevelt durante la gran manifestación. Golacinski había distendido el encuentro al localizar el cartel, que se había llevado el capitán de fragata de la Marina Donald Sharer, a quien le había parecido que quedaría bien en una pared del nuevo bar de los marines. Golacinski lo había devuelto y había obtenido la promesa de que no lo volverían a fijar en un lugar donde perjudicara la visión de los guardias de la embajada. Lo contó en la reunión matutina para demostrar que, si se sabían manejar, los enfrentamientos podían resolverse de modo pacífico.
A continuación Limbert habló de su viaje al sur y se comprometió a presentar un informe escrito más completo, y el debate se centró en la manifestación del «Día de los Estudiantes» programada para aquella mañana. Algunos de los circunstantes opinaban que aquel día había que cerrar la embajada para evitar problemas, otros se mostraron en contra. Tomseth quería mantener la embajada abierta:
—Si cerráramos la embajada cada vez que hubiera una manifestación en Teherán, la cerraríamos casi todos los días —dijo.
Esta opinión prevaleció. Se sopesó hacerse eco del día de duelo oficial dejando a media asta la bandera de las barras y las estrellas ante la cancillería, y se concluyó en sentido negativo. En vista del intento de robar la bandera del palo, bajarla a media altura podía alentar otro intento. Golacinski informó a los presentes sobre lo que cabía esperar. Ya se habían congregado entre 150 y 200 personas ante la Puerta Roosevelt, y hasta el momento habían mantenido el orden. Se preveía que la gran concentración reuniría a varios elementos rivales entre los grupos estudiantiles revolucionarios, los conservadores religiosos de diversas universidades de la ciudad, más numerosos, y los más escasos pero mejor organizados izquierdistas centrados mayoritariamente en la Universidad de Teherán. Como la calle de delante conducía derecho a la universidad, durante toda la mañana no cesarían de pasar ante la embajada nutridos grupos de estudiantes de camino a la concentración, lo cual significaba más ruido y los cánticos y las groserías habituales. Sin embargo, para Golacinski, la protesta «no va dirigida contra nosotros».
Para los iraníes, Aban el decimotercero tenía una significación adicional que pasaba por alto al personal norteamericano. Era el decimoquinto aniversario del día en que el sha había enviado al exilio al ayatolá Jomeini.
Laingen puso fin a la reunión con el anuncio de que, como aquella mañana tenía una cita en el Ministerio de Exteriores, Tomseth y él iban a ausentarse unas cuantas horas. Golacinski aconsejó a su ayudante Howland, quien acompañaría a Laingen al Ministerio, que en el trayecto evitara las calles que rodeaban la Universidad de Teherán.
Cuando regresaba a su despacho por el pasillo, Limbert decidió que no iría al barbero. La visita le mantendría fuera de la oficina varias horas y no le apetecía cortarse el pelo durante el tiempo que dedicaba al Gobierno. No, empezaría a escribir el informe del viaje.

Michael Metrinko llegaba en aquel instante al trabajo. Hizo caso omiso a la gente que se había congregado en mayor número que de costumbre ante la entrada del lado este. Las manifestaciones de protesta solían intensificarse más avanzada la mañana. Metrinko se acostaba tarde y solía ser de los últimos en llegar. El trabajo efectivo lo hacía fuera de horario, en encuentros con iraníes, comiendo, bebiendo, fumando y charlando, tratando de averiguar cosas. Entendía que su trabajo consistía en aquello. Y era un trabajo fascinante.
Para un analista de la política, estar en Teherán en aquel momento equivalía a ser un geólogo acampado al borde de un volcán activo. Irán había perdido momentáneamente la razón. La revolución hacía creer a mucha gente corriente que podía rehacerse no sólo a sí misma, a su país y al mundo entero, sino a la propia naturaleza humana. Que tales grandes designios siempre fracasan, que la naturaleza humana es inmutable, que todo el mundo tiene una idea distinta de la perfección: estas verdades se olvidaban durante un tiempo. Los afectados por el principio de rectitud veían la oportunidad —incluso la necesidad— de desherbar de impuros su nuevo y glorioso jardín. Empezó como siempre con los dirigentes del régimen derrocado, responsables del pasado criminal, a los que se sometió a juicios planteados como demostración de poderío y se llevó por calles o a lo alto de tejados para fusilarlos o colgarlos. Con el sabor de la sangre aún reciente, los ejecutores pasaron acto seguido a los que simplemente habían colaborado con el orden anterior o sus patrocinadores o aliados extranjeros. A continuación, conforme los antiguos hermanos revolucionarios empezaban a disputarse el poder permanente, los asesinatos se perpetraban en el interior.
Así estaban las cosas tras nueve meses. Varias corrientes políticas y religiosas se habían unido en los estimulantes años anteriores, fanáticos islamistas, demócratas nacionalistas, socialistas europeos, comunistas apoyados por los soviéticos... Se habían aliado para derribar al sha. Pero ya se lanzaban miradas torvas. La competencia no era académica: era cuestión de vida o muerte. Los perdedores daban en la cárcel, eran asesinados o paseados por las galerías de fusilamiento de los tejados, burlados y denunciados como traidores y espías. Teherán era un caldero de intrigas, facciones misteriosas, alzamientos, tramas y maniobras clandestinas. Los clérigos considerados demasiado liberales morían a disparos en las calles a manos de sus hermanos más radicales, y los considerados demasiado conservadores eran víctimas de izquierdistas violentos. Jomeini tomaba medidas enérgicas contra las mujeres que no acataban los nuevos mandatos sobre la hijah, el vestido islámico tradicional. Los kurdos se sublevaban en el noroeste. Eran las ligas principales, gente que jugaba incesantemente a la política, que se reinventaba a sí misma y a su país, inspirándose en Marx, en Jefferson, en Mahoma… Y Metrinko no miraba los toros desde la barrera: estaba bien metido en el meollo. Mientras otros analizaban la dinámica de los alzamientos políticos en bibliotecas, él las presenciaba, y aquella revolución era especialmente fascinante y original. De vuelta a su país la describiría a sus amigos como «¡Un caos magnífico con ríos de sangre!».
A sus treinta y tres años era todavía un joven en el Departamento de Estado, aquel órgano burocrático pesado, misterioso y lento que podía ser, en función del tiempo y el lugar, brillante o ciego por completo. Era una organización que respetaba la edad y la tradición en extremo y, si bien cultivaba la competencia mundana y preparaba a jóvenes funcionarios como Metrinko hasta que llegaban a ser expertos en la parte del mundo que se les asignaba, se conocía que no les prestaba atención o desconfiaba de ellos. El Departamento se encargaba de analizar y entender las políticas y culturas foráneas, pero cuanto más se aventuraban sus agentes, más sospechosos se tornaban, como si distanciarse del viejo Washington equivaliera a distanciarse de la verdad. Cuanto más se apartaban del venerado statu quo los informes, cuanto más amenazaban la política aceptada, más fácilmente se rechazaban. Había un miedo institucional a volverse nativo.
Metrinko lo sabía pero no se dejaba intimidar. Se estaba trabajando Irán. Era ambicioso, pero no eran la promoción ni el sueldo lo que ambicionaba. Sus ambiciones eran intelectuales y personales. Había nacido en una pequeña población de Pensilvania, en el seno de una familia de excéntricos. Los Metrinko eran propietarios de un complejo de pisos que contenía una taberna enorme y estaba lleno de recovecos, con más de cincuenta habitaciones en Olyphant, población minera situada a hora y media de Filadelfia en dirección norte. Estar rodeado en la infancia de los inmigrantes y viajeros que pasaban por el hogar familiar había ampliado sus horizontes, y de mayor se sentía más cómodo en el extranjero que en ninguna otra parte. Tenía ojos grandes y azules y una frente amplia, con los rasgos anchos de sus antepasados eslavos de Pensilvania. Un bigote le enmarcaba en parte los labios carnosos. Las grandes gafas de montura metálica eran elegantes, pero el pelo castaño bien cortado no respondía a la moda más enmarañada del momento. Metrinko hacía las cosas a su manera. Era corpulento pero fuerte; practicaba judo con un policía iraní, si bien los ejercicios físicos no compensaban ni por asomo las charlas nocturnas acompañadas de abundancia de comida, vino y tabaco. En aquellas ocasiones hablaba con un tono particularmente orgulloso y preciso y construía frases largas y complejas, pulidas y relucientes, como si las hubiera puesto por escrito de antemano y las hubiera memorizado. Parecían comentarios pronunciados entre chupadas de pipa largas y reflexivas, salvo que el vicio de Metrinko eran los cigarrillos, que fumaba habitualmente. A veces le costaba disimular su impaciencia con los demás, lo que podía darle una apariencia elevada y superior. Tenía trato a diario con iraníes que sabían menos que él sobre su propia historia y lengua, y con norteamericanos, tanto en Teherán como en el lejano Washington, la mayoría jefes suyos, que carecían de sus conocimientos lingüísticos, experiencia en el país y absoluta concentración en el trabajo. Estaba acostumbrado a ser el que más sabía acerca de cualquier tema que se tratara.
Tal y como lo imaginaba, Irán era más o menos del tamaño de un gran estado de su país. Tenía unos cuarenta y seis millones de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales no tendrían el más mínimo papel en las decisiones que afectaban al destino del país. Las decisiones las tomaba, al igual que en cualquier estado del país o en cualquier nación pequeña, una parte diminuta de la población, la educada y bien relacionada. Suponía que, en un país del tamaño de Irán, era en teoría posible conocer a la mayoría de esta gente. Había reunido centenares de nombres y perfiles, una enorme red de conocidos. Prefería no reunirse con esta gente en sus despachos sino en restaurantes, o en sus casas, donde se relajaban y decían lo que pensaban de verdad. Y no podía resultar nada malo de desahogarse con Michael Metrinko, puesto que sus informes jamás se publicaban dentro ni fuera de Irán. Era una esponja y un contacto valioso. Ofrecía a los demás una caja de resonancia perfectamente neutral y considerada. Sabía escuchar, hacía preguntas, sintonizaba y casi nunca discutía, a menos que fuera para desarrollar mejor los sentimientos y las ideas del interlocutor. Es raro encontrar una persona así.
La mayoría de empleados norteamericanos en el extranjero vivía en burbujas estadounidenses de construcción meticulosa, seguros en el interior de los muros del recinto de la embajada o en casa, en compactos grupos de pisos, junto a los compañeros de trabajo. Compraban los alimentos habituales de su país en la cantina de la embajada, siempre bien surtida, miraban la televisión estadounidense y en las horas libres salían con otros empleados. Metrinko no. Era lo contrario a aquel tipo de funcionario del servicio diplomático: un hombre plena y confiadamente inmerso en la cultura del país. Conocía muy bien Irán después de haber trabajado en el país, intermitentemente, durante tres años en el Cuerpo de Paz antes de ingresar en el Departamento de Estado. Se enorgullecía de su capacidad de integrarse. Era su talento peculiar. Para los demás compatriotas de la embajada era un solitario, un excéntrico, y hasta un tanto elitista. Joan Walsh, secretaria de su sección, le consideraba extraño, un hombre que disfrutaba pasándose toda la noche fumando tabaco aromático con una pandilla de mulás. Más que de cualquier otro lugar donde hubiera trabajado —Siria e Israel—, Metrinko se había enamorado de Irán, de su lengua, de los bazares, de las costumbres pintorescas y distinguidas, de la comida, del arte y del espíritu. Las salidas para cenar eran una oportunidad para mostrar su pasión, especialmente rara en un estadounidense, y a menudo se prolongaban hasta altas horas de la madrugada.
Aquella mañana fue el último en llegar, pero no dejaba de ser mucho más temprano de lo habitual. Había programado la alarma para las ocho. Dos hijos del ayatolá Mahmud Taleghani, que se había encargado de dirigir las oraciones del viernes y había muerto en circunstancias sospechosas semanas antes, habían instado a Metrinko a reunirse con ellos aquel domingo temprano. Estaban convencidos de que a su padre, un personaje reverenciado en Irán —la calle que discurría ante la embajada acabaría por llevar su nombre—, le habían matado clérigos leales a Jomeini, pero no había pruebas. Nadie sabía a ciencia cierta qué sucedía en Teherán, pero se suponía que Jomeini estaba rodeado de hombres —a veces llamados «el Departamento»— que movían los hilos entre bastidores. En Teherán estaba el Gobierno provisional, encabezado por Bazargan, que estaría al mando hasta que se redactara una constitución. De redactarla se ocupaba la Asamblea de Expertos, constituida por miembros selectos del Consejo de Mando Revolucionario, pero detrás de todo ello había otras capas de poder y relaciones, confusas facciones, tramas y maniobras que nadie conocía del todo. Taleghani era la víctima destacada más reciente de estas aguas traidoras y cambiantes. Había abogado por mantener separados la Mezquita y el Estado, concepto al que se oponía el imam. Al ser una persona tan respetada, su opinión resultaba peligrosa. La familia insistía en que el clero había orquestado el asesinato, pero no había nada seguro. Recurrían a él. Uno de los hijos, Mehdi, había dicho que se disponía a salir del país para reunirse con Yasir Arafat, el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). A Metrinko le sorprendió y complació un poco que Mehdi y su hermano quisieran consultárselo. Una conexión en la OLP representaría un añadido intrigante en su nuevo informe.
Así que Metrinko no hizo mucho caso de la multitud que tuvo tan cerca aquella mañana. No era más que la plebe de costumbre, jóvenes barbudos, mujeres con mantos negros holgados, ancianos con barbas blancas y dientes manchados, la mayoría con carteles en la mano, entonando consignas triunfales y llenas de odio, sacudiendo los puños al aire, quemando banderas estadounidenses y muñecas gigantes del presidente Carter y otros dirigentes occidentales: el habitual ruido de fondo. Metrinko no subestimaba lo que eran capaces de hacer aquellas masas: había estado en Tabriz durante los disturbios que siguieron a la partida del sha y había visto los cuerpos colgando de árboles. Había estado cerca de semejante destino. Pero «la chusma» le inspiraba más desprecio que miedo. A su parecer, no eran más que instrumentos de hombres más poderosos.
Al entrar en el complejo verde y relativamente tranquilo le recibió el habitual aroma de pino. Subió por la escalera trasera de la cancillería y por las que conducían a su despacho en el segundo piso, donde se sirvió una taza de café, encendió otro cigarrillo y esperó la llamada de los guardias que le informara de la llegada de los hermanos Taleghani. Aquel día tenía la agenda llena. Después de reunirse con los hermanos, un funcionario de la Universidad de Teherán pasaría a recoger un pasaporte. Metrinko había planeado comer con unos amigos de Tabriz, entre los que se contaba el alcalde de la ciudad. Un antiguo compañero de habitación del Cuerpo de Paz estaba en la capital y habían quedado para cenar. Al mirar a través del plástico lechoso por encima de los sacos de arena de la ventana, se sobresaltó al ver que unas personas trepaban por los muros de la parte delantera, a unos quince metros.
Se imaginó la tarea a la que se enfrentaban los guardias de la embajada y observó divertido el avance apresurado de los manifestantes por el patio delantero.


Nota de la Redacción: Este texto corresponde al primer capítulo del libro de Mark Bowden, Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en Teherán (RBA, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.


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