La toma
(Teherán, 4 de noviembre
de 1979)
El ángel del desierto
Antes de que rayara el alba Mohammed Hashemi se preparó para morir. Se lavó
conforme al ritual, se arrodilló en su dormitorio encarado al suroeste y hacia
la Meca, agachó la cabeza hasta el suelo y rezó la plegaria de los mártires. A
continuación, el joven robusto de cabello espeso y barba poblada se ciñó una
pistola al cinturón, se puso un jersey grueso y partió en la penumbra hacia la
reunión secreta.
En Irán era el decimotercer día de Aban del año 1358. El
antiguo calendario zoroástrico había sido recuperado medio siglo antes por el
autoproclamado primer sha de la línea Pahlavi, Reza Khan, en su intento de
injertar sus pretensiones al trono en las antiguas tradiciones del país. Aquel
devaneo con los dioses y los profetas barbudos persas había fracasado y saltado,
cual genio de una lámpara, en los diez meses anteriores para derrocar a su hijo
y a toda la impertinente dinastía. Aban, el antiguo espíritu del agua en Persia,
que lleva el renacimiento y la renovación a tierras desiertas, la humedad de
niebla a las ventanas de los bloques de pisos y los chirridos a los parabrisas
del tráfico de primera hora en esta ciudad de más de cinco millones de
habitantes, era una promesa cumplida, una visitación antigua, el retorno puntual
de un ángel familiar y bienvenido. Cuando descendía ladera abajo por la capital
desaforada y por el gris recinto universitario de la Universidad Amir Kabir,
donde Hashemi se apresuraba para llegar a la reunión, Irán estaba sumido en el
tumulto, a media revolución, atrapado en una pugna entre el presente y el
pasado. Altas grúas se erguían como pájaros esqueléticos a intervalos
irregulares sobre el perfil bajo de la ciudad, centinelas severos estaban
varados en las obras con el cambio violento del clima político. La lluvia fina
ennegrecía ligeramente el cemento y manchaba de polvo los canales llamados
jubes que a ambos lados de todas las calles se desplegaban como venas.
La humedad ponía un halo al resplandor de las farolas.
En teoría Hashemi
estaba en el tercer curso de física, pero en su caso, como en el de muchos
universitarios de Teherán, la política de la calle había sustituido el estudio.
No había asistido a clase desde el inicio del levantamiento, hacía más de un
año. Eran tiempos emocionantes para los iraníes jóvenes, situados a la
vanguardia del cambio. Tenían la sensación de estar moldeando no sólo sus
futuros individuales sino el de su país y el del mundo. Habían derrocado a un
tirano. Les guiaba el destino o, al entender de Hashemi, la voluntad de Alá. La
consigna que circulaba en el recinto universitario era: «¡Ya nos hemos ocupado
del sha, y el próximo es Estados Unidos!».
Pocos de los estudiantes del
aproximadamente centenar que aquella mañana llegaban a la Facultad de Mecánica
Amir Kabir procedentes de campus de toda la ciudad sabían por qué se reunían. Se
había planeado algo grande, pero sólo lo conocían los dirigentes activistas como
Hashemi. Poco después de las seis, en pie ante una sala abarrotada y ansiosa,
extendió sobre una larga mesa esbozos de la embajada estadounidense, esquemas
toscos del complejo de la embajada situada a unas pocas manzanas al oeste. Hacía
más de una semana que él junto a otros observaban el objetivo, desde los tejados
de edificios altos de las calles laterales, desde la parte superior de autobuses
de dos pisos que circulaban por la Avenida Takht-e-Jamshid que discurría por
delante o cuando esperaban en las largas .las que se formaban ante el consulado
de la embajada abierto recientemente. Los dibujos mostraban las diversas
puertas, puestos de guardia y edificios, entre los que destacaban el de la
cancillería (principal edificio de oficinas de la embajada), el consulado con
forma de búnker y la espaciosa mansión blanca de dos pisos que era la residencia
del embajador estadounidense. Un murmullo de satisfacción y entusiasmo se
extendió entre la multitud cuando Hashemi anunció que iban a sitiar el
lugar.
Visto con cierta distancia, todo aquello era de esperar. Una embajada
norteamericana en marcha en el corazón de la capital del Irán revolucionario era
difícil de tolerar para una ciudadanía excitada. Tenía que desaparecer. Era un
símbolo de todo cuanto la naciente agitación detestaba y temía. Que Washington
hubiera subestimado el peligro era tan sólo una parte de un error más grave: no
había previsto la creciente amenaza para Mohammad Reza Pahlavi, su aliado en la
Guerra Fría desde hacía tiempo, el sha vilipendiado que había marchado al
exilio. Un análisis de la CIA de agosto de 1978, apenas seis meses anterior a la
huida de Pahlavi de Irán, concluía que el país «no se halla en una situación
revolucionaria, ni siquiera prerrevolucionaria». Un año y una revolución
después, Estados Unidos seguía subestimando el poder y la visión de los mulás
que la impulsaban. Al igual que la mayoría de los grandes puntos de inflexión de
la historia, era evidente y sin embargo nadie lo vio llegar.
La captura de la
embajada estadounidense en Teherán dejó entrever algo nuevo y desconcertante.
Era la primera batalla en la guerra de Estados Unidos contra el islam militante,
un conflicto que acabaría implicando a gran parte del mundo. La revolución iraní
no era sólo una lucha nacional por el poder; había tocado un océano
subterráneo
de indignación islamista durante medio siglo. Los pueblos
tradicionales de Oriente Medio y Próximo, poseedores de gran parte de las
reservas de petróleo mundiales, habían sido considerados como poco más que
peones valiosos en una rivalidad mundial entre la democracia capitalista y la
dictadura comunista. En los Estados árabes, Estados Unidos había apoyado
resueltamente a regímenes suníes conservadores, y en Irán a Pahlavi, que era un
baluarte contra el expansionismo soviético en la región. Al parecer de las dos
grandes potencias, la Guerra Fría determinaría la forma del mundo; todas las
demás perspectivas, las del llamado Tercer Mundo, no contaban para nada o sólo
importaban en la medida en que tuvieran alguna repercusión en la pugna
principal. En las mezquitas y madrasas de Oriente Medio se alimentaba la visión,
cada vez más extendida a pesar de que en el mundo occidental y aun muchos árabes
y persas ricos e instruidos la desatendieran y consideraran pintoresca y
desfasada, de que entre las grandes potencias no había demasiadas diferencias.
Ambas eran infieles, explotadoras impías que arrancaban siglos de tradición y
pisoteaban tierra sagrada en su irresponsable persecución de riquezas y poder.
Eran demonios idénticos de la modernidad. La alternativa islamista que
presentaban era un antiguo giro de un conocido tema del siglo XX: totalitarismo
arraigado en la revelación divina. Serían necesarios muchos años para que se
advirtiera con claridad el fenómeno, pero la ocupación de la embajada en Teherán
ya lo apuntaba en un momento temprano. Era la primera vez que Estados Unidos se
oiría llamar el «Gran Satán».
¿Cómo y por qué sucedió? ¿Quiénes eran los
manifestantes iraníes que se congregaron aquel día en torno a la embajada y qué
se proponían? ¿Qué poderes tenían detrás, que tanto prescindían de los
privilegios consagrados de la diplomacia internacional? ¿Cuáles eran sus
razones? ¿Por qué Estados Unidos no lo previó y mostró una incapacidad de
reacción tan engorrosa? ¿Hasta qué punto estaban justificados los temores
iraníes que lo motivaron? ¿Cómo llegó a suceder que uno de los éxitos de la
libertad y la tecnología occidentales, los medios de información verdaderamente
globales, se convirtiera en instrumento del programa islamista, centrara la
atención del mundo en cincuenta y dos diplomáticos indefensos y cautivos y se
apropiara de la agenda política de Estados Unidos durante más de un año, con lo
que contribuyó a la caída de la presidencia de Jimmy Carter y a la implantación
como poder estable en Irán de un régimen fundamentalista radical?
La embajada
estadounidense en Teherán se hallaba detrás de altos muros de ladrillo a mitad
de la poderosa cuesta de la ciudad, donde el terreno se aplanaba en kilómetros
de barrios pobres marrones y bajos y, más allá, el desierto de sal de Dasht-e
Kavir que se extendía hasta el horizonte. El interior del complejo era un
recinto parecido a un parque, un oasis de 11 hectáreas verdes en un brumoso
mundo de cemento y ladrillo. Su edificio principal, la cancillería, bañado en
aquel momento en la niebla arremolinada del ángel del agua, estaba a unos quince
metros detrás de la entrada principal, una estructura que ocupaba manzanas y
tenía dos pisos de altura construido según el señorial modernismo que
caracteriza los edificios públicos estadounidenses de mediados de siglo pasado.
Tenía el aspecto de un gran instituto estadounidense, y por eso años atrás la
habían apodado «Insti Henderson», en honor de Loy W. Henderson, el primer
embajador norteamericano que la utilizó a principios de los cincuenta.
Esparcidos bajo un pinar detrás de la cancillería estaban los nuevos edificios
de cemento de la embajada, así como la blanca residencia del embajador (una
estructura de dos pisos dotada de un balcón en la planta de arriba que recorría
toda su circunferencia), una residencia menor para el segundo de la embajada, un
almacén, un gran comedor, un pequeño edificio de oficinas, un aparcamiento con
los vehículos de la embajada y una fila de cuatro casitas pequeñas y amarillas
para el personal. Había pistas de tenis, una piscina y un centro de recepciones
anexo.
Al crearse la embajada, más de cuatro décadas atrás, Teherán era
distinto, más parecido a un pueblo que a una ciudad. Estados Unidos no era por
aquel entonces más que una de muchas potencias extranjeras con misiones
diplomáticas en Irán. Ante la cancillería había una valla de madera baja y
decorativa que permitía ver sin obstáculos los hermosos jardines de
Takht-e-Jamshid, a la sazón una tranquila calle lateral, empedrada con
adoquines. En aquel tiempo, la apertura de la nueva embajada y la distancia que
la separaba de la hilera de embajadas principales de la concurrida Avenida
Ferdowsi reforzaba la imagen de que Estados Unidos era una potencia occidental
distinta que no abrigaba ambiciones imperiales.
En los años que habían
transcurrido desde entonces, Teherán se había transformado en una ciudad ruidosa
y poblada, un embrollo insulso, sin gracia ni planificación de humanidad
apresurada que discurría a diario en grandes riadas de coches a lo largo de
anodinos kilómetros de edificios bajos, marrón claro y gris, de dos y tres pisos
semejantes a cajas. Los pintorescos adoquines de Takht-e-Jamshid se habían
colocado tiempo atrás y la avenida se había ensanchado. De día estaba
congestionada de coches, motocicletas y autobuses. La entrada principal de la
embajada, la Puerta Roosevelt, debía su nombre a Franklin D. Roosevelt, cuyo
primo lejano Kermit Roosevelt, agente de la CIA y nieto de Theodore, había
participado en la concepción del golpe de Estado de 1953 que había derribado un
Gobierno iraní elegido y lo había sustituido por el sha. En el momento de
producirse, el golpe había contado con el respaldo de iraníes poderosos y fue
celebrado por muchos en el país, pero ya se lo tenía sencillamente por una
escabrosa maniobra norteamericana, un nuevo ejemplo de ingerencia cínica de la
CIA en el Tercer Mundo.
En otoño de 1979, tras el primer momento de la
revolución, la antigua embajada se había convertido en una provocación. Estaba
amarrada como un acorazado enemigo a un tiro de piedra de la calle, como se
había demostrado varias veces. Para un país que experimentaba un fervor
islamista, nacionalista y cada vez más antinorteamericano, aquella presencia
ostentosa y central en la capital era un dedo permanente en la llaga. En tiempos
recientes la mayor parte del hostigamiento había sido relativamente de poca
monta. Los muros que rodeaban el Insti Henderson y su recinto estaban cubiertos
de insultos y consignas revolucionarias y estaban coronados por un metro de
barras de acero curvas y acabadas en punta. Pocos días antes una banda de
jóvenes se había infiltrado en el complejo y habían sido atrapados cuando
trepaban por el palo mayor ante la cancillería para arriar la bandera
estadounidense.
Los marines habían untado el palo con aceite. Como
defensa contra las piedras y algún disparo de gente que pasaba en motocicleta,
se habían revestido todas las ventanas que daban a la parte delantera con
paneles de plástico a prueba de balas y sacos de arena. La cancillería parecía
un fortín.
Si bien los norteamericanos del interior entendían que tales
cambios eran puramente defensivos, la imagen que ofrecían alentaba mucho la
desconfianza. La embajada era una avanzada enemiga detrás de las líneas de la
revolución. Washington había sido la fuerza impulsora del Gobierno del sha, y el
derrocamiento de la monarquía se había debido en gran medida al deseo de acabar
con una fidelidad de décadas al Tío Sam. Pero la embajada seguía en pie. Los
iraníes que respaldaban a Estados Unidos —y quedaban muchos todavía en las
prósperas clases media y alta— rezaban para que su presencia obstinada
significara que el juego seguía abierto, que el mundo libre no les iba a
abandonar a los clérigos barbudos. Pero se trataba de una minoría acuciada por
problemas y peligros. Para la agitada mayoría de iraníes, encendida por el sueño
de una sociedad completamente islamista, la embajada constituía una amenaza. Sin
duda los arquitectos del mal agazapados detrás de aquellos muros tramaban día y
noche. ¿Qué sucedía dentro? ¿Qué intrigas urdían los demonios que entraban y
salían por sus puertas? ¿Por qué nadie acababa con aquello?
¿Dispararían los marines?
Aquella mañana ya había en marcha una gran manifestación, en lo que se había
proclamado el Día Nacional de los Estudiantes, en honor de los manifestantes
universitarios que habían muerto por el fuego de la policía del sha el año
anterior. La cifra de los asesinados se había exagerado desmesuradamente, de
unas veintenas a «miles», lo cual satisfacía la obsesión del islam shií con el
martirio. Además de honrar a los estudiantes masacrados, también se había
decretado aquel domingo lluvioso como día oficial de duelo por más de cuarenta
pasdoram, guardias revolucionarios, muertos en un enfrentamiento con
los separatistas kurdos la semana anterior. Miles de personas saldrían a las
calles. Hashemi y los demás planeaban lanzar el ataque sorpresa desde el
interior del grupo más numeroso.
En pie ante una sala abarrotada, explicó que
los asaltantes se dividirían en cinco grupos, uno para cada edificio mayor de la
embajada. La ofensiva inicial se produciría por la Puerta Roosevelt. La policía
local no intervendría —se había logrado discretamente su colaboración—, pero no
había manera de saber qué harían los norteamericanos. Si abrían fuego, los
cuerpos de los mártires de primera .la serían trasladados hacia la multitud y
llevados en alto por las calles, lo cual había de encender los ánimos con toda
seguridad. Al finalizar la sesión de planificación, los estudiantes circularon
por la ciudad hacia el punto de encuentro, la esquina de Takht-e-Jamshid y la
calle Bahar, varias manzanas al oeste de la embajada. Miles de manifestantes ya
habían empezado a juntarse, llegaban en grupos de dos y de tres, en coches y a
pie.
El plan era obra de una docena de jóvenes activistas islamistas,
representantes de las principales universidades de Teherán, que habían
constituido sólo semanas antes una asociación que se hacía llamar Estudiantes
Musulmanes Seguidores de la Línea del Imam, para distinguirse de las facciones
cuyos programas se apartaban de las enseñanzas del imam Ruhollá Jomeini. Hashemi
era hijo de un clérigo de Isfahan y se había criado en las tradiciones devotas
del islam shií. A diferencia de las demás grandes universidades de la ciudad,
Amir Kabir era estrictamente islamista. Las clases se impartían como si los
profesores y los alumnos estuvieran en una mezquita, y la oración era una parte
fundamental de todos los días y noches. Las estudiantes ataviadas con largas
vestiduras no hablaban a ningún hombre que no perteneciera a su familia a menos
que la situación lo exigiera, como por ejemplo los trabajos en el laboratorio.
Si los marxistas y otras formaciones de izquierdas tendían a dominar los
recintos universitarios mayores y más seculares como la Universidad de Teherán,
donde los estudiantes religiosos seguían siendo una minoría poco apreciada, Amir
Kabir era conocido como centro de radicales islamistas, jóvenes estrechamente
aliados a Jomeini y a la nueva clase dominante de los mulás.
Todos los
hombres pertenecientes a las organizaciones islámicas se llamaban «hermano»,
pero Hashemi formaba parte de un círculo interno más pequeño y militante llamado
la Hermandad: «hermanos que eran más hermanos que los demás», según explicaría
más adelante uno de ellos. La mayoría de los reclutados para la operación de la
embajada eran simples estudiantes, pero los de la Hermandad eran algo más.
Acabarían por formar el núcleo del nuevo ministerio de espionaje iraní. Iban
siempre armados y tenían contactos con el poderoso clero y con funcionarios de
alto grado de la policía y del Gobierno provisional que veían con buenos ojos
sus objetivos políticos. Hashemi no se contaba entre los instigadores del plan
para tomar la embajada estadounidense aquel día, pero cuando tales planes
estuvieron hechos fue naturalmente uno de los primeros a quienes se
acudió.
Habían concebido el plan tres jóvenes: Ibrahim Asgharzadeh,
estudiante de ingeniería de la Universidad Sanati Sharif; Moshen Mirdamadi, de
la Universidad Amir Kabir, y Habibullá Bitaraf, de la Universidad Técnica.
Asgharzadeh había sido el primero en proponerlo. Irrumpirían en la abominada
embajada estadounidense, símbolo de la dominación imperial de Occidente en Irán,
la ocuparían durante tres días y desde ella emitirían una serie de comunicados
que expondrían los motivos de queja de Irán contra Estados Unidos, comenzando
por el derrocamiento de Mohammed Mossadeq en 1953 y las décadas de apoyo al sha,
contra el que pesaba una orden de captura en Irán por la acusación de saquear el
tesoro de la nación y torturar y matar a miles de personas. Los designios
imperialistas estadounidenses no habían concluido cuando el sha había huido del
país el febrero anterior. Recientemente se le había permitido al tirano criminal
la entrada en Estados Unidos con el pretexto de necesitar tratamiento médico, y
se había refugiado en el país junto con la fortuna robada. Estados Unidos
promovía la oposición política al imam, instigaba alzamientos étnicos en los
diversos enclaves que formaban las zonas fronterizas del país y acababa de
iniciar una colaboración secreta con el Gobierno provisional para socavar la
revolución. Un encuentro clandestino en Argelia entre miembros seglares del
Gobierno provisional y el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca
Zbigniew Brzezinski había salido a la luz pública en Teherán con efectos
tremendos. Todo ello no podía significar más que una sola cosa a ojos de los
estudiantes: Estados Unidos estaba decidido a retener su colonia y retornar al
sha al trono. El peligro era acuciante. El Gobierno provisional se había
vendido: no era más que una pandilla de ancianos aliados a la decadencia
occidental que se habían propuesto sofocar el ardor del levantamiento islamista.
La revolución había enseñado a los estudiantes que esperar acontecimientos era
una locura. Habían visto los frutos de la acción decidida y directa. La toma de
la embajada frenaría la trama norteamericana y obligaría al Gobierno provisional
a mostrar sus cartas. Cualquier acción contra los heroicos ocupantes de la
embajada dejaría en evidencia al primer ministro Mehdi Bazargan y a su
Administración como títeres de Estados Unidos. Los estudiantes creían que, si no
se apresuraban a ponerlo en evidencia y su Gobierno capeaba su primer año,
Estados Unidos volvería a tener el dominio de Irán, y su sueño de un cambio
general y verdaderamente revolucionario moriría.
Cuando Asgharzadeh propuso
la acción dos semanas antes en una reunión de un grupo activista que aglutinaba
a varias facciones, llamado Reforcemos la Unidad, topó con la oposición de dos
estudiantes, Mahmoud Ahmadinejad, de la Universidad Tarbiat Modarres, y Mohammed
Ali Seyyedinejad, de la Universidad Elm-o-Sanat. Ambos eran partidarios de
dirigirse contra la embajada soviética. Asgharzadeh, Mirdamadi y Bitaraf habían
votado en contra de esta idea y a continuación habían ampliado la célula de
plani.cación invitando a activistas de varias escuelas locales, como Hashemi,
Abbas Abdi, Reza Siafullahi y Mohammad Naimipoor, todos jóvenes experimentados
en las manifestaciones callejeras y en su organización. La Hermandad estaba
compuesta por estudiantes y miembros de los servicios de espionaje recientemente
creados. Todos ellos, incluyendo a Ahmadinejad y Seyyedinejad, acabaron por
integrarse en la toma de la embajada estadounidense. Todos estaban comprometidos
con un Estado islámico formal y tenían vínculos, algunos familiares, con la
estructura de poder clerical que rodeaba a Jomeini. Varios de ellos, incluyendo
a Asgharzadeh, habían tenido una relación estrecha con la mezquita Keramat, base
de operaciones del ayatolá Ali Jamenei, uno de los clérigos jóvenes más
poderosos del país (y el hombre que en última instancia sucedería a Jomeini como
máximo dirigente). La revolución estaba cobrando la forma de una lucha entre
nacionalistas de izquierdas partidarios de una democracia secular al estilo
socialista y jóvenes islamistas como éstos que querían algo que el mundo todavía
no había visto, una República Islámica.
Las ideas del mulá sobre Irán y el
mundo habían confluido a lo largo de los años anteriores con el idealismo
ingenuo de estudiantes como éstos para crear una visión única y fuerte. Los
escritos prohibidos del filósofo-activista Ali Shariati habían circulado
clandestinamente durante años por los recintos universitarios de Irán, y habían
encendido la imaginación y el orgullo nacional de los estudiantes que soñaban
con crear un nuevo tipo de Estado iraní y de ocupar el centro de la escena en la
maravillosa «revolución» de la juventud mundial que estallaba en América y
Europa. Shariati había adoptado la retórica izquierdista de la época sin
promocionar a la Unión Soviética y consideraba el capitalismo un mal
fundamental. Veía en el islam una tercera vía hacia la utopía, una vía que no
era comunista ni capitalista sino que se fundaba en principios «auténticos» y
divinos. Los filósofos advertían en el materialismo occidental la mayor amenaza
para la pureza del Estado islámico, y sus escritos habían engendrado toda una
escuela de pensamiento que interpretaba las libertades y los excesos de Estados
Unidos y Europa occidental como un ardid para atrapar a los virtuosos y
esclavizar al mundo en un infierno capitalista e impío. Shariati no tenía en
buen concepto a la clase dirigente clerical de Irán, y gran parte de sus
escritos eran críticas a los mulás viejos como Jomeini, pero en el ardor de la
revolución estas diferencias habían caído en el olvido. La idea de la tercera
vía, arraigada en la rica historia de la fe shií, encajaba en la mayoría de
puntos con la visión de los mulás. Los clérigos llevaban una existencia
enclaustrada; su conocimiento de la historia y de los acontecimientos
contemporáneos se basaba exclusivamente en la ideología del Corán, del siglo VII
y prerrenacentista. El suyo era un mundo suspendido en una lucha eterna entre el
bien y el mal, donde ninguno de los dos era sólo un concepto abstracto. Para los
devotos, Alá vivía en el mundo al igual que Satán, que tenía poderes de engaño
sobrehumanos y una fuerza implacable. Sólo una superpotencia respondía a esta
descripción, y era el monstruo impío, mercantil y artero llamado Estados Unidos
de América. Para ellos, se trataba literalmente de la encarnación del mal, el
Gran Satán y su enemigo definitivo. Activistas jóvenes como Asgharzadeh,
Mirdamadi y los demás eran de los más brillantes de su generación —había una
competencia feroz por las plazas de las universidades de Teherán—, y muchos
habían descollado en matemáticas, ingeniería y ciencia. Pocos habían viajado o
leído demasiado. Era fácil que vieran la embajada estadounidense detrás de sus
altos muros como, simple y
llanamente, la fuente de todos los males.
En
las sesiones que habían mantenido la semana anterior en Amir Kabir, habían
dividido las tareas en seis comisiones: Documentos, Operaciones, Relaciones
Públicas, Logística, Control de Rehenes e Información. Necesitarían unos
cuatrocientos estudiantes para llevar a cabo el asalto y miles más que les
prestaran ayuda desde fuera del recinto de la embajada. Se hicieron preparativos
para alimentar a los ocupantes y los rehenes durante tres días. Otros se
ocupaban de la organización de manifestaciones masivas en apoyo al sitio por las
calles que rodeaban la embajada. Teniendo en cuenta el antinorteamericanismo que
predominaba en Teherán, uno de los mayores temores del grupo era que los
sectores de la oposición se enteraran del proyecto y lo ejecutaran antes lo
asumieran el control de la manifestación cuando hubiera empezado y enturbiaran
el mensaje político que se pretendía transmitir; les preocupaban sobre todo las
facciones izquierditas militantes y bien organizadas como Mujahedin-e Khalgh y
Fadaeian-e Khalg. Sabían que el Gobierno provisional actuaría contra ellos si
podía, de modo que era fundamental que desde el principio se les reconociera
como una organización estrictamente islámica, leal a Jomeini; por eso habían
dado con el nombre de Estudiantes Musulmanes Seguidores de la Línea del Imam:
para dejar bien clara su lealtad. Al principio era sólo Estudiantes Seguidores
de la Línea del Imam, pero después decidieron añadir «Musulmanes» para
distinguir su grupo de los más seculares que también profesaban lealtad a
Jomeini, especialmente el bien organizado partido Tudeh comunista. A fin de
poner de manifiesto su afiliación el día de la toma, instituyeron una comisión
para copiar una fotografía de su referente, el inquietante imam de barba blanca,
y preparar pancartas plastificadas que llevarían colgadas del cuello con un
trozo de cuerda. En todas las fotos había escrito «Estudiantes Musulmanes
Seguidores de la Línea del Imam», y se hicieron brazaletes con la máxima
«Alahuakbar» (‘Dios es grande’) y un retrato del imam. Esto también les ayudaría
a reconocerse en la confusión de las primeras horas. A Hashemi se le había
encomendado la planificación del ataque. Calculó que en la embajada trabajarían
unos cien norteamericanos. Una de las subcomisiones había preparado tiras de
tela para atar y vendar los ojos a esa cantidad de gente.
Los organizadores
también habían enviado a varios miembros a advertir por adelantado a un miembro
de la Asamblea de Expertos, el órgano encargado de redactar la nueva
constitución de Irán, y cuatro dirigentes estudiantiles más, Bitaraf, Mirdamadi,
Siafullahi y Asgharzadeh, habían visitado a Mousavi Joeniha, un clérigo radical
joven y de barba negra cuyas prédicas admiraban. Joeniha, hombre menudo que
hablaba con moderación fuera del púlpito, estaba bastante a la izquierda de la
clase dirigente de los mulás conservadores y gozaba de muchas simpatías en las
organizaciones de jóvenes islamistas universitarios que compartían su actitud
más libre e interpretativa respecto a la doctrina coránica. Joeniha aprobó de
inmediato la idea de la toma. Convino con los organizadores acerca de la
necesidad de desbaratar las prácticas diabólicas que se desarrollaban dentro de
la embajada estadounidense así como de romper sus vínculos cada vez menos
secretos con el Gobierno provisional. El joven clérigo veía con claridad que
ocupar la embajada supondría también una gran presión sobre el primer ministro
Bazargan y su Gobierno. Se verían obligados a proteger a sus amigos americanos.
Pero si se tomaba correctamente la embajada, y lo hacía un grupo de jóvenes
considerados píos y pacíficos aliados de Jomeini, a Barzagan le resultaría
literalmente imposible actuar sin una orden del propio imam. Los organizadores
le pidieron que expusiera el plan a Jomeini, pero el mulá radical se opuso a la
idea. ¿Por qué pedir permiso? En los años que había llevado construir un
movimiento contra el sha, los estudiantes y los clérigos más radicales habían
logrado presionar muchas veces a los mulás más poderosos y moderados simplemente
a fuerza de actuar sin hacer preguntas. A Jomeini le interesaba proteger al
Gobierno provisional, que al fin y al cabo había nombrado él. Pedirle que
aprobara una acción que podía derrocarlo podía suscitar una negativa. Pero si la
embajada era ocupada por quienes se declaraban seguidores suyos, y en torno al
muro se congregaba una gran multitud que los jaleaba, resultaría muy difícil
oponerse, tal vez incluso imposible, aun para el imam, cosa que paralizaría a
Bazargan y a su Administración traidora.
Los estudiantes también se habían
procurado el apoyo de los Guardas Revolucionarios a través de Mohsen Razaee, uno
de los jóvenes dirigentes de aquella organización —al cabo de dos años pasaría a
dirigirla —. Contando con el discreto respaldo de la policía y de Razaee,
confiaban en que ninguna autoridad les expulsaría del recinto antes de que
pudieran reducir a los norteamericanos y emitir una declaración. Todos los
implicados sabían que podía ser un momento decisivo en la revolución. Si Jomeini
condenaba la toma y ordenaba que los estudiantes abandonaran la embajada,
mostraría su firme respaldo al Gobierno provisional y probablemente significaría
que la clase dirigente clerical no tendría un control directo del Estado. Si
apoyaba la ocupación, probablemente causaría el derrumbe de la Administración de
Bazargan y de las esperanzas de quienes preferían al menos cierta separación
entre Iglesia y Estado. Para los estudiantes, lo primero equivalía nada menos
que a la derrota total, puesto que consideraban a Bazargan un colaborador de
Estados Unidos. Sentían el peso de la historia y veían una oportunidad de
cambiar el mundo.
Días después de la concepción del plan, Jomeini pronunció
un discurso en que instaba a «todos los estudiantes de escuela primaria,
universitarios y de teología a incrementar los ataques contra Estados Unidos».
Asgharzadeh pensó al principio que el imam se había enterado del plan y daba
muestras de su apoyo. Estaba eufórico, pero después le sorprendió y decepcionó
saber por Joeniha que no se había consultado al imam y que éste no sabía nada
del plan de ocupación. Los comentarios podían ser una coincidencia, pero sin
duda sugerían que Jomeini respaldaría el asalto.
Y el día de los hechos,
mientras se desplazaba entre la muchedumbre a pocas manzanas de la embajada,
Hashemi se daba cuenta de que todas las piezas iban encajando según lo previsto.
Él sería uno de los primeros en franquear las puertas. Abbas Abdi llevaba un
altavoz con el que pronunciaría la orden de empezar. Asgharzadeh también estaba
allí. Se quedaría rezagado y trataría de confirmar que todos los que entraran
fueran miembros de su grupo y que acto seguido las puertas se cerraran detrás de
ellos: si habían de mantener el control sobre la acción tenían que impedir la
penetración de organizaciones políticas rivales. Mohammad Naimipoor hizo que el
nutrido grupo de manifestantes que se le había asignado formara un gigantesco
círculo humano en torno a la cancillería. Algunas mujeres cubiertas con chador
llevaban bajo la ropa tenazas para los cerrojos y las cadenas de las puertas,
así como cadenas y cerrojos de repuesto con que cerrar las puertas cuando las
hubieran franqueado. Además de las fotografías plastificadas y los brazaletes,
todos llevaban tarjetas identificadoras de su organización. Algunos llevaban las
tiras de ropa para atar y vendar los ojos a los cautivos norteamericanos. Era a
la vez emocionante y sobrecogedor. Muchos vieron en la fina lluvia de Aban que
cayó aquella mañana una aprobación celestial, un símbolo de que Irán se
purificaba, se lavaba de su relación con el Gran Satán.
El arma que Hashemi
llevaba oculta era más para enfrentarse a facciones rivales que con los
norteamericanos. Una breve toma de la embajada en febrero había culminado en
tiroteos entre milicias rivales. Los estudiantes habían decidido que el asalto
sería completamente pacífico. No harían daño alguno a los norteamericanos,
aunque éstos abrieran fuego. Pero también era posible que la situación se
desmadrara. ¿Dispararían los marines? Si lo hacían y los cuerpos ensangrentados
de los mártires eran transferidos a la multitud, ¿qué sucedería a
continuación?
La reunión matutina
Mientras avanzaba por el amplio corredor que cruzaba de extremo a extremo el
segundo piso de la cancillería, John Limbert planificaba el día con la esperanza
de reservar una hora para irse a cortar el pelo. Se dirigía a la reunión que
daba inicio oficialmente a todas las jornadas de la embajada. Subsecretario de
la sección política, la semana anterior había viajado por el sur de Irán y se le
había ocurrido que el abundante pelo castaño, que ya le cubría la punta de las
orejas, debía de parecer bastante greñudo.
De costumbre Limbert no asistía a
la reunión matutina, que presidía el embajador en funciones, Bruce Laingen,
encargado de negocios, y en la que estaban presentes varios directores de
departamentos de la embajada. Aquel día le habían invitado en representación de
su jefa, la primera secretaria política Ann Swift, que iba a llegar tarde. Todo
el mundo estaba ansioso por tener noticias de su viaje por las ciudades de
Abadan y Shiraz. Limbert era un ambicioso funcionario del cuerpo diplomático,
pero no tenía nada de agresivo ni brusco. Era un hombre ágil y afable de rostro
estrecho y una nariz tan ancha, crudamente bordeada por gafas de montura negra
encima y por un poblado bigote castaño debajo, que dominaba la cara. Detrás de
unas lentes elegantes y algo tintadas estaban los ojos traviesos de un alma
intensamente curiosa y amante de las diversiones. El corte suelto del traje
anunciaba que en los últimos años había residido gran parte del tiempo fuera de
Estados Unidos. Aquella misión en Irán le iba como anillo al dedo, puesto que
estaba especialmente preparado para ella. Llevaba años en el país, primero en la
misión de paz y después como profesor dedicado a su doctorado en estudios de
Oriente Medio, y hablaba farsi tan bien que cuando llevaba ropa del país le
tomaban por iraní. Aquello no era necesariamente positivo en una embajada
norteamericana, donde imperaba una desconfianza institucional hacia los
funcionarios del servicio diplomático que se habían «vuelto nativos», pero Irán
había cobrado de repente la mayor importancia en Washington, y no era fácil
reunir el conjunto de conocimientos y experiencia de Limbert. Sólo llevaba unos
meses en el puesto y todavía era consciente de la necesidad de crear una buena
impresión. Lamentó no haber ido antes a cortarse el pelo.
Limbert era uno de
los dos funcionarios políticos que trabajaban con Swift. El otro era Michael
Metrinko, a quien Limbert había conocido antes de aquel destino. Metrinko había
aprendido farsi en parte gracias a la mujer iraní de Limbert, Parvaneh, quien le
había dado lecciones cuando él era voluntario de la Misión de Paz, y le tenía
por el mejor alumno que había tenido. Junto con el director de la sección,
Victor Tomseth, que también era el subjefe de la embajada en funciones, los tres
eran de los muy pocos expertos en Irán que había en el Departamento de Estado
capaces de hablar con soltura en farsi. Con los años que llevaban en el país y
sus conocimientos lingüísticos, eran fuentes de información muy apreciadas en la
embajada, que incluso en los niveles más altos estaba llena de recién llegados.
Limbert, Tomseth y Metrinko contrastaban de modo muy marcado con la sección de
la CIA formada por tres hombres que no hablaban farsi y cuya experiencia
conjunta en Irán no alcanzaba los cinco meses. Aquello era una ocasión de
lucimiento para los tres. Como podían leer los diarios nacionales, entendían los
programas de radio y televisión y eran capaces de hablar con un amplio abanico
de iraníes, eran los únicos que estaban de veras integrados en el país.
La
reunión matutina se celebró en torno a una larga mesa en «La Burbuja», una sala
extraña con paredes de plástico transparente, un recinto hermético dentro de una
sala normal en la parte delantera del segundo piso de la cancillería concebido
para evitar escuchas electrónicas. El plástico transparente aislaba el espacio e
impedía el ocultamiento de aparatos de escucha en las paredes, el suelo y el
techo. En el extremo de la mesa, el encargado de negocios robusto, atlético y
bronceado se sentía optimista, como era norma en él. Crecido en una granja de
Minnesota, Laingen había conservado el aspecto juvenil hasta bien entrada la
mediana edad, con los dispersos mechones de cabello moreno que le caían
desordenadamente por la frente. Laingen estaba en Teherán desde junio, enviado
repentinamente a llenar el puesto vacante después de que el nuevo régimen
hubiera rechazado sumariamente a Walter Cutler, el hombre al que el presidente
Carter había nombrado embajador. No se había nombrado un nuevo embajador, de
modo que Laingen era el funcionario de más alto rango en Teherán. No era un
experto en Irán, pero había trabajado en la ciudad hacía más de un cuarto de
siglo, cuando era un joven diplomático en la época emocionante que siguió al
legendario golpe de Estado de Kermit Roosevelt, período en que había aprendido
el suficiente farsi como para mantener conversaciones sencillas. Laingen no
tenía tanta facilidad para las lenguas como algunos miembros de su personal. Se
le había encomendado iniciar conversaciones con los nuevos gobernantes del país
para convencerles de que su denostado Estados Unidos, a pesar de los estrechos
vínculos con la monarquía derrocada, estaba dispuesto a aceptar el nuevo Irán.
Consideraba que buena parte de su trabajo consistía en infundir confianza y
alegría a aquella pequeña comunidad norteamericana, reducida a una parte del
tamaño que debería tener después de que se retornara a Estados Unidos al
personal no imprescindible y a los parientes de los que se quedaron. Un
dirigente más cauto tal vez habría dedicado más tiempo a prepararse para lo
peor, a destruir archivos y a seguir reduciendo personal, pero Laingen tendía
por naturaleza hacia la esperanza; creía que las cosas iban a mejor y retornaban
a la normalidad. No escatimaba esfuerzos para aumentar la moral, organizaba
eventos sociales para los trabajadores de la embajada, como un torneo de tenis
contra otras embajadas y partidos de softball, e incluso había
permitido cierta relajación de las restricciones de seguridad: había aprobado,
por ejemplo, la apertura de un nuevo club de copas para los marines en
el bloque de pisos que ocupaban al lado del recinto de la embajada, lo cual,
teniendo en cuenta que la revolución aborrecía el alcohol, podría haberse
considerado una provocación innecesaria. Sus iniciativas estaban dando fruto. El
estado de ánimo en la embajada había mejorado notoriamente desde su llegada, y
Laingen era apreciado por igual entre colaboradores y subordinados. Y aunque
algunos creían que su visión optimista se debía a ver las cosas de color de
rosa, incluso los escépticos tenían que reconocer que había signos
esperanzadores. A pesar de los torrentes diarios de hostilidad retórica, los
poderes revolucionarios habían ahuyentado al grupo que había invadido y ocupado
brevemente la embajada en febrero y habían colaborado en la construcción del
nuevo consulado del complejo, una moderna estructura de cemento concebida para
atender con mayor eficiencia a los miles de iraníes que solicitaban visados y
que seguían formando filas a diario ante la embajada, votando con los pies.
Jomeini había llamado recientemente a aquellos iraníes deseosos de marchar a
Occidente «traidores» y «cerebros podridos amantes de Estados Unidos que hay que
eliminar del país». Vitriolo como éste y el reciente apoyo del imam a los
«ataques» a Estados Unidos se habían vuelto tan habituales que ya no causaban
alarma. Se los tenía por el clima habitual. John Graves, el exuberante jefe de
la Agencia de Información norteamericana, había enviado un telegrama a
Washington aquella semana en que comunicaba que los ánimos en Teherán habían
mejorado lo bastante como para reemprender el programa y aumentar el personal.
Laingen había llegado al extremo de recomendar el permiso para algunos parientes
de trabajadores de la embajada de retornar a Teherán, analizándolo caso por
caso.
La decisión de permitir al sha que volara a Nueva York para someterse a
un tratamiento de cáncer amenazaba con dar al traste con todo. En una reunión
mantenida semanas antes con el ministro de Asuntos Exteriores Ibrahim Yazdi a
fin de informarle de que se iba a admitir al sha en Estados Unidos, Yazdi había
prometido hacer lo que pudiera para proteger la embajada, pero le había
advertido que sería tarea ardua: dudaba de poderla cumplir. En un telegrama
equívoco que había mandado a Washington a finales de septiembre, Laingen
predecía que aquella acción sería un revés, pero apenas sugería que pudiera
significar graves problemas para la embajada. Había descrito una mejora general
en las relaciones entre Estados Unidos e Irán —lo cual era una valoración muy
optimista—, aunque admitía que el proceso era lento. «Todavía no es lo bastante
sustancial para capear sin apuros el impacto de la entrada del sha en Estados
Unidos.» Se refería al ascendiente que ejercían los clérigos, que «temo que
empeora el ambiente público en relación con cualquier gesto que podamos tener
hacia el sha», al que se tildaba de traidor y criminal y cuyo retorno a Irán
exigía la justicia para someterlo a juicio y, presumiblemente, incluirlo en el
desfile general hacia la zona de ejecución de dirigentes del régimen derribado.
«Teniendo en cuenta el tipo de atmósfera y de poses públicas acerca del sha por
parte de quienes controlan o influyen en la opinión pública de aquí, dudo que la
enfermedad del sha pueda tener algún efecto beneficioso en el tipo de reacción
de aquí.» En la frase siguiente contradecía ligeramente esta afirmación:
«Probablemente nuestra posición sería más sostenible si se percibiera que le
admitimos en condiciones demostrablemente humanitarias ». En otras palabras: no
les gusta pero, si el asunto se lleva con habilidad, el efecto no debería ser
catastrófico.
Fue uno entre varios factores que inclinaron la balanza en
favor de permitir que el sha fuera a Nueva York para someterse a tratamiento
quirúrgico. En octubre, Carter había sondeado a sus principales asesores acerca
de la cuestión, y la mayoría se había mostrado partidaria de dejar entrar al
sha.
—¿Qué me aconsejaréis si invaden nuestra embajada y toman a los nuestros
como rehenes? —había preguntado el presidente. Nadie le había respondido.
De
todos modos, la embajada estaba preparada para lo peor. Sólo tres días antes,
temiendo manifestaciones violentas, Laingen había ordenado que todo el personal
no imprescindible abandonara el complejo y había puesto en alerta a todo el
contingente de marines en la embajada. Pero las protestas, que se
cifraron en dos millones de personas en la cercana Universidad de Teherán, no
habían causado más que algunos grafitos con espray adicionales en los muros del
recinto. El viernes y el sábado (el fin de semana iraní) habían sido tranquilos,
y aquel domingo por la mañana se palpaba el alivio en el edificio, la sensación
de que lo peor ya había pasado.
En el momento de máximo apogeo, había habido
cerca de mil trabajadores en la embajada; en aquel momento la cifra había
disminuido hasta poco más de sesenta. Incluso en aquel estado de rebajas seguía
siendo un órgano complejo con una gran cantidad de objetivos y tareas. Laingen y
sus reducidas secciones políticas y económicas se esforzaban en proporcionar a
Washington nuevas informaciones sobre el actual estado del país. El agregado de
defensa y el personal de enlace con el ejército, recientemente organizado,
estaban escudriñando lo que quedaba de los prolongados vínculos defensivos de
ambos países, y el escaso personal de información había emprendido la ardua
tarea de convencer a Irán de que Estados Unidos no era el enemigo. La sección
consular se enfrentaba a una avalancha de solicitudes de visados que presentaba
la considerable cantidad de iraníes a los que no había que convencer: se había
empezado a crear una .la de casi medio kilómetro días antes de que el nuevo
consulado abriera sus puertas aquel verano. La CIA tenía una escasa presencia en
la embajada, tres agentes que trataban de entender las condiciones cambiantes y
de trabar amistad con cualquiera que estuviera cerca de los nuevos centros de
poder. Administrar el complejo, los edificios, los empleados, dirigir las
operaciones de seguridad y el comedor de la embajada era complicado y requería
un gran número de trabajadores, muchos de ellos iraníes. Había también
funcionarios de Exteriores que se ocupaban de los vínculos culturales; algunos
trabajaban en la sede y otros estaban esparcidos por Teherán. Era una embajada
activa, como la de cualquier país grande con un amplio espectro de intereses.
Los rostros que había en la sala de reuniones de Laingen representaban todas las
facetas de aquella operación en marcha, profesionales serios que en algunos
casos llevaban décadas trabajando en un país u otro.
Malcolm Kalp, agente de
la CIA que había llegado sólo cuatro días antes, contó al grupo que se había
reunido con David Rockefeller poco antes de abandonar Estados Unidos.
Rockefeller era uno de aquellos ciudadanos poderosos que, junto con el ex
secretario de Estado Henry Kissinger, habían presionado al presidente Carter
para que admitiera al sha. Kalp contó que Rockefeller le había dicho: «Espero
que no les haya causado demasiados problemas». Alrededor de la mesa de reuniones
de Laingen sonó la risa de los impotentes. Era evidente que aquel grupo carecía
de influencia para competir con el peso combinado de Kissinger y Rockefeller, y
las tardías palabras de preocupación del segundo sonaban falsas. Pero en la sala
eran pocos los resentidos. La mayoría de los destinados en Teherán, sobre todo
profesionales como Limbert, Tomseth, Metrinko, el jefe del grupo de la CIA Tom
Ahern y sus dos agentes, Kalp y Bill Daugherty, así como los enlaces con el
ejército y asesores, aceptaban el riesgo. A algunos les movía el patriotismo, a
otros la ambición, y a unos terceros, especialmente a los comunicadores y
empleados de plantilla de bajo nivel del Departamento de Estado, el sueldo
especial en concepto de riesgo: Teherán era un destino con un diferencial del 25
%, es decir, que se ganaba una cuarta parte más de lo habitual. Para algunos era
una oportunidad para huir de un matrimonio en crisis o de obligaciones
familiares demasiado onerosas. Muchos estaban en Teherán porque justamente
buscaban destinos exóticos o peligrosos. La tensión despertaba el espíritu de
compañerismo entre los que no se dejaban dominar por ella; hacía que el trabajo
de todo el mundo pareciera mucho más decisivo y extraordinario. Pero a algunos
sí que les atenazaba.
Algunos de los presentes en la sala preguntaban de vez
en cuando al juvenil y musculoso Al Golacinski, el jefe de seguridad de la
embajada, su parecer acerca del riesgo, mientras sopesaban si permanecer en el
puesto o dimitir y largarse. Él siempre los tranquilizaba. Golacinski creía que
habían capeado lo peor. A raíz de la violenta invasión de febrero, una banda de
hábiles pistoleros iraníes había patrullado el complejo, pero finalmente había
conseguido alejarlos. El nerviosismo no se había disipado, pero Golacinski creía
que todo comenzaba a estar bajo control. Preveía que continuarían las
manifestaciones y que podía haber atentados ocasionales y aislados: un
diplomático alemán había sido asesinado a tiros en Teherán semanas atrás. Pero
se trataba de riesgos improbables. Aseguraba personalmente a cuantos le
preguntaban que no esperaba otra invasión y les recomendaba que no pensaran en
ello. Para reforzar sus argumentos se preocupaba de mantener un aspecto resuelto
y confiado.
Precisamente aquella mañana había evitado una posible confrontación. Un
khomiteh (grupo de jóvenes armados que administraban justicia
revolucionaria en el barrio) de la ciudad había elevado una protesta porque se
había apartado un gran cartel con el retrato de Jomeini que había estado pegado
en la Puerta Roosevelt durante la gran manifestación. Golacinski había
distendido el encuentro al localizar el cartel, que se había llevado el capitán
de fragata de la Marina Donald Sharer, a quien le había parecido que quedaría
bien en una pared del nuevo bar de los marines. Golacinski lo había
devuelto y había obtenido la promesa de que no lo volverían a fijar en un lugar
donde perjudicara la visión de los guardias de la embajada. Lo contó en la
reunión matutina para demostrar que, si se sabían manejar, los enfrentamientos
podían resolverse de modo pacífico.
A continuación Limbert habló de su viaje
al sur y se comprometió a presentar un informe escrito más completo, y el debate
se centró en la manifestación del «Día de los Estudiantes» programada para
aquella mañana. Algunos de los circunstantes opinaban que aquel día había que
cerrar la embajada para evitar problemas, otros se mostraron en contra. Tomseth
quería mantener la embajada abierta:
—Si cerráramos la embajada cada vez que
hubiera una manifestación en Teherán, la cerraríamos casi todos los días
—dijo.
Esta opinión prevaleció. Se sopesó hacerse eco del día de duelo
oficial dejando a media asta la bandera de las barras y las estrellas ante la
cancillería, y se concluyó en sentido negativo. En vista del intento de robar la
bandera del palo, bajarla a media altura podía alentar otro intento. Golacinski
informó a los presentes sobre lo que cabía esperar. Ya se habían congregado
entre 150 y 200 personas ante la Puerta Roosevelt, y hasta el momento habían
mantenido el orden. Se preveía que la gran concentración reuniría a varios
elementos rivales entre los grupos estudiantiles revolucionarios, los
conservadores religiosos de diversas universidades de la ciudad, más numerosos,
y los más escasos pero mejor organizados izquierdistas centrados
mayoritariamente en la Universidad de Teherán. Como la calle de delante conducía
derecho a la universidad, durante toda la mañana no cesarían de pasar ante la
embajada nutridos grupos de estudiantes de camino a la concentración, lo cual
significaba más ruido y los cánticos y las groserías habituales. Sin embargo,
para Golacinski, la protesta «no va dirigida contra nosotros».
Para los
iraníes, Aban el decimotercero tenía una significación adicional que pasaba por
alto al personal norteamericano. Era el decimoquinto aniversario del día en que
el sha había enviado al exilio al ayatolá Jomeini.
Laingen puso fin a la
reunión con el anuncio de que, como aquella mañana tenía una cita en el
Ministerio de Exteriores, Tomseth y él iban a ausentarse unas cuantas horas.
Golacinski aconsejó a su ayudante Howland, quien acompañaría a Laingen al
Ministerio, que en el trayecto evitara las calles que rodeaban la Universidad de
Teherán.
Cuando regresaba a su despacho por el pasillo, Limbert decidió que
no iría al barbero. La visita le mantendría fuera de la oficina varias horas y
no le apetecía cortarse el pelo durante el tiempo que dedicaba al Gobierno. No,
empezaría a escribir el informe del viaje.
Michael Metrinko llegaba en aquel instante al trabajo. Hizo caso omiso a la
gente que se había congregado en mayor número que de costumbre ante la entrada
del lado este. Las manifestaciones de protesta solían intensificarse más
avanzada la mañana. Metrinko se acostaba tarde y solía ser de los últimos en
llegar. El trabajo efectivo lo hacía fuera de horario, en encuentros con
iraníes, comiendo, bebiendo, fumando y charlando, tratando de averiguar cosas.
Entendía que su trabajo consistía en aquello. Y era un trabajo
fascinante.
Para un analista de la política, estar en Teherán en aquel
momento equivalía a ser un geólogo acampado al borde de un volcán activo. Irán
había perdido momentáneamente la razón. La revolución hacía creer a mucha gente
corriente que podía rehacerse no sólo a sí misma, a su país y al mundo entero,
sino a la propia naturaleza humana. Que tales grandes designios siempre
fracasan, que la naturaleza humana es inmutable, que todo el mundo tiene una
idea distinta de la perfección: estas verdades se olvidaban durante un tiempo.
Los afectados por el principio de rectitud veían la oportunidad —incluso la
necesidad— de desherbar de impuros su nuevo y glorioso jardín. Empezó como
siempre con los dirigentes del régimen derrocado, responsables del pasado
criminal, a los que se sometió a juicios planteados como demostración de poderío
y se llevó por calles o a lo alto de tejados para fusilarlos o colgarlos. Con el
sabor de la sangre aún reciente, los ejecutores pasaron acto seguido a los que
simplemente habían colaborado con el orden anterior o sus patrocinadores o
aliados extranjeros. A continuación, conforme los antiguos hermanos
revolucionarios empezaban a disputarse el poder permanente, los asesinatos se
perpetraban en el interior.
Así estaban las cosas tras nueve meses. Varias
corrientes políticas y religiosas se habían unido en los estimulantes años
anteriores, fanáticos islamistas, demócratas nacionalistas, socialistas
europeos, comunistas apoyados por los soviéticos... Se habían aliado para
derribar al sha. Pero ya se lanzaban miradas torvas. La competencia no era
académica: era cuestión de vida o muerte. Los perdedores daban en la cárcel,
eran asesinados o paseados por las galerías de fusilamiento de los tejados,
burlados y denunciados como traidores y espías. Teherán era un caldero de
intrigas, facciones misteriosas, alzamientos, tramas y maniobras clandestinas.
Los clérigos considerados demasiado liberales morían a disparos en las calles a
manos de sus hermanos más radicales, y los considerados demasiado conservadores
eran víctimas de izquierdistas violentos. Jomeini tomaba medidas enérgicas
contra las mujeres que no acataban los nuevos mandatos sobre la hijah,
el vestido islámico tradicional. Los kurdos se sublevaban en el noroeste. Eran
las ligas principales, gente que jugaba incesantemente a la política, que se
reinventaba a sí misma y a su país, inspirándose en Marx, en Jefferson, en
Mahoma… Y Metrinko no miraba los toros desde la barrera: estaba bien metido en
el meollo. Mientras otros analizaban la dinámica de los alzamientos políticos en
bibliotecas, él las presenciaba, y aquella revolución era especialmente
fascinante y original. De vuelta a su país la describiría a sus amigos como «¡Un
caos magnífico con ríos de sangre!».
A sus treinta y tres años era todavía un
joven en el Departamento de Estado, aquel órgano burocrático pesado, misterioso
y lento que podía ser, en función del tiempo y el lugar, brillante o ciego por
completo. Era una organización que respetaba la edad y la tradición en extremo
y, si bien cultivaba la competencia mundana y preparaba a jóvenes funcionarios
como Metrinko hasta que llegaban a ser expertos en la parte del mundo que se les
asignaba, se conocía que no les prestaba atención o desconfiaba de ellos. El
Departamento se encargaba de analizar y entender las políticas y culturas
foráneas, pero cuanto más se aventuraban sus agentes, más sospechosos se
tornaban, como si distanciarse del viejo Washington equivaliera a distanciarse
de la verdad. Cuanto más se apartaban del venerado statu quo los
informes, cuanto más amenazaban la política aceptada, más fácilmente se
rechazaban. Había un miedo institucional a volverse nativo.
Metrinko lo sabía
pero no se dejaba intimidar. Se estaba trabajando Irán. Era ambicioso, pero no
eran la promoción ni el sueldo lo que ambicionaba. Sus ambiciones eran
intelectuales y personales. Había nacido en una pequeña población de
Pensilvania, en el seno de una familia de excéntricos. Los Metrinko eran
propietarios de un complejo de pisos que contenía una taberna enorme y estaba
lleno de recovecos, con más de cincuenta habitaciones en Olyphant, población
minera situada a hora y media de Filadelfia en dirección norte. Estar rodeado en
la infancia de los inmigrantes y viajeros que pasaban por el hogar familiar
había ampliado sus horizontes, y de mayor se sentía más cómodo en el extranjero
que en ninguna otra parte. Tenía ojos grandes y azules y una frente amplia, con
los rasgos anchos de sus antepasados eslavos de Pensilvania. Un bigote le
enmarcaba en parte los labios carnosos. Las grandes gafas de montura metálica
eran elegantes, pero el pelo castaño bien cortado no respondía a la moda más
enmarañada del momento. Metrinko hacía las cosas a su manera. Era corpulento
pero fuerte; practicaba judo con un policía iraní, si bien los ejercicios
físicos no compensaban ni por asomo las charlas nocturnas acompañadas de
abundancia de comida, vino y tabaco. En aquellas ocasiones hablaba con un tono
particularmente orgulloso y preciso y construía frases largas y complejas,
pulidas y relucientes, como si las hubiera puesto por escrito de antemano y las
hubiera memorizado. Parecían comentarios pronunciados entre chupadas de pipa
largas y reflexivas, salvo que el vicio de Metrinko eran los cigarrillos, que
fumaba habitualmente. A veces le costaba disimular su impaciencia con los demás,
lo que podía darle una apariencia elevada y superior. Tenía trato a diario con
iraníes que sabían menos que él sobre su propia historia y lengua, y con
norteamericanos, tanto en Teherán como en el lejano Washington, la mayoría jefes
suyos, que carecían de sus conocimientos lingüísticos, experiencia en el país y
absoluta concentración en el trabajo. Estaba acostumbrado a ser el que más sabía
acerca de cualquier tema que se tratara.
Tal y como lo imaginaba, Irán era
más o menos del tamaño de un gran estado de su país. Tenía unos cuarenta y seis
millones de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales no tendrían el más
mínimo papel en las decisiones que afectaban al destino del país. Las decisiones
las tomaba, al igual que en cualquier estado del país o en cualquier nación
pequeña, una parte diminuta de la población, la educada y bien relacionada.
Suponía que, en un país del tamaño de Irán, era en teoría posible conocer a la
mayoría de esta gente. Había reunido centenares de nombres y perfiles, una
enorme red de conocidos. Prefería no reunirse con esta gente en sus despachos
sino en restaurantes, o en sus casas, donde se relajaban y decían lo que
pensaban de verdad. Y no podía resultar nada malo de desahogarse con Michael
Metrinko, puesto que sus informes jamás se publicaban dentro ni fuera de Irán.
Era una esponja y un contacto valioso. Ofrecía a los demás una caja de
resonancia perfectamente neutral y considerada. Sabía escuchar, hacía preguntas,
sintonizaba y casi nunca discutía, a menos que fuera para desarrollar mejor los
sentimientos y las ideas del interlocutor. Es raro encontrar una persona
así.
La mayoría de empleados norteamericanos en el extranjero vivía en
burbujas estadounidenses de construcción meticulosa, seguros en el interior de
los muros del recinto de la embajada o en casa, en compactos grupos de pisos,
junto a los compañeros de trabajo. Compraban los alimentos habituales de su país
en la cantina de la embajada, siempre bien surtida, miraban la televisión
estadounidense y en las horas libres salían con otros empleados. Metrinko no.
Era lo contrario a aquel tipo de funcionario del servicio diplomático: un hombre
plena y confiadamente inmerso en la cultura del país. Conocía muy bien Irán
después de haber trabajado en el país, intermitentemente, durante tres años en
el Cuerpo de Paz antes de ingresar en el Departamento de Estado. Se enorgullecía
de su capacidad de integrarse. Era su talento peculiar. Para los demás
compatriotas de la embajada era un solitario, un excéntrico, y hasta un tanto
elitista. Joan Walsh, secretaria de su sección, le consideraba extraño, un
hombre que disfrutaba pasándose toda la noche fumando tabaco aromático con una
pandilla de mulás. Más que de cualquier otro lugar donde hubiera trabajado
—Siria e Israel—, Metrinko se había enamorado de Irán, de su lengua, de los
bazares, de las costumbres pintorescas y distinguidas, de la comida, del arte y
del espíritu. Las salidas para cenar eran una oportunidad para mostrar su
pasión, especialmente rara en un estadounidense, y a menudo se prolongaban hasta
altas horas de la madrugada.
Aquella mañana fue el último en llegar, pero no
dejaba de ser mucho más temprano de lo habitual. Había programado la alarma para
las ocho. Dos hijos del ayatolá Mahmud Taleghani, que se había encargado de
dirigir las oraciones del viernes y había muerto en circunstancias sospechosas
semanas antes, habían instado a Metrinko a reunirse con ellos aquel domingo
temprano. Estaban convencidos de que a su padre, un personaje reverenciado en
Irán —la calle que discurría ante la embajada acabaría por llevar su nombre—, le
habían matado clérigos leales a Jomeini, pero no había pruebas. Nadie sabía a
ciencia cierta qué sucedía en Teherán, pero se suponía que Jomeini estaba
rodeado de hombres —a veces llamados «el Departamento»— que movían los hilos
entre bastidores. En Teherán estaba el Gobierno provisional, encabezado por
Bazargan, que estaría al mando hasta que se redactara una constitución. De
redactarla se ocupaba la Asamblea de Expertos, constituida por miembros selectos
del Consejo de Mando Revolucionario, pero detrás de todo ello había otras capas
de poder y relaciones, confusas facciones, tramas y maniobras que nadie conocía
del todo. Taleghani era la víctima destacada más reciente de estas aguas
traidoras y cambiantes. Había abogado por mantener separados la Mezquita y el
Estado, concepto al que se oponía el imam. Al ser una persona tan respetada, su
opinión resultaba peligrosa. La familia insistía en que el clero había
orquestado el asesinato, pero no había nada seguro. Recurrían a él. Uno de los
hijos, Mehdi, había dicho que se disponía a salir del país para reunirse con
Yasir Arafat, el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
A Metrinko le sorprendió y complació un poco que Mehdi y su hermano quisieran
consultárselo. Una conexión en la OLP representaría un añadido intrigante en su
nuevo informe.
Así que Metrinko no hizo mucho caso de la multitud que tuvo
tan cerca aquella mañana. No era más que la plebe de costumbre, jóvenes
barbudos, mujeres con mantos negros holgados, ancianos con barbas blancas y
dientes manchados, la mayoría con carteles en la mano, entonando consignas
triunfales y llenas de odio, sacudiendo los puños al aire, quemando banderas
estadounidenses y muñecas gigantes del presidente Carter y otros dirigentes
occidentales: el habitual ruido de fondo. Metrinko no subestimaba lo que eran
capaces de hacer aquellas masas: había estado en Tabriz durante los disturbios
que siguieron a la partida del sha y había visto los cuerpos colgando de
árboles. Había estado cerca de semejante destino. Pero «la chusma» le inspiraba
más desprecio que miedo. A su parecer, no eran más que instrumentos de hombres
más poderosos.
Al entrar en el complejo verde y relativamente tranquilo le
recibió el habitual aroma de pino. Subió por la escalera trasera de la
cancillería y por las que conducían a su despacho en el segundo piso, donde se
sirvió una taza de café, encendió otro cigarrillo y esperó la llamada de los
guardias que le informara de la llegada de los hermanos Taleghani. Aquel día
tenía la agenda llena. Después de reunirse con los hermanos, un funcionario de
la Universidad de Teherán pasaría a recoger un pasaporte. Metrinko había
planeado comer con unos amigos de Tabriz, entre los que se contaba el alcalde de
la ciudad. Un antiguo compañero de habitación del Cuerpo de Paz estaba en la
capital y habían quedado para cenar. Al mirar a través del plástico lechoso por
encima de los sacos de arena de la ventana, se sobresaltó al ver que unas
personas trepaban por los muros de la parte delantera, a unos quince
metros.
Se imaginó la tarea a la que se enfrentaban los guardias de la
embajada y observó divertido el avance apresurado de los manifestantes por el
patio delantero.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al primer capítulo
del libro de Mark Bowden, Huéspedes del Ayatolá. La crisis de los rehenes en
Teherán (RBA, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a
RBA
Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto
en Ojos de Papel.