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Rumbo a Chiapas con los herederos del ‘Che’
Por Ivan Puig, martes, 5 de septiembre de 2006
Como todo buen libro de viajes se recrea en las vivencias del autor, en resaltar las maravillas geográficas e históricas del paisaje recorrido, pero se centra también y sobre todo, en el paisaje humano, en la historia presente. A medida que avanza la narración el autor va transformándose, a medida que descubre la historia contemporánea o, mejor dicho, las numerosas historias que se entrecruzan, y que van dotando al narrador de una clarividencia, una sensibilidad y un acercamiento crítico con aquellos que provocan la pobreza y el dolor entre la gente humilde. En este aspecto es mucho más que un libro de viajes, puede decirse que el autor tiende un camino nuevo entre sociedades, un camino de inteligencia, de confraternización, de reencuentro festivo entre sociedades que tienen mucho que aportarse mutuamente. Está naciendo un concepto nuevo en las relaciones entre individuos y sociedades que pide a gritos generosidad, justicia y cooperación.
Con el efecto Teotihuacán en la cabeza y tras una tranquila tarde de lectura, intuí que empezaba el punto álgido de la aventura, pues el siguiente despertar sería en un autocar rumbo a San Cristóbal de las Casas, en el corazón de Chiapas.
Me encontraba tumbado en la cama analizando a fondo mis impresiones, inmerso en un viaje que años atrás hubiera supuesto una auténtica quimera, y era gratificante aplicar una mirada crítica a la situación, sentirme casi sin dinero, alejado de Barcelona y de todo lo mío, pero dispuesto a no vacilar. Por primera vez en la vida, a pesar de que parezca contradictorio, mis principios determinaban mi proceder. Ocurría como en The Rounders, donde Matt Damon acababa la película con una angustiante moraleja: he nacido jugador, no puedo renunciar a lo que soy. Se trataba, por un instante, de observar más allá del entorno, atravesar las ilusiones y darme cuenta, como decía Miquel Martí i Pol, de lo mucho que me aproximaba al proyecto de mí mismo.
Viajar demanda pasión, pero también conocimiento. El sentido común siempre me ha dictado la eterna necesidad de averiguar el factor diferencial de los espacios del mundo. Sin duda la distinción ya estaba hecha, y para este viajero ese factor diferencial son las personas.
El paso por Londres marcó mi devenir más de lo que pensaba. Era demasiado joven y perseguía los anhelos de los demás. Creía que deseaba lo que quería, y en realidad sólo deseaba querer. En Inglaterra comprendí que el Tower Bridge podía ser precioso, sin embargo, no entender a la gente, no gustarme el pan con mantequilla tres veces al día, no estar motivado por ir a ver Cats y no saber jugar al “pool”, eran circunstancias que traspasaban el mero significado del placer.
Mi memoria, que en mis años de adolescencia intentaba vincularse con desesperación a mi identidad, exigía la verdad desligada de la burbuja occidental. Por eso fui a Argentina.
Plantear un viaje representa por tanto una responsabilidad muy grande. El lugar que conocemos es por el que transitamos a diario, naturalizamos sus maravillas y las olvidamos sin piedad. El otro lado, llamado viaje, oculto y misterioso, marcará una idea global del espacio en que habitamos.
Aterricé en Argentina por razones comunes, Mafalda, el fútbol... Y volví a emprender el trayecto por motivos muy distintos, Patricia y la esperanza de encender una luz capaz de guiarme hacia la concepción genérica de un mundo con más paredes que las cuatro de
Barcelona, aunque Buenos Aires no tuviera una Sagrada Familia.
Entre las dos estadías en el país del Cono Sur, me enrolé en un proyecto internacional de reconstrucción de poblados indígenas. La fortuna y un sorteo amañado por alguien que no quería ir a Centro América, me condujeron a Guatemala, y fue allí cuando topé con Fabio, el de las milanesas de soja, Nina y Pablo. Porteños y soñadores, ellos sí creían en las utopías, tal vez porque la crisis argentina les había obligado a ello, o, sencillamente, porque poseían la esencia de la valentía.
En los últimos tres años habían ahorrado para emular el recorrido del “Che”, con el propósito de cerciorarse de las condiciones de vida de todos sus hermanos latinoamericanos. Así recalaron en Guatemala, a los once meses de su partida en ómnibus desde Buenos Aires, ansiosos por llegar a Chiapas, donde la misma organización que tiempo después me acogió les diera la oportunidad de adentrarse en las comunidades zapatistas.
Eran personas humildes, nunca se rodeaban de nada espléndido y su discreción contrastaba con su generosidad. La noche de las presentaciones, en Quetzaltenango, segunda ciudad de Guatemala en número de habitantes, ratifiqué el valor de la humanidad. Lejos de asemejarse a los clásicos fantoches que emplean la palabra “amigo” con suma ligereza regalada a cualquiera, se comportaban conmigo con absoluta naturalidad, como si fuera uno más. Su actitud no mantenía relación con la hipocresía narcisista y egoísta tan habitual en
los cánones convencionales que tratan de imponer las normas sobre cómo ejercer de buen anfitrión. Era una postura espontánea, menos armada. Convertían tres platos de acelgas en cuatro, así de simple. Y odio las acelgas, pero me las comía con un placer mezcla de admiración y con un pedacito de ajo que escondía en la otra mano para mitigar el sabor.
Gracias a su presencia pude entender qué significaba estar en familia teniéndola a diez mil kilómetros, más cuando amaba con locura a los míos.
Con ellos descubrí los grandes movimientos sociales que en América Latina clamaban por trabajo, dignidad y cambio social. Así mismo me relataron varios pasajes de la vida de aquella leyenda de nombre Ernesto y de apellido Guevara, conocida como (el) “Che”.
Llenar líneas y líneas sobre la vida y milagros del rosarino sería bastante estúpido, hay decenas de libros magníficos escritos e ilustrados por señores que conocen millones de veces mejor la historia, y, como siempre en estos casos, el testimonio de los anónimos que lo rodearon es la verdadera expresión de los sueños construidos desde la realidad.
Con Nina jamás nos pusimos de acuerdo al conversar acerca del estado actual de la Revolución Cubana, pero sobre el mito de la boina calada no había dudas. Una noche, en Buenos Aires, semanas antes de mi partida hacia México, entre bostezos y mate, mientras leía un fragmento que narraba la emboscada y posterior ejecución del “Che”, ese fatídico 9 de octubre de 1967 en la Higuera, Nina me explicó el terror que sintió al pasar por los controles militares de la selva Lacandona, y cómo esa sensación de angustia fue la que le hizo continuar. Si nos detiene el miedo siempre tendremos que mirar atrás, dijo de forma elocuente. Al fin y al cabo el mismo sentimiento indujo al “Che” a marcharse a Bolivia, renunciando a su Ministerio de Industria en La Habana, para luchar por la liberación de sus
hermanos. Es probable que si siguiera vivo, o no le hubieran asesinado tan pronto, este irreverente planeta llamado Tierra no sería el qué es y Marcos no existiría y yo no estaría allí.
Ernesto Guevara cayó porque ostentaba la fuerza, el carisma y el valor suficientes para hacer del mundo un lugar distinto, más justo y digno. Menuda incongruencia.
Lejos de pretender esbozar un alegato revolucionario, quiero destacar el sentido común que ha impulsado a tantos hombres a morir por sus convicciones. Algunos pasaron a los anales de la historia con apodos tan emblemáticos como “Che”; (otros lo hicieron de forma anónima). Cientos de hombres lo hicieron de forma anónima. Sin ellos, las causas justas no hubieran visto la luz, y la esperanza de los pueblos se vería reducida a los escombros que descuidaron a su paso los opresores que no creyeron ni creen en la libertad. Asombra contemplar cómo nadie ha desplegado el carisma para volver a cargar el fusil que un buen día depuso “el loco de la boina calada”, a quien admiro desde que pude ver sus imágenes inéditas. En unas excelentes instantáneas editadas por Perfil, Ernesto Guevara arrastraba carretillas, manejaba tractores y predicaba con el ejemplo, cuando ya era ministro, entre los que siempre consideró sus hermanos. Durante un viaje jamás me acostumbraba a la sensación de vértigo que me invadía al desplazarme con rapidez meteórica de un sitio a otro.
Casi sin estar habituado a los olores del DF, cerraba la mochila para dirigirme a Tapo.
Desde hacía tiempo había decidido recibir los despertares con suma y prudente tranquilidad, porque consideraba indispensable iniciar el día relajado. Atrás quedaban los años de matutino estrés universitario, cuando me presentaba en clase con los calzones por encima de los pantalones, la pasta de dientes en la mejilla y los libros de mi hermana.
Aquella jornada apliqué la apacible rutina: no la de la pasta de dientes, sino la de los despertares con suma y prudente tranquilidad. No me imagino al galope por Ciudad de México con los libros de mi hermana y con su secador de pelo a modo de maquinilla de
afeitar.
Camino a Tapo desayuné. Mi falta de creatividad entrañó que los bollos y el café fueran una vez más los mejores aliados. Ya en la terminal, comenzó la batalla de miradas orientada a situarse en la mejor posición para subir al autocar. Los asientos no estaban numerados y había que prestar atención, dado que dieciocho horas de viaje bien valían una buena planificación previa para procurarse un lugar confortable. A mi alrededor sólo veía mexicanos, que parecían expertos contrincantes en estas lides. Y así fue. Toda mi táctica de nada sirvió. Aparcó el vehículo y no lo identifiqué; ascendieron los ocupantes y no me di cuenta; incluso el conductor pasó por delante de mí, y yo, acomodado en una especie de sillón victoriano, casi necesité que mencionaran mi nombre por megafonía para apercibirme de la situación.
Subsanado el error, dentro de la pirámide con ruedas que no evocaba a ningún astro, aprecié que se habían vendido todas las entradas para la sesión. Espero que no se tercie el overbooking, pensé. Tampoco había acomodador ni me dio tiempo a comprar palomitas, la película estaba a punto de empezar. ¡Con lo que me molesta perderme los trailers y la publicidad previa!
Mi desconcierto se produjo cuando, al avistar el fondo del vehículo, di con un espacioso sitio, en que ponía mi nombre, que permanecía libre. Al lado, una anciana mexicana que, aparte de roncar, resultó ser entrañable.
Horas más tarde, agotadas todas las reflexiones y mareado de leer, se inició la incesante peregrinación de pasajeros hacia la parte posterior del autocar. Junto a nosotros, en el extremo del pasillo, una puerta: el baño, lavabo, “toillette”.
Me consolé pensando que el asiento me había elegido a mí y no al revés. Mentira. ¿Qué problemas comporta viajar al lado del espacio al que, tarde o temprano, todos los ocupantes del ómnibus acudirán para evacuar? En esencia dos: uno en obvia relación con el hedor; el otro, producto del infortunio, acaecía por culpa del pasador de la puerta que estaba estropeado.
En la primera de las tres paradas anunciadas, en tierra de nadie, compré una bolsita de caramelos extra mentolados. En el envoltorio se podía leer una inscripción que anunciaba: los que pican. Y si en México se publicita un comestible como picante, desde luego lo es. Imaginé que si tomaba un dulce cada cierto tiempo, no recordaré la marca, pues estaban muy malos, solventaría la repulsiva pestilencia. Reconozco que la táctica era poco científica y un tanto “avestruz”, basada en ocultar la cabeza para no verlo, cambiar un olor por otro. Pero... había que ser resolutivo, ¿no?
El segundo de los problemas lo solucioné con pragmatismo de sábado por la noche en el sofá de Barcelona, cuando un ingenioso señor de la tele salvaba semana tras semana a la humanidad con dos alfileres y un mondadientes. Bueno, lo mío parecía mucho más sencillo, tan sólo consistía en colocar el zapato contra la puerta para sostenerla (llegamos ya al quid de la cuestión, prometo no alargarme con la historieta). Sin embargo, lo más complejo de lograr era la solidaridad de mis colegas de travesía, porque cada vez que alguien usaba el baño el invento se iba al garete y el zapato a Prusia. Ni corto ni perezoso, tras cinco o seis despertares virulentos debido al portazo correspondiente, me levanté, me situé en el centro del autocar, y di un pequeño curso teórico—práctico a todos los espectadores de la sala con una tesis bien clara: “usos y desusos del zapato y la puerta”. Funcionó. Una nueva experiencia docente exitosa.
Aquel suceso, tras la vuelta a mi privilegiado lugar, originó el principio de una amena conversación con mi vecina de viaje, que se llamaba Roselia y acababa de cumplir 71 años.
Roselia, hija de indígenas, nació en el noroeste del país, en Pátzcuaro, un pueblo autóctono situado a unos 350 kilómetros de Ciudad de México, y hacía unos meses se había mudado a la capital. Durante las tardes paseaba con su perrita por las calles céntricas de la ciudad, y, en cambio, por las mañanas regaba las plantas y aprendía a pintar en casa de una amiga.
Su marido, Juan, había trabajado en la construcción. En el ‘89, un lunes cualquiera, se cayó de un andamio y se mató. Desde aquel día el corazón de Roselia se apagó para siempre y vagaba por la vida con infinita tristeza, con el recuerdo de aquellos maravillosos tiempos y el aroma a frutos secos que tanto le evocaban los momentos compartidos con Juan en la hacienda de los señores Torres, donde convivieron varios años.
Cada seis meses, esta mujer de ojos callados realizaba la travesía a San Cristóbal de las Casas, ciudad en la que residía Raúl, el único hijo habido del matrimonio que proclamó su amor durante tres décadas. El joven se trasladó a Chiapas al aceptar un trabajo en la capital de la región, Tuxtla Gutiérrez, y disfrutaba en San Cristóbal de sus vacaciones junto a unos amigos.
La conversación duró hasta que Roselia se durmió, circunstancia que aproveché para secundar la moción. Estaba tan cansado que no advertí la segunda de las paradas anunciadas.
Me desperté de repente y no sabía dónde nos encontrábamos. Algo sucedía. Nos habíamos detenido dos horas antes, por tanto, aquello no podía ser un nuevo alto en el camino. Las puertas del autocar se abrieron y seis señores uniformados entraron. Pensaba en lo que semanas antes me había dicho Nina en Buenos Aires acerca del miedo: me enfrentaba a mi primer control militar de carretera “autorizado” y estaba muy asustado. Nos pidieron el pasaporte a todos, uno por uno. Transcurridos unos minutos, sin más incidentes, el viaje continuó. No cabía duda, habíamos rebasado la frontera. Nos adentrábamos en Chiapas.
La presencia militar era masiva. El 1 de enero de 1994, hartos de sentirse marginados y tras el estallido que supuso la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, los campesinos, recogiendo el testigo del legendario guerrillero Emiliano Zapata, tomaron las armas. Así nació el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional).
Los miembros de este frente revolucionario, compuesto en su mayoría por pequeñas familias pobres, se sublevaron contra el destino marcado por unas míseras vidas y reaccionaron contra un tratado que consideraban “obsceno”, que los marginaba todavía más del sistema y que los aplastaba sin piedad, quedando desamparados y abandonados a su suerte.
Aquellos estigmas insurgentes pasaron a la historia como el primer gran movimiento que se rebeló contra la globalización. Debido a su situación insostenible –más de 90 de las 110 comunidades chiapanecas se hallan dentro de la categoría de “extrema pobreza”—, ocuparon cuatro ciudades importantes del estado, entre ellas San Cristóbal de las Casas.
En el cómputo global de la población mexicana, los indígenas representan el diez por ciento. Chiapas vive una situación especial, puesto que esa cifra aumenta hasta el treinta. Marcos, que no es natural de la región, se situó al frente de la guerrilla como figura mediática.
Tras visitar la selva Lacandona y tal como él argumenta en sus propias disertaciones, comprobé que, en efecto, el zapatismo va mucho más allá del subcomandante. Marcos es el referente de miles de Marcos, y, en las comunidades, entendí el verdadero significado del pasamontañas, del hombre sin rostro. El auténtico sentido de la palabra “identidad”. Ser invisibles para ser al fin visibles.
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NOTA: Este texto corresponde a un capítulo del libro de Ivan Puig que lleva por título El legado de las utopías. Un viaje desde Buenos Aires al corazón de la selva Lacandona (Ediciones Carena, 2006). Queremos agradecer al director de Edciones Carena, José Membrive, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.