Estas circunstancias son determinantes en la concepción y el enfoque del
libro. El Trotsky que acaba de ser expulsado, que había sido uno de los grandes
protagonistas de los acontecimientos que dieron lugar y consolidaron la
República de los Soviets, constituía el foco de referencia fundamental de la
oposición interna, dentro de los partidarios de la revolución, frente al grupo
de poder encabezado por Stalin en el partido comunista. Tras la muerte de Lenin,
en enero de 1924, después de un largo interregno como consecuencia de la
enfermedad que acabó con su vida, en el otoño de 1924 se puso en marcha una
formidable campaña contra el presumible sucesor del indiscutible caudillo de la
Revolución de Octubre. Inicialmente, la troika compuesta por Stalin,
Kamenev y Zinoviev, y más adelante el primero de ellos, aprovechando en parte
los achaques del propio Trosky y su desprecio por la política menuda, fueron
comiéndole el terreno, relevándole de sus importante cargos de Comisario de
Guerra (1925) y arrinconándolo en la administración hasta acabar por expulsarle
del partido en 1927. Un poco más tarde, en 1928, se produjo el mencionado
confinamiento en Asia Central, medida que no satisfizo a las autoridades porque
continuó desde allí su actividad política, lo que llevó a su
expulsión.
En este contexto de persecución personal, de distorsión de su
papel en la Revolución y en la Guerra Civil, de difamación de su actuación
política, ataques todos ellos sustentados en unas supuestas traiciones a Lenin,
fue alumbrado y redactado el volumen. Aparte de la etapa de la infancia y la
adolescencia, que describe con cierta distancia y frialdad, la obra es un
alegato en defensa de sus posiciones y de la actividad desarrollada como un
profesional de la revolución. Desde una orgullosa autonomía individual en el
campo del análisis político a la hora de extraer sus propias conclusiones,
sostiene, aportando incontables pruebas, la coincidencia casi completa con las
valoraciones de Lenin a lo largo del periodo de más de veinte años en que
mantuvieron relación, sin por ello obviar las discrepancias, algunas de cierto
calado, que en ocasiones les separaron temporalmente, pero siempre en la
perspectiva de quienes luchaban por un objetivo común, sobre cuya estrategia
general estaban de acuerdo.
Aparte del drama de la vida de un político
de la revolución, el lector encontrará en esta obra numerosos retratos de
personajes, reflexiones teóricas, análisis y manifestaciones que estremecen por
su rotundidad
No tiene empacho en reconocer, entre otros, errores
como la defensa de la posición menchevique y el respaldo de una reconciliación
con los bolcheviques tras la división de 1905, tampoco el desacierto de su
planteamiento de paz sin negociación en los tratos con los imperios centrales en
1917-1918 para poner fin a las hostilidades. En justa correspondencia, Lenin le
dio la razón a su tesis de la “revolución permanente”, lo que significa
reconocer la oportunidad perdida en la revolución de 1905, momento en que
Trotsky alcanzó un protagonismo excepcional en la jefatura del soviet de San
Petersburgo. En contraste, destacan la confianza que el líder le dio para
ponerse tanto a la cabeza de la delegación soviética en las negociaciones de
Brest-Litovsk como al frente del naciente Ejército Rojo, que organizó Trosky
desde sus mismas bases, y la dirección de las operaciones en la larga y atroz
Guerra Civil, periodo decisivo para consolidar una Revolución que estuvo a un
paso de naufragar por la presión exterior.
En el periodo final de su
vida, Lenin comprendió el significado de la degeneración burocrática encabezada
por Stalin y se propuso liquidarlo políticamente, nombrando a Trotsky sucesor,
pero la enfermedad del primero, la habilidad para la intriga del segundo y la
inmensa capacidad del tercero para labrarse enemigos, frustraron los planes de
Lenin. La explicación de Trosky de las razones de por qué el poder se le escapó
son rebuscadas, las enmarca en un proceso de reacción dentro de la revolución,
de declinar del impulso revolucionario y de los intereses pequeño burgueses de
la nueva casta dirigente, de la que Stalin no sería más que una expresión, algo
que entra dentro de la lógica de quien cree que existen “leyes racionales de la
historia”.
Lo cierto en todo esto es que Trosky representaba un
formidable obstáculo para los designios de Stalin y sus verdugos por su
prestigio, por la capacidad de arrastre sobre una gran parte de la masa del
partido y, particularmente, porque realmente era el heredero del leninismo. Sin
embargo, como el propio Lenin manifestaba en su testamento, el gran defecto de
Trosky era el exceso de confianza en sí mismo, lo cual, unido al desprecio que
sentía hacia Stalin por considerarle mediocre e incapaz, labró su tumba política
y personal.
Aparte del drama de la vida de un político de la revolución,
el lector encontrará en esta obra numerosos retratos de personajes, reflexiones
teóricas, análisis y manifestaciones que estremecen por su rotundidad, como la
siguiente: “el sentimiento de primacía del todo sobre las partes, de la ley
sobre el hecho y de la teoría sobre la experiencia personal empezó a
desarrollarse en mí desde muy temprano y no ha hecho más que afirmarse con el
transcurso del tiempo”. Declaraciones como esta, unidas a sus afirmaciones sobre
el uso de la violencia física como instrumento de progreso, de que la revolución
es como una guerra a muerte o la expresión de su admiración por la labor de
Dheshisky en la Cheka, representan claramente que la monstruosidad que fue el
sistema comunista no es producto de la adulteración estalinista sino
consecuencia de la propia doctrina revolucionaria y su concreción en la
dictadura del proletariado, cualquiera que fuera el conductor de la misma. Los
ejemplos en otros “paraísos comunistas” (China, Corea, Cuba, Vietnam,
Camboya,...) no hacen más que confirmar este nefasto rumbo.