¿Les parece poco creíble un escenario así? ¿Mucho menos creíble una
California gobernada por Arnold Schwarzenegger? ¿Mucho menos creíble que los 13
millones y medio de votos que auparon a Hitler a la cancillería alemana? ¿Mucho
menos creíble, en fin, que lo que realmente sucedió, que los norteamericanos
reeligieran para un ¡tercer mandato! al carismático Franklin Delano Rooselvelt,
que les prometía hacer todo lo posible para mantenerlos alejados de la odiosa
guerra europea, pero que no se recató de presentar, en plena campaña electoral,
el primer proyecto de ley de servicio militar obligatorio en tiempos de paz en
la historia de los Estados Unidos?
Desde luego Lindbergh nunca fue el
candidato del Partido Republicano, pero sí fue miembro activo del comité América
Primero, fundado en octubre de 1940 para oponerse a las políticas
intervencionistas y promover el aislacionismo norteamericano. En alguno de los
discursos que realizó para ese comité, y que este libro recoge en un apéndice
documental, acusó a los judíos norteamericanos de empujar a los Estados Unidos a
la guerra. Durante los años 30 realizó numerosos viajes a Alemania,
probablemente como espía norteamericano, pero lo cierto es que en uno de ellos
fue condecorado con la Cruz de Servicio del Águila Alemana, un medallón de oro,
primorosamente decorado con esvásticas, con que el Reich galardonaba a los
extranjeros que merecían su admiración.
Lo que realmente hace verosímil la
reconstrucción de un tiempo pasado, no es tanto el trasfondo histórico como el
conjunto de los pequeños detalles y vivencias que conforman la vida cotidiana,
en un momento y en una época
No me extrañaría nada que la familia Lindberg demandase a
Philip Roth. Para quienes no estamos especialmente interesados en la historia de
la aviación, va a ser muy difícil que dejemos de pensar en él como en el
presidente de los EE.UU. que se reunió con Hitler en Islandia durante la Segunda
Guerra Mundial, pactando una neutralidad poco brillante. Además Roth no carga
las tintas ni cae en el esperpento: la Norteamérica de la administración
Lindberg no es una dictadura fascista con saludos miliares y campos de
concentración. Es una republica muy conservadora y discretamente racista. Una
familia judía puede encontrarse de repente con que no está disponible la
habitación de hotel que reservó con semanas de antelación, como podría pasarle,
casi en cualquier época, a una familia negra. Los agentes federales vigilan a
quienes muestran su oposición muy a las claras, incluso pueden hacerles perder
su empleo. Nada que no les haya sucedido realmente a muchos ciudadanos durante
los años de la caza de brujas. Roth nos apabulla con un bombardeo de datos y
personajes, ora reales, ora imaginarios, tejiendo una madeja inextricable de
ficción y realidad que resulta, tanto en su planteamiento como en su desenlace,
que procuraré no destriparles, absolutamente convincente, quizá peligrosamente
convincente (si me permiten la queja resabiada de quien se gana la vida
enseñando historia a adolescentes, siempre prestos a dar crédito a una buena
conspiración).
Por otra parte, lo que realmente hace verosímil la
reconstrucción de un tiempo pasado, no es tanto el trasfondo histórico como el
conjunto de los pequeños detalles y vivencias que conforman la vida cotidiana,
en un momento y en una época. Quizá uno de los grandes aciertos de esta novela
es que el autor le presta su pasado y hasta su nombre al narrador. La obra se
presenta como las memorias de un individuo llamado Philip Roth que en 1940 tenía
siete años (como el Philip Roth autor nacido en 1933) y que vivía en Newark,
Nueva Jersey, en el mismo piso de una pequeña casa “de dos familias y media”, en
el mismo barrio ocupado por familias judías de clase media baja en el que se
crió el verdadero Roth.
No se trata de ajustar las cuentas de una
infancia marginada e infeliz, porque, al parecer no fue ni lo uno ni lo otro. Al
menos, no especialmente: “no hay infancia sin terrores” dice una de las primeras
frases de esta novela. El miedo a bajar a la penumbra del sótano cuando tenemos
que hacer un recado, la angustia de oír los lamentos del vecino moribundo, la
dolorosa intuición de que nuestro padre no es el hombre más inteligente, ni el
más fuerte. Todo ello cuando tenemos la inmensa suerte de que la historia sea un
fondo más o menos aburrido o, por lo menos, lejano, de que el aparato de radio
no se convierta, como le ocurrió al pequeño Philip, en el oráculo de nuestra
infelicidad