Pero no sé muy bien si escogiendo sin más ese principio ético para darle
carácter al libro, también he sido injusto con esta obra, no escrita exactamente
acerca de la memoria histórica, aunque sí se inscriba en la catarsis
actual sobre su recuperación —que intentan en vano contrarrestar falsificaciones
como las escritas febrilmente por personajes como Pío Moa o el esenio
contemporáneo César Vidal—, sino pura y simplemente acerca de aquella virtud o
pasión que alienta en ciertos corazones humanos, llamada simplemente heroísmo.
Porque el excelente crítico y ahora novelista que es José Luis Losa (1), nos
cuenta lo que se suele llamar una “historia oculta” de coraje, generosidad y
entrega, bajo el pretexto de la rivalidad de dos personajes clave en la historia
de la izquierda clandestina durante la dictadura franquista.
La clave
argumental de la narración reside en las mutuas acusaciones de culpabilidad
acerca de la detención, caída, tortura, defenestración, proceso y ejecución por
fusilamiento en contra de todas las leyes escritas y no escritas de la justicia,
del militante del Partido Comunista de España Julián Grimau. Santiago Carrillo
sería el gran culpable —como ya acusaba la Autobiografía de Federico
Sánchez publicada tras la salida de la disciplina del Partido de quien fue
durante muchos años su principal responsable clandestino en España, Jorge
Semprún—, de la muerte de Grimau, por haber enviado a España a una persona
marcada por un pasado de comisario policial durante la Guerra Civil. Tal
irresponsabilidad, según Semprún, motivó la falaz, inicua y desalmada campaña de
prensa contra Grimau, antes de ser asesinado, organizada por el entonces
Ministro de Información Fraga Iribarne, y respaldada por todo el Consejo de
Ministros presidido por Franco.
El libro constituye una impagable
recopilación de historias hasta ahora dispersas, publicadas en algunos libros
fundamentales para entender la historia del Partido Comunista de España en la
época franquista
La segunda en cuestión, según confesión espontánea de
Carrillo al autor Caza de Rojos (“el gran culpable de la detención de
Grimau fue Semprún”, pág.464), resultaría reo de abandono de su puesto en un
momento clave de la lucha contra la Dictadura, a petición, “en un ataque de
histeria desbordada” protagonizado ante el Secretario general del
Partido, de Colette Leloup, compañera y después esposa de Semprún, lo cual
habría motivado su sustitución por alguien marcado a fuego como Julián Grimau.
El propio José Luis Losa zanja el problema concluyendo con enorme probidad al
final de su libro, algo que no deja de ser evidente: que a Julián Grimau, al fin
y al cabo, quien lo ejecutó fue un Régimen que seguía imponiendo su autoridad en
1963 recurriendo a las fuentes de su "ilegitimidad de origen": el derramamiento
de sangre.
Ambos antagonistas, que “parecen” —repito— los verdaderos
protagonistas del libro, libraron sus propias batallas personales reinventando a
diario su personaje en busca del poder absoluto en el partido el primero —hasta
conseguir la dimisión de Dolores Ibárruri tras el estrepitoso fracaso de la
mítica Huelga Nacional Pacífica, impulsada por el propio Carrillo (“para pactar
finalmente con la burguesía establecida, aún a costa de traicionar a sus
principios”, p. 284)—, y de la gloria literaria y social el segundo (“un alto
estilista en la reinvención de su vida”, lo llama Losa, pág. 283) (3). Entre
esas luchas personales libradas en el frente que el autor escoge para situar
literariamente —también políticamente— su novela, el único que aparece real y
definitivamente dañado, es el destino colectivo del único partido que en
aquellas trágicas circunstancias podía plantar cara al Régimen en nombre del
pueblo español —abandonado a su suerte por las demás fuerzas políticas, por unas
razones u otras— por su tradición de lucha, capacidad de entrega personal de sus
militantes y sentido de la organización, sin descontar el apoyo táctico,
económico y político del PCUS, el partido “hermano”.
Por ello me he
referido al “personaje oculto” tan caro al espléndido ensayista que es Justo
Serna, y que está constituido por el racimo de revolucionarios profesionales y
“compañeros de viaje” que de verdad protagonizan con sus andanzas las páginas de
este libro de lectura imprescindible en la actualidad, como Simón Sánchez
Montero, Francisco Romero Marín (“El Tanque”), José Gros, Manuel Azaustre,
Domingo Malagón, Juan Antonio Bardem, Eduardo Haro Tecglen, Javier Pradera,
Domingo Dominguín, Fernando Claudín, Gabriel Celaya, Enrique Múgica, Pepe
Ortega, Marcos Ana, Nicolás Sartorius, Luis Lucio Lobato, José Jiménez de Parga,
Dionisio Ridruejo, Julio Diamante, Manuel Sacristán, Gregorio López Raimundo,
Armando López Salinas y tantos otros sin cuya acción y entrega, años de cárcel,
sesiones de tortura por el comisario Conesa (a quien “tuvo” que dar la mano
Carrillo durante la “Transición”) y sus “profesionales” secuaces Yagüe o
Gelabert, hubiera sido imposible la política de reconciliación nacional llevada
a cabo por el PCE y que desembocó, quiérase o no, en la Constitución de 1978, en
la “Transición”, la “amnistía” y por lo tanto en el olvido pretendido por los
interlocutores de Carrillo.
Abunda también Caza de
Rojos en la desmitificación de algunos personajes que han “vivido” de su
supuesta acción clandestina
Entre las idas y venidas de estos personajes “fantasmales”,
buscando oportunidades para debilitar y procurar la “caída del Régimen” en la
que creía ingenuamente la dirección de París, se desarrollan aquellas “historias
de mierda y sangre” de las que hablamos al principio: traiciones, delaciones,
abandonos, cobardías, rencores y luchas por el poder, en un ambiente de terror
que no podía trascender al resto de los españoles porque solamente tenían
noticia de alguna de las “caídas” y posteriores ejecuciones por el procedimiento
de “boca a oreja” entre los más informados o comprometidos, o a través de las
mendaces campañas de prensa publicadas en los mismos diarios que posteriormente
se apuntaron jubilosos a la ejemplar “Transición” conducida por la
sabiduría de los consejeros de Juan Carlos I de Borbón y Borbón, con la
colaboración especial de Santiago Carrillo, entre otros.
El libro
constituye una impagable recopilación de historias hasta ahora dispersas,
publicadas en algunos libros fundamentales para entender la historia del Partido
Comunista de España en la época franquista, (y entre ellos uno fundamental, el
de Gregorio Morán, Miseria y Grandeza del Partido Comunista de España,
Ed. Planeta, 1986), con la ventaja de que su exhaustiva documentación,
honestidad y calidad en su tratamiento literario consigue que no decaiga su
interés en ningún momento, y que sobre todo no caiga en la confusión de géneros
tan patente, por ejemplo, en la Autobiografía de Federico Sánchez, que
con el engañoso título de “novela”, mezclaba hechos históricos con ficticios
queriéndolos hacer pasar por reales. Pero también resulta una guía inapreciable
de quién fue quién en esa saga de cazadores de ciudad, entre los
que sobresalía Romero Marín, donde el conocimiento al dedillo del terreno que se
pisaba y el cuidado en escoger los pisos clandestinos y los “compañeros de
viaje”, hacía depender la vida personal y/o el fracaso de la acción colectiva de
todos los compañeros.
Abunda también Caza de Rojos en la
desmitificación de algunos personajes que han “vivido” de su supuesta acción
clandestina, como Fernando Sánchez Dragó, a quien que Losa llama a veces “clown”
y otras “ niño pelargón”, interesado únicamente en la promoción de sus libros y
sus conquistas entre “las chicas de románicas”, o de algunos que no sólo
abandonaron las filas del Partido, traicionándolo, como el hermano del propio
Jorge Semprún, Carlos Semprún Maura (apodado Ninotchko por sus
camaradas), que ha terminado convirtiéndose en uno de los más ácidos escritores
de extrema derecha en España, como también exóticos ejemplares humanos tal que
Ramón Tamames, con quien se sabía que tan sólo se podría contar para algo una
vez que el Partido hubiera sido legalizado.
A José Luis Losa, puedo asegurar que
sólo parece interesarle, después de haber leído su libro, como a millones de
españoles, recuperar la memoria histórica
Llama sin embargo la atención, entre todas, una anécdota
extraordinariamente trágica —al menos para mí— por lo desconocida y por lo
relevante de sus protagonistas: Rafael Alberti (De quien Bergamín llegó a decir:
“Mandamos al exilio a un joven poeta y nos devuelven a una puta vieja”, pág. 22)
y Miguel Hernández, abandonado a su suerte en Monóvar en los últimos días de la
guerra cuando Alberti y María Teresa León podrían haberlo persuadido para
embarcar en el último avión que salía hacia Orán, quizá en el mismo en que voló
Pasionaria… No resisto contarla, por su interés, con las mismas palabras
de José Luis Losa (págs. 174-175) :
“Y ahora Federico Sánchez escucha
a Paco Romero Marín la narración de lo que sucedió aquel día en el campo de
aviación de Monóvar. Aquellos aviones franceses que iban recogiendo de manera
selectiva a un pasaje privilegiado entre una militancia que superaba las
posibilidades de evacuación. Mientras Miguel Hernández ha conseguido llegar a
Alicante y vaga en medio de la gente, ya en Monóvar, en ese campo del cual, en
efecto, como atendiendo a lo premonitorio de su poema, va a volar Pasionaria,
dejando atrás, abajo, sin futuro, a unos hombres para los cuales las únicas
instrucciones de un partido que no ha preparado ningún plan de resistencia ante
la inminente derrota serán tan vehementes como suicidas:
-¡Ahora, todos
a las sierras!
Y es verdad, como dice Hernández:
Crecen los
héroes llenos de palmeras.
Y mueren saludándote pilotos y soldados.
Mientras Pasionaria se aleja...
Versos aterradores por
visionarios los de Miguel Hernández, que entonces se mueve aturdido en ese
sálvese quién pueda de Monóvar. Es entonces -cuenta ahora Paco Romero Marín-,
que allí estaba, y que de allí pudo volar, en el último Dragón
-encañonando a un piloto remiso a poner rumbo a África-, cuando Hernández se
encuentra con Rafael Alberti y María Teresa León. Es Alberti el que lo ve. Hace
más de dos años que no se hablan, desde la bronca pelea en la sede de la Alianza
de Intelectuales Antifascistas que presidía Alberti, en Madrid, en el palacio de
los Heredia Spínola, en el primer año de la guerra. Llegaba cada día Miguel
Hernández del frente, donde participaba activamente, animaba a las tropas y
llegó a ser comisario político con El Campesino. Y se encontraba con el
ambiente de francachela de aquel oasis de neoseñoritismo de mono azul y
alpargatas, en cuyas mesas corría el vino y se tomaban las más peregrinas
decisiones sobre suertes ajenas. Un día, indignado por el contraste entre la
situación dantesca que viven los soldados en el frente y lo que ve en el palacio
de los Heredia Spínola, aún con los restos de una buena comida en la mesa, se
acerca al encerado que preside la sala, todavía Miguel Hernández con el uniforme
transpirando el sudor del frente y escribe:
-Aquí hay mucho hijo de puta
y mucha puta.
A la vista de que la única mujer presente en la sala era
María Teresa León, ésta arremete contra Hernández y le asesta un puñetazo de
inusitada contundencia, que le voltea y le rompe un diente. Habían dejado de
hablarse; era el otoño de 1936. Ahora, en Monóvar, Alberti, que ha visto
acrecentarse su poder durante la guerra, intenta congraciarse con el poeta de
Orihuela:
-Tú ya sabes cómo son las mujeres, Miguel. Pero si tú quieres,
te puedes venir con nosotros. Arreglo las cosas para que se te haga un hueco en
el avión y te vienes con nosotros a Argelia.
Miguel Hernández contestó
secamente:
-Yo me vuelvo a mi pueblo.
De esa historia será
testigo Irene Falcón. Ella va a compartir con Alberti y María Teresa, y a
quedarse aún un día más, una vez que la pareja haya volado rumbo a Orán, una
hermosa casa cercana al helipuerto, en donde toman té ruso con unos dulces...
mientras en los alrededores, en Elda, en Monóvar, cunde el pánico. Irene Falcón
se lo contará todo a Romero Marín con cierta ingenuidad.
Alberti va a
sellar ese encuentro suyo con Miguel Hernández con la llave del silencio. Tiene
la percepción de que, en la medida en que hubiese suturado la herida de esa
enemistad, podría haber evitado la muerte de Miguel Hernández. Va a contar la
historia, tiempo después, y tergiversada, a algunos amigos, pero en el caso de
que Alberti escriba unas memorias, y de que a éstas le dé por llamarlas La
arboleda perdida, se apresurará a falsear la verdad abiertamente cuando
afirme que "la última vez que vi a Miguel fue en Madrid, cuando después de
intentar convencerle de que se refugiase en la Embajada de Chile, escuché de
Hernández que se iría andando a su pueblo.
-Tú lo que deseas es que te
maten, Miguel. Es al único sitio donde no puedes ir.
Y se habrían
fundido en un abrazo”.
El resto de la historia es conocida. La
primera estancia de Miguel Hernández en la cárcel de Porlier, en Madrid, donde
su protector, José María de Cossío, había logrado su liberación. El empeño en
volver a su pueblo, a Orihuela, donde fue detenido y devuelto a presidio a la
capital. Y allí, los esfuerzos de Vicente Aleixandre que le mandaba, siempre por
persona interpuesta, alimentos a la cárcel y dinero para su mujer. Y la
movilización de Cossío, de Sánchez Mazas y de Dionisio Ridruejo, que lograrían
la conmutación de la pena de muerte por doce años de cárcel. De los cuales
Miguel pudo cumplir muy pocos pues murió pronto de tuberculosis mientras
escribía a su desconocido hijo las Nanas de la cebolla.
Yo querría
terminar esta reseña invitando, como voluntarista colofón, al excelente
reportero y guionista —como demuestra la estructura de su libro— que es José
Luis Losa, a convertir en película su historia. A asumir personalmente para
todos los españoles que no vivieron la dictadura —incluso para aquellos que
vivieron en ella pero que no se enteraron de nada—, la historia de
Grimau, aquella que no quiso escribir Jorge Semprún para que la filmara su amigo
Costa Gavras, con el que había abordado sin embargo los crímenes de la dictadura
de los coroneles griegos, del estalinismo en Checoslovaquia, de los
colaboracionistas de Vichy… Productores, actores y buenos directores dispuestos
a ello, no le han de faltar, en los tiempos que corren actualmente en
España.
Pero la verdad es que si Jorge Semprún hubiese escrito el guión
de la vida y asesinato final de quien fue su amigo y camarada, con el que
“compartió sueños y utopías”, con quien había sido clandestino, quizás nunca
hubiese llegado a ser ministro — como había profetizado muchos años antes una
frase suya : …”y un día, porque la política es extraña, había llegado a
ministro”—, nada menos que con Felipe González, y contribuyendo “como fin de
fiesta” de su paranoia a destrozar la fama de Pilar Miró, una de las personas
más buenas —“en el buen sentido de la palabra bueno”, como diría Machado— e
inteligentes que ha tenido el cine español.
A José Luis Losa, puedo
asegurar que sólo parece interesarle, después de haber leído su libro, como a
millones de españoles, recuperar la memoria histórica, aunque “jamás haya
garantías de llegar al final, de limpiar o esclarecer esa memoria, individual o
colectiva, hasta hacerla prístina, inocente, neutral. Y eso es así porque en el
fondo de cada historia donde se acrisolan el sacrificio, el heroísmo, el poder,
la vanidad, la traición, la derrota, siempre anidan una o varias mentiras
fundacionales”. Siempre termina por descubrirse eso de lo que ya nos advertía
Leonardo Sciascia al principio de estas líneas: “Todos mentían, incluso la
memoria”.
O quizás mejor, como reza el propio epígrafe de apertura en las
guardas de Caza de Rojos tomando una frase del guión de La Guerre est
finie de Alain Resnais, escrito por Jorge Semprún y que describe su propia
vida de clandestino representado en la pantalla por Yves
Montand:
Tardé años en conocer la verdad a través de las
mentiras
NOTAS
(1) José Luis Losa García (Santiago, 1965) es periodista,
miembro fundador del Colexio de Xornalistas de Galicia. Su vida profesional se
divide en dos grandes pasiones: el cine y la política, tarea que ha desarrollado
de modo paralelo a través de sus comentarios en prensa y como asesor en diversas
campañas electorales. En 1988 es nombrado director del festival, foro
cinematográfico y de pensamiento Cineuropa, del cual sigue siendo responsable en
el momento presente. En ese mismo año comienza a trabajar como crítico de cine y
comentarista político y de opinión en La Voz de Galicia. Desde 1993 es
redactor del Grupo Correo Gallego, donde publica sus artículos en la sección de
Comunicación y Cultura. Colaboró también con medios radiofónicos como la Cadena
SER y Antena 3 Radio. Ha publicado varios trabajos periodísticos sobre la
recuperación de la memoria histórica del antifranquismo. Es autor del libro
Ocho Prismas, una reflexión sobre las sociedades utópicas en el cine,
editado por el Centro Galego de Arte Contemporáneo. En la actualidad trabaja en
la biografía del mítico dirigente clandestino comunista Francisco Romero Marín,
El Tanque.
(2) Alias Jacques Grador, Federico Artigas, Rafael
Bustamante, Agustín Larrea, Camille Salagnac… identidades todas facilitadas
por el exquisito falsificador y pintor frustrado Domingo Malagón, autor de todas
las documentaciones falsas que usaron los clandestinos en España durante la
Dictadura.