AUTOR
José Luis Losa

    GÉNERO
Historia novelada

    TÍTULO
Caza de rojos. Un relato urbano de la clandestinidad comunista

    OTROS DATOS
Madrid, 2005. 510 páginas. 21 €

    EDITORIAL
Espejo de Tinta



José Luis Losa

José Luis Losa


Reseñas de libros/No ficción
La desmemoria, una tragedia española: Caza de rojos. Un relato urbano de la clandestinidad comunista (Espejo de Tinta), de José Luis Losa
Por Miguel Veyrat, miércoles, 2 de noviembre de 2005
Podría haber titulado esta crónica como “una tragedia de sangre y mierda”, expresión que usa su autor frecuentemente a lo largo de las 510 densas y apasionantes páginas de su libro. Pero sería injusto. Porque la verdadera protagonista moral de esta historia aparece, aunque tarde, en su penúltimo capítulo titulado : “La memoria miente”, ratificado por la frase de Leonardo Sciascia: “Todos mentían, incluso la memoria”. Pues con el paso del tiempo, “todo proceso de exfoliación de la memoria pasa por el delicado trabajo de ir erosionando las capas que la invención, la mitomanía, las construcciones autoprotectoras, han ido dejando como un sedimento de apariencia mineral, opaca; las capas que ocultan la verdad. Las verdades de cada cual.”

Pero no sé muy bien si escogiendo sin más ese principio ético para darle carácter al libro, también he sido injusto con esta obra, no escrita exactamente acerca de la memoria histórica, aunque sí se inscriba en la catarsis actual sobre su recuperación —que intentan en vano contrarrestar falsificaciones como las escritas febrilmente por personajes como Pío Moa o el esenio contemporáneo César Vidal—, sino pura y simplemente acerca de aquella virtud o pasión que alienta en ciertos corazones humanos, llamada simplemente heroísmo. Porque el excelente crítico y ahora novelista que es José Luis Losa (1), nos cuenta lo que se suele llamar una “historia oculta” de coraje, generosidad y entrega, bajo el pretexto de la rivalidad de dos personajes clave en la historia de la izquierda clandestina durante la dictadura franquista.

La clave argumental de la narración reside en las mutuas acusaciones de culpabilidad acerca de la detención, caída, tortura, defenestración, proceso y ejecución por fusilamiento en contra de todas las leyes escritas y no escritas de la justicia, del militante del Partido Comunista de España Julián Grimau. Santiago Carrillo sería el gran culpable —como ya acusaba la Autobiografía de Federico Sánchez publicada tras la salida de la disciplina del Partido de quien fue durante muchos años su principal responsable clandestino en España, Jorge Semprún—, de la muerte de Grimau, por haber enviado a España a una persona marcada por un pasado de comisario policial durante la Guerra Civil. Tal irresponsabilidad, según Semprún, motivó la falaz, inicua y desalmada campaña de prensa contra Grimau, antes de ser asesinado, organizada por el entonces Ministro de Información Fraga Iribarne, y respaldada por todo el Consejo de Ministros presidido por Franco.

El libro constituye una impagable recopilación de historias hasta ahora dispersas, publicadas en algunos libros fundamentales para entender la historia del Partido Comunista de España en la época franquista

La segunda en cuestión, según confesión espontánea de Carrillo al autor Caza de Rojos (“el gran culpable de la detención de Grimau fue Semprún”, pág.464), resultaría reo de abandono de su puesto en un momento clave de la lucha contra la Dictadura, a petición, “en un ataque de histeria desbordada” protagonizado ante el Secretario general del Partido, de Colette Leloup, compañera y después esposa de Semprún, lo cual habría motivado su sustitución por alguien marcado a fuego como Julián Grimau. El propio José Luis Losa zanja el problema concluyendo con enorme probidad al final de su libro, algo que no deja de ser evidente: que a Julián Grimau, al fin y al cabo, quien lo ejecutó fue un Régimen que seguía imponiendo su autoridad en 1963 recurriendo a las fuentes de su "ilegitimidad de origen": el derramamiento de sangre.

Ambos antagonistas, que “parecen” —repito— los verdaderos protagonistas del libro, libraron sus propias batallas personales reinventando a diario su personaje en busca del poder absoluto en el partido el primero —hasta conseguir la dimisión de Dolores Ibárruri tras el estrepitoso fracaso de la mítica Huelga Nacional Pacífica, impulsada por el propio Carrillo (“para pactar finalmente con la burguesía establecida, aún a costa de traicionar a sus principios”, p. 284)—, y de la gloria literaria y social el segundo (“un alto estilista en la reinvención de su vida”, lo llama Losa, pág. 283) (3). Entre esas luchas personales libradas en el frente que el autor escoge para situar literariamente —también políticamente— su novela, el único que aparece real y definitivamente dañado, es el destino colectivo del único partido que en aquellas trágicas circunstancias podía plantar cara al Régimen en nombre del pueblo español —abandonado a su suerte por las demás fuerzas políticas, por unas razones u otras— por su tradición de lucha, capacidad de entrega personal de sus militantes y sentido de la organización, sin descontar el apoyo táctico, económico y político del PCUS, el partido “hermano”.

Por ello me he referido al “personaje oculto” tan caro al espléndido ensayista que es Justo Serna, y que está constituido por el racimo de revolucionarios profesionales y “compañeros de viaje” que de verdad protagonizan con sus andanzas las páginas de este libro de lectura imprescindible en la actualidad, como Simón Sánchez Montero, Francisco Romero Marín (“El Tanque”), José Gros, Manuel Azaustre, Domingo Malagón, Juan Antonio Bardem, Eduardo Haro Tecglen, Javier Pradera, Domingo Dominguín, Fernando Claudín, Gabriel Celaya, Enrique Múgica, Pepe Ortega, Marcos Ana, Nicolás Sartorius, Luis Lucio Lobato, José Jiménez de Parga, Dionisio Ridruejo, Julio Diamante, Manuel Sacristán, Gregorio López Raimundo, Armando López Salinas y tantos otros sin cuya acción y entrega, años de cárcel, sesiones de tortura por el comisario Conesa (a quien “tuvo” que dar la mano Carrillo durante la “Transición”) y sus “profesionales” secuaces Yagüe o Gelabert, hubiera sido imposible la política de reconciliación nacional llevada a cabo por el PCE y que desembocó, quiérase o no, en la Constitución de 1978, en la “Transición”, la “amnistía” y por lo tanto en el olvido pretendido por los interlocutores de Carrillo.

Abunda también Caza de Rojos en la desmitificación de algunos personajes que han “vivido” de su supuesta acción clandestina

Entre las idas y venidas de estos personajes “fantasmales”, buscando oportunidades para debilitar y procurar la “caída del Régimen” en la que creía ingenuamente la dirección de París, se desarrollan aquellas “historias de mierda y sangre” de las que hablamos al principio: traiciones, delaciones, abandonos, cobardías, rencores y luchas por el poder, en un ambiente de terror que no podía trascender al resto de los españoles porque solamente tenían noticia de alguna de las “caídas” y posteriores ejecuciones por el procedimiento de “boca a oreja” entre los más informados o comprometidos, o a través de las mendaces campañas de prensa publicadas en los mismos diarios que posteriormente se apuntaron jubilosos a la ejemplar “Transición” conducida por la sabiduría de los consejeros de Juan Carlos I de Borbón y Borbón, con la colaboración especial de Santiago Carrillo, entre otros.

El libro constituye una impagable recopilación de historias hasta ahora dispersas, publicadas en algunos libros fundamentales para entender la historia del Partido Comunista de España en la época franquista, (y entre ellos uno fundamental, el de Gregorio Morán, Miseria y Grandeza del Partido Comunista de España, Ed. Planeta, 1986), con la ventaja de que su exhaustiva documentación, honestidad y calidad en su tratamiento literario consigue que no decaiga su interés en ningún momento, y que sobre todo no caiga en la confusión de géneros tan patente, por ejemplo, en la Autobiografía de Federico Sánchez, que con el engañoso título de “novela”, mezclaba hechos históricos con ficticios queriéndolos hacer pasar por reales. Pero también resulta una guía inapreciable de quién fue quién en esa saga de cazadores de ciudad, entre los que sobresalía Romero Marín, donde el conocimiento al dedillo del terreno que se pisaba y el cuidado en escoger los pisos clandestinos y los “compañeros de viaje”, hacía depender la vida personal y/o el fracaso de la acción colectiva de todos los compañeros.

Abunda también Caza de Rojos en la desmitificación de algunos personajes que han “vivido” de su supuesta acción clandestina, como Fernando Sánchez Dragó, a quien que Losa llama a veces “clown” y otras “ niño pelargón”, interesado únicamente en la promoción de sus libros y sus conquistas entre “las chicas de románicas”, o de algunos que no sólo abandonaron las filas del Partido, traicionándolo, como el hermano del propio Jorge Semprún, Carlos Semprún Maura (apodado Ninotchko por sus camaradas), que ha terminado convirtiéndose en uno de los más ácidos escritores de extrema derecha en España, como también exóticos ejemplares humanos tal que Ramón Tamames, con quien se sabía que tan sólo se podría contar para algo una vez que el Partido hubiera sido legalizado.

A José Luis Losa, puedo asegurar que sólo parece interesarle, después de haber leído su libro, como a millones de españoles, recuperar la memoria histórica

Llama sin embargo la atención, entre todas, una anécdota extraordinariamente trágica —al menos para mí— por lo desconocida y por lo relevante de sus protagonistas: Rafael Alberti (De quien Bergamín llegó a decir: “Mandamos al exilio a un joven poeta y nos devuelven a una puta vieja”, pág. 22) y Miguel Hernández, abandonado a su suerte en Monóvar en los últimos días de la guerra cuando Alberti y María Teresa León podrían haberlo persuadido para embarcar en el último avión que salía hacia Orán, quizá en el mismo en que voló Pasionaria… No resisto contarla, por su interés, con las mismas palabras de José Luis Losa (págs. 174-175) :

Y ahora Federico Sánchez escucha a Paco Romero Marín la narración de lo que sucedió aquel día en el campo de aviación de Monóvar. Aquellos aviones franceses que iban recogiendo de manera selectiva a un pasaje privilegiado entre una militancia que superaba las posibilidades de evacuación. Mientras Miguel Hernández ha conseguido llegar a Alicante y vaga en medio de la gente, ya en Monóvar, en ese campo del cual, en efecto, como atendiendo a lo premonitorio de su poema, va a volar Pasionaria, dejando atrás, abajo, sin futuro, a unos hombres para los cuales las únicas instrucciones de un partido que no ha preparado ningún plan de resistencia ante la inminente derrota serán tan vehementes como suicidas:

-¡Ahora, todos a las sierras!

Y es verdad, como dice Hernández:


Crecen los héroes llenos de palmeras.
Y mueren saludándote pilotos y soldados.

Mientras Pasionaria se aleja...

Versos aterradores por visionarios los de Miguel Hernández, que entonces se mueve aturdido en ese sálvese quién pueda de Monóvar. Es entonces -cuenta ahora Paco Romero Marín-, que allí estaba, y que de allí pudo volar, en el último Dragón -encañonando a un piloto remiso a poner rumbo a África-, cuando Hernández se encuentra con Rafael Alberti y María Teresa León. Es Alberti el que lo ve. Hace más de dos años que no se hablan, desde la bronca pelea en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas que presidía Alberti, en Madrid, en el palacio de los Heredia Spínola, en el primer año de la guerra. Llegaba cada día Miguel Hernández del frente, donde participaba activamente, animaba a las tropas y llegó a ser comisario político con El Campesino. Y se encontraba con el ambiente de francachela de aquel oasis de neoseñoritismo de mono azul y alpargatas, en cuyas mesas corría el vino y se tomaban las más peregrinas decisiones sobre suertes ajenas. Un día, indignado por el contraste entre la situación dantesca que viven los soldados en el frente y lo que ve en el palacio de los Heredia Spínola, aún con los restos de una buena comida en la mesa, se acerca al encerado que preside la sala, todavía Miguel Hernández con el uniforme transpirando el sudor del frente y escribe:

-Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta.

A la vista de que la única mujer presente en la sala era María Teresa León, ésta arremete contra Hernández y le asesta un puñetazo de inusitada contundencia, que le voltea y le rompe un diente. Habían dejado de hablarse; era el otoño de 1936. Ahora, en Monóvar, Alberti, que ha visto acrecentarse su poder durante la guerra, intenta congraciarse con el poeta de Orihuela:

-Tú ya sabes cómo son las mujeres, Miguel. Pero si tú quieres, te puedes venir con nosotros. Arreglo las cosas para que se te haga un hueco en el avión y te vienes con nosotros a Argelia.

Miguel Hernández contestó secamente:

-Yo me vuelvo a mi pueblo.

De esa historia será testigo Irene Falcón. Ella va a compartir con Alberti y María Teresa, y a quedarse aún un día más, una vez que la pareja haya volado rumbo a Orán, una hermosa casa cercana al helipuerto, en donde toman té ruso con unos dulces... mientras en los alrededores, en Elda, en Monóvar, cunde el pánico. Irene Falcón se lo contará todo a Romero Marín con cierta ingenuidad.

Alberti va a sellar ese encuentro suyo con Miguel Hernández con la llave del silencio. Tiene la percepción de que, en la medida en que hubiese suturado la herida de esa enemistad, podría haber evitado la muerte de Miguel Hernández. Va a contar la historia, tiempo después, y tergiversada, a algunos amigos, pero en el caso de que Alberti escriba unas memorias, y de que a éstas le dé por llamarlas
La arboleda perdida, se apresurará a falsear la verdad abiertamente cuando afirme que "la última vez que vi a Miguel fue en Madrid, cuando después de intentar convencerle de que se refugiase en la Embajada de Chile, escuché de Hernández que se iría andando a su pueblo.

-Tú lo que deseas es que te maten, Miguel. Es al único sitio donde no puedes ir.

Y se habrían fundido en un abrazo
”.

El resto de la historia es conocida. La primera estancia de Miguel Hernández en la cárcel de Porlier, en Madrid, donde su protector, José María de Cossío, había logrado su liberación. El empeño en volver a su pueblo, a Orihuela, donde fue detenido y devuelto a presidio a la capital. Y allí, los esfuerzos de Vicente Aleixandre que le mandaba, siempre por persona interpuesta, alimentos a la cárcel y dinero para su mujer. Y la movilización de Cossío, de Sánchez Mazas y de Dionisio Ridruejo, que lograrían la conmutación de la pena de muerte por doce años de cárcel. De los cuales Miguel pudo cumplir muy pocos pues murió pronto de tuberculosis mientras escribía a su desconocido hijo las Nanas de la cebolla.

Yo querría terminar esta reseña invitando, como voluntarista colofón, al excelente reportero y guionista —como demuestra la estructura de su libro— que es José Luis Losa, a convertir en película su historia. A asumir personalmente para todos los españoles que no vivieron la dictadura —incluso para aquellos que vivieron en ella pero que no se enteraron de nada—, la historia de Grimau, aquella que no quiso escribir Jorge Semprún para que la filmara su amigo Costa Gavras, con el que había abordado sin embargo los crímenes de la dictadura de los coroneles griegos, del estalinismo en Checoslovaquia, de los colaboracionistas de Vichy… Productores, actores y buenos directores dispuestos a ello, no le han de faltar, en los tiempos que corren actualmente en España.

Pero la verdad es que si Jorge Semprún hubiese escrito el guión de la vida y asesinato final de quien fue su amigo y camarada, con el que “compartió sueños y utopías”, con quien había sido clandestino, quizás nunca hubiese llegado a ser ministro — como había profetizado muchos años antes una frase suya : …”y un día, porque la política es extraña, había llegado a ministro”—, nada menos que con Felipe González, y contribuyendo “como fin de fiesta” de su paranoia a destrozar la fama de Pilar Miró, una de las personas más buenas —“en el buen sentido de la palabra bueno”, como diría Machado— e inteligentes que ha tenido el cine español.

A José Luis Losa, puedo asegurar que sólo parece interesarle, después de haber leído su libro, como a millones de españoles, recuperar la memoria histórica, aunque “jamás haya garantías de llegar al final, de limpiar o esclarecer esa memoria, individual o colectiva, hasta hacerla prístina, inocente, neutral. Y eso es así porque en el fondo de cada historia donde se acrisolan el sacrificio, el heroísmo, el poder, la vanidad, la traición, la derrota, siempre anidan una o varias mentiras fundacionales”. Siempre termina por descubrirse eso de lo que ya nos advertía Leonardo Sciascia al principio de estas líneas: “Todos mentían, incluso la memoria”.

O quizás mejor, como reza el propio epígrafe de apertura en las guardas de Caza de Rojos tomando una frase del guión de La Guerre est finie de Alain Resnais, escrito por Jorge Semprún y que describe su propia vida de clandestino representado en la pantalla por Yves Montand:

Tardé años en conocer la verdad a través de las mentiras



NOTAS
(1) José Luis Losa García (Santiago, 1965) es periodista, miembro fundador del Colexio de Xornalistas de Galicia. Su vida profesional se divide en dos grandes pasiones: el cine y la política, tarea que ha desarrollado de modo paralelo a través de sus comentarios en prensa y como asesor en diversas campañas electorales. En 1988 es nombrado director del festival, foro cinematográfico y de pensamiento Cineuropa, del cual sigue siendo responsable en el momento presente. En ese mismo año comienza a trabajar como crítico de cine y comentarista político y de opinión en La Voz de Galicia. Desde 1993 es redactor del Grupo Correo Gallego, donde publica sus artículos en la sección de Comunicación y Cultura. Colaboró también con medios radiofónicos como la Cadena SER y Antena 3 Radio. Ha publicado varios trabajos periodísticos sobre la recuperación de la memoria histórica del antifranquismo. Es autor del libro Ocho Prismas, una reflexión sobre las sociedades utópicas en el cine, editado por el Centro Galego de Arte Contemporáneo. En la actualidad trabaja en la biografía del mítico dirigente clandestino comunista Francisco Romero Marín, El Tanque.
(2) Alias Jacques Grador, Federico Artigas, Rafael Bustamante, Agustín Larrea, Camille Salagnac… identidades todas facilitadas por el exquisito falsificador y pintor frustrado Domingo Malagón, autor de todas las documentaciones falsas que usaron los clandestinos en España durante la Dictadura.