Juan Antonio González Fuentes
A Mónica Sanjosé, por el pink champagne de tantas ocasiones.
Estamos en la cubierta de un trasatlántico de lujo que hace el viaje Francia-Nueva York a finales de los años 1950. Uno de los hombres más atractivos del mundo, un playboy de pelo ya entrecano que ha renunciado a ser pintor por el lujo y las mujeres, conoce casualmente en el barco a una mujer atractiva, inteligente y nada exuberante que a su vez regresa a casa para reencontrase con su amante, un rico hombre de negocios americano, guapo, bien educado, correcto e insulso.
Durante la travesía conversan, cenan, pasean, bailan, bajan juntos a puerto en alguna escala, se miran, se olfatean, se rozan y..., finalmente se enamoran. Nosotros, como espectadores, sabemos que el enamoramiento mutuo se ha materializado presenciando uno de los besos más hermosos de la historia del cine, curiosamente un beso que en ningún momento vemos. ¿Cómo se puede presenciar algo que no se ve? Muy sencillo, dejando que sea la imaginación del espectador la que actúe, la que intuya. Por esas escaleras suben y bajan algunos pasajeros. En la profundidad de campo del plano vemos también parte de la estructura del barco tras la que intuimos el latido del océano. De repente irrumpen en el plano los zapatos y pantalones oscuros de un hombre, y también los zapatos de tacón y el inicio blanco de unas piernas desnudas de mujer, cada par de piernas y zapatos en un escalón distinto de la escalera, en una altura distinta por tanto dentro de la secuencia. Y en un momento dado, en silencio, las piernas y zapatos oscuros del hombre se giran sobre sí mismos, se sitúan de cara a las piernas y zapatos claros de ella y se juntan. Al instante, una pierna de ella se levanta con levedad hacia atrás desde la rodilla hasta la punta del zapato, describiendo una danza que emana un encanto y una felicidad indescriptibles. Es una de las escenas quizá más memorables de la historia del cine, dentro de su sencillez y de su evidente elocuencia narrativa.
Pero el final de la película es realmente excepcional en su arrebatadora vena romántica y melodramática, en su concepción, en su sabiduría narrativa, en el logro milagroso de crear un clima in crescendo realmente inigualable. Les cuento. La pareja que se ha enamorado durante el crucero decide que debe darse un tiempo para conocer si el amor es verdadero. Él promete comenzar a trabajar con ahínco en su pintura otra vez, dejar a un lado sus planes de boda por conveniencia con una explosiva mujer millonaria y esperar a valerse por sí mismo en el difícil mundo del arte en Nueva York. Ella, por su parte, promete esperarlo a él, y no casarse tampoco con su amigo rico. En otras palabras, los dos prometen lanzarse desvalidos al mundo para intentar sobrevivir por sí mismos antes de unirse definitivamente. Se dan un plazo de tiempo, y si ambos, transcurrido ese tiempo, siguen apostando por la relación, se encontrarán en lo alto de Empire State neoyorkino a una hora determinada de un día determinado de un año determinado.
Pasa el plazo y ambos han logrado sobrevivir, remontar su desvalimiento. Él vende sus cuadros y su galerista le promete trabajo sin parar si continúa así. Y ella no se ha casado y ha retomado su carrera como cantante. El día señalado él acude a lo alto del alto edificio y espera. Ella acude al pie de la construcción, y entusiasmada mira hacia arriba esperando sentir la presencia del hombre al que quiere, esa mirada, ese descuido la conduce directamente hasta las ruedas de un automóvil, dejándola paralítica.
¿Cabe asunto más melodramático en una historia del Hollywood del final de su esplendor? Él espera horas y horas la llegada de ella, pero la mujer no aparece. Él no puede saber el porqué de la ausencia, nosotros sí lo sabemos. El director nos traspasa parte de la responsabilidad del drama, jugamos ya un papel en su desarrollo.
Pasa el tiempo, bastante tiempo. Él un día la ve sentada en un teatro junto a su antiguo novio, la saluda, y ella, sin levantarse, también lo saluda. Él piensa que lo ha olvidado, que se ha casado con su antiguo amigo y que todo terminó. Él continúa dedicándose a la pintura y además con éxito creciente. Realiza un retrato espléndido de una mujer a la que ambos conocieron en el pasado, durante su travesía por el océano. Ese retrato se pone a la venta en su galería habitual y lo adquiere una misteriosa mujer que va en silla de ruedas. Él, por fin, y después de hacer indagaciones, se entera del lugar en el que ella vive, y se presenta en su casa el día de Navidad (subrayado melodramático del guionista). Él entra cuando está marchando por la puerta la persona que la cuida a ella, quien le recibe azorada y tumbada en el sofá, tapada con unas mantas que disimulan el estado real de las piernas. Él se muestra altivo, irónico, incluso despechado en su parlamento, pero siente también que algo anómalo ocurre. Ella, sin poder moverse de su sitio, procura evitar que su turbación se transmita, pero no lo puede evitar.
El espectador ya no puede más, embargado por una emoción extrema, sí, primaria, radicalmente melodramática, pero radicalmente efectiva. El director aguanta la tensión. Él, el protagonista, nota que algo extraño ocurre, pero decide irse ante los silencios y la poca emotividad de ella. Él le cuenta, ya a la desesperada, que el retrato de la persona a la que ambos amaron en el pasado lo acababa de vender su marchante a una mujer impedida que se empeñó en comprarlo.
De pronto, con una sutileza propia sólo del más alto arte, las piezas empiezan a encajar, él la mira a ella, tumbada en el sofá, a punto de sollozar, y por fin comprende. Pero no dice nada, continúa hablando y comienza frenético a recorrer la habitación en busca de algo, abre algunas puertas y, por fin, abre la puerta definitiva. Sí, colgado de la pared está el retrato, y él, entonces, lo entiende todo, y con un gesto de actor maravilloso, cierra los ojos y se deja caer levemente contra la puerta abierta. Ese, precisamente ese, es uno de los instantes más grandiosos de la historia del cine, la resolución en clímax de una secuencia antológica, que se ha ido desarrollando ante nuestros ojos en un crescendo maravillosamente llevado por el director y los actores.
Los minutos finales son los de las explicaciones entre abrazo, risas, besos y lloros. El clímax ya está logrado, y los artistas deben abrir una espita por la que las emociones contenidas de todos salgan al exterior y no hagan reventar de tensión los cuerpos.
La película es una obra maestra absoluta del melodrama clásico rodado a finales de la edad de oro del cine norteamericano. Su título en ingles es
An affair to remember (en traducción directa y macarrónica,
Un asunto a recordar), pero en español se llama
Tú y yo. La versión a la que me refiero es la del año 1957, y está dirigida por
Leo McCarey, el mismo director que rodó la versión anterior de los años 30 con
Charles Boyer e
Irene Dunne como protagonistas. La versión de los 50 a la que me refiero está protagonizada por dos de los más grandes actores de la historia del cine,
Cary Grant y
Deborah Kerr.
Ella acaba de morir con ochenta y muchos años en Inglaterra, y estos párrafos quieren ser un homenaje a una de esas actrices que ya no existen, y a las que les debo algunos de los momentos más emocionante de mi vida. En mi educación sentimental Deborah Kerr siempre estará pidiendo pink champagne junto a Cary Grant en la barra del trasatlántico de
Tu y yo, siempre estará sentada en el sofá de su casa aguantando con amor inmenso y resignado los reproches de Cary Grant un día de navidad en el que sin esperarlo, el amor de dos seres humanos encarnados por dos actores inconmensurables, volvía a revivir en una escena antológica, símbolo de un cine y un arte hoy desaparecidos para siempre. Escena, actores que ya son, de verdad y para siempre, un verdadero
affaire to remember
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.