Mis veranos santanderinos abundan en pequeños placeres que siempre son fuente de bienestar y alegría. El rape a la plancha servido en una inmensa fuente con patatas panadera y una cerveza helada en el restaurante Las Olas de la Maruca, con el rumor nocturno del mar ejerciendo de inmejorable banda sonora. El viaje en lancha atravesando la bahía hacia Somo, Pedreña o el Puntal, sintiendo el choque de las olas contra el casco de la nave, el aire marinero en el rostro y la mirada puesta en el horizonte con un aire de
Joseph Conrad cantábrico. La ópera de turno inaugurando el Festival Internacional en una atmósfera de excitación y acontecimiento soñado. Los baños en las frías aguas de El Sardinero, casi siempre abundantes en olas y en un aire de aventura insólita ubicada en el mismo centro de un horizonte cuidadosamente urbano. La celebración de mi cumpleaños en el restaurante El Serbal, probando las excelencias y buenas maneras que otorgan estrellas del señor Michelin. Los helados de queso con melocotón en cucurucho de la heladería Capri, un mito del rechupete, y nunca mejor dicho. Las visitas a la tienda de moda Percha básico en busca de una prenda decididamente vintage. Los sudorosos partidos de fútbol del sábado por la mañana, tan intensos y disputados como una final mundial en Maracana. La escucha de una gran orquesta en la sala Argenta del Palacio de Festivales y los pulcros comentarios al final de los amigos melómanos. La exposición apoteósica organizada por la
Fundación Botín, un lujo cosmopolita de gran urbe. La cena en San Vicente de la Barquera, mirando al mar, con
Salcines, Jesús Pardo y su mujer
Paloma. Las mañanas invertidas en las dunas eróticas de la playa de Oyambre. La plaza del Corro de Comillas atestada de paisanos contemplados con un café con hielo en la mano. La lectura de un poema al caer la tarde en el jardín de la casa familiar de Rubárcena. El crepitar sereno de la noche sentado con amigos en una terraza del Paseo de Pereda. La cena con los amigos llegados desde las lejanías infinitas de la infancia en el Riojano de El Río de la Pila. La cerveza sin alcohol y helada sentado en un sillón de La Tienduca contemplando la perturbadora desnudez de las bellezas untadas en crema y recién duchadas. La compra de libros en la minúscula librería del Palacio de la Magdalena. Las rabas exquisitas de Tenis antes de volver al aula de la UIMP. La anochecida en el Club Marítimo con las amigas de alcurnia madrileña y santanderina. El paseo lento y casi pesaroso con mi madre al termino del último concierto del verano. Las traineras rompiendo la quietud de la bahía. El café de madrugada y charla sentados en El Hipódromo. El desfile de máscaras y beldades Paseo de Pereda arriba Paseo de Pereda abajo, el frescor de la crema lamiendo la morenez regalada por el sol. El vuelo dorado de las primeras hojas que anuncian la proximidad del otoño. La música de la
bahía de cámara de Santander desde la terraza homérica de
Manuel Arce…
Tráiler de Niágara (1953), película de Henry Hathaway (vídeo colgado en YouTube por captbijou)Pero uno de los placeres más secretos y solitarios de mi verano es el de ir al cine, a la Filmoteca, a la primera sesión de la tarde. Salgo de casa a las 5 de la tarde, hora taurina por excelencia. Doy un breve paseo hasta llegar al Terminal, garito legendario de las noches santanderinas. Me siento a una de las contadas mesas que expanden el local por la calle en cuesta de escaleras lisboetas o parisinas de barrio pobre y abandonado. Pido una limonada natural, la limonada helada que mejor me ha sabido jamás de los jamases. Me recreo en el paisaje, en la atmósfera. Bellezas incandescentes de edad adolescente se meten medio desnudas en los portales buscando el descanso de la siesta. Las madres cocineras sacuden manteles por las ventanas populares o fuman un pitillo soñándose en otros mares. La luz del sol trae rumores de playa, de olas, de zambullidas, de carnes hambrientas y devoradas. Pocas sombras se ofrecen en las esquinas. Algún felino dormita plácidamente y mueve la cola por diversión. Todo es quietud, silencio de siesta, aroma a salitre y crema bronceadora, promesas de lo por venir en la noche que ya se está soñando en todas las habitaciones de los alrededores.
La cinco y veinte de la tarde. Dejo el vaso en la mesa, me levanto, saludo a la escasa parroquia, bajo la cuesta de escaleras, tuerzo a la izquierda y en cinco pasos estoy frente a la taquilla. ¡Una, por favor! ¡dos euros! Ahí van. Entro en el local. Viejos carteles de cine observan las evoluciones de los cinéfilos. Accedo a la sala. Siete, ocho parroquianos que nos reconocemos al primer golpe de vista. Me siento delante, hacia el centro. Suena música de jazz o la banda sonora mítica de la edad dorada del cine. Miro el reloj. Nos acercamos ya a y media. Impaciente le echo una hojeada al programa semanal. Me acomodo un poco más en la butaca, casi como si estuviera en el sofá de casa. Se apagan rítmicamente las luces, siguiendo un hermosísimo ritual. La pantalla se queda un segundo negra y de repente estalla en la blancura de la mejor luz del mundo, la del cine. Y comienza el
western, el musical, la historia de aventuras…, empieza una vieja y hermosísima película de esas que ya no se pueden ver ni en las mejores televisiones. Y encima en pantalla grande y en versión subtitulada. Copia nueva!! Le oigo susurrar al silencio al director de la sala. Me esperan instantes de maravilla, de gloria callada y auténtica, hora y media de ensueño veraniego, místico, impagable, alucinante. Hoy toca una del artesano
Henry Hathaway, nada más y nada menos que
La jungla en armas (1939), con
Gary Cooper y
David Niven. ¿Mañana, o tal vez pasado?
Niágara, El jardín del diablo… Simplemente, la felicidad.