Juan Antonio González Fuentes
Los toros y la ópera, salvo las evidentes diferencias de carácter insalvables, son dos actividades artísticas con varios puntos en común y diversas similitudes. Las dos presentan las credenciales de lo irrepetible sin vuelta atrás en lo ya hecho; las dos se fundamentan en una estructura litúrgica en la que van sumándose distintos pasos; las dos asientan sus bases en una tradición y una liturgia que se construye cada día y con las que dialogan de continuo; las dos se alimentan, crecen, se expanden a base de mitos y leyendas; las dos generan un tipo muy peculiar de aficionado que va desde el incondicional sosegado al fanático irreductible...
A lo largo del siglo XX y de lo que llevamos de nuevo siglo, es posible que las épocas más brillantes en ambos espectáculos artísticos hayan coincidido casi siempre con la presencia en los ruedos o en las tablas de los teatros de divos y mitos, y la consiguiente aparición junto a ellos de los aficionados incondicionales y, en caso extremo, fanáticos, que los siguen donde quiera que esté anunciada su esperada presencia, ávidos, al parecer, de acabar formando parte también de la historia, al menos como testigos en vivo de los prodigios.
José Tomás en Las Ventas en junio de 2008 (vídeo colgado en YouTube por elartedetorear)
Cuando la aviación comercial dejó definitivamente de ser una aventura sólo apta para lunáticos adinerados, más o menos a comienzos de los años 1950, comenzó a darse el fenómeno de aficionados a la ópera que seguían a sus cantantes predilectos incluso saltando de continente en continente. Maria Callas, por ejemplo, tuvo una corte de admiradores que deambulaban tras ellas desde el Teatro Colón de Buenos Aires al Metropolitan de Nueva York, o de la Scala de Milán a la Ópera de San Francisco, desesperados por no perderse ni una sola nota de la soprano grecoamericana.
En nuestra piel de toro todos sabemos de casos como el de Manolete, un diestro al que sus devotos, costase lo que costase, seguían de plaza en plaza con los ojos bien abiertos y el corazón gozoso pero encogido, a la espera siempre del lance estratosférico y pasmoso o de la probable última cornada.
Juan Diego Flórez interpreta a Rossini (vídeo colgado en YouTube por Oneguin65)
Los años del cambio de siglo estaban huérfanos, tanto en la ópera como en el toreo, de ese tipo de figura tan esquiva e infrecuente, y a la vez tan imprescindible para la supervivencia del espectáculo y la renovación generacional de los aficionados como lo puede ser una transfusión de sangre para un moribundo en la mesa de operaciones de un quirófano.
Pues casi al unísono la ópera y el toreo de nuestra más estricta contemporaneidad han encontrado a esa figura con perfil de mito que viene a alumbrar y deslumbrar su particular fiesta con ribetes de historia y puerta grande. Me refiero al matador español José Tomás (Galapagar, 1975) y al tenor peruano Juan Diego Flórez (Lima, 1973), dos jóvenes portentos cada uno en lo suyo capaces de reventar tabúes, de establecer nuevos axiomas, de pasmar a un respetable sin aliento con la emoción entrelazada y asociada palpitando en la atmósfera común. Dos jóvenes ya con los trazos de sus rostros en la cara doble de la moneda que en el aire vuela para designar mitos. Dos jóvenes que con pases y notas son alimento de excéntricos y fanáticos perfectamente capaces de dejarse millares de euros y hacerse millares de kilómetros con tal de participar en la ceremonia.
El tenor y el torero, el torero y el tenor, ya han pisado tablas y alberos santanderinos, ya han sentado su cátedra de oposición a mitos entre estos nuestros aires de tibieza veraniega. Pero se anuncian ya nuevas y muy prontas comparencias. La oportunidad la pintan calva.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.