Juan Antonio González Fuentes
Son las ocho de la tarde. Acabo de salir de la tertulia radiofónica a la que soy invitado más o menos una vez al mes. Hemos hablado del papel de los sindicatos mayoritarios en la actual crisis, de su relación con el gobierno socialista, de la próxima ubicación del centro de datos del banco de Santander en el entorno de la bahía santanderina y, finalmente, de la por fin feliz relación iniciada entre el oso cántabro de Cabárceno y las dos osas asturianas a las que debía preñar. Al parecer, habrá nuevos oseznos que poblarán los Picos de Europa a su debido tiempo.
Terminado el programa, y como es tradición, hemos seguido departiendo un rato junto al portal de la emisora. La tertulia ha sido agradable. Hubo discrepancias, intercambio de dardos verbales, pero todo muy correcto y ameno. Los sindicalistas tertulianos me han parecido personajes con mentalidad decimonónica y vestimentas de gentleman santanderino años 1950. Piel morena de balandrista, camisas de colores verbeneros de Lacoste, y chaquetas de diseño de tienda cara. De esta guisa han discurseado sobre los derechos inalienables de los trabajadores, sobre el triste aburguesamiento del proletariado, y sobre las consecuencias nefastas del neoliberalismo capitalista, al que vestidos de Lacoste y bronceado de playa primaveral le dan unas dos semanas más de vida. No cabe la menor duda: los tiempos avanzan que es un barbaridad.
Camino hacia el despacho con mi amigo, contertulio, sindicalista de derechas, poeta, profesor y narrador Miguel Ibáñez, cuyo Lobo veloz ya ocupó aquí su espacio en alguna fecha. Miguel es alto, altísimo, y tiene porte aristocrático, el de alguien que debió ser niño muy bien cuando era importante serlo. Fuma como una locomotora antigua, mientras otea desde su altura homérica las brumas primaverales que acuden lentas desde el mar, cambiando así el telón de fondo de la obra de teatro que representamos: el paseo provincial y pequeño burgués en el que nos complacemos.
Andamos casi en silencio, aspirando el aire que trae los aromas de una nueva estación remolona y cansina. Avanzamos ni despacio ni deprisa, con la apostura de quien puede perder el tiempo. Él se encamina hacia el aparcamiento subterráneo de la plaza de Pombo donde dejó su coche. Yo camino dándole algunas vueltas a estas líneas, pues la redacción de este post es una obligación silente y tranquila que forma parte de mi cotidianeidad prevista desde hace ya tres años. ¡Quién me lo iba a decir!
Miguel lleva en una mano el cigarrillo encendido que de vez en cuando se lleva a la boca con distracción muy concentrada. En la otra lleva una bolsa grande de la librería Gil cuya carga indica un volumen nada despreciable. Cuando nuestro paseo desemboca en la plaza de Pombo hablamos de cenar la semana próxima, o la siguiente. Prometemos hacernos confidencias literarias de distinta índole y razón. Esta semana pasada ha sido para mí intensa. He hecho de anfitrión de Juan Manuel de Prada, Álvado Pombo, Luis García Jambrina y Fernando García de Cortázar en la XXVIII edición de la Feria del Libro santanderina. Estoy satisfecho de los resultados, pero constato una vez más que la “vida literaria” me aburre soberanamente, y se me hace muy, pero muy pesada. Esta mañana hablé del asunto con el poeta González Iglesias y ambos llegamos a la misma conclusión: nos cansamos en dichas lides porque impostamos, porque no somos nosotros mismos, porque en el fondo lo que nos gustaría hacer es echar a correr y encerrarnos en casa sin que nada ni nadie nos moleste.
Me despido de Miguel. Lo contemplo avanzar hacia el viejo templete de música que hoy hace casi de chimenea del mundo subterráneo que esconde. Un mundo poblado de autos, cajeros automáticos, luces de neón, mangueras contra incendios, luces rojas de ocupado, luces verdes de vacío, rayas amarillas, y huecos para coches pintados de un azul celeste que casi despuebla la memoria.
Librería Gil
Giro sobre mi mismo y me veo situado ante la entrada de la librería Gil. Con el recuerdo de la bolsa libresca de Miguel (cien euros me ha dicho que acababa de dejarse en páginas impresas), me dispongo a ver por segunda vez en el día si han llegado novedades. No, no han llegado. Pero vuelvo a recorrer con liturgia naturalizada todas las estanterías, releo los lomos, hojeo las solapas y ojeo el panorama. Intercambio tres palabras con Gisela, la eficiente librera chilena que me atiende siempre solícita y experta. Repaso los títulos de la sección de poesía, los de la sección de viajes... Y como siempre veo dos o tres cosas que me llevaría a casa sin ningún remordimiento.
Pero no, freno la tentación y tomo el camino de las escaleras que me conducen al piso de abajo y a la salida. Peldaño a peldaño pienso en estos instantes de vida monótona y gratificante. Son momentos atemporales. Bien podrían trasladarse sin excesivo problema a 50 años antes, 100, 150 años antes. Yo mismo bajando esas mismas escaleras situadas en un negocio situado en la misma casa en la que el poeta cubano José Martí vivió algunos días de su vida. Bajo pensando en los libros que no he comprado, en los que espero comprar. Bajo las escaleras con la parsimonia decimonónica de un señor antiguo, reproduciendo gestos, movimientos y pensamientos sin edad, o mejor dicho, con toda la edad de los tiempos.
Pero al llegar al tramo final de las escaleras, en el escorzo que aleja del enorme escaparte de acristalado y te sitúa como visitante en la línea de salida de la tienda, en esa precisa esquina, dificultando un poco el paso, está de pie una de las más eficaces vendedoras de la tienda, dándole explicaciones a una pareja de clientes: un chico y una chica.
Paso a su lado y a mis oídos llegan fragmentos de la conversación estrictamente comercial. “Así se pasan las páginas, y dándole a este botón aparecen las funciones de..., y apretando aquí consigues que..., y la definición es muy buena..., y se puede leer francamente bien...”.
La pareja atiende con respetuoso silencio, concentrada. Les interesa mucho lo que les están contando. Es inevitable el fijarse. Miro de reojo el objeto que la dependiente exhibe entre sus manos y que los chicos contemplan codiciosos y con algo de susto. Sí, no hay ninguna duda, es lo que imagino. Salgo de la tienda al aire fresco de la calle. Las brumas ya se han hecho con las calles, reinan en ellas. Ha descendido la temperatura. Huele a salitre, a ola perezosa, a algas verdes y rosadas, a gaviotas voladoras y con el buche lleno de la plata viva aún de peces alimenticios. Huele a mar, a tiempo detenido, a instante trascendente en su intrascendencia. Paso por delante del escaparate y miro con descaro. Sí, los tres siguen cumpliendo bien con sus respetivos papeles en esta transacción comercial que se desenvuelve delante de mis ojos con total normalidad. Y sí, en el escaparate, descansando en sus cajas sobre una estantería hay dos ejemplares más del objeto transaccional que protagoniza nuestra escena. Sí, lo confirmo. La dependienta está vendiéndole a la pareja un libro electrónico. Sí, ahí está la pantalla encendida y sus letras parpadeantes, ahí está palpitante, casi tímido, el nuevo aparato fruto de la electrónica y lo digital, haciéndose presente, probablemente por vez primera, entre sus hermanos de sangre, los libros de tinta y papel.
Y el libro electrónico se hizo real en una tarde santanderina, en una plaza de vocación decimonónica, en un ambiente de olas y gaviotas, en una realidad irreal de tiempos pasados a los que las líneas de palabras luminosas de corazón digital situó en pleno siglo XXI respirando siglo XIX. He sido testigo, y así lo cuento.
Últimas colaboraciones de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:
-LIBRO: Philip Roth, Indignación (Mondadori, 2009))
-CINE: Kevin Macdonald, La sombra del poder (2009)