Dormirse pensando en una persona que acaba de morir tiene sus peligros, y cuanto más cercana sea la difunta peor. Los muertos antes de marcharse al Más Allá, o de autodisolverse transmitiendo su energía a las nubes o al bosque o, en fin, encarnarse en una rata o en una araña (porque el Mas Allá también es una opción personal y de esto hablaré cuando mi maestro me dé permiso e ideas) hacen balance de su vida y saldan cuentas pendientes.
Y yo tenía muchas con mi hermana Imelda. Ella se había educado en la capital, en un internado de las madres trinitarias. El párroco Don León le había arrancado a su amigo el gobernador una beca para ella en una de aquellas monterías organizadas por el alcalde en Sierra Morena y a la que a veces se sumaba “el mismo Generalísimo en persona”, como solía decir el párroco, en lugar de decir simplemente el General, sin esa absurda exageración de ísimo.
Nadie en el pueblo vio con buenos ojos, allá por los sesenta, que mi hermana abandonara el hogar a los 12 años para internarse, dejando a mi madre sola ante el cuidado de tres varones.
-¿Para qué quiere estudiar una mujer?, los estudios llevan a la relatividad moral, a la relajación espiritual y, a menudo al alejamiento de la santa madre Iglesia –objetaba mi abuela a Don León.
-No se preocupe, señora, es Dios el que la ha elegido y Dios sólo se equivocó una vez: al manipular la costilla de Adán –y luego se reía de su propia gracia.
Es evidente que esta vez no se equivocó porque mi hermana, cuando siete años después tuvo que abandonar el internado para hacerse cargo de nuestra casa por la súbita muerte de mi madre, había conseguido el título de maestra nacional y cursaba, con brillantez el primer año de filosofía teológica.
Ella nunca protestó por tener que renunciar a una brillante carrera:
-Dios escribe derecho con renglones torcidos –se limitaba a decir con la irritante humildad que emanaba constantemente de toda ella.
El que sí se enfadó fue el cura que al enterarse de la decisión de mi padre vino al cortijo y nos tupió a los tres: a mi padre a quien calificó de egoísta recalcitrante y a mi hermano y a mí:
-Si fuerais hombres de bien no arruinaríais la vida de una persona. Una casa puede tirar adelante sin mujeres, miradme a mí: no necesito tener esclavizada a mi hermana.
-Perdón, padre, Ud lo que quiere es acostarse con ella, como lo hace con la hija de Feliciano, también una estudiante corrompida.
El bombazo tirado por mi padre –poco hablador de por sí- y su postura erguida con los puños cerrados hizo que la mirada fulminante que le había lanzado el cura se fuese ablandando hasta estallar en una extraña risotada. El cura dándonos la espalda a los tres, con la valentía del torero que se aleja del astado sin mirar atrás, se fue señalándose con el dedo en la sien.
Desde aquel día, al menos en los cinco años que permanecí en casa hasta que me dio por venirme a Lérida a recoger manzanas y quedarme en Cataluña para siempre, ninguno de nosotros pisamos la iglesia, por rigurosa orden paterna.
Jamás logré ver a mi hermana enfadada. Ni tan sólo el día en que, como ella apenas salía de casa, vino “en persona el mismo concejal de cultura, enseñanza, religión y festejos” a mi casa para ofrecerle directamente a mi hermana la plaza de maestra que había dejado vacante doña Úrsula, “toda una institución en el pueblo”. Al oír la propuesta el rostro de mi hermana se tornó radiante porque, al estar mi padre presente, creyó que contaba con la anuencia.
-Lo siento, señor, Imelda tiene deberes familiares que cumplir y yo soy lo suficientemente hombre y padre como para que nada le falte. No necesita mendigar sueldo alguno que después habrá de agradecer dios sabe cómo. Ella tiene ya su trabajo.
El concejal nos miraba a mi hermano y a mí en busca de apoyo, al igual que Imelda pero como Arcediano bajó la cabeza, yo, el menor no me iba a oponer.
No quise mirarla a los ojos durante un tiempo considerable, tal vez no me atreví a hacerlo de forma franca nunca más, pero sentí la humedad de sus lágrimas ausentes atravesar mis huesos.
Y eso es exactamente lo que he padecido durante toda la noche: la venganza de mi hermana. Ha sido una pesadilla larga, cruel, sostenida. Yo soñaba que estaba en mi propia cama durmiendo después de haber recibido la noticia de la muerte de mi hermana (¿es eso soñar? ¿puede uno estar soñando con hacer exactamente lo que está haciendo?) y ella, o su recuerdo, se introducía en mí; venía a despedirse pero yo no me podía mover de la cama, entonces en mi sueño, por llamarlo de alguna manera, se ha echado sobre mí, llorando y abrazándose, pero su presencia me asfixiaba y sus brazos eran como oscuras cuchillas agudas con sinuosidades de sierra (Sierra Morena, lugar de su humillación, rasgándome los huesos) que tremolaban sobre mí, destrozándome. Sus lágrimas corrían en canal quemando con su sal la médula de todos mis hueso, pero, ante todo era asfixia, una asfixia de vida eterna, la asfixia que mi indolencia y tal vez mi envidia, había proyectado sobre ella.
Me he despertado con un gran dolor de cabeza, con el cuerpo y el alma destrozados, no por el dolor de su ausencia, sino, y esto es lo peor, por el de su presencia.
A las seis de la mañana he cogido el coche rumbo a Fuencaliente, tengo por delante más de seiscientos kilómetros y un duelo que no sé cómo enfocarlo. A las nueve y media haré una parada para desayunar y, para pedirle instrucciones a mi “ayudólogo” como llamo a mi maestro, no por hacerme el gracioso sino porque en realidad no sé cómo llamarlo, no es psicólogo, ni asesor de imagen, ni astrólogo, ni sacerdote, ni médico, pero en su empeño de hacer de mí un ser autónomo, él ocupa todos estos campos con tal lucidez que he llegado a la conclusión de que la manera más auténtica de ser yo mismo es dejar que él me dirija.