Juan Antonio González Fuentes
Toqué la creación con mi frente./ Sentí la creación en mi alma./ Las olas me llamaron a lo hondo./ Y luego se cerraron las aguas.
A lo largo de los últimos años he escrito y publicado tres comentarios a tres poemas distintos de José Hierro. Poemas que, por razones muy distintas entre sí, atraparon poderosamente mi atención desde su primera lectura y que, en buena lógica, formarían parte sin duda de una hipotética antología personal de versos de Hierro que algún día pudiera plantearme. Los poemas a los que me refiero son los siguientes: “Estatua mutilada” (Libro de las alucinaciones, 1964); “Verdi, 1874” (Agenda, 1991) y “Beethoven ante el televisor” (Cuaderno de Nueva York, 1998).
Hoy quisiera añadir a esta antología personal un poema insólito que pertenece, en contra de lo ocurrido en mis anteriores elecciones, a uno de los libros de la primera y muy fructífera etapa del poeta santanderino, Quinta del 42, libro publicado en Madrid en el año 1953.
El título del poema es “Epitafio para la tumba de un poeta”, poema de los más breves y concisos escritos jamás por José Hierro. Sólo son cuatro versos, sólo cuatro frases donde la última funciona como posible subordinada y cierre y conclusión de las otras tres que la preceden.
Este lacónico poema nos indica por medio de su título que es además un epitafio, es decir, la inscripción que se pone en una sepultura, en este caso en al de un poeta. Y dado que el texto está escrito en primera persona, no es nada descabellado suponer que este epitafio lo es para el propio Hierro. En conclusión, creo que estamos ante el epitafio que para su propia tumba escribió José Hierro cuando contaba con poco más de treinta años.
Este hecho podría resultar gratuitamente tétrico, e incluso podría exhalar algún perfume exhibicionista, fruto de lírico soleen, si no se correspondiese con un sentimiento auténtico y vivido que recorre no sólo todo el libro del que el poema procede, sino también casi toda la obra del poeta anterior a Libro de las alucinaciones. Me refiero al sentimiento que en alguna ocasión explicitó con claridad el propio José Hierro, subrayado poco más o menos que Quinta del 42 es un largo y complejo epitafio dedicado a todos aquellos que llevaron sobre sus hombros la pesadumbre de la guerra civil española sin haber sufrido daños en su cuerpo y sin haber desempeñado ningún papel protagonista en la misma, aunque dejaron en las afiladas aristas de la contienda su joven alma hecha jirones para siempre.
Este poema es el epitafio que para sí y su generación escribió José Hierro cuando con treinta años poseía ya al menos dos seguridades con respecto a su propia existencia: su condición de “poeta verdadero” y su condición de “falso joven”, de joven con apariencia de juventud pero con el alma ya muerta y enterrada. José Hierro siempre se supo un fantasma de sí mismo, un fantasma de aquel chico al que asesinó la guerra civil española sin dejarle un rasguño visible de la atrocidad.
En tan sólo cuatro frases, en cuatro versos José Hierro escribió su autobiografía. En los tres primeros sintetiza sus logros y anhelos, su haber vivido. Tocó y sintió la vida, tocó con sus versos y su razón, la sintió en el alma. La propia fuerza de crear y vivir le llamó a encaminarse hacia lo hondo de la existencia, hacia lo profundo del vivir y crear. El último verso es el telón que al caer indica el final de la obra, el de la vida. Las aguas se cierran y borran los caminos, ofrecen silencio, oscuridad y la infinitud húmeda y fría de la muerte. Las aguas al cerrarse conceden la nada, y lo hacen “después de tanto todo para nada”, como nos dejó escrito el propio poeta cuarenta y cinco años más tarde, en el poema que pone punto y final a su último libro, Cuaderno de Nueva York.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.