Juan Antonio González Fuentes
Haciéndose eco de una frase de Voltaire, Giuseppe Verdi escribió a un amigo: “Estoy abierto a todos los géneros menos al género aburrido”.Y efectivamente, ninguna ópera de Verdi, ni siquiera las menos logradas de sus comienzos, puede ser definida como aburrida.
Una de las principales razones que ayudan a explicar tan singular y preciado logro es la necesidad del maestro de ir directamente al grano; en sus óperas entra en escena un personaje y en dos o tres compases el planteamiento dramático de la obra cambia radicalmente.
A los espectadores de nuestros días, acostumbrados al ritmo cinematográfico, esta forma de hacer avanzar la acción les resulta completamente lógica y natural, mientras que les cuesta aceptar mucho más las demoras narrativas del resto de compositores anteriores y contemporáneos de Verdi, incluido el propio Wagner. Sin embargo, como nos recuerda John Rosselli en su Vida de Verdi (Cambridge University Press, 2001), hasta mediado el siglo XX, buena parte de la crítica no comprendía bien” los bruscos cambios de humor de Verdi” a los que achacaban los impulsos narrativos que recorren sus obras teatrales. La crítica, como casi siempre, es la última en enterarse de lo que verdaderamente ocurre ante sus narices.
Con mucha frecuencia olvidamos que la ópera italiana del siglo XIX estaba en sus objetivos mucho más cerca del cine de Hollywood o de la televisión actual que del “sagrado”, “trascendente” y con frecuencia ridiculizable acontecimiento artístico en el que por desgracia parece haberse convertido. Verdi deseaba que sus óperas tuviesen éxito de público, que su trabajo gustase a la gente, y para lograrlo se atuvo siempre a una fórmula muy efectiva a la vista de los resultados: “en la ópera -escribió en 1872- lo que se requiere por encima de todo es musicalidad: fuego, espíritu, vigor y entusiasmo”. En ese mismo sentido ya le había escrito a su libretista Piave en torno a 1847: “¡Pasión! ¡Pasión! ¡No importa de qué tipo, pero pasión! Quiero poesía con unos cojones bien grandes”. En definitiva, de lo que se trata, y aquí interpreto libremente a Verdi, es que al caer el telón, el público sienta en su interior el abracadabrante cosquillero de los placeres variados y contradictorios que sólo la ópera proporciona.
Pasión, fuerza, vigor dramático, concisión, variedad, delicadeza mordaz, agilidad narrativa... Sí, estos rasgos los exudan las óperas de Verdi por cada uno de sus poros, pero cabe preguntarse: ¿en eso consiste todo el arte del de Busseto?, “pasión y cojones”, por utilizar sus mismas palabras. No, evidentemente. Los biógrafos coinciden en señalar el interés de Verdi por aparentar ser un campesino misántropo, tosco e ignorante; este disfraz le servía en esencia para cultivar una muy apreciada soledad y para mantenerse al margen de los tontos juicios críticos al uso: “acepto los silbidos con la condición de que no se me exija que dé las gracias por el aplauso”, escribió en uno de sus numerosas cartas. Pero no cabe ninguna duda de que estamos ante uno de los músicos más cultivados y sutiles de la historia.
Verdi siempre fue consciente de que en arte copiar la verdad puede ser una buena cosa, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor. Así, en sus óperas, Verdi inventa una realidad transida de real y poderosa emoción que aflora de manera diáfana a través de una refinadísima estructura musical cuya clave última está en el tratamiento genial del ritmo. La instrumentación verdiana es límpida, y en ella se entremezclan los registros pequeños con los mucho más amplios dependiendo de la concreta situación dramática a la que se refieran, pero en ellos siempre hay variedad y carácter; en Verdi es la música la que impulsa y da forma al drama, la que controla la temperatura emocional de lo que sucede en el escenario. Como escribe H. S. Power, “lo que produce impacto no es la ópera como drama, sino el drama como ópera”; Verdi pone en escena su verdad (experimentada en propia carne, como nos recuerda el gran Isaiah Berlin de ahí su contagiosa convicción), y lo hace representando en última instancia un diálogo, una negociación entre almas, algo en lo que únicamente le iguala Mozart.
Ejemplo perfecto de lo dicho hasta aquí es el tercer acto de Aida, uno de los mejores escritos jamás por su autor. En él, y ateniéndonos a lo escrito por P. Petrobelli en su ensayo Music in the Theater, “Verdi da forma a la estructura de las palabras (parola scenica añado yo, confiando en la precisión del término italiano) y a la música de forma que encajen y se determinen mutuamente y, al establecer la extensión de cada sección, provoquen el drama: ese don raro en la ópera, el control total del tiempo musical y dramático, llega así a su rápido florecimiento”.
El cosquilleo de placeres variados, la pasión, el fuego..., ojalá se hagan realidad durante las representaciones de Aida que entre el 19 de noviembre de este 2007 y el 19 de enero de 2008 tendrán lugar en el Liceo barcelonés. Si todo funciona como debe funcionar, la presencia en el coro de la mujer del presidente de Gobierno, Sonsoles Espinosa, o la polémica figura del tenor francés Roberto Alagna cantando el papel de Radamés (dio la espantada hace unos meses cuando fue abucheado en la Scala cantando este papel)..., quedarán en un segundo plano para dejar paso a la emoción y a la felicidad de los afortunados que puedan ver y escuchar este derroche de pasión, fuego y emociones.
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