Juan Antonio González Fuentes
Leo en la prensa diaria que de nuevo hay lío en el Real, en el
Teatro Real me refiero, es decir, en el actual teatro operístico madrileño. La razón es polémica, una polémica más vieja que el catarro, que diría mi abuela. Al parecer, un buen número de abonados, de los que además tienen peso social y político en la capital del Reino de España, han amenazado con dejar sus abonos en taquilla la próxima temporada si las cosas siguen como hasta ahora. ¿Y cómo siguen las cosas que motivan las quejas de algunos respetables abonados? Pues mucha puesta en escena firmada por cotizados directores en las que deambulan tíos y tías en pelotas por el escenario, en las que se subrayan los momentos escabrosos o tensos de los argumentos con “momentos cuajados de mal gusto”, en las que los textos y situaciones de los libretos se pasan por alto o se tergiversan en busca de la contemporaneidad y lo impactante, etc, etc...
La gota que colmó el vaso fue, según leo, la pasada puesta en escena del “polémico”
Calixto Bieito para la ópera
Wozzeck de Alban Berg. En dichas representaciones, salían un montón de extras, figurantes o miembros del coro (no lo sé) en pelota picada, y así se enfrentaban al patio de butacas ante el bochorno claudicante de las señoras de la clase media y los pateos enfebrecidos de sus señores esposos. Otro momento que concitó la indignación del público protestante fue la escena en la que el doctor del argumento práctica parte de su oficio bisturí en mano, y lo hace en escena con, digámoslo con finura y delicadeza, un gusto quizá un tanto desmesurado por la sangre saliendo a borbotones de los cuerpos analizados y las vísceras al aire.
Ya he dicho que la polémica es muy antigua, casi tan antigua como la ópera misma, y tiene a mi modo de ver dos lados extremos y a todas luces irreconciliables. Por un lado, un sector del público pacatamente burgués y adocenado, que estaría seguramente encantado de que la dirección del teatro sólo programase
traviatas, bohemes, aidas, barberos de Sevilla, lucías, rigolettos..., y además en versiones de contrastado “buen gusto y finura”. Y por otro lado directores de escena que piensan que están por encima de todos los demás artistas que participan en la puesta en pie de un ópera, incluyendo, por supuesto, al compositor y al libretista. Estos directores de escena, con cierta frecuencia cambian argumentos y situaciones a su antojo si así consideran que “su obra” queda más personal y antojadiza, descontextualizan los libretos, se inventan situaciones inverosímiles..., y si pueden, sacan siempre a alguien en pelotas y buscan con ahinco lo gore para epatar e indignar al público burgués que, paradójicamente, suele ser el que llena los teatros.
Calixto Bieito
Escandalizar al "público burgués" (si es que sigue existiendo) que acude a una representación operística distribuyendo culos, pollas, coños y tetas por el escenario es lo más sencillo del mundo, y no requiere nada, pero nada de talento. Asustar, epatar, dejar petrificados en sus asientos a ese mismo público a base de cuchilladas, sierras mecánicas descuartizando cadáveres, decapitaciones, crucifixiones de maricas, escupitajos, palabras altisonantes, bronca con muchos decibelios, actos homosexuales, violaciones realistas, etc... También parece sencillo, y hasta un poco infantil y simplón a estas alturas. Tan antiguo y tontorrón es epatar burgueses como mostrar escándalo burgués por ver a quince personas desnudas realizando gestos obscenos.
El puro sentido común le dice a cualquier aficionado a la ópera, y yo lo soy, que después de haber visto en el cine hace tres décadas los efectos especiales de la ya antiquísima primera película de
La Guerra de las Galaxias, nadie puede pretender acercarse a una representación de ópera en la que las olas son recortes de cartón pluma movidas por dos operarios tras bambalinas, por ejemplo. Tampoco nadie puede pretender que un espectador de nuestros días se trague sin más la mayor parte de los argumentos de las óperas del repertorio, auténticas patochadas demenciales.
La ópera debe renovarse, rejuvenecerse, ofrecer otras aristas y perfiles, y sólo puede hacerlo, si nos referimos a las partituras del pasado, actualizando las puestas en escena, buscando en ellas los elementos que entronquen más directamente con las sensibilidades y entendimientos actuales. Hay óperas cuyo argumento es intemporal, y con ligeros retoques que no afectan al sentido general de la obra pueden llevarse a cualquier época de la historia. Y la inmensa mayoría de las óperas, por no decir, todas, son susceptibles de mejorar notablemente su
punch con luces, sombras, decorados, vestuarios, movimientos escénicos..., en definitiva, incorporando todo aquello que hoy las mejoras técnicas ofrecen y ponen al servicio del arte y las representaciones escénicas. Negarse a estos “retoques” técnicos, materiales y conceptuales, es dejar caducadas y pochas el 90 por ciento del repertorio operístico habitual.
Pero el sentido común también te dice que Calixto Bieito y otros inteligentes y magníficos directores de escena, deben comprender que no son ellos el vértice sobre el que pivota la representación operística. Por encima de todo y todos siempre está la música, el principio, final y medio de la representación. La música es el hilo que explica, hace palpitar, da coherencia, une al resto de elementos en una ópera.
En este sentido, una representación operística es la suma inestable y en permanente desequilibrio de orquesta y director musical, coro y director, cantantes, director de escena, vestuario, decorados, iluminadores, etc...
Llevamos tiempo aguantando a directores de escena que se sitúan por encima de lo que cuentan por buscando exhibirse ellos, y no buscando servir el interés general de la representación. Directores de escena que conciben la ópera dejando en un lugar secundario lo que cuenta el libreto, obviándolo cuando lo escrito les arruina una “idea genial”, dejando también a un lado la música, las necesidades de los cantantes y sus características, la concepción musical del director. Todo se arrincona, insisto, si no encaja con las ideas personales del director, en ocasiones, reconozcámoslo, un chisgarabís que confunde las ocurrencias con la modernidad, alguien que sólo ha leído la revista
Dunia o el
Vogue parisino, alguien que jamás ha escuchado a
Beethoven y al que se le saltan las lágrimas oyendo los sonidos
cool y tartamudos de cualquier mamarracho neoyorkino con algo de suerte, estilo, imagen y capas y capas de marketing.
Esto no tiene arreglo, como no lo tienen ni el teatro ni el circo. Y en no tener arreglo y ser caldo de cultivo de polémicas, de dimes y diretes, de pitos y flautas, de pateos y desmayos, de burgueses ofendidos y modernos ofensores..., radica el futuro (el ir tirando) de la ópera. Por los siglos de los siglos, amén.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.