Juan Antonio González Fuentes
La ópera es, junto al ballet, el aparato artístico y expresivo más sofisticado, complejo y artificioso de los creados por el hombre, y en lógica consecuencia, el menos natural.
En él se funden, o se pueden fundir, el resto de las artes: la pintura, la escultura, la arquitectura, el canto, la música, el teatro, la poesía, la literatura, la danza o el movimiento, el cine, la luz… Es una expresión artística en la que se nos cuenta una historia esencialmente con sonidos, movimientos y luces, donde la narración avanza a través de la música y de la palabra no dicha de forma natural, sino de la más forzada y artificiosa de las maneras: el canto. ¿Y por qué se canta en la ópera, por qué se utiliza esta forma de expresión tan poco natural para comunicar sentimientos, sucesos, para narrar, insisto, una historia más o menos sencilla, más o menos complicada?
Hay muchas razones para hacerlo, pero yo voy a dar dos que creo son muy fáciles de entender. La primera es que la palabra cantada es música, y en este, llamémosle formato, es más fácil de recordar, deja una huella más imperecedera en nosotros, transmite con más eficacia a nuestro interior el mensaje que se quiere enviar. El receptor recibe de manera
más inolvidable el mensaje que emite el receptor.
La segunda razón que exhibo es que con la palabra expresada de manera natural, tan sólo podemos escuchar y entender a uno o dos emisores, mientras que con la palabra cantada, podemos percibir los mensajes de seis, siete personajes en un escenario sin que nos parezca un galimatías ininteligible. Esta peculiaridad de la palabra cantada se la explica muy bien, por ejemplo, el personaje de
Mozart al emperador austriaco hablándole de su próxima ópera,
Las bodas de Figaro, en la película de
Milos Forman,
Amadeus.
La Fenice (Venecia)
Dicho todo esto quisiera dejar otra cosa muy clara desde un principio. La ópera, como tal género y dejando los antecedentes que podrían llevarnos hasta las tragedias griegas y romanas en las que la música y la danza eran imprescindibles, nace aproximadamente en torno al año 1600, es decir, es una forma de expresión artística que tiene más de 4 siglos a sus espaldas, y que como todo arte, ha evolucionado muchísimo con el paso del tiempo, es decir, tiene un historia detrás. Poco se parecen las óperas de Mozart a las de
Verdi, poco las de
Puccini a las de
Wagner, poco las de
Haydn a las de
Leoncavallo, poco las de
Bizet a las de
Gluck, poco las de
Carl María von Weber a las de
Richard Strauss.
Si en pintura hay un gigantesto viaje que nos conduce, por ejemplo, desde el primitivismo de las figuras de Altamira hasta la abstracción de
Picasso, pasando por
Fra Angelico, Piero della Francesca, Leonardo y Rafael, Velázquez y
Goya, Poussin y
Delacroix, Renoir y
Van Gogh, etc, etc…; si en la narración hay otro impresionante salto desde
Homero hasta el
Ulises de
James Joyce; si en poesía podemos viajar desde la épica de los indígenas del Amazonas hasta
El poeta en Nueva York de
Lorca o los experimentos lingüísticos de
Cirlot, Elioto
Bretón; si en cine partimos de los hermanos
Lumiére y llegamos a la obra de vanguardia de
Jean Luc Godard, pasando por el clasicismo norteamericano de
John Ford o
Alfred Hitchcock; si en jazz podemos escuchar la evolución del género desde los sonidos emitidos por la trompeta de
Louis Armstrong hasta el
Free Jazz de
Ornette Coleman o los experimentos con el saxo de
John Coltrane; si en la historia de la música pasamos del sonido de los primeros tambores africanos hasta la música electrónica de
Xenakis o
Stockhausen, pasando por las obras medievales, las sinfonías clásicas de Mozart, el sinfonismo abigarrado de
Bruckner o
Mahler, y la música de
Schoenberg, Stravinsky, Shostakovich o
Cage…, el universo de la ópera también ha experimentado una evolución impresionante desde los primeros trabajos de
Cavalieri o
Monteverdi, los primitivos autores de las primeras óperas, hasta, sin ir más lejos, el
Wozzeck de
Alban Berg del que
ya hemos escrito aquí mismo.
Quiero decir que, valga aquí la burda comparación, el
Orfeo de Monteverdi, estrenado ahora hace 400 años, en 1607, sería el equivalente a los trazos de Altamira, y el
Wozzeck de Alban Berg, estrenado en 1925, sería la abstracción de Picasso o el expresionismo abstracto del pintor norteamericano
Jackson Pollock.
Por eso mismo opino que quizá sea más fácil aficionar a alguien a la pintura a través de comentar las
Meninas de
Velázquez que los manchones sobre tela de Pollock; aficionar al cine a través de cualquier película de Hitchcock que gracias a la visión del complejísimo metalenguaje de las
Historias del Cine de Godard, o aficionar a la ópera a través de
La traviata de Verdi o
La Bohéme de Puccini que, por ejemplo, del
Wozzeck de Alban Berg.
Quienes sean aficionados a la ópera de tiempo atrás, creo que habrán entendido perfectamente lo que deseo decir, y quienes no sepan nada de ópera o deseen aficionarse a este arte cuando cumple sus primeros 400 años de existencia, háganme un poco de caso y comiencen a escuchar y seguir los títulos más manoseados del repertorio, olvídense en muchos casos de lo escrito en los libretos en no pocas ocasiones demenciales, y déjense llevar sin medida por lo que el maestro Verdi siempre persiguió: la pasión, pasión por encima de todo.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.