Juan Antonio González Fuentes
En el prólogo a la última edición española de los diarios del inglés
Samuel Pepys (Renacimiento, 2003), el escritor francés
Paul Morand nos recuerda que en el siglo XVII
William Shakespeare “aún no era esta religión nacional inventada en el siglo XVIII por los actores; por lo tanto, Pepys no se avergüenza de aburrirse en
La Noche de los Reyes, encontrar el
Sueño de una noche de verano insípido y ridículo y juzgar
La Tempestad con severidad; su crítica se pronuncia nítidamente y nos entrega un pensamiento sin hipocresía”.
Desde los lejanos tiempos de Pepys hasta nuestros días las cosas han cambiado mucho (sobre todo a partir de la eclosión del movimiento romántico en el XVIII), y una verdadera legión de “shakespereólogos” y shakespearianos de toda talla y condición, ha edificado un gigantesco monumento crítico en torno al maestro, situándolo desde hace casi dos siglos en la máxima cima del canon literario occidental, y logrando además que sobre cualquier acercamiento a su obra vuele en círculos la negra sombra de una pesada intimidación, de un atenazador e implacable escalofrío. Parafraseando la famosa cita de un irritante futbolista argentino, cuando uno “juega” en el terreno de Shakespeare, lo normal es que le invada una cierta sensación de “miedo escénico” en la que el exceso de respeto puede pesar como una losa.
En este sentido, el Shakespeare que hasta aquí nos trae, el de
Cimbelino, es por su propia naturaleza y condición un Shakespeare menos imponente y coercitivo que el revelado por los pesos pesados de su producción, por ejemplo,
Macbeth, Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo o
El rey Lear. Es decir, es un Shakespeare al que uno puede acercase sin que las piernas le tiemblen tanto que no pueda ni moverse.
William Shakespeare
Una vez hecha esta pequeña precisión, probablemente convenga comenzar señalando que la escritura teatral shakespeariana ha estado marcada desde siempre por la incertidumbre existente en torno a las fechas de redacción y publicación de las obras; incertidumbre debida a cómo nos han llegado éstas, es decir, en forma de varias ediciones
in quarto y el conocido
First Folio, aparecido en 1623 con edición al cuidado de
J. Heminge y
H. Condell, dos actores del
King’s Men.
Esta producción tradicionalmente se ha presentado dividida en cuatro grandes periodos que enunciaré a continuación, pero sobre los que no entraré en detalles dada la gran complejidad del asunto y los innumerables matices que en él tienen cabida.
Primero, las llamadas obras juveniles, en las que el autor abordó asuntos muy diversos (tragedias, comedias, dramas históricos...), ensayando sus propias posibilidades como dramaturgo en los terrenos que la época le daba, y echando mano de todos los recursos que le ofrecía su formación autodidacta a través del conocimiento de numerosas fuentes literarias clásicas (
Plauto, Plutarco, Seneca), inglesas (
Greene, Chaucer), francesas (
Belleforest) y, de forma indirecta, italianas (
Boccacio, Ariosto, Castiglione). A esta variopinta etapa pertenecen
Tito Andrónico, la comedia de caracteres
La fierecilla domada, los acercamientos a la historia inglesa
Enrique IV y
Ricardo III, o las obras con diálogos de disputa galante
Romeo y Julieta y
El sueño de una noche de verano.
Los títulos escritos en los últimos años del reinado de
Isabel configuran otro periodo en el que son clave las comedias y los
chronicle plays.
Ricardo II, Enrique IV, Enrique V y
Rey Juan tratan de nuevo de la historia inglesa, pero esta vez con un marcado sentido de la coralidad y poniendo en igualdad estética tantos los valores caballerescos como los más propios de la debilidad y la maldad. El personaje más inolvidable de estos dramas es el sinvergüenza de
Falstaff, a quien el gran
Giuseppe Verdi dedicó su última y genial ópera. En las comedias del periodo (
Mucho ruido y pocas nueces o
A buen fin no hay mal principio) Shakespeare se deja llevar por la inspiración italiana de enredos y disfraces, subrayando sin embargo el entramado amoroso de los protagonistas y haciendo del juego amatorio no un mero pretexto sino todo un sentimiento agudamente observado. Las últimas obras de esta segunda etapa ya presentan una clara percepción pesimista del hombre y sus relaciones, en las que todo parece estar regido por la violencia, el engaño y la maldad (
El mercader de Venecia, Medida por medida).
El tercer bloque o “periodo negro” del escritor es el de las grandes tragedias, las más conocidas y sobre las que el Romanticismo construyó el gran edificio shakespeariano que nuestra cultura ha heredado (
Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth). Durante la época jacobea Shakespeare parece que empezó a contemplar con pesimismo existencial el futuro propio y el de su país, y sus tragedias presentan héroes inmersos en la desesperación y la soledad. Desde un punto de vista formal la dimensión colectiva de sus dramas anteriores se va diluyendo y el protagonista individual pasa decididamente a primer término. En estas historias hacen acto de presencia la violencia primitiva, los impulsos de latido psicológico, la subversión de todo valor establecido, la incertidumbre de un destino que no se acaba de encontrarse, y la certeza de que la vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que nada significa.
En el último periodo creativo, el que va de 1607 a 1611, parece que Shakespeare recuperó certezas y un cierto equilibro vital. Salvo
Enrique VIII, el resto de obras de esos años fueron comedias en las que el dolor parece aplacado por la dulzura y el cansancio, y en las que las contradicciones y luchas propias de la existencia se remansan en la serenidad que apunta con claridad al final de la vida. Son obras en las que lo simbólico/mágico adquiere un peso muy importante, y en las que el dolor y la violencia están presentes, pero observados con una mirada de cordura y entendimiento sereno, una mirada exenta por completo de queja y sí de aceptación tranquila y dolorosa. La última obra maestra de Shakespeare,
La tempestad, pertenece a esta época, al igual que
Pericles, Cuento de invierno o
Cimbelino.
Como si se tratase de un círculo que se cierra, en estas últimas piezas Shakespeare se remonta, al igual que en sus primeras obras, hasta la tradición clásica helenística que tanta atracción ejercía sobre él, para presentar una historia de amor en un contexto enrevesado en el que se mezclan lo alegórico, los viajes a lugares inexistentes, las confusiones de identidad, los malentendidos y la aventura en su sentido más habitual..., para desembocar en el consabido final feliz en el que los dos amantes logran vencer todos los obstáculos e impedimentos puestos a su relación amorosa. Pues bien,
Cimbelino, escrita en torno a 1609 y estrenada entre el 20 y el 30 de abril de 1611 en el londinense
Globe Theatre, como cuenta
Javier García Montes en su estupenda introducción (Gredos, Madrid, 2003), presenta todas estas características arriba apuntadas, configurándose en este sentido como la consolidación del hacer del último Shakespeare.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música...) como cronológicamente .