Juan Antonio González FuentesCuando recurro a mi memoria para visualizar la imagen de
María Zambrano, ésta acude siempre relacionada con una secuencia cinematográfica que me resulta extraordinariamente sugerente y poderosa.
Se trata de una secuencia perteneciente a la película
Muerte en Venecia, dirigida a comienzos de los años setenta por
Luchino Visconti. En concreto me refiero al momento en el que el personaje del músico Gustav von Aschenbach (
Dirk Bogarde), en alguna medida inspirado sin duda por la figura de
Gustav Mahler, después de hacer las maletas e incluso haber marchado hasta la estación de trenes para abandonar Venecia decepcionado de la vida y sobre todo de sí mismo, de repente cambia de opinión y decide quedarse en la ciudad, darle a ésta una última oportunidad concediéndosela también a su propio yo. Von Aschenbach monta en la pequeña lancha que le devuelve al hotel, y durante la travesía contempla con el rostro resplandeciente lo que la vida le ofrece y parece descubrir ahora con unos ojos totalmente nuevos, con una disposición anímica radicalmente distinta. No, no es alegría lo que yo veo en los ojos de von Aschenbach/Bogarde, creo más bien que es la venturosa paz de quien ha aceptado, de quien por fin ha entendido tras una dolorosa revelación.
María ZambranoSiento una emoción incontenible cuando la cámara encuadra la figura de Dirk Bogarde mientras se balancea sobre el barquito con un cielo azul de luz prodigiosa como fondo. Su rostro logra expresar y transmitir perfectamente esa calma dichosa de la que antes he hablado, esa aceptación de lo propio y de la vida y su final, recién abrazada. Mientras los distintos planos de la secuencia muestran el sutil resplandor de von Aschenbach, para enriquecer el sentido de lo que está sucediendo en la pantalla, suena el conocido
Adagietto para cuerdas y arpas de la
Quinta sinfonía de Mahler.
Es del todo imposible pensar que un director tan meticuloso con los detalles como Luchino Visconti, escogiese este Adagietto sólo por azar o por simple gusto con el fin de reforzar el contenido de uno de los instantes más determinantes de su película. Hasta la fecha no he leído nada al respecto, pero es indudable que la elección estuvo muy meditada y tuvo que ver con el hecho de que Visconti decidiese hacer del protagonista no un escritor, como sucede en el relato original publicado por
Thomas Mann, sino un músico con rasgos físicos y "espirituales" muy semejantes a algunos de los que conocemos de Gustav Mahler.
Luchino ViscontiLa cuestión a responder primero pasa a ser entonces por qué Visconti quiso hacer de Aschenbach, al menos en parte, un trasunto del gran compositor bohemio. A mi modo de ver la decisión del cineasta responde al hecho de que, aunque no de una manera absoluta, en la obra musical de Mahler el significante autobiográfico es decisivo, y que probablemente no haya a lo largo de todos los años que abarcaron su época de madurez compositiva, la misma en la que tienen lugar las historias de Mann y Visconti, la primera década del siglo XX, una música como la suya, que exprese con tanta complejidad, hermosura, precisión y transparencia el mismo tipo de aceptación existencial que experimenta von Aschenbach en la película y en la novela.
Elocuente ejemplo de la música mahleriana de la "aceptación" a la que me refiero (que en posteriores trabajos ofrece referencias mucho más poderosas y logradas aunque quizá no tan susceptibles de cierto reconocimiento popular), es el evocador
Adagietto escogido con honda sabiduría y fino olfato por Visconti.
Gustav MahlerSi analizamos con sumo cuidado la escena referida, pero también el conjunto de la película, creo que no cuesta nada caer en la cuenta de que Visconti ha logrado construir una espiral de referencias que entre sí se comentan, explican y enriquecen. Desentrañemos al menos en parte dicha espiral. De alguna manera el
Adagietto viene a representar, quizá cayendo directamente en el tópico, a Gustav Mahler; la música y la vida de éste han sido estudiadas por algunos críticos como ejemplos certeros de quien sintió y expresó la aceptación del final de una época de la historia, del final de un imperio, del final de una forma de ser y estar en el mundo, del final de una forma de escribir sinfonías, del final de su propia existencia. Mahler es para Visconti von Aschenbach, y por último, von Aschenbach es para su primer creador, Thomas Mann, la metáfora del hombre solo, del poeta en su sentido más vasto, ese tipo de ser sobre el que escribió en su
nouvelle veneciana el siguiente párrafo: "Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociales; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido y lo extraordinariamente bello: la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado".
¿No son estas palabras perfectamente aplicables a María Zambrano? ¿No es la sabia, triste y poética mirada de von Aschenbach la misma que hemos visto tantas veces en el rostro de María Zambrano? Sí, y lo es porque al igual que Aschenbach, Mahler, Mann o Visconti, Zambrano estuvo siempre, ante todo y por encima de todo, sola.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.