Fue cenando una noche en un local de Santander de nombre “Días de Sur” (qué curioso, ¿no?), cuando
Adolfo (Fernández) Punsola me habló por extenso de
Ocaña y los del Norte, es decir, de él mismo. Adolfo me habló de
Ocaña desde el género autobiográfico, y lo hizo mientras mostraba imágenes y trazos reveladores de aquel tiempo. Unos recuerdos de plasticidad tan potente, que una camarera del local, por su acento hispanoamericana, se acercó para interesarse por lo vislumbrado entre plato y plato, entre copa y copa, entre café y café.
A mí, lo confieso aquí y ahora, ni me interesaba ni me interesa “bastante” Ocaña. El de Cantillana (¿Santillana sevillana?) es una circunstancia vital y un quehacer artístico que me someten a la desértica distancia de lo verbalizado en una lengua ajena y casi incomprensible. Ocaña me es ajeno, aunque en sus hoy denostados e ingenuos lienzos
palpo más sinceridad plástica, más verdad y frescura en color, que en muchas amaneradas y manoseadas propuestas que se muestran en galerías y museos, pura liturgia de la impostura.
Llegué a Ocaña y los del Norte siguiendo las migas de pan que
Federico Jiménez Losantos dejó en las páginas de su autobiografía (otra) barcelonesa:
La ciudad que fue. Barcelona, años 70.
(Jiménez) Losantos retrata en su autorretrato el escenario barcelonés en el que (con los matices que se quieran y las precisiones necesarias) también se desenvolvieron Ocaña, Adolfo y otros “del Norte” como el pensador
Alberto Cardín Garay (Villamayor –Asturias–, 1948), fallecido prematuramente enfermo de SIDA en la olímpica Barcelona del 92, y su primo el cineasta
Jesús Garay (Santander, 1949). Por (Jiménez) Losantos regresé al Punsola con el que, tiempo atrás, compartí en Cabezón de la Sal (¡de la Sal!) bizcochos de soletilla, fotos de
Marilyn Monroe y algún resquicio de
Emilio Pucci. Y a través de Adolfo llegué a Ocaña. Itinerario jeroglífico en realidad significativo: de Jiménez a Fernández para llegar a Pérez.
Escenas del documental de Ventura Pons: Ocaña: un artista intermitente (vídeo colgado en YouTube por algunoss)Pero ya he dejado plantada aquí la aparente paradoja: no me interesa “bastante” Ocaña como Ocaña para seguir con Ocaña. ¿Entonces? Voy a explicarme. Me interesan Ocaña, Adolfo, Federico y los del Norte en su etapa barcelonesa sólo (¿sólo?) como símbolo concreto y mayúsculo de un ser y un estar del todo irrepetibles. Ocaña, Adolfo, Federico, los del Norte…, son un termómetro preciso para leer y entender las circunstancias de un momento histórico en una geografía física y espiritual que fue malograda por la acción–reacción integrista de los nuevos poderes en una Barcelona, capital de Cataluña, que empezaba a imponer por la fuerza “su lenguaje”.
Digámoslo de una vez por todas de frente y sin tapujos: ¿en la Barcelona de hoy sería posible Ocaña? Esta es sin duda la clave de la cuestión. ¿Ocaña como problema?, prosiguiendo en clave orteguiana. Pues sí, un problema ante todo político y de primer orden. Y es que a mi juicio la importancia de Ocaña no reside tanto en sus creaciones plásticas o en su activismo militante en pro de los derechos de las diferentes opciones sexuales, como en sus ingenuas, grotescas e irónicas
performances espiritualmente exacerbadoras de lo que podríamos llamar los más enraizados tópicos de la España cañí y “álvarezquinteriana” (apunto el neologismo).
La radical provocación de Ocaña en la Barcelona de su tiempo no estaba en ponerse ropas femeninas y enseñar su pene paseando por las Ramblas en 1978, sino en, desde una puesta en escena de caricatura no intelectualizada, no conceptualizada, no sustentada ni en sesudas lecturas ni en sistemas de pensamiento, transformarse en símbolo andante y parlante, progresista, cosmopolita y moderno, partiendo de un discurso ético y estético brotado con naturalidad de un andalucismo-españolismo muy sentido y auténtico, pero de manual para extranjeros. Mezcla de
Lorca y
Mérimée, Ocaña propuso un vida libertaria y democrática con lenguaje de bata de cola, Semana Santa, peineta, castañuelas, vírgenes y cristos, rezos y cante. La Barcelona que en el horizonte se vislumbraba ya entonces capital olímpica de la Cataluña convergente y nacional-socialista, no podía ni a medio ni a largo plazo deglutir el mencionado “lenguaje”. A la Barcelona cosmopolita la tribu nacionalista le había puesto fecha de caducidad. La tribu catalana no podía ni permitir ni coexistir con el lenguaje de Ocaña, de Adolfo, de muchos de los del Norte que anhelaron y plantearon la posibilidad de hacer su propia vida expresiva en abierta pluralidad contradictoria con “otros lenguajes” cuya intrínseca razón de ser era y es la segregación de los que “no son de los nuestros”. Ni Ocaña ni Adolfo eran de los “suyos”. Ese fue su pecado principal; un pecado de lengua, de lenguaje, de discurso. Tanto Ocaña como Adolfo renunciaron a la asimilación. Ese fue su punto y final, su despedida de la ciudad que
fue (Barcelona), y que ya no permitía ni ser ni estar sin doblegarse a condicionantes, a la aceptación paulatina de un discurso impuesto por un lenguaje que exigía (y exige) ser para estar. Barcelona posibilitó a Ocaña. Hoy Ocaña no sería posible en Barcelona. ¿Avance o retroceso? Contéstese a sí mismo el lector que hasta aquí haya llegado.
¿Y cómo acabó (¿empezó?) la historia de Ocaña y los del Norte? A Jiménez Losantos el terrorismo nacionalista catalán le pegó un tiro en una pierna; Alberto Cardín murió con SIDA a los 44 años de edad sin ver arder el pebetero olímpico de su ciudad Condal; Adolfo tuvo que “escapar” de las “negruras”
tan correctamente catalanas y cool de Antonio Miro y compañía, entre otros. Ocaña encontró la muerte convertido en radiante, colorista y trágica antorcha humana: celebraba fiesta en Cantillana de Sevilla, España, disfrazado de Sol. Envuelto en papeles, telas y bengalas celebraba la vida cuando el disfraz comenzó a arder, haciendo de Ocaña un Ícaro de Hispalis, un mito menor (de brillante nota a pie de página) de la historia que no pudo ser y no fue de la contemporánea Hispania. Toda esta tragicomedia, en definitiva, puede resumirse en un problema de lenguaje(s). Y quien quiera entender, que entienda.