Alguien
tenía que haber calumniado a Francisco C., pues le quitaron a su niña Gemma
(nombre ficticio), en la mañana del 12 de marzo del 2009, sin que hubiera hecho
nada malo. Él no se lo explica: “Quizá fue algún funcionario resabiado”,
sospecha.
Gemma
nació en Cataluña, en diciembre del 2005, en el seno de una familia en situación
de desestructuración. Después de una “retención hospitalaria”, de la niña se
hicieron cargo los servicios sociales de la Direcció General d’Atenció a la
Infància (DGAIA), que la dieron en adopción, cuando Gemma sólo tenía seis meses
de vida, a la pareja formada por Francisco C. y Carolina (nombre ficticio).
“Todo iba bien, la propia Administración emitía informes favorables
reprochándose a sí misma la tardanza en conceder la adopción”, sostiene
Francisco C., que llevaba desde el 2000 intentando ser padre adoptivo, para lo
cual incluso lo intentó en Ucrania y Moldavia.
La
situación se complicó cuando Francisco C. y Carolina decidieron separarse, en
pleno proceso de adopción, en el 2007 (aunque la separación oficial no llegaría
hasta el 2010). “Me planteé esta disyuntiva: o esperar hasta que la niña fuera
mayor e ir haciendo el paripé con mi pareja, en una relación que no llevaba a
ningún sitio, o bien afrontarlo como personas maduras y hacer cada uno su vida
por separado, sin perjuicio de nuestra hija, que en ningún momento se vio
afectada”, considera Francisco C.
Entonces,
hubo un antes y un después, cuando, el 12 de marzo del 2009, el Institut Català de l'Acolliment i l'Adopció
(ICAA) convocó a Francisco C. a una “reunión de trabajo”, a la que debía acudir
acompañado de Gemma. “Recuerdo que mientras subía las escaleras del ICAA debatía
con la niña sobre qué comida le daríamos a los patitos del estanque que
visitaríamos ese fin de semana. Cuando llegué arriba, me esperaban en una sala
cuatro personas a las que apenas conocía. Me apartaron de la niña. Y después de
varias consideraciones y de una retahíla de mensajes seudomísticos sobre las
bondades del sistema, me dijeron que se acabó, que no volvería a ver a Gemma y
que entendían mi dolor.
Cuando yo les pregunté que por qué, me dieron
largas: ‘Hemos detectado indicadores de riesgo’. Cuando les pregunté que a qué
se referían con lo de indicadores de riesgo, se hicieron los tontos: ‘Hemos
recibido informes internos, llamadas anónimas…”. Cuando les inquirí para que me
concretaran el contenido de los informes y la finalidad de las llamadas, se
excusaron y cortaron en seco: ‘Mire, la niña es nuestra, y punto’”, rememora
Francisco C. “Cuando les eché en cara que así no se hacían las cosas, que la
niña no era un cenicero sobre cuya posesión pudiéramos discutir, que ellos no
conocían si tomaba algún medicamento, si la tortilla le gustaba poco o muy
hecha, si dormía bien por las noches o le costaba conciliar el sueño, cuando les
solté todo esto, y si se habían dado cuenta de que las amigas del cole la
estaban esperando, se pusieron a la defensiva y me acusaron de ser mal padre.
Cuando les instigué para que me dijeran en qué se basaban para hacer tal
aseveración, volvieron a lo de los ‘indicadores’, y utilizaron términos
inexistentes como que ella sufría de hiperadaptabilidad. Cuando busqué en el
Col·legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya el sentido real de este concepto, no
me supieron dar ninguna respuesta.
Un especialista me confesó: ‘La
Administración procede como la Inquisición, por suposiciones: Tú eres pelirroja,
a la hoguera. Pues igual’. Cuando me indigné y me sofoqué porque no le veía
razón alguna para que hicieran esto, mi amigo me lo puso más claro: ‘Mira, tú
eres víctima del síndrome del caso Alba [la niña que quedó en estado de coma
como consecuencia de una paliza, en el 2006, y que puso en evidencia la
descoordinación de las administraciones]. Cuando ellos ven algo raro, cortan y
no preguntan. Es lo mismo que si te cortan el brazo porque te duele la uña de la
mano’. Cuando yo exigí a las señoras de aquella sala que me devolvieran a mi
hija, me frenaron: ‘Usted no es su padre’, ante lo cual yo les dije que ese
título no lo daba una firma o un documento o una resolución, que yo la había
cuidado, le había cambiado los pañales, la había llevado al circo por primera
vez, y mil cosas más, y que eso me bastaba para saber que yo sí era su
padre.”
Francisco
C. y Carolina, desilusionados, hundidos, atormentados, se fueron a la Fiscalia
de Menors, y sus responsables “alucinaron”: “No entendían nada”. Luego llamaron
a la escuela en la que estaba matriculada la pequeña: “La tutora, llorando como
una magdalena, no entendía nada”. Y luego fueron al Síndic de Greuges, que se
escandalizó: “Tampoco entendía nada”. El Síndic emitió un informe demoledor:
“Instamos a que se revisen todos los protocolos de actuación”, poniendo en tela
de juicio el buen hacer de algunos técnicos, que han amasado más poder que
muchos cargos políticos. De hecho, el presidente de la Generalitat de Catalunya,
Artur Mas, escribió una carta a Francisco C. con palabras de consuelo y
mostrándose comprensible con su situación personal, como si los departamentos de
su Gobierno fueran entes con autonomía propia cuyos tentáculos no lograse
controlar. Además, la exconsellera d’Acció Social i Ciutadania, Carme Capdevila,
le citó en el Parlament de Catalunya, y cuando la tuvo enfrente, ella le pidió
perdón: “Yo he de confiar en mis técnicos, pero muchas veces no sé lo que
hacen”, le confesó a Francisco C.
“Cuando
me llevaron a una especie de juicio porque había intentado ver a Gemma (encontré
en Google la dirección de su colegio), tres años después de que me la quitaran,
la jueza me susurró: ‘Mira, la Administración actúa a veces de manera
desproporcionada, y esto es un ejemplo’. Cuando, tiempo después, me reuní con el
Fiscal Superior de Catalunya, reconoció que se usa un doble rasero, que hay
colectivos poderosos intocables, y que las retiradas de niños, en la mayoría de
los casos, se producen en familias indefensas y vulnerables”, expone Francisco
C.
“Yo
no pido que me devuelvan a la niña, porque sé que ahora está con otra familia, y
no quiero arrancarla de su seno, como hicieron conmigo. Si lo hiciera, le
causaría traumas irreversibles para su comportamiento futuro. No quiero hacer
eso. Lo que quiero es poder verla y poderle decir que yo nunca la he abandonado,
que no la he abandonado nunca”, afirma Francisco C., compungido. “Y, como
presidente de la Asociación
para la Defensa del Menor (Aprodeme), quiero ayudar a las familias
con menos recursos a las que les ha ocurrido algo semejante. Me he dado cuenta
de que yo sólo soy un expediente más. Pero algo tengo claro, conmigo no van a
poder. Por suerte he rehecho mi vida con Anabel, con quien me casé el 24 de
septiembre del 2011, y me siento enormemente feliz, y mi felicidad no la pueden
destruir. Me he sentido como ultrajado, y mis amigos me apoyan y echan pestes
por la ‘prepotencia’ de la Administración, dueña y señora de nuestros destinos,
‘talibana’, como he oído decir a una magistrada. Tengo interpuesta en el
Tribunal Constitucional de España una denuncia, porque no es normal que por vía
administrativa te puedan retirar a un niño sin que tengas derecho a defenderte
delante de un juez. Y yo no renuncio a explicarle a Gemma que yo no la abandoné,
que no la abandoné.”