“¡No
me irá usted a decir que conoce a René Philoctète, de tan lejos como era el
hombre!” le escribiré yo con mi teclado, ignorante lector (el ignorante lector
soy yo, no usted, que la frase lleva a confusión).
¡Se
me olvidaba! He saltado de párrafo sin decirle porqué tiene sus ventajas ser un
ignorante: uno, en esa incansable búsqueda de lo desconocido para dárselas de
pionero, encuentra obras que exceden en algún sentido las transitadas fronteras
de la literatura (lo que no es mucho decir porque la sopa de letras del
ignorante cabe en un plato). Dos, el ignorante puede hablar sin empacho de lo
que no sabe.
En
Río masacre se conjugan esos dos factores que van
a permitir al ignorante lector (que soy yo, por si todavía lo ignora), desplegar
las mejores prendas de su desconocimiento.
A
Haití, terremotos aparte, se le mira como un pedazo de sangría africana que se
ejecuta con la cadencia de un ritmo caribeño. Y además la estampa se deforma con
los lentes del recelo, remachado por la desconfianza vecinal que lo sorprende a
uno cuando nada más tomar tierra (y sin entender todavía una palabra gracias a
los cambios de presión en el avión y al acento dominicano de Puerto Plata) el
taxista ya lo está previniendo contra los haitianos, su negrura (mayor que la
del dominicano, que es de un negro antillano a decir de ellos mismos), sus
manejos, sus brujerías, sus (ponga en boca del conductor una expresión local que
usted no entienda pero que signifique algo malo).
En
esas, el mismo taxista que echa pestes de los vecinos primero, y de los gringos
norteamericanos después por la querencia que tuvieron hacia el dictador
Trujillo, desde luego no le va a referir
el episodio de “blanqueamiento” o matanza orquestada (Operación Cabezas
Haitianas) que el tal oligarca de nombre Leónidas retratado por Vargas Llosa en
La fiesta del chivo ejecutó sobre los
haitianos de la frontera dominico-haitiana. “Acordaos de que la isla se despierta al Este
y que el país de nuestros vecinos es la guarida de las tinieblas”. Amnesia
histórica, o vergüenza de estar “a dios rogando y con el mazo dando”, (maldecir
el infausto recuerdo del dictador mientras a la vez estoy envenenando la figura
de una parte de sus víctimas), táchese lo que no proceda.
Pero
no pasa nada. Un puñado de años después con el moreno borrado y las fotos
tirando a sepia, uno ya tiene Internet, y por casualidad, entre el ruido
documental que produce cualquier búsqueda, descubre referida esa mínima limpieza étnica y
encaja las piezas de aquellas conversaciones con M., el taxista-guía del pueblo
de Las Terrenas a quienes los machos alfa mirábamos con desconfianza, no fuera a
poner en su punto de mira a alguna de las blanquitas que tomáramos por esposas.
Para no apartarme del tema, del quid de la cuestión: las toxinas del veneno que
Trujillo había destilado y dado a beber a sus gentes para que entre el 2 y el 4
de octubre de 1937 descabezaran entre 6.000 y 10.000 negros haitianos (aunque el
punto de consigna estaba en 50.000 “personas de todas las edades, de toda clase,
de toca condición…”) cuya vida solo valía la palabra “perejil”, seguía
pegado a la hemoglobina de otra generación de dominicanos todavía joven en el
junio de 1993. No tuve más que recordar las opiniones de nuestro hombre-volante.
Por
muy sangrantemente cómico que resulte, una palabra es el árbitro entre la vida y
la muerte. “El gran designio del gobierno
de una nación es hacer muertos mediante el poder de una palabra”,
página 142. Una palabra señala la
frontera entre un negro que la pronuncia correctamente y por eso es menos negro
y según el criterio del genocida dominicano merece vivir, y otro negro, el
haitiano, a quien se le enreda la lengua y cuyo cadalso es la tierra que está
pisando en ese mismo momento, el machete a la garganta.
…“Una palabra que ha flameado en ojos,
hervido en entrañas, galopado en llanuras, atravesado ríos, pero no que alcanzan
a pronunciar bien los labios haitianos.
Una palabra que conlleva la muerte: «¡perejil!». Un condimento plebeyo de
huerta.”, página 129.
Y
por más sangrantemente rocambolesco que resulte, los propios gobernantes
haitianos miraron para otro lado.
…”Puerto-Príncipe no se ha apurado, ni por las
formas, ni por el decoro, ni por el protocolo. Ni siquiera un farol, de cara a
la galería para guardar la cara. Puerto-Príncipe no da muestras de hipocresía,
no chulea, no tiembla, no blasfema, no venera, no se enfada, no se regocija, ahí
me las den todas”.
El
ignorante lector, el que quería encontrar al autor genial y desconocido ya tiene
la horma de su zapato: tratar de desentrañar las severas complejidades de esta
novela, testimonio histórico (que no ajuste de cuentas), que utiliza el pespunte
del acontecer amoroso (trufado mayormente de pulsión sexual, de erotismo
sabiamente dibujado pero desbordado), entre Pedro Álvarez Brito y Molina,
cortador de caña dominicano, sindicalista y por tanto carne de tortura y
candidato al paredón, y Adèle Benjamín, haitiana, como uno de los hilos
conductores. No, no es la misma de siempre, tan solo una mínima excusa para una
novela animista en la que una guagua conversa con el conductor, y en la modorra
del humo repasa sus veintitantos años de caminos; un texto donde los
instrumentos del agrimensor también platican entre sí y tienen voluntad propia
(página 58), como la férrea determinación de los machetes: “«Soy
dueño de mí mismo, como de la muerte», el machete opta por la razón de
Estado, la pureza de la nación dominicana, su autenticidad, su especificad, su
originalidad. Recuerda que es caballero de los blancos de la tierra, se persuade
de que es preciso que el ocre ahogue al negro, lo disuelva…”, página 78.
Testimonio de locura asesina, pero también de resistencia de una parte de un
pueblo dominicano que a su tenacidad para sobrevivir al día a día del dictador,
debe añadir las fuerzas para sacar fuerzas de donde no las hay para,
inútilmente, contener el terror dentro de sus fronteras.
Pero
no se agota ahí Río masacre. Junto a la tradicional linealidad del
acontecimiento literario, al lado del carácter documental a base de crónicas
radiofónicas (en Ruanda la radio encendió la chispa) que se cierran con
comerciales, a unos pasos se tropieza con su alter ego más experimental, el
Philoctète que abre la represa de un torrente de palabras a medio camino entre
la oscura experiencia onírica, el surrealismo, el flash sicodélico… Porque René
Philoctète es uno de los tres escritores haitianos constructores del “espiralismo”. Y ya para situar el marco
teórico, tengo que echar mano de las palabras de Glodel Mezilas que lo definen: “El espiralismo utiliza el género global
donde están interrelacionados armoniosamente la descripción novelística, el
aliento poético, el efecto teatral, los relatos, los cuentos, los bosquejos
autobiográficos y la ficción”.
Pero
si eso no corrobora mis afirmaciones anteriores déjeme decirle que ese
movimiento literario también se define como “estética del caos”. Una estética del
caos que al principio, como un francotirador no reconocemos, del que tampoco
sabemos desde donde dispara, pero que a medida que la novela avanza barrerá con
sus ráfagas todo el campo visible de las páginas heridas de palabras disparadas,
tomará el control discursivo de la no-narración, y en la cúspide de la locura
fragmentaria de elementos inconexos, pondrá al lector contra las cuerdas de su
propia capacidad para seguir manteniendo la novela en las manos, (y perdón por
esos palabros y barbaridades inconsistentes con que pueda propasarme).
De
las ventajas que tiene el ignorante lector, decía que la segunda es la de que
puede hablar sin empacho y sin ruborizarse, de aquello que no sabe. Como
corolario, esta afirmación con la que ahora me propongo cortocircuitar las
dendritas de sus neuronas: René Philoctète es un escritor
outsider.
Roger
Cardinal, el fabricante del término
“artista outsider” se esfuerza en que la interpretación de su ensayo sobre la
esencia del artista outsider se expanda más allá de la mera vertiente
anticomercial. Si no me equivoco al traducir sus palabras, “El término outsider no se refiere al
garabato de un amateur que busca a tientas. Se refiere al trabajo producido por
creadores autodidactas de talento, cuyas expresiones transmiten un fuerte
sentido de individualidad” / “Creadores fuera de toda norma académica, sin
ambiciones de ningún tipo salvo, quizás encontrar su propio voz más allá del
lenguaje convencional”.
En
la contraportada se dice que René Philoctète, novelista, dramaturgo, poeta, solo
sale de la isla dos veces en su vida: 1965, se tiene que exiliar en Canadá.
1992, para recibir el premio del Parlamento argentino. Eso podría confirmar mi
idea de su vocación outsider. Pero a la vez, desde el compromiso militante y
la antiintrospección (el mayor
engendro léxico, literaturoso y patógeno de los hasta ahora he vertido en esta
reseña) denuncia siempre desde el mismo periódico, alto y claro, al régimen de
los Duvallier. No podía ocultarlo, aunque eso debilite mi tesis, qué quiere que
le diga, borre usted lo de outsider, si no le cuadra. Pero no borre este libro
de su lista de lecturas imprescindibles. La oportunidad de conocer lo extraño
necesario raramente se nos ofrece dos veces.