Los
hechos son claros y más nos vale no perderlos de vista: hay un presidente
electo, Enrique Peña Nieto, y un candidato que logró 15 millones de votos,
Andrés Manuel López Obrador, y asegura que se violó la Constitución en la
elección presidencial y censura al IFE y al Tribunal
Electoral.
Si
el país no se sume en una crisis mayor, con o contra la voluntad de sus
protagonistas, el futuro gobierno tendrá que construir y aplicar políticas
públicas que atiendan las urgencias y cambien prácticamente todo a mediano
plazo, porque casi todo está mal.
El
Congreso deberá hacer una reforma electoral -otra más- que ponga nuevos candados
al flujo de recursos privados en los procesos electorales y al acceso anticipado
de los posibles candidatos a los medios de comunicación
masiva.
Gobernadores,
secretarios de Estado y políticos tendrían muy restringido ese acceso para que
no construyan candidaturas tempranas. Pero lo mismo vale para todos los demás:
empresarios, intelectuales y hasta periodistas, pues ¿quién nos asegura que
Carlos Slim, Jorge Castañeda o Carmen Aristegui no aspiran a ser candidatos a un
cargo de elección popular, incluida la Presidencia de la República? ¿Por qué
ellos no tendrían iguales restricciones de acceso a los medios que, por ejemplo,
Marcelo Ebrard, Margarita Zavala o Juan Ramón de la Fuente?
Desde
la sospecha, nadie está a salvo de los candados porque la creatividad para
violar los candados -y para denunciar en falso su violación-es infinita. Metidos
a descalificar, ni siquiera funcionaría un sistema político calcado de países
que para algunos tienen democracias ejemplares -Reino Unido, Suecia o Costa
Rica- u otros como Venezuela y su democracia popular o Cuba y su democracia
socialista.
Un
pueblo de tramposos (se acusa a cinco millones de ciudadanos de haber vendido su
voto) ni siquiera podría ponerse de acuerdo en a quién imitar, si esto tuviera
algún sentido.
Pero
dejemos esa línea que conduce al absurdo. México, decía, tiene problemas de
extrema urgencia y debe reconstruir muchas áreas de la vida pública. La
inflación alimentaria es un ejemplo de los primeros y el riesgo de que Estados
Unidos caiga en recesión y paralice a nuestra economía, fundada en el sector
externo, es ejemplo de las segundas: cuando el 80% de nuestras exportaciones,
más del 90 por ciento de nuestra migración laboral y más del 50% de los
servicios turísticos se destinan al mercado estadunidense, nuestra
vulnerabilidad a una recesión en ese país es enorme.
A
menos que el próximo gobierno actúe para reconstruir el mercado interno, el
entorno global augura una drástica caída del flujo de divisas que arrasaría con
el mítico blindaje hecho de capitales especulativos. En ese contexto, se
frenaría la inversión, se cerrarían empresas, se perderían empleos incluso
informales, y todo ello exacerbaría el descontento social, con el trasfondo de
una guerra insensata y perdida contra el crimen
organizado.
Aunque
el priismo fuera dictatorial, no podría reprimir a los inconformes porque las
consecuencias serían mucho peores que las de 1968, cuando la economía crecía y
había expectativas de futuro para grandes grupos de
población.
Pero
si no nos arrasa una crisis, el gobierno podrá cumplir sus compromisos de
política social y empleo, pero eso cuesta, y hay que aumentar los recursos
públicos, mediante una reforma hacendaría integral.
La
reforma fiscal, que es parte de la hacendaria, significa que alguien pague más
impuestos que ahora: ¿Quién o quiénes?
Los
pobres no, porque no tienen ni para comer; las clases medias, las únicas que
pagan, están exhaustas por el desempleo o los salarios miserables; claro que se
les pueden confiscar sus ahorros para el retiro o lo que sea, pero eso sería
socialmente explosivo.
Quedan
los ricos. Casi ninguno paga impuestos porque crean fundaciones y museos para
deducir impuestos, gozan de privilegios fiscales, tienen ejércitos de contadores
y abogados especializados en burlar la legislación fiscal y, lo más importante:
son muy, pero muy poderosos.
El
único camino es negociar con ellos y con otros poderes fácticos: los medios de
comunicación, el clero o los maestros sindicalizados; con las fuerzas políticas
y las organizaciones sociales.
¿Cómo
convencer a unos de que paguen, a otros de que se capaciten y trabajen, a unos
más de que no conspiren, etc.?
Caso
por caso, reforma por reforma, buscando el equilibrio ecológico entre las
distintas especies de esa fauna feroz. Pero con razones, no con sobornos.
¿Y
cuál es la razón del cambio? Una muy simple y terrible: o nos sumamos todos al
rescate del país o no quedará país para nadie: los campos se convertirán en
páramos y las multitudes famélicas saltarán las murallas que resguardan a las
élites.