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Philippe Poirrier (ed.): <i>La historia cultural. ¿Un giro historiográfico mundial?</i> (PUV, 2012)

Philippe Poirrier (ed.): La historia cultural. ¿Un giro historiográfico mundial? (PUV, 2012)

    TÍTULO
La historia cultural. ¿Un giro historiográfico mundial?

    AUTOR
Philippe Poirrier (ed.)

    EDITORIAL
PUV

    TRADUCCCION
Júlia Climent y Mónica Granell

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-370-8832-7. Valencia, 2012. 254 páginas. 22 €




Tribuna/Tribuna libre
La historia cultural. ¿Un giro historiográfico mundial?
Por Anaclet Pons y Justo Serna, miércoles, 5 de septiembre de 2012
Desde hace dos o tres décadas la historia cultural ocupa un lugar preferente en la escena historiográfica, aunque con desfases cronológicos y diferentes modalidades dependiendo de las circunstancias nacionales y, en este sentido, se impone una aproximación comparativa. El presente volumen, La historia cultural. ¿Un giro historiográfico mundial? (PUV, 2012), editado por el profesor Philippe Poirrier, pretende inscribirse en esta perspectiva, preguntándose por la realidad de un «giro cultural» en la historiografía mundial. Los numerosos colaboradores han aceptado responder a un plan de trabajo en el que, partiendo de la situación historiográfica de cada país, se analicen las modalidades de surgimiento y de estructuración de la historia cultural. La meta buscada no es normativa y contempla un planteamiento que combina el análisis de las obras, las singularidades de las coyunturas historiográficas y la organización de los mercados universitarios.


PRESENTACIÓN
(por Justo Serna y Anaclet Pons)

 

1. La historia cultural. Aquí y allá, y desde hace un par de décadas, ese rótulo aparece y reaparece etiquetando mil y un libros. La historia cultural de la música o la historia cultural del vestido; la historia cultural de la cocina o la historia cultural del sexo. Tal vez, esa fórmula tenga éxito por su ambigüedad, por su elasticidad: se adapta a cualquier objeto cuyo pasado pueda investigarse. Admitido. ¿Pero entonces por qué no se multiplican los volúmenes de historia económica, política o social de la música, del vestido, de la cocina o del sexo? ¿Por qué la cultura se ha convertido en un factor que todo lo explica? Las razones son numerosas. ¿Acaso la ruina del experimento comunista, la quiebra confirmada con la caída del Muro de Berlín? ¿Acaso la prosperidad económica, su universalización, el fin de la historia? Cuando acaba la Guerra Fría, muchos descubren las apariencias, los velos que antes cubrían: advierten que nada es como se había contado, que la realidad no es simplemente un dato objetivo y externo, que es también una descripción.

 

A comienzos de los noventa, el mundo parece haberse vuelto hedonista, consumidor, y la pasión política del siglo XX se ha debilitado: se decreta por enésima vez la muerte de las ideologías, del colectivismo, de las grandes cosmovisiones. Hay mayor tolerancia, nuevas cotas de libertad y una comunicación creciente. Un mundo interconectado, global, permite los flujos de información y permite las mezclas, los mestizajes, lo híbrido. Vemos y sabemos –o creemos ver y saber– lo que otros hacen, lo distintos que son, sus formas de vivir, de vestir, de amar, de comer, de morir. Nos resignamos a la diversidad: no hace falta condenar, marcar o extirpar. Pero esos flujos permiten también el individualismo, el cultivo de lo propio: si estamos expuestos a la mirada, al escrutinio, entonces nos preocupan la apariencia y la identidad personales, aquello que los otros observarán.

 

Es más: en una sociedad de expectativas y de cambio acelerado, de beneficios y logros, como es la de los noventa, la clase social ya no parece determinar la posición de las personas. En el mundo de la prosperidad universal y del mérito, las identidades pueden alterarse, transformarse. Son mudables. Llegados a ese punto, los conflictos materiales (las luchas de clases, ese factor universal que todo lo iguala) ya no parecen un factor suficientemente explicativo y, por ello, la acción humana se interpreta a partir de categorías diferentes. Entre otras, el lenguaje, el significado de las cosas. La clave, en efecto, parece estar en la cultura.

 

Permítasenos decirlo así: ahí fuera está la realidad, sí, el núcleo duro de las cosas, todo aquello que nos limita y que nos ciñe, nuestra condición de posibilidad. Pero para aceptar o rechazar eso que hay ahí fuera hemos de designarlo, calificarlo, darle un sentido. Las palabras y las cosas no coinciden, y en el lenguaje, en la expresión, parece estar la base de las contiendas, el motivo de las controversias. Si ha habido luchas a lo largo de la historia es por los modos distintos y opuestos que hemos tenido a la hora de percibir, de nombrar, de juzgar. Por decirlo toscamente: en sí misma, la pobreza no provoca revoluciones. Hacen falta condiciones para alzarse en motines o en revueltas: calificar la situación como insoportable, por un lado; y juzgar posible, razonable, una expectativa de cambio, por otro. Por supuesto, tenemos necesidades materiales, urgentes, más allá de la cultura. Pero esas necesidades se perciben o se detectan gracias a las categorías culturales: nos permiten ver, o echar en falta; nos permiten satisfacer o lamentar aquello de lo que carecemos; nos permiten identificar, designar y sopesar.

 

La cultura incluye, entre otras cosas, instrumentos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores. Con esos recursos alteramos, modificamos lo que nos rodea. Creamos un medio secundario. Los seres humanos hacen casas y caminos, construyen refugios, cocinan sus alimentos, se protegen con armas, con normas, con fantasías. La defensa, el alimento, el desplazamiento, la necesidad fisiológica o espiritual: todo ello se satisface mediante artefactos –o artificios– materiales o inmateriales. Pero para manejar esos pertrechos es preciso conocerlos, saber cómo funcionan; es necesario conceptuarlos, catalogarlos y valorarlos. Como los empleamos para emprender todo tipo de acciones, entonces se nos ha de socializar convenientemente: la existencia es un aprendizaje de los códigos que rigen esos usos. Por eso, nos pasamos la vida averiguando cuáles son las reglas que permiten decir o hacer las cosas en este sitio o en aquel. Por eso, las palabras y las cosas tienen sentido y el acto de nombrar no es secundario: para utilizar herramientas, para emplear armas, para celebrar rituales o para llegar a acuerdos, primero hay que designar con significado. Y el significado de las palabras y las cosas no está dado de una vez para siempre.

 

2. Pocas líneas necesitará el lector para comprender el sentido del volumen que ahora tiene en sus manos. Es este un libro de historia, de historia cultural: un volumen que repasa ciertos logros de la humanidad, una obra que nos indica de qué modo las personas y las colectividades comparten experiencias comunes. Es sobre todo un informe mundial, un estado de la cuestión, una aproximación a las ganancias y a las carencias de la investigación. En su introducción, Philippe Poirrier –que es su inspirador– enumera los hechos más importantes que conviene saber: el apoyo de Roger Chartier y Peter Burke, la creciente producción de estudios de historia cultural, el carácter internacional de la corriente historiográfica, los crecientes intercambios y las transferencias entre investigadores, las diferencias nacionales y, en fin, la necesidad de un análisis comparado de este cambio, de este giro cultural.

 

Este libro es una iniciativa claramente francesa. Como advierte Poirrier, en principio son los historiadores anglosajones quienes adoptan esta etiqueta («cultural») para calificar sus trabajos. ¿Por qué razón? Por influencia y consecuencia del giro lingüístico (al que Poirrier alude) o por efecto o derivación de los estudios culturales. En general, y aunque el calificativo tarde en ser algo reconocido, su presencia es muy anterior. Podríamos decir que la cultural es una perspectiva presente desde los años ochenta, aunque dispersa, y bajo el amparo de la historia social, entonces dominante. La practican quienes se ocupan del mundo moderno: estudiosos que figuran entre sus más conspicuos representantes siempre defenderán esa vinculación con lo social, como hace aquí Roger Chartier.

 

En el caso francés, serán los historiadores dedicados al mundo contemporáneo quienes reclamen la necesidad de hacer de lo cultural una preocupación básica. Y, dados sus intereses mayoritarios, ese calificativo se aplicará preferentemente a lo político, en particular a sus representaciones. Si tuviéramos que buscar un nombre al que atribuir una mayor responsabilidad en dicho cambio, seguramente ese sería el de Pascal Ory. Es en los años ochenta cuando este historiador propone una y otra vez la necesidad de hacer una historia cultural de Francia. ¿En qué sentido? Para él, la historia cultural tiene unos límites precisos: el conjunto de las representaciones colectivas propias de una sociedad, es decir, las diversas formas de expresión que dan lugar a distintas prácticas sociales (1).

 

Esa preocupación no estaba solamente en el citado Ory; la podemos encontrar también en el seminario que Jean-François Sirinelli y Jean-Pierre Rioux impartieron desde 1989 en el CNRS con el título de Historia cultural de Francia en el siglo XX, un seminario del que resultará un volumen leído como manifiesto historiográfico: Pour une histoire culturelle (2). Con referentes semejantes, entre los que siempre destaca el trabajo de Roger Chartier, esta propuesta incide sobre aspectos parecidos, señalando que lo cultural no puede desvincularse de lo social, pero reconociendo el énfasis en lo político, mayor si cabe desde la aparición del estudio que Pierre Nora dedicara a la memoria. En cualquier caso, el mapa es ahora múltiple: se trata de historia de las políticas y de las instituciones culturales, de las mediaciones y de los mediadores, de las prácticas, de los signos y de los símbolos de lo colectivo.

 

Ese interés creciente y compartido confluye en 1999 en la creación de la Association pour le Développement de l’Histoire Culturelle (ADHC). El objeto de dicha sociedad será establecer un vínculo de información y un foro de debate entre todos los investigadores interesados en los aspectos teóricos y prácticos relacionados con la historia cultural de las sociedades contemporáneas. Allí se reúnen Ory, actual presidente, y Sirinelli, pero también otros muchos nombres destacados: Maurice Agulhon, Jean-François Botrel, Alain Corbin, Pierre Nora, Daniel Roche, Georges Vigarello, Philippe Poirrier, etcétera. De algún modo, el colofón será el volumen L’Histoire culturelle, que Ory publica en «Que sais-je?», de PUF, esa colección tan característica. Las reimpresiones serán constantes. Otro hito será también otra colección que con el mismo rótulo dirige el propio Ory en Editions Complexe. Es el mismo momento en que el propio Poirrier publica Les enjeux de l’histoire culturelle. Tanto para uno como para otro, la historia cultural es una modalidad de la historia social, una investigación atenta sobre todo a las representaciones. Esta meta, el análisis de las representaciones, no es novedad alguna: como indica Poirrier, el papel de pionero ha de adjudicársele a Chartier. Hay incluso otro elemento a destacar, otra coincidencia cronológica. Los veteranos coloquios de Cerisy, muy asentados entre los académicos, proponen dedicar su reunión de 2004 a este mismo objeto, con la participación de muchos de esos nombres que ya hemos mencionado (3). Es, pues, un indicio de que para esas fechas el asunto ya se ha convertido en una preocupación fundamental.

 

Es así como se conforma y se institucionaliza en Francia esta historia cultural. ¿Tiene alguna particularidad? Según señalará Poirrier, en aquellos añosla historia cultural avanza por una tierra de frontera en la que se perfilan tres dominios fundamentales: una historia de las sensibilidades, con Alain Corbin como principal inspirador; una historia cultural de lo social, con Roger Chartier como referente esencial, y una historia cultural de la política, con Jean-François Sirinelli como protagonista y guía, dada su doble condición de director del Centre d’Histoire de Sciences Po y de la Revue historique. Esas serían, pues, las tres modalidades de la historia cultural a la francesa (4). Y esa será asimismo la carta de presentación gala cuando la investigación experimente el giro mundial del que nos habla Poirrier en este volumen. El momento también se puede datar con mayor o menor exactitud: quizá el año sea 2007, con la conferencia que sobre Varieties of Cultural History se celebró en la Universidad de Aberdeen, bajo el impulso de Peter Burke, otro de los autores obligados, junto con Chartier, de esta historia cultural.

 

En todo caso se trataba entonces de completar el proceso de institucionalización. ¿Y qué sucede? Se establece, en primer lugar, una Cultural History Society, calificada inmediatamente de International. La constitución de esa asociación, a la que se suman Lynn Hunt, Pascal Ory y Philippe Poirrier, entre otros, se acuerda en Gante en 2008, iniciando así sus actividades y sus congresos anuales (y que ahora mismo preside el citado Ory). En segundo lugar, además, se crea una revista propia, la Cultural History –que en 2012 debería publicar su primer número–, cuyo consejo editorial nos proporciona el Gotha de la corriente: Peter Burke, Robert Darnton, Natalie Zemon Davis, Carlo Ginzburg, Lynn Hunt, Philippe Poirrier, etcétera.

 

El principal impulsor de la revista, Peter Burke, apunta datos y valoraciones. ¿Qué indica? De la historia cultural se puede decir que está en auge, que existe incluso un Cultural Turn, cuyos contornos –polifónicos o híbridos– están poco definidos. La historia cultural se ocupa de las prácticas y las representaciones, como diría Chartier. Pero no se piensa o no se desarrolla para sustituir la investigación académica, sino para complementarla con tres objetos: la historia de las representaciones, la historia del cuerpo y la historia cultural de la ciencia (5).

 

Aunque cada historiografía ponga su sello, esa polifonía es la misma que podemos encontrar entre los franceses. Un simple ejemplo bastará: el Dictionnaire d’histoire culturelle de la France contemporaine (2010)(6), todo un esfuerzo enciclopédico. Las casi mil páginas de este volumen reproducen los rasgos que ya hemos señalado. Reúnen, por un lado, a más de un centenar de investigadores, procedentes de los dos polos mencionados, el centro de historia de Sciences Po y el dedicado a la historia cultural de las sociedades contemporáneas en la Universidad de Versalles, donde tiene su sede la ADHC. Por otro, sus directores señalan precisamente el carácter híbrido de la obra, centrada en un tema joven y fecundo del que se puede hacer inventario exhaustivo. La historia cultural, nos dicen los responsables, habría dado sus primeros e indefinidos pasos en las épocas medieval y moderna, desplazándose posteriormente al campo de lo contemporáneo. ¿Y por qué este desplazamiento? Porque las historias nacionales son actual y prioritariamente historias contemporáneas, y sobre ellas se investiga la historia cultural de lo político. Y algo análogo se puede decir de Dix ans d’histoire culturelle (7), una obra en la que sus editores demuestran una voluntad sistematizadora. Por ello en sus páginas se recoge una gran variedad de perspectivas, las que se habrían desarrollado en la década de funcionamiento de la ADHC, desde su primer congreso en 2000.

 

3. El libro que ahora presentamos ha de entenderse en ese contexto. Existen otros muchos volúmenes sobre lo que es o sobre cómo ha de entenderse la historia cultural, pero este en particular tiene la ventaja de ofrecer una aproximación mundial, partiendo eso sí del impulso francés, de su perspectiva concreta. La obra que se publicó en 2008 y tuvo dos años después una versión italiana (8). Para la presente, hemos optado por combinar ambas, añadiendo dos capítulos que no aparecieron en la edición francesa, pero sí en la italiana. Son los dedicados a Alemania y a los Países Bajos. Si en el original no se incluyeron ambos capítulos no se debió al descuido del responsable, sino al incumplimiento de plazos: los autores escogidos no pudieron concluirlos en el tiempo que se había establecido. En todo caso, el lector español podrá disfrutar así de una perspectiva mucho más completa.

 

Y podrá comprobar de qué se preocupan los historiadores culturales de Australia o de Francia, de Italia o de Holanda, pongamos por caso. Principalmente, de las identidades colectivas, de todo aquello que reúne a los connacionales y que les sirve para compartir y para afirmarse. Aunque el lector podrá verificar también cuáles son los motivos de fricción, las fracturas de la identidad, las adhesiones que se cuestionan, los choques. Podrá asimismo constatar que la cultura es un repertorio de recursos comunes, los códigos que nos rigen, las costumbres que nos obligan, los artefactos que nos sirven para sobrevivir colectivamente. Todo vestigio del pasado puede ser tomado como fuente histórica: sobre distintos soportes se han volcado diferentes percepciones del mundo, formas de ver y de hacer. Los historiadores culturales prueban que los individuos ven y hacen colectivamente y prueban que algunos se salen de la norma valiéndose –eso sí– de asideros compartidos: heredados o ahora por primera vez ensayados.

 

Los seres humanos somos capaces de lo mejor, de los logros más eximios. Somos igualmente capaces de modificar y edificar nuestros entornos materiales, de establecer instituciones políticas, de protegernos de la naturaleza y de los otros, de elevarnos a lo más sublime, de afirmarnos y de rehacernos con las grandes o pequeñas creaciones del intelecto o del genio: desde la religión al arte, desde la ideología a la literatura. Pero al mismo tiempo los seres humanos somos igualmente capaces de lo peor, de las mayores villanías. Es ya un tópico citar a Walter Benjamin para este menester, pero resulta obligado y preciso: no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie. De eso, de los documentos como expresión de cultura y de barbarie, dan cuenta los historiadores aquí reunidos, que reconstruyen para el lector textos, imágenes, ideas, episodios nacionales y rebeldías imprevistas.


NOTAS

(1) Por ejemplo, Pascal Ory: «L’histoire culturelle de la France contemporaine: question et questionnement», Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 16, 1987, pp. 67-82.

(2) Aparecido en francés en 1997 (Seuil), existe una versión española: Para una historia cultural, México, Taurus, 1999.

(3) Pascal Ory: L’Histoire culturelle, París, PUF, 2004; Philippe Poirrier: Les enjeux de

l’histoire culturelle, París, Seuil, 2004; en cuanto a las actas del coloquio de Cerisy: Laurent Martin y Sylvain Venayre (dirs.): L’histoire culturelle du contemporain, París, Nouveau Monde Editions, 2005. A lo anterior podría añadirse el coloquio celebrado en la Casa de Velázquez en 2005, publicado en Benoît Pellistrandi y Jean-François Sirinelli (eds.): L’histoire culturelle en France et en Espagne, Madrid, Casa de Velázquez, 2008.

(4) Philippe Poirrier: «Préface. L’histoire culturelle en France. Retour sur trois itinéraires: Alain Corbin, Roger Chartier et Jean-François Sirinelli», Cahiers d’Histoire, vol. XXVI, núm. 2, 2007, pp. 49-59.

(5) Peter Burke: «Cultural history as polyphonic history», Arbor: Ciencia, pensamiento y cultura, 743, 2010, pp. 479-486.

(6) Jean-François Sirinelli, Christian Delporte y Jean-Yves Mollier (dirs.): Dictionnaire d’histoire culturelle de la France contemporaine, París, PUF, 2010.

(7) Évelyne Cohen, Pascale Goetschel, Pascal Ory y Laurent Martin (dirs.): Dix ans d’histoire culturelle, París, Presses de l’ENSSIB, 2011.



Nota de la Redacción: queremos agradecer la generosidad y gentileza de la editorial PUV (Publicacions de la Universitat de València) y de los profesores Philippe Poirrier, autor de la edición original del libro, y Justo Serna y Anaclet Pons, autores de la presentación a cuyo pie figura este agradecimiento, por permitir la publicación de este texto en Ojos de Papel.

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