PRESENTACIÓN (por Justo Serna y Anaclet
Pons)
1. La historia cultural. Aquí
y allá, y desde hace un par de décadas, ese rótulo aparece y reaparece
etiquetando mil y un libros. La historia cultural de la música o la historia
cultural del vestido; la historia cultural de la cocina o la historia cultural
del sexo. Tal vez, esa fórmula tenga éxito por su ambigüedad, por su
elasticidad: se adapta a cualquier objeto cuyo pasado pueda investigarse.
Admitido. ¿Pero entonces por qué no se multiplican los volúmenes de historia
económica, política o social de la música, del vestido, de la cocina o del sexo?
¿Por qué la cultura se ha convertido en un factor que todo lo explica? Las
razones son numerosas. ¿Acaso la ruina del experimento comunista, la quiebra
confirmada con la caída del Muro de Berlín? ¿Acaso la prosperidad económica, su
universalización, el fin de la
historia? Cuando acaba la Guerra Fría, muchos descubren las apariencias, los
velos que antes cubrían: advierten que nada es como se había contado, que la
realidad no es simplemente un dato objetivo y externo, que es también una
descripción.
A comienzos de los noventa, el
mundo parece haberse vuelto hedonista, consumidor, y la pasión política del
siglo XX se ha debilitado: se decreta por enésima vez la muerte de las
ideologías, del colectivismo, de las grandes cosmovisiones. Hay mayor
tolerancia, nuevas cotas de libertad y una comunicación creciente. Un mundo
interconectado, global, permite los flujos de información y permite las mezclas,
los mestizajes, lo híbrido. Vemos y sabemos –o creemos ver y saber– lo que otros
hacen, lo distintos que son, sus formas de vivir, de vestir, de amar, de comer,
de morir. Nos resignamos a la diversidad: no hace falta condenar, marcar o
extirpar. Pero esos flujos permiten también el individualismo, el cultivo de lo
propio: si estamos expuestos a la mirada, al escrutinio, entonces nos preocupan
la apariencia y la identidad personales, aquello que los otros
observarán.
Es más: en una sociedad de
expectativas y de cambio acelerado, de beneficios y logros, como es la de los
noventa, la clase social ya no parece determinar la posición de las personas. En
el mundo de la prosperidad universal y del mérito, las identidades pueden
alterarse, transformarse. Son mudables. Llegados a ese punto, los conflictos
materiales (las luchas de clases, ese factor universal que todo lo iguala) ya no
parecen un factor suficientemente explicativo y, por ello, la acción humana se
interpreta a partir de categorías diferentes. Entre otras, el lenguaje, el
significado de las cosas. La clave, en efecto, parece estar en la
cultura.
Permítasenos decirlo así: ahí
fuera está la realidad, sí, el núcleo duro de las cosas, todo aquello que nos
limita y que nos ciñe, nuestra condición de posibilidad. Pero para aceptar o
rechazar eso que hay ahí fuera hemos de designarlo, calificarlo, darle un
sentido. Las palabras y las cosas no coinciden, y en el lenguaje, en la
expresión, parece estar la base de las contiendas, el motivo de las
controversias. Si ha habido luchas a lo largo de la historia es por los modos
distintos y opuestos que hemos tenido a la hora de percibir, de nombrar, de
juzgar. Por decirlo toscamente: en sí misma, la pobreza no provoca revoluciones.
Hacen falta condiciones para alzarse en motines o en revueltas: calificar la
situación como insoportable, por un lado; y juzgar posible, razonable, una
expectativa de cambio, por otro. Por supuesto, tenemos necesidades materiales,
urgentes, más allá de la cultura. Pero esas necesidades se perciben o se
detectan gracias a las categorías culturales: nos permiten ver, o echar en
falta; nos permiten satisfacer o lamentar aquello de lo que carecemos; nos
permiten identificar, designar y sopesar.
La cultura incluye, entre
otras cosas, instrumentos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y
valores. Con esos recursos alteramos, modificamos lo que nos rodea. Creamos un
medio secundario. Los seres humanos hacen casas y caminos, construyen refugios,
cocinan sus alimentos, se protegen con armas, con normas, con fantasías. La
defensa, el alimento, el desplazamiento, la necesidad fisiológica o espiritual:
todo ello se satisface mediante artefactos –o artificios– materiales o
inmateriales. Pero para manejar esos pertrechos es preciso conocerlos, saber
cómo funcionan; es necesario conceptuarlos, catalogarlos y valorarlos. Como los
empleamos para emprender todo tipo de acciones, entonces se nos ha de socializar
convenientemente: la existencia es un aprendizaje de los códigos que rigen esos
usos. Por eso, nos pasamos la vida averiguando cuáles son las reglas que
permiten decir o hacer las cosas en este sitio o en aquel. Por eso, las palabras
y las cosas tienen sentido y el acto de nombrar no es secundario: para utilizar
herramientas, para emplear armas, para celebrar rituales o para llegar a
acuerdos, primero hay que designar con significado. Y el significado de las
palabras y las cosas no está dado de una vez para siempre.
2. Pocas líneas necesitará el
lector para comprender el sentido del volumen que ahora tiene en sus manos. Es
este un libro de historia, de historia cultural: un volumen que repasa ciertos
logros de la humanidad, una obra que nos indica de qué modo las personas y las
colectividades comparten experiencias comunes. Es sobre todo un informe mundial,
un estado de la cuestión, una aproximación a las ganancias y a las carencias de
la investigación. En su introducción, Philippe Poirrier –que es su inspirador–
enumera los hechos más importantes que conviene saber: el apoyo de Roger
Chartier y Peter Burke, la creciente producción de estudios de historia
cultural, el carácter internacional de la corriente historiográfica, los
crecientes intercambios y las transferencias entre investigadores, las
diferencias nacionales y, en fin, la necesidad de un análisis comparado de este
cambio, de este giro
cultural.
Este libro es una iniciativa
claramente francesa. Como advierte Poirrier, en principio son los historiadores
anglosajones quienes adoptan esta etiqueta («cultural») para calificar sus
trabajos. ¿Por qué razón? Por influencia y consecuencia del giro lingüístico (al que Poirrier alude)
o por efecto o derivación de los estudios
culturales. En general, y aunque el calificativo tarde en ser algo
reconocido, su presencia es muy anterior. Podríamos decir que la cultural es una
perspectiva presente desde los años ochenta, aunque dispersa, y bajo el amparo
de la historia social, entonces dominante. La practican quienes se ocupan del
mundo moderno: estudiosos que figuran entre sus más conspicuos representantes
siempre defenderán esa vinculación con lo social, como hace aquí Roger
Chartier.
En el caso francés, serán los
historiadores dedicados al mundo contemporáneo quienes reclamen la necesidad de
hacer de lo cultural una preocupación básica. Y, dados sus intereses
mayoritarios, ese calificativo se aplicará preferentemente a lo político, en
particular a sus representaciones. Si tuviéramos que buscar un nombre al que
atribuir una mayor responsabilidad en dicho cambio, seguramente ese sería el de
Pascal Ory. Es en los años ochenta cuando este historiador propone una y otra
vez la necesidad de hacer una historia cultural de Francia. ¿En qué sentido?
Para él, la historia cultural tiene unos límites precisos: el conjunto de las
representaciones colectivas propias de una sociedad, es decir, las diversas
formas de expresión que dan lugar a distintas prácticas sociales
(1).
Esa preocupación no estaba
solamente en el citado Ory; la podemos encontrar también en el seminario que
Jean-François Sirinelli y Jean-Pierre Rioux impartieron desde 1989 en el CNRS
con el título de Historia cultural de
Francia en el siglo XX, un seminario del que resultará un volumen leído como
manifiesto historiográfico: Pour une
histoire culturelle (2). Con referentes semejantes, entre los que siempre
destaca el trabajo de Roger Chartier, esta propuesta incide sobre aspectos
parecidos, señalando que lo cultural no puede desvincularse de lo social, pero
reconociendo el énfasis en lo político, mayor si cabe desde la aparición del
estudio que Pierre Nora dedicara a la memoria. En cualquier caso, el mapa es
ahora múltiple: se trata de historia de las políticas y de las instituciones
culturales, de las mediaciones y de los mediadores, de las prácticas, de los
signos y de los símbolos de lo colectivo.
Ese interés creciente y
compartido confluye en 1999 en la creación de la Association pour le
Développement de l’Histoire Culturelle (ADHC). El objeto de dicha sociedad será
establecer un vínculo de información y un foro de debate entre todos los
investigadores interesados en los aspectos teóricos y prácticos relacionados con
la historia cultural de las sociedades contemporáneas. Allí se reúnen Ory,
actual presidente, y Sirinelli, pero también otros muchos nombres destacados:
Maurice Agulhon, Jean-François Botrel, Alain Corbin, Pierre Nora, Daniel Roche,
Georges Vigarello, Philippe Poirrier, etcétera. De algún modo, el colofón será
el volumen L’Histoire culturelle, que
Ory publica en «Que sais-je?», de PUF, esa colección tan característica. Las
reimpresiones serán constantes. Otro hito será también otra colección que con el
mismo rótulo dirige el propio Ory en Editions Complexe. Es el mismo momento en
que el propio Poirrier publica Les enjeux
de l’histoire culturelle. Tanto para uno como para otro, la historia
cultural es una modalidad de la historia social, una investigación atenta sobre
todo a las representaciones. Esta meta, el análisis de las representaciones, no
es novedad alguna: como indica Poirrier, el papel de pionero ha de adjudicársele
a Chartier. Hay incluso otro elemento a destacar, otra coincidencia cronológica.
Los veteranos coloquios de Cerisy, muy asentados entre los académicos, proponen
dedicar su reunión de 2004 a este mismo objeto, con la participación de muchos
de esos nombres que ya hemos mencionado (3). Es, pues, un indicio de que para
esas fechas el asunto ya se ha convertido en una preocupación
fundamental.
Es así como se conforma y se
institucionaliza en Francia esta historia cultural. ¿Tiene alguna
particularidad? Según señalará Poirrier, en aquellos añosla historia cultural
avanza por una tierra de frontera en la que se perfilan tres dominios
fundamentales: una historia de las sensibilidades, con Alain Corbin como
principal inspirador; una historia cultural de lo social, con Roger Chartier
como referente esencial, y una historia cultural de la política, con
Jean-François Sirinelli como protagonista y guía, dada su doble condición de
director del Centre d’Histoire de Sciences Po y de la Revue historique. Esas serían, pues, las
tres modalidades de la historia cultural a la francesa (4). Y esa será asimismo
la carta de presentación gala cuando la investigación experimente el giro mundial del que nos habla Poirrier
en este volumen. El momento también se puede datar con mayor o menor exactitud:
quizá el año sea 2007, con la conferencia que sobre Varieties of Cultural History se celebró
en la Universidad de Aberdeen, bajo el impulso de Peter Burke, otro de los
autores obligados, junto con Chartier, de esta historia cultural.
En todo caso se trataba
entonces de completar el proceso de institucionalización. ¿Y qué sucede? Se
establece, en primer lugar, una Cultural History Society, calificada
inmediatamente de International. La constitución de esa asociación, a la que se
suman Lynn Hunt, Pascal Ory y Philippe Poirrier, entre otros, se acuerda en
Gante en 2008, iniciando así sus actividades y sus congresos anuales (y que
ahora mismo preside el citado Ory). En segundo lugar, además, se crea una
revista propia, la Cultural History
–que en 2012 debería publicar su primer número–, cuyo consejo editorial nos
proporciona el Gotha de la corriente: Peter Burke, Robert Darnton, Natalie Zemon
Davis, Carlo Ginzburg, Lynn Hunt, Philippe Poirrier, etcétera.
El principal impulsor de la
revista, Peter Burke, apunta datos y valoraciones. ¿Qué indica? De la historia
cultural se puede decir que está en auge, que existe incluso un Cultural Turn, cuyos contornos
–polifónicos o híbridos– están poco definidos. La historia cultural se ocupa de
las prácticas y las representaciones, como diría Chartier. Pero no se piensa o
no se desarrolla para sustituir la investigación académica, sino para
complementarla con tres objetos: la historia de las representaciones, la
historia del cuerpo y la historia cultural de la ciencia (5).
Aunque cada historiografía
ponga su sello, esa polifonía es la misma que podemos encontrar entre los
franceses. Un simple ejemplo bastará: el Dictionnaire d’histoire culturelle de la
France contemporaine (2010)(6), todo un esfuerzo enciclopédico. Las casi mil
páginas de este volumen reproducen los rasgos que ya hemos señalado. Reúnen, por
un lado, a más de un centenar de investigadores, procedentes de los dos polos
mencionados, el centro de historia de Sciences Po y el dedicado a la historia
cultural de las sociedades contemporáneas en la Universidad de Versalles, donde
tiene su sede la ADHC. Por otro, sus directores señalan precisamente el carácter
híbrido de la obra, centrada en un tema joven y fecundo del que se puede hacer
inventario exhaustivo. La historia cultural, nos dicen los responsables, habría
dado sus primeros e indefinidos pasos en las épocas medieval y moderna,
desplazándose posteriormente al campo de lo contemporáneo. ¿Y por qué este
desplazamiento? Porque las historias nacionales son actual y prioritariamente
historias contemporáneas, y sobre ellas se investiga la historia cultural de lo
político. Y algo análogo se puede decir de Dix ans d’histoire culturelle (7), una
obra en la que sus editores demuestran una voluntad sistematizadora. Por ello en
sus páginas se recoge una gran variedad de perspectivas, las que se habrían
desarrollado en la década de funcionamiento de la ADHC, desde su primer congreso
en 2000.
3. El libro que ahora
presentamos ha de entenderse en ese contexto. Existen otros muchos volúmenes
sobre lo que es o sobre cómo ha de entenderse la historia cultural, pero este en
particular tiene la ventaja de ofrecer una aproximación mundial, partiendo eso
sí del impulso francés, de su perspectiva concreta. La obra que se publicó en
2008 y tuvo dos años después una versión italiana (8). Para la presente, hemos
optado por combinar ambas, añadiendo dos capítulos que no aparecieron en la
edición francesa, pero sí en la italiana. Son los dedicados a Alemania y a los
Países Bajos. Si en el original no se incluyeron ambos capítulos no se debió al
descuido del responsable, sino al incumplimiento de plazos: los autores
escogidos no pudieron concluirlos en el tiempo que se había establecido. En todo
caso, el lector español podrá disfrutar así de una perspectiva mucho más
completa.
Y podrá comprobar de qué se
preocupan los historiadores culturales de Australia o de Francia, de Italia o de
Holanda, pongamos por caso. Principalmente, de las identidades colectivas, de
todo aquello que reúne a los connacionales y que les sirve para compartir y para
afirmarse. Aunque el lector podrá verificar también cuáles son los motivos de
fricción, las fracturas de la identidad, las adhesiones que se cuestionan, los
choques. Podrá asimismo constatar que la cultura es un repertorio de recursos
comunes, los códigos que nos rigen, las costumbres que nos obligan, los
artefactos que nos sirven para sobrevivir colectivamente. Todo vestigio del
pasado puede ser tomado como fuente histórica: sobre distintos soportes se han
volcado diferentes percepciones del mundo, formas de ver y de hacer. Los
historiadores culturales prueban que los individuos ven y hacen colectivamente y
prueban que algunos se salen de la norma valiéndose –eso sí– de asideros
compartidos: heredados o ahora por primera vez ensayados.
Los seres humanos somos
capaces de lo mejor, de los logros más eximios. Somos igualmente capaces de
modificar y edificar nuestros entornos materiales, de establecer instituciones
políticas, de protegernos de la naturaleza y de los otros, de elevarnos a lo más
sublime, de afirmarnos y de rehacernos con las grandes o pequeñas creaciones del
intelecto o del genio: desde la religión al arte, desde la ideología a la
literatura. Pero al mismo tiempo los
seres humanos somos igualmente capaces de lo peor, de las mayores villanías. Es
ya un tópico citar a Walter Benjamin para este menester, pero resulta obligado y
preciso: no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de
barbarie. De eso, de los documentos como expresión de cultura y de barbarie, dan
cuenta los historiadores aquí reunidos, que reconstruyen para el lector textos,
imágenes, ideas, episodios nacionales y rebeldías imprevistas.
NOTAS
(1) Por ejemplo, Pascal Ory:
«L’histoire culturelle de la France contemporaine: question et questionnement»,
Vingtième Siècle. Revue d’histoire, 16, 1987, pp.
67-82.
(2) Aparecido en francés en
1997 (Seuil), existe una versión española: Para una historia cultural, México,
Taurus, 1999.
(3) Pascal Ory: L’Histoire culturelle, París, PUF, 2004;
Philippe Poirrier: Les enjeux de
l’histoire culturelle, París,
Seuil, 2004; en cuanto a las actas del coloquio de Cerisy: Laurent Martin y
Sylvain Venayre (dirs.): L’histoire culturelle du contemporain, París, Nouveau
Monde Editions, 2005. A lo anterior podría añadirse el coloquio celebrado en la
Casa de Velázquez en 2005, publicado en Benoît Pellistrandi y Jean-François
Sirinelli (eds.): L’histoire culturelle en France et en Espagne, Madrid, Casa de
Velázquez, 2008.
(4) Philippe Poirrier: «Préface.
L’histoire culturelle en France. Retour sur trois itinéraires: Alain Corbin,
Roger Chartier et Jean-François Sirinelli», Cahiers d’Histoire, vol. XXVI, núm. 2,
2007, pp. 49-59.
(5) Peter Burke: «Cultural history
as polyphonic history», Arbor: Ciencia,
pensamiento y cultura, 743, 2010, pp. 479-486.
(6) Jean-François Sirinelli,
Christian Delporte y Jean-Yves Mollier (dirs.): Dictionnaire d’histoire culturelle de la
France contemporaine, París, PUF, 2010.
(7) Évelyne Cohen, Pascale
Goetschel, Pascal Ory y Laurent Martin (dirs.): Dix ans d’histoire culturelle, París, Presses de
l’ENSSIB, 2011.
Nota de la Redacción: queremos agradecer la generosidad y gentileza de
la editorial PUV (Publicacions de
la Universitat de València) y de los profesores Philippe
Poirrier, autor de la edición original del libro, y Justo Serna y
Anaclet
Pons, autores de la presentación a cuyo pie figura este
agradecimiento, por permitir la publicación de este texto en Ojos de
Papel.