No puedo negar mi falta de
objetividad –he carecido siempre de ella y creo que no existe- a la hora de
reseñar Las mentiras inexactas. La
descripción que hace Justo Sotelo del Barrio de las Letras, de sus personajes,
sus calles, sus rincones, sus viejas librerías, que son las viejas librerías de
un Madrid hoy subterráneo pero que fue esplendoroso y universal antes del golpe
de Estado africanista de 1936, me suenan y resuenan, pasean por mi memoria
porque está dentro de mi educación sentimental y de mis vivencias más queridas.
Durante años viví allí, como observador del nacimiento de aquello que se llamó
movida madrileña y que tenía uno de sus santuarios en un local llamado La Luna,
atendido por una espléndida Salomé que convertía nuestras noches en algo tan
irreal como el paraíso entre el humo de cientos de pitillos, las imágenes en
blanco y negro del cinematógrafo mudo, la nueva música y la presencia, casi
diaria, de Francisco Nieva
recostado en una tumbona según se entraba a mano derecha, al fondo. Justo
Sotelo, ha contando en esta estupenda novela el escenario vital en el que andan
mis recuerdos y los de tantos otros que vimos en aquel barrio un pedazo del
mejor París, un fragmento de lo mejor de muchas vidas y un fresco real de la
zozobra que nos acompaña y que sólo
se puede combatir con la amistad, la solidaridad, la sinceridad y la
imaginación
El relato, de aparente
sencillez, sólo aparente, comienza con el encuentro casual de un joven que
regenta una vieja y encantadora librería –me recuerda la vieja Fuentetaja-
propiedad de su padre, al que alude sin cesar, y una profesora veinte años mayor
que ha dedicado lo mejor de su vida a la investigación y a la docencia. Desde el
primer momento sentimos la electricidad. Ella, Nora, herida, violentada, busca
libros perdidos para completar un estudio sobre el futuro de la novela, pero al
instante queda fascinada por el local, por el escenario mágico y su habitante
principal, un hombre joven con mucha más experiencia vital y una gran capacidad
de seducción. Él, Sergio, que parece esconder algo en la trastienda de su
corazón, siente una enorme atracción por quién algún día del pasado fue su
profesora y le abrió puertas del conocimiento hasta entonces confusas. A partir
de ahí, la novela se abre como un árbol. De las raíces y el tronco inicial,
comienzan a salir ramas y ramas, los amigos y los conocidos de Sergio, cada uno
de su padre y de su madre, los lugares dónde se junta la creación y la
frustración, la belleza y la ruina, la tranquilidad y el tranquimazín.
Escritores, pintores, diletantes, actores, guionistas, bohemios, sabios,
supervivientes de la ya vieja movida y Albertina, la última poeta viva de la
generación del veintisiete, que se fuma y se bebe la vida a los cien años
rodeada de los amigos del joven librero.
Miguel Veyrat
asegura que Justo Sotelo tiene una considerable influencia de Paul Auster, y es
verdad, como dice el gran poeta su literatura es plenamente urbana y se adentra
en el alma de las personas que habitan sus entrañas y viven como las luciérnagas
en los lugares más recónditos y auténticos, alumbrándose y alumbrando a los
demás con esa bombilla incandescente que cuelga al final de su cuerpo,
apareciendo y desapareciendo, como las nubes escurridizas, como el sol, como la
luna, como la vida misma. Sin embargo, además de esa notoria influencia y la de
otros muchos autores de hoy, de su propia hechura, percibo en muchos momentos un
aliento más próximo y cercano, el de Pío Baroja, el del Baroja que husmeaba,
quería y conocía el corazón de Madrid como la palma de su mano, o el de Luis
Martín Santos
cantando la belleza del cielo y el amanecer madrileño. Justo Sotelo reúne en el
Barrio de las Letras, en torno a la imaginaria librería de la Plaza de Santa
Ana, a toda una corte de personajes urbanos que podrían ser protagonistas de una
película neoyorquina de Woody Allen, pero también de Jean-Pierre Jeunet,
Jacques Becker
o, por qué no, de Pedro Almodóvar si alguna vez se atreve a hacer lo que ya le
toca. Madrid, el viejo Madrid compuesto por barrios que son pueblos con
identidad propia -Letras, Maravillas, Lavapiés, Chueca, Embajadores…- se torna
con su pluma en una ciudad universal sin rascacielos ni torres de hierro
inalcanzables, pero absolutamente entrañable. En ese contexto maravilloso se
suceden las historias, una tras otra, las vidas, las amarguras, la monotonía, la
alegría, la curiosidad, demostrando en cada página la inmortalidad de la
literatura, sea cual sea su suporte, y del amor, sea cual sea la edad con la
única condición necesaria de sentirlo. La vida misma de cada hombre es una
novela, y una vez escrita sirve para llenar nuestra vida de vidas, tantas como
apetezcamos.
Al igual que hace Luis Leante,
Justo gusta de nombrar en sus novelas a autores y artistas vivos, entremeterlos
en el entramado de sus narraciones; al igual que Alfred Hitchcock,
aparecer en sus relatos. Son muchos los personajes que visitan las páginas de Las mentiras inexactas, cuando menos te
lo esperas, innumerables, un paseo por la literatura de nuestro tiempo. De entre
todos ellos hay uno al que Justo rinde un especial homenaje, un hombre que
escribe para ser amado, que llama a la rebelión, que no acepta la realidad
injusta que impone el capitalismo, que vive su segunda, tercera o cuarta
juventud a los noventa y tantos y es un ejemplo ético en tiempos de inmorales:
Jose Luis Sampedro, alguien que pudo tener todos los bienes y lisonjas
terrenales, pero que optó hace muchísimo tiempo por ser nada más y nada menos
que José Luis Sampedro,
un Ser Humano.
No huye el novelista de la
realidad, del momento en que vivimos desde aquel día extraño y sangriento en que
tiraron las Torres Gemelas y el mundo comenzó a caminar hacia atrás por decisión
de unos pocos y la abulia de unos muchos. Un mundo viejo y otro nuevo –aunque,
como dije, uno no sabe cuál es cuál- conviven sin que hasta la fecha hayan
encontrado plenamente el modo de acoplarse. La música de Jethro Tull, como la de
King Crimson, la de Morrison o la de Zappa nos habla de una época en la que el
olor a “costo” inundaba los tugurios, de un momento en que, de golpe, nos llegó
todo lo que nos había sido prohibido durante los años de oscuridad y tuvimos que
digerir rápido, a toda velocidad, fascinados, perdido el juicio. Algunos cayeron
ante la avalancha, otros se alejaron, quedaron los resistentes, como si aquellos
veintitantos –los que tiene Sergio y perdió su padre ha tiempo- fuesen eternos.
Jethro Tull nos marcó a muchos, alucinábamos con su música, con el disco del
periódico gastado de tanto ponerlo una y otra vez, pero Jethro Tull es el
pasado, un pasado que se resiste a morir y que pervive en esa librería antigua
dónde se dan la mano la amistad, el amor, el desamor y la literatura, los restos
de una juventud tan generosa como ávida de peligros, con un orden nuevo que vive
ajeno a sus habitantes, mientras fuera, al fondo un grupo de jóvenes
ensimismados se mueven a ritmo de rap, botellón y no hay futuro. El pasado, con
sus cicatrices, también está en Nora, y en Sergio, hablando siempre de un padre
vital al que todos admiran… y de ese disco de la noche, callando a su madre,
pero también el futuro, que nace al calor del amor y de las historias que
inventamos al vivir –para vivir- y al escribir, mundos paralelos, abiertos que
permiten soñar en tiempos aviesos, en todo tiempo. El humo, siempre el humo del
tabaco, el humo del cine en blanco y negro, el humo que consume y nos consume,
la melancolía: Todo aquí es melancolía dice uno de los personajes a Nora, tal
vez la melancolía, como decían los griegos, como una de las formas más puras de
felicidad.
De modo magistral, Justo
Sotelo nos acerca a un debate de plena actualidad: Ventajas e inconvenientes de
las nuevas tecnologías, un debate que surge desde los anaqueles de una vieja
librería de libros viejos. Y acierta en su tesis, la novela, la poesía, el
teatro, el cine –que necesita más recursos- subsistirán en cualquier soporte, al
igual que el amor, la amistad y la generosidad, siempre que haya personas que
tengan algo que contar y quieran contarlo, o sea mientras exista el ser humano.
Y acierta porque el soporte electrónico nunca matará a la novela, como tampoco
lo haría que volviésemos a la vieja tradición literaria oral o a los incunables.
La novela es inmortal. Sin embargo, las nuevas tecnologías de la información
-internet, las redes sociales, los blogs- son un recién nacido, un niño en
pañales que si bien han abierto fantásticas puertas al conocimiento, todavía no
nos permite saber hasta dónde llegará ni cuál será la determinación de los
poderes sobre su futuro tal vez no tan imparable. Internet, como he dicho, es un
instrumento de conocimiento y comunicación maravilloso, pero también de
vulgarización, porque nos convierte a todos en periodistas, poetas, novelistas,
analistas, pudiendo provocar que la multitud de referencias nos hagan perder los
verdaderos referentes, que esa facilidad para comunicarnos en el acto, nos suma
en la más absoluta de las soledades, que quienes manejan el mundo las utilicen
–como están haciendo- para destruir millones de puestos de trabajo y jugar con
los derechos del hombre como se juega con un pelele. Es cierto que toda la
librería de Sergio cabría hoy en un aparato menor que un libro de bolsillo, que
la de mi padre –tan querida por mí- podría tenerla metida en el bolsillo, sin
embargo, pese a que el soporte no acabará con la literatura jamás, uno sigue
prefiriendo ver los libros de papel encima de las mesas, en las baldas, en las
mesillas de noche, tocarlos, respetarlos, regalarlos, olerlos.
Es imposible, tal como nos
cuenta Justo Sotelo, Nora, Sergio, sus amigos y sus fantasmas, que la
literatura, en cualquiera de sus formas, muera, ni siquiera salga ligeramente
tocada de este nuevo mundo que nace, pero otra cosa es el hombre, ¿qué pasará
con el hombre?... Es una pregunta de difícil respuesta en estos tiempos, pero
como escribe y explica Justo, sea cual sea su mañana, siempre, incluso en los
periodos más turbulentos, habrá alguien impelido a contar su vida o la de otros,
a inventar su vida o la de otros. Justo Sotelo –su obra- es una prueba
irrefutable de ello.
La soledad de Sergio escondida
tras su capacidad de seducción devoradora y cruel, tras los pasos de su padre,
tras su egoísmo y su generosidad; la soledad de Nora, condicionada por vivencias
pasadas que reviven en dolores estrictamente femeninos, tras una vida académica
sin sobresaltos, la soledad del montón de hombres buenos que atraviesan las
páginas de esta gran novela, no lleva a la tristeza ni a la desesperación. Antes
al contrario, los dos protagonistas principales, Nora y Sergio, encerrados cada
uno en su mundo, terminan por descerrajar los cajones dónde esconden los
pesares, y de sus soledades nacen vidas nuevas, demostrando, con la ayuda de los
libros, que cuando una persona pierde un brazo, puede volver a recuperarlo, como
hacen las estrellas de mar, las lagartijas o la Hidra
de Lerna. Amor a los libros, amor a la vida, amor a los derrotados, a los
solitarios, a la amistad, a la rebeldía, al amor, al ser humano con mayúsculas y
a su capacidad de resistencia, de creación, de inventarse y de inventar, de
esconderse y reaparecer para reconocerse tal como es, son los ingredientes de
esta estupenda novela que nos regala Justo Sotelo sin pedir nada a
cambio.