
Foto de Marc Javierre 
Kohan
McDonald’s: Guerra
“Muy 
cerca de ti.” En Barcelona hay diez [“restaurantes”] McDonald’s. 
En 
la guía del Bus Turístic, este establecimiento aparece reflejado en diez 
ocasiones.
“Esta 
coreografía —tú abres fuego mientras yo corro adelante y luego yo te cubro 
mientras tú desplazas a tu equipo más arriba— es tan poderosa que puede superar 
incluso deficiencias técnicas enormes. Hay coreografía para asaltar la playa de 
Omaha, para tomar un búnquer fortificado y para sobrevivir a una emboscada en L 
de noche en el Gatigal. La coreografía siempre requiere que todos los hombres 
tomen decisiones basándose no en lo mejor para sí mismos, sino para el grupo. Si todo 
el mundo actúa así, sobrevive la mayor parte del grupo. Si nadie lo hace, mueren 
la mayoría de los hombres. Esto es, en esencia, el combate.” (Junger, Sebastian, 
123: 2011)
El 
colaborador de Vanity Fair Sebastian 
Junger voló al valle de Korengal (Afganistán) para describir la muerte en su 
libro Guerra (Crítica, 2011). El 
turista que ha volado hasta Barcelona, se arroja al valle de Pelai, 62: 
McDonald’s.
El 
turista rebasa los cuatro “easy order” (“quioscos de pedidos”) para no hacer 
cola. Igualmente, hará cola. Abajo, en lo que se supone que es la planta baja, 
el infierno. Ocho cajas automáticas con sendos operarios, ayudados, cada uno, 
por un asistente. En cada una de las colas, de media, cinco turistas. Son las 
dos de la tarde de un sábado.
Las 
cajeras gritan: “¡Holaaaaaaaa!”. Levantan la mano y la agitan como los 
asamblearios de las acampadas de jóvenes del Movimiento 15 de Mayo. Atraen así 
al cliente, en Babia. 
El 
turista, atrapado por la multitud, en estado de shock. 
La 
encargada (“azafata”) Catherine, de Colombia, comanda la guarnición de este 
McDonald’s; sólo al otro lado del mostrador, 16 chicos en menos de 10 
m2. Ella, vestida de blanco, con el logo de McDonald’s por nombre, 
dirige a la infantería con una rapidez pasmosa, como si estuviera en la posición 
avanzada Restrepo, en la que estuvo Sebastian Junger. Ella da órdenes, para eso 
la adiestraron. Si en las cajas alguno de los suyos grita a pleno pulmón: “¡No 
hay ketchuuuuuuuuuuup!”, ella reacciona con sangre fría, al otro lado del telón 
de turistas: “¡Laura, en el estante izquieeeeeeeeeerdo!”. Si Rafa, con los 
dientes mellados, cumplidor, leal a su grupo de “currelas”, coge la fregona 
para, a renglón seguido, pasar la mopa, y se encuentra con el contenido de una 
bandeja Happy Meal desparramada por los suelos, como los sesos de un gángster el 
Día de San Valentín, Catherine dicta las coordenadas (“¡en la segunda mesa!”), 
corta con la mano el tráfico de azacaneados turistas, abre un cortafuegos 
prudencial en torno a la mancha, desvía a los turistas por los flancos (“pasen 
por aquí, por favor”) y pide inmediatamente apoyo aéreo para taponar la herida 
(“¡diles que bajen trapos!”). Si, en pleno tiroteo de McNuggets y Caprichos 
Crispy del dos y medio, con detonaciones de McGraps 20 milímetros, artillería 
pesada McBacon y morteros de cuarto de libra con queso, algún turista le hace 
ver, insistentemente, que no hay servilletas (sin por favor: “No hay servilletas”), la 
encargada Catherine delegará en sus soldados, entre los cuales, Rafa es el que 
mayor experiencia de combate ha adquirido: “¡Rafa, servilletas!”. Con el 
uniforme puesto, gorra, camiseta roja y tejanos en cuyos bolsillos traseros se 
ha hilado la M de McDonald’s, Rafa, aun con el mocho, toma posiciones para 
recargar los servilleteros. 
Servir 
a la unidad en la planta baja, ahora. Esa es la función de Rafa. Dentro de unos 
minutos, volverá a su puesto: reconquistará la cima del primer piso, ascendiendo 
por la empinada pendiente, apagando los fuegos de los clientes: “¿Me das 
mostaza?”; “¿Me puedes buscar una mesa?”; “Perdón, te he pisado”. 
Las 
instrucciones de McDonald’s al personal incluyen lavado de manos: “Se ha 
establecido un programa de lavado de manos adicional por el cual un reloj se 
programa para que suene cada hora e inmediatamente después y de manera ordenada 
todos los empleados acudan a lavarse las manos”. 
Catherine 
no se arredra ante el peligro ni se enreda con las lenguas de Babel: “No es tan 
difícil trabajar aquí, el McPollo es McPollo aquí y en Nicaragua”. 
Si 
el almirante Michael Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados 
Unidos, tuviese que reclutar tripulación para el portaaviones Nimitz, como hace 
cinco siglos lo hicieron los hermanos Pinzón para enrolar en la Pinta y la Niña 
a los más fieros calafates, ya sabría adónde dirigirse: al McDonald’s de Pelai, 
62, el Valle del Korengal de Barcelona.
Los 
niños de una familia portuguesa, turistas en Barcelona, chillan escandalosamente 
como parte del ritual esotérico de sus travesuras: 
“¡¡Aaaaaaaaaaaahhh!!”
La 
cajera, también grita: “¡Hola, ¿quiéeeen va?!”.
Al 
turista le empujan prácticamente hasta los plafones en los que se licitan los 
helados Sundae (1,90 euros). Pide, aguijoneado por la multitud antes de un 
linchamiento: “Un menú Big Mac” “¿Para beber? Agua, Fanta, Coca-Cola, Nestea…” 
“Nestea.” “¿Con hielo o sin hielo?” “Ehhh, sin hielo.” “Son 6,25 
euros.”
El 
turista, con la bandeja en las manos, averigua si hay asientos libres. Después 
de 10 minutos de espera calurosa, a resguardo de los niños que amenazan con más 
patadas si los padres no acceden a que les traigan siete Kitkats de serie, el 
turista se sienta, con el extintor en el cogote. Verifica el contenido del Big 
Mac (“¿Qué le hará tan único? ¿Será el doble de carne, el queso fundido, la 
cebolla, el pepinillo, la lechuga, la salsa secreta? ¿O una combinación de todo 
esto? I’m lovin’ it”): patatas, ok (“no hay mejor amigo que unas patatas fritas, 
siempre están ahí y sólo cuando faltan las echas de menos. Nuestras patatas se 
fríen con aceite 100% girasol. I’m lovin’ it”); bebida, ok (“seguir las 
instrucciones: 1. Coger la pajita; 2. Poner la pajita en la bebida favorita; 3. 
Llevar a la boca y disfrutar de una sensación refrescante. I’m lovin’ it”); 
hamburguesa, ok (“queso cheddar 
fundido, 100% carne de vacuno, y la inigualable salsa secreta. I’m lovin’ it”); kétchup, ok (“Heinz Tomato Ketchup. I’m lovin’ it”). 
Catherine 
reconoce el terreno: “¿Todo ok?”. 
El 
turista: “Todo ok”.
***
Hard 
Rock Café: La Última 
Cena
¿Cuánto 
ruido puede llegar a hacer un grupo de trece comensales norteamericanos en el 
Restrooms del Hard Rock Café de Barcelona (Plaça de Catalunya, 21)? Perdón, no 
es ruido, es rock. Los apóstoles 
canturrean a Mick Jagger en Melody, 
del álbum Black and Blue (1976), 
aunados funk y reggae, en un vídeo con percutor, en blanco y negro, de la época 
de las detonaciones en Europa. Una pantalla de plasma gigante emite los sonidos 
guturales de Sus Satánicas Majestades, y el aparato, colgado en la pared rosada 
como un fetiche más, está escoltado por los platos y las baquetas del batería de 
los Foo Fighters Taylor Hawkins (con 
la firma impresa) y por la guitarra del color de un pato mareado en los 
alcornocales de la Sierra de Ubrique y que perteneció, antes de que colgara sus 
cuerdas, a Mike Einziger, guitarrista de la banda Incubus. 
Melody, it was her second name
Melody, it was her second name
Melody, it was her second 
name
Melody, it was her second name
Las 
seis y media del sábado 8 de abril del 2011. Trece turistas sentados en una 
misma mesa del Hard Rock. En esta Santa Cena de los turistas, Cristo es una 
mujer y se rodea de mujeres, de cuatro rubias despampanantes con los cuchillos 
largos, levantados, agarrados por su empuñadura. Comen bistecs y hamburguesas de 
cinco pisos con ascensor (cebolla, salsa de chile, triángulos de queso cheddar, 
salsa de Worcestershire, mostaza, carne molida, lechuga, rodajas de tomate, 
tocino, kétchup y mostaza). También comen cosas más raras: Tupelo Chicken 
Tenders y Bar-B-Que Ribs. En el eat, 
el menú del Hard Rock Café, lo más parecido a una comida saludable (sana, rica 
en hidratos de carbono y pobre en grasa) es el entrante “Grilled Mediterranean 
Shrimp pasta” (15,95 euros): “Tu elección de gambas jumbo o pechuga de pollo a 
la parrilla servida encima de pasta Romano con perejil, mezclada con judías 
frescas, corazones de alcachofa, champiñones al horno con una salsa de limón y 
alcaparras. Con guarnición de pimiento rojo al grill, olivas negras y perejil 
Romano. Servida con tostada de ajo”. 
La 
Mesías-turista de esta mesa lleva el pelo recogido y los hombros desnudos, 
marcados por los tirantes de su sujetador, sobre una piel que antes de estar 
quemada, al rojo vivo (igual que una gamba Pescanova), era más pálida que la 
cara de Sara Carbonero cuando le dio el beso Iker Casillas, minutos después de 
haber ganado la Copa del Mundo en Suráfrica. Brilla con luz propia, aunque 
chille como los macacos de Gibraltar, con el ímpetu de las cervezas (“Estrella 
Damm Pinta”). 
Los 
Apóstoles-turistas (ocho hombres, cuatro mujeres) predican en el desierto, y 
alzan la voz por encima del nivel permitido para la buena digestión, algo así 
como una radiación de frecuencias de la octava alta. En la pantalla del 
televisor, después de Morritos Jagger, los Creed de Tallahassee (Florida, Estados 
Unidos):
Hold me now 
I'm six feet from the edge and I'm thinking 
That maybe six feet 
Ain't so far down
Los 
perfiles de estos Apóstoles de la Santa Mesa del Hard Rock Café serían los 
siguientes: 1. Santiago es patizambo; 2. Andrés es barbilampiño; 3. Juan se 
morrea con 4. Felipe de Betsaida (en este caso, Felipa); 5. Bartolomé choca su 
copa de vino tinto (Señorío de Hernando Rioja) con 6. Tomás (Tomasa), que coloca 
con desparpajo el brazo derecho sobre el respaldo de la silla de 7. Mateo (o 
Amatea); 8. Santiago se levanta para ir al lavabo (en el vestíbulo que da paso a 
la puerta de Señoras y Caballeros, la fotografía de Freddie Mercury, el héroe 
asiático), al igual que 9. Judas Tadeo y 10. Simón el Cananeo, que tienen ganas 
de mear (se incluye el cava). Visten la camiseta del Barça, sin número en el 
dorsal, 11. Matías y 12. Judas Iscariote. 
La 
camarera, vestida con un traje negro tres cuartos (casi que dos cuartos), emula 
a la tenista serbia 
Ana Ivanovic si no fuera porque el blanco es adyacente. Retira los platos, 
calmada, protegida por un ser superior, y se desvanece tras las puertas de la 
cocina, como una monja clarisa, en dirección al fregadero. 
Suena Eric Clapton (I get 
lost):
I'm sorry. 
Why should I say I'm sorry? 
If I hurt you, 
You know you've hurt me too.
Amatea 
hace fotos con una cámara digital, tantas que Eric Clapton da paso a All this time, de 
Sting:
And all this time
The river flowed
Endlessly,
To the 
sea.
La 
mesa de la Santa Cena se levanta. Es su última cena en Barcelona, por lo poco 
que este reportero ha podido descifrar (encima de la cabeza del cronista, la 
guitarra, nueva de trinca, de Jeff Watson, el guitarrista de Night Ranger). Juan el Evangelista coge los palos y aporrea 
el bombo. Los apóstoles ríen y se van. Suben las escaleras, y pasan por debajo 
de la chaqueta hortera de Julio Iglesias, y pasan por entre las paredes 
adornadas como en un cementerio, una corona con estos gladiolos: el cuadro de 
Shakira, el kimono de Madonna, el cartel de Red Hot Chili Peppers, la chaqueta de 
piel de lagarto de Keith Richards, el sombrero de Elvis Presley, la tablatura de 
Whole lotta love, de Led Zeppelin, la 
guitarra de Lenny Kravitz, las fotos de Marilyn Manson, el certificado de la 
tribu de los semínolas (propietarios de la cadena de establecimientos Hard Rock 
Café), la guitarra de Jewel, un cadillac con la matrícula “Dios es mi copiloto”, 
la tienda de souvenirs (Zippo Lighter Hard Rock Barcelona; Hat Classic Black 
Color Logo Barcelona, con las inscripciones “Save the planet” y “Love all serve 
all”)... En el techo, una lámpara de araña con saxos en lugar de bombillas. 
Se 
van los apóstoles con la rubia de las mejillas rosadas (afuera, en los peldaños 
de la entrada, un vagabundo igualito igualito que Karl Marx engulle patatas 
fritas, en una bolsa de Kentucky Fried Chicken). En ese mismo momento, en el 
subsuelo del Hard Rock Café, en el salón con los restos de la mesa en la que se 
ha celebrado la Última Cena, seis camareros salen de la cocina con los postres 
(Hot Fudge Brownie y Baker’s Choice) : “¡Pero se han ido! ¿Cómo que se han ido? 
¡No puede ser!”.
El 
Hard Rock Café de Barcelona (“Barcelona, 
easily being one of the most vibrant, exciting and sophisticated cities in 
Europe”) es el lugar idóneo para perderse y olvidarse de los desserts. 
Vídeoclip 
de Justin Bieber (¿rock?).
Nota 
de la Redacción: agradecemos a Ediciones 
Carena en la persona de su director, José 
Membrive, y a los autores, Jesús Martínez y 
Marc Javierre 
Kohan, la generosidad por permitir la publicación de este 
fragmento del libro BCN 
Tourist (Ediciones Carena, 2012), en 
Ojos de 
Papel.