Odiseo entró en el Hades durante el poniente
del día, tal y como relata Homero en el Canto XI. La oscuridad indefinida que
abre paso a la noche fue la que determinó el diálogo entre el héroe homérico y
Tiresias. Sólo la noche nombra, pero una noche que va «más allá de la noche»,
recordando a Carles Riba. Tiresias desveló
el camino de regreso a Odiseo y en este
Poniente
poco hay de fin y sí mucho de principio. Es un viaje al origen. El poema que
abre el libro –titulado “Al vuelo”- perfila delicadamente, pero con una fuerza
subterránea invisible y firme, el cuerpo abierto que es cada uno de los poemas
que componen este poemario:
Un muro blanco bordea el camino de la
cañada
del rosal, coronado por
cascotes
de vidrio roto. Hieren con luz de mil colores
en
mi paso hacia el cantil. Todos a la vez
penetran
en la piel, azafrán que
desangra
hacia poniente. Aún asciendo vivo en su
reflejo.
No hay
poema sin ese abrirse como una herida recién hecha, sin esa punzada fina, aguda,
por la que entra una sangre que inocula de visión y canto. Y eso es lo que
acontece en este libro, hecho por y para la voz. Y nació para la voz porque sólo
a través de las cosas transparentes se halla el conocimiento del mundo que
Veyrat
propone. Pero conocer el mundo es mirar directamente a la escisión del lenguaje,
a los abismos de la palabra. Esto ha sido una constante en la obra de Veyrat
(1), que conoce muy bien las palabras no sólo por su labor poética, sino también
por su labor crítica y de traductor. Quien haya tenido entre sus manos un libro
de este autor o un libro traducido por él, habrá podido ver cómo siempre atiende
al latido subterráneo de la palabra, cómo supera sus máscaras –Dionisos fue
engañado por ellas- y se sumerge hacia el fondo de sí
mismo.
Los
versos de este Poniente nacen de algo
que canta en otra parte, de la certeza de la distancia que, después de hacerse
canto, se hace escritura. Por eso la poesía de Veyrat siempre va un poco más
allá. Se reconoce en ella el lugar sólo habitable por el sonido. La phoné es en realidad la palabra intacta,
aérea, que espera ser abierta por la escritura. No puedo dejar de recordar un
verso del poeta portugués António Ramos Rosa: «Soy alguien que espera ser
abierto por una palabra». Eso mismo exclama la phoné de la poesía de Veyrat en el poema
“Perdura el canto”:
Máscaras constantes
surcan el dolor. Como derivan los cuerpos
a
espumas al romper por la costa y las
mareas.
Será mi aliento que canta. Inesperado y
solo.
Del otro lado salta maquinal un verso al
aire.
Pero ahora no soy yo.
El
aliento cantando solo, esperando el verso. Sólo tras la llegada de ese verso se
adivina el sentido limpio de las cosas, también su sentido silencioso,
originario, como escribe en el poema “En la bóveda púrpura”: «Acaso un mundo sin
palabras / anterior / a toda vida nos aguarde». Ese mundo anterior, intacto, se
articula en la superficie nítida del poema donde el lenguaje actúa como una
posesión reveladora. «Deja que el lenguaje te domine», dice en ese mismo poema.
Dejarse dominar por el lenguaje es arrancar de la entraña del mundo el nombre
verdadero. No aquel con el que nombramos las cosas, sino aquel que nos nombra y
nos hace y nos hace desconocidos. En su poema “Tan fo clara ma prima lutz”
escribe:
Un mito me pronuncia
reluciente
en las fronteras del
sueño,
dijiste al mirar la
lejanía
anhelando esa música
insurrecta
que te llevó hasta mi pecho.
El anhelo
no es más que la nostalgia por regresar a un origen. Y lo que llega es la música
que canta y nombra la existencia del poeta.
En ese
momento de apertura a la palabra escrita,
a esa traición necesaria –sí, la escritura siempre es una traición a la
voz- el poeta, diseminado, apenas puede entregarse a esa herida de sentido. Y
esa entrega denota la generosidad que el poeta tiene y mantiene con la poesía.
Esto ha caracterizado toda la trayectoria de Miguel Veyrat. Nada hay en ella de
oportunismo literario, de giros estilísticos para agradar a la pequeña masa
lectora de poesía. Su obra es sincera, tal y como confirma en el poema “Antes
del amanecer”:
Él es aquel hombre
viejo –libre y
señor
de su luz, que danza en el punto
asomado
al farallón de Poniente. Él
es
quien escucha el batir de
oleajes
donde los muertos se
abrazan
temblando entre
nombres
sobre la ausencia desnuda. Quien
refleja
un naciente compás de
dormida
cantiga –Verais lums
et
clardatz, ramas de albor y
verdad
desde el leve vacío que
cabalgó
el ocaso. Y en el aire
apenas
sueña un poema verdadero. De pura nada
hecho.
Este
final del poema debería servir como definición exacta de aquello que no puede
definirse en sí mismo: la poesía. Poesía hecha de pura nada, poesía aérea, como
la voz, que convulsiona a cada instante en una kenosis reveladora y luminosa. En eso
consiste este libro, en un continuo vaciamiento de luz que una y otra vez se
hace a sí misma para iluminar y cegar el canto transparente de la palabra.
Escribe el poeta en el poema “Un blanco miedo”:
He ido donde la belleza pareció ser toda
nueva
para siempre, y en el último día
hallé
el primero. Aquel que cae al fulvo ardor de
luz
desnudo y leve, con su juvenil
sonido
por el aire. Hermoso aunque se
emboce
en la primera sombra derramada sobre la
página
en blanco.
La
palabra está hecha de luz y fuego. Esa luz es la que nace de ese caer de luz de
la noche más allá de sí misma. Generar el vacío de la luz, la inmensidad
inacabable de lo abierto que tanto recuerda a Rilke, para encontrar la esencia y
conectarlo todo en una sola palabra. Sólo así se une la escisión originaria del
hombre: sabiendo que cada una de las cosas que se nombran en la poesía forman
parte del hombre. La luz es esencia, pero esa esencia transformante hace que
todo sea luz. Un pájaro ilumina. Una piedra ilumina. Un corazón ilumina.
Pocos
poetas han conseguido hacer lo que Miguel Veyrat hace en este libro. No desvela
el misterio, porque desvelarlo es hacerlo desaparecer, romper su naturaleza. La
belleza del misterio que no puede contarse. Eso nos presenta y de eso nos hace
participar la poesía de Miguel Veyrat. Escribe bellamente en su poema “Aquella
bala escrita para Jacob”:
¿Me oyes todavía?¡Era la sed! Tu propio
aliento escupe el mito que tanto daño hizo –con su venda en cruz clavada ante el
paredón inmundo y sin misterio, que nunca permite iluminar lo abandonado. Y
quien pensó lo más hondo, ama lo más vivo.
El
misticismo de este libro no parte de la muerte, ya lo dije. Nada aquí muere y sí
que renace constantemente, como en una continua primavera. Y estas últimas
palabras de este poema lo confirman: quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo.
Qué afirmación tan necesaria al abrir un libro o al abrir los ojos después del
sueño. La iniciación hacia el conocimiento no parte de la desposesión, sino del
inicio. La nada a la que nos referimos no es anuladora, sino una nueva
concepción del pensamiento, una nueva manera de mirar, vaciada de sí misma desde
su propia iluminación.
Poesía que
ilumina lo abandonado, aquello que siempre falta y que a cada palabra se invoca
para recuperarlo. Poesía que invoca la vida, aquella de la que el hombre fue
separado. Poesía en las cosas. Qué mejor regalo que ése. Poniente es un libro
que (nos) hace, poesía necesaria.
NOTA
(1) En libros
como Babel
bajo la luna, Instrucciones
para amanecer o Razón del
mirlo.