Si tuviera que poner mi propio título
a la narración que nos presenta Carlos Abella bien podría ser “¿Dónde estaba
usted cuando murió Franco?” porque la novela, casi construida como un diario,
explora cada uno de los días del periodista Fernando del Corral después de que
por accidente presencie un asesinato a la salida de la Plaza de Toros de las
Ventas una tarde de octubre de 1975. Sin darse cuenta al principio, pero imbuido
después de la ética profesional de todo buen periodista, el protagonista se ve
envuelto en un trama de conspiración, traición y muerte que se prolonga hasta
llegar casi al final del franquismo como régimen político. El azar jugará un
papel importante en toda la investigación, recordándonos en cierto modo a los
clásicos del periodo romántico. Pero, sin duda, el elemento que más juego le da
al autor es el tiempo o mejor dicho, la interacción que se plantea entre el
tiempo interno y el externo de la novela, pues, a medida que se acerca el final
de Franco, vemos también más clara la solución del drama, del mismo modo que
nuestro periodista puede contar durante toda su aventura con la colaboración de
algunos miembros de unas instituciones que intuyen que un cambio se avecina y
actúan en consecuencia.
Permítaseme ejemplificar esta idea
con las palabras que Abella pone en boca de Matías Fernández, compañero de
redacción de Del Corral y franquista convencido que acaba por aceptar lo
inevitable: “Nadie es inmortal, pero no me arrepiento de nada ni de lo que he
vivido. Luché contra unas ideas que nos querían imponer desde Moscú, y, que yo
sepa, el comunismo nunca ha ido acompañado de libertad. Ahora os toca a vosotros
luchar contra la injusticia, en pos de la verdad y, sobre todo, para fraguar un
futuro mejor para los españoles” (p. 204). La respuesta de Fernando del Corral,
que siente cierta simpatía hacia su compañero pero no comparte su fidelidad
hacia el régimen franquista, es significativa: “Lo haremos. Pero ya sabes que yo
lucho un poco a mi aire” (ibíd). En
síntesis, desde el principio de la historia se hace evidente para el lector que
los personajes ya han tomado conciencia de la trascendencia de los
acontecimientos políticos que están a punto de sucederse en España y por tanto,
queda completamente legitimada la pregunta que Del Corral deja abierta para el
futuro en el que ya nos encontramos: “¿Dónde estaba usted cuando murió Franco?”.
Ahora bien, si consideramos esa misma
cuestión desde un punto de vista metafórico, este libro se construye como una
base útil para entender el trasfondo político español de aquel momento. Con
Franco agonizante y casi desmitificado por el tratamiento público de su
deterioro físico, las visitas que hace durante su investigación nuestro
protagonista a discotecas, pubs, hoteles y restaurantes y, sobre todo, las
conversaciones que mantiene en cada una de ellas, nos transmiten un reflejo de
la época que es difícil de ver y entender completamente para quienes no lo
vivieron si no es a través de la literatura. Pero, además, la conjunción entre
personajes reales y ficticios, como Del Corral, nos permite la construcción de
arquetipos de convivencia con el régimen: desde los fieles fervorosos que deben
rehacerse ante la inevitabilidad de la muerte de su Caudillo, hasta la oposición
velada que espera su momento, pasando por quienes no participaban del régimen
pero se sentían cómodos en él. Destaca el papel de aquellos que, como en el caso
del propio Fernando del Corral, son partidarios de un sistema democrático aunque
no son combativos con el régimen franquista, e ideológicamente se sienten lejos
del marxismo o del socialismo pero participan de la misma voluntad generalizada
de construir un futuro en libertad. De modo que, según la novela, éstas son las
personas que de alguna manera se perfilan como bisagra entre los bloques
antagónicos en la transición que se intuye, pues comparten afinidades con casi
todos los personajes que sirven de modelo (más con unos y menos con otros,
evidentemente) aunque tienen sus propias inquietudes y
métodos.
Como resulta evidente, no todos los
perfiles se dibujan con la misma claridad, aunque Carlos Abella hace un
magnífico trabajo para dar voz a representantes de opciones políticas muy
diferentes, especialmente aquellas que durante la Transición configuraron el
espectro político de centro y centro-derecha, que de esta manera pueden
explicarse, hacerse entender y desmontar algunos de los prejuicios que pesan
sobre ellas. Pues, en ese ideal de quienes entendían la libertad como un bien
inalienable y objeto legítimo de demanda personal y colectiva, se daban la mano
las muchas opciones de oposición al franquismo (procedentes de todo el arco
político, pero principalmente del centro-izquierda y el centro-derecha, según
nos plantea Abella) que creían imprescindible la democracia per se.
Sin embargo, en ese baile de
personajes el autor se detiene menos en acercarnos al espíritu que animaba a una
parte mayoritaria de esa oposición que hacía hincapié, precisamente, en la
democracia como algo más que un proyecto conveniente, es decir, como una
conquista de un pueblo que desde los años sesenta había ido organizándose,
asociándose y pidiendo, no sólo un régimen político representativo, sino también
una sociedad más justa. Probablemente, la manera en que cada grupo o partido
entendía la idea de “sociedad justa” marcaba la separación dentro de la
izquierda e, incluso, el centro-izquierda, pero, en cualquier caso, no cabe duda
de que, independientemente de estas barreras ideológicas, los diferentes
movimientos vecinales, sindicatos y partidos de ideología socialista y comunista
–entre otros- canalizaban las inquietudes de una buena parte de la sociedad que
se sentía involucrada en el devenir político español. Por tanto, podría haber
sido interesante explorar más intensamente ese diálogo entre el personaje
protagonista, que representa esa oposición menos desafiante, y estos otros
planteamientos que tal vez podían tener muchas similitudes con él en cuanto a lo
que esperaban del futuro político a largo plazo pero no tanto a corto
plazo.
Por otra parte, Las cartas del miedo pone de manifiesto
una vez más la íntima relación entre la Transición y el recuerdo de la Guerra
Civil en nuestro imaginario colectivo. Pero, además, la manera de evocar esos
lazos nos permite reflexionar e ir un poco más allá, hasta darnos cuenta de que,
en cierto modo, la Transición actúa en la historiografía como un referente
histórico con connotaciones de mito fundacional, de manera que no es de extrañar
el papel central que tiene la legitimación histórica en el constructo narrativo
actual, de por sí presente en los discursos propios de los regímenes en
transición, pero acentuado además por esa lectura a posteriori que a menudo hacemos los
autores al trabajar el periodo. Dicho en palabras más sencillas, la Transición
española ha ido adquiriendo con el paso del tiempo una carga emotiva que aumenta
cuando se trabaja junto con su reverso de la moneda, es decir, la experiencia
republicana del siglo XX y la posterior Guerra Civil. Es habitual observar en
los momentos de tránsito o cambios de régimen el recurso a la Historia como una
fuente de legitimidad, como argumento moral, pero a menudo, es mucho más
evidente en el caso español por un elemento de subjetividad añadido que puede
resultar difícil dejar al margen. La pregunta que nos planteábamos al principio,
“¿Dónde estaba usted cuándo murió Franco?”, adquiere ya connotaciones muy
sutiles.
En esta aproximación a la II
República y la Guerra Civil desde la Transición, resulta muy interesante su
aportación para la rehabilitación de la memoria del “buen republicano”. Pues, de
manera similar a Alphonse Aulard cuando rescataba la figura de Danton como un
personaje positivo en el vorágine de irracionalidad de la Revolución Francesa
–de nuevo volvemos a los mitos fundacionales-, Abella nos hace partícipes de una
recuperación consciente de la figura de los y las idealistas que creyeron en la
oportunidad democrática de la experiencia republicana, en buena medida asumiendo
la carga emocional y simbólica del siglo XIX que asociaba republicanismo con
democracia y mejora de la calidad de vida. Se rescata del olvido a través de la
figura de Eduardo Romero Robles –a quien está dedicado el libro en primer
lugar-, a miles y miles de personas que nada tuvieron que ver con el estallido
violento pero que sí sufrieron la represión posterior a la Guerra Civil por
parte del bando nacional. A través de intensos diálogos, Las cartas del miedo nos transmite la
ilusión de estos republicanos cargados de principios morales y objetivos
desinteresados que trabajaron por ellos en los años treinta del siglo XX: “Ya
más en confianza, (Eduardo Romero) nos aseguró que España vivía una gran
oportunidad histórica y que había que hacer un gran esfuerzo para que la gente
aprendiera a leer y escribir en los pueblos, y que sin la cultura España no se
modernizaría nunca” (p. 26). El proyecto de Romero, al que se hace alusión en
repetidas ocasiones, partía de los Talleres Educativos dentro de la Agrupación
al Servicio de la República. No obstante, la extrema derecha y la extrema
izquierda se oponían al proyecto, según nos cuenta Abella: “(Romero) le contestó
que si el pueblo prefería la guerra y las armas a la cultura y la modernización,
la derecha tendría siempre las de ganar, porque era más fuerte y contaba con la
ayuda de otros países, como Alemania e Italia. ¡Qué razón tenía!” (p. 26).
Igualmente sugerente es la hipótesis
valiente, a la vez que difícil de probar, que se sostiene en la novela a
propósito de algunos de los responsables de la represión franquista. Así, en un
giro argumental que podríamos comparar con un “quite por gaoneras” por lo
comprometido que queda el torero que lo ejecuta, se aventura que una parte de
las persecuciones contra los republicanos “utópicos”, a los que hacíamos
referencia líneas arriba, fue llevada a cabo por antiguos miembros de
organizaciones de extrema izquierda, cenetistas, comunistas, anarquistas, entre
otros, con el objeto de integrarse en el bando vencedor de la contienda y, al
mismo tiempo, ocultar sus propios abusos cometidos durante el periodo
republicano. De este modo, habrían formado la organización “Rache”, vocablo que
significa “venganza” en alemán y, junto con franquistas de extracción falangista
y miembros de la extrema derecha, se habrían encargado de mantener en el exilio
o eliminar a todos aquellos que pudieron ser testigos presenciales de sus
crímenes. Instigaron, asesinaron y, de paso, consiguieron promocionarse en el
interior de las instituciones franquistas a fuerza de una labor eficazmente
cruel.
Hay muchas otras lecturas posibles de
esta novela gracias a su riqueza de matices y detalles, como puede ser el
análisis de una nueva prensa y una nueva manera de entender el periodismo que
(re)surgieron en las postrimerías del franquismo. Los periodistas parecían
defender que la ética moral y su independencia de la política son indispensables
para poder ser merecedores de ser llamados así; optaban por el compromiso con la
libertad, en la búsqueda utópica de la verdad. Con el tiempo, aceptado ya el
hecho de que las utopías son inalcanzables como el horizonte, aunque con el
mismo compromiso para con la democracia, a menudo se opta por no escenificar una
mascarada de objetividad y hacer partícipe al lector del punto de vista desde el
que el periodista escribe, en un ejercicio controvertido que genera a menudo
susceptibilidades. Al margen de la opinión de cada uno, es indudable que ha
habido cambios en el planteamiento inicial.
En resumen, la novela Las cartas del miedo aporta muchos
elementos interesantes que podemos entresacar para el debate, por lo que ya
solamente por eso resulta un trabajo elogiable. La elegancia y el esfuerzo
realizado por Carlos Abella en aras de ampliar los puntos de vista a tener en
cuenta en el análisis de nuestra historia reciente son virtudes añadidas capaces
de seducir a cualquier lector/a.