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Carlos Abella: <i>Las cartas del miedo</i> (Eutelequia, 2011)

Carlos Abella: Las cartas del miedo (Eutelequia, 2011)

    TÍTULO
Las cartas del miedo

    AUTOR
Carlos Abella

    EDITORIAL
Eutelequia

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-939443-2-2. Madrid, 2011. 362 páginas. 20 €



Patricia Gascó Escudero es Licenciada en Historia. Se especializa en el estudio de las élites políticas en la Transición democrática española (caineta@homail.com)

Patricia Gascó Escudero es Licenciada en Historia. Se especializa en el estudio de las élites políticas en la Transición democrática española (caineta@homail.com)


Reseñas de libros/Ficción
Carlos Abella: Las cartas del miedo (Eutelequia, 2012)
Por Patricia Gascó Escudero, jueves, 7 de junio de 2012
Tras varios libros dedicados a biografías ilustres y ensayos sobre tauromaquia, el economista y escritor Carlos Abella nos presenta su primera novela, Las cartas del miedo. Se trata de un trabajo centrado en la capital de España en 1975 que recrea con un lujo inaudito de detalles el ambiente del momento. Si ya de por sí el tema suscita interés, cuando se conoce mínimamente la biografía del autor, quien participó activamente en la Transición como uno de los hombres de confianza de Adolfo Suárez y fue miembro relevante del Ministerio de Economía entre 1978 y 1981 (además de ocupar un largo etcétera de cargos de responsabilidad en años posteriores), la expectación ante la lectura se vuelve máxima. A estas bondades debemos añadir elementos propios de una novela de intriga: amor, sexo y asesinato. Y el resultado es un relato elegante, entretenido y sugerente, no sólo por el magnífico retrato que hace de algunos de los protagonistas del periodo, sino por lo que aporta también sobre el propio Abella.

Si tuviera que poner mi propio título a la narración que nos presenta Carlos Abella bien podría ser “¿Dónde estaba usted cuando murió Franco?” porque la novela, casi construida como un diario, explora cada uno de los días del periodista Fernando del Corral después de que por accidente presencie un asesinato a la salida de la Plaza de Toros de las Ventas una tarde de octubre de 1975. Sin darse cuenta al principio, pero imbuido después de la ética profesional de todo buen periodista, el protagonista se ve envuelto en un trama de conspiración, traición y muerte que se prolonga hasta llegar casi al final del franquismo como régimen político. El azar jugará un papel importante en toda la investigación, recordándonos en cierto modo a los clásicos del periodo romántico. Pero, sin duda, el elemento que más juego le da al autor es el tiempo o mejor dicho, la interacción que se plantea entre el tiempo interno y el externo de la novela, pues, a medida que se acerca el final de Franco, vemos también más clara la solución del drama, del mismo modo que nuestro periodista puede contar durante toda su aventura con la colaboración de algunos miembros de unas instituciones que intuyen que un cambio se avecina y actúan en consecuencia.

 

Permítaseme ejemplificar esta idea con las palabras que Abella pone en boca de Matías Fernández, compañero de redacción de Del Corral y franquista convencido que acaba por aceptar lo inevitable: “Nadie es inmortal, pero no me arrepiento de nada ni de lo que he vivido. Luché contra unas ideas que nos querían imponer desde Moscú, y, que yo sepa, el comunismo nunca ha ido acompañado de libertad. Ahora os toca a vosotros luchar contra la injusticia, en pos de la verdad y, sobre todo, para fraguar un futuro mejor para los españoles” (p. 204). La respuesta de Fernando del Corral, que siente cierta simpatía hacia su compañero pero no comparte su fidelidad hacia el régimen franquista, es significativa: “Lo haremos. Pero ya sabes que yo lucho un poco a mi aire” (ibíd). En síntesis, desde el principio de la historia se hace evidente para el lector que los personajes ya han tomado conciencia de la trascendencia de los acontecimientos políticos que están a punto de sucederse en España y por tanto, queda completamente legitimada la pregunta que Del Corral deja abierta para el futuro en el que ya nos encontramos: “¿Dónde estaba usted cuando murió Franco?”.

 

Ahora bien, si consideramos esa misma cuestión desde un punto de vista metafórico, este libro se construye como una base útil para entender el trasfondo político español de aquel momento. Con Franco agonizante y casi desmitificado por el tratamiento público de su deterioro físico, las visitas que hace durante su investigación nuestro protagonista a discotecas, pubs, hoteles y restaurantes y, sobre todo, las conversaciones que mantiene en cada una de ellas, nos transmiten un reflejo de la época que es difícil de ver y entender completamente para quienes no lo vivieron si no es a través de la literatura. Pero, además, la conjunción entre personajes reales y ficticios, como Del Corral, nos permite la construcción de arquetipos de convivencia con el régimen: desde los fieles fervorosos que deben rehacerse ante la inevitabilidad de la muerte de su Caudillo, hasta la oposición velada que espera su momento, pasando por quienes no participaban del régimen pero se sentían cómodos en él. Destaca el papel de aquellos que, como en el caso del propio Fernando del Corral, son partidarios de un sistema democrático aunque no son combativos con el régimen franquista, e ideológicamente se sienten lejos del marxismo o del socialismo pero participan de la misma voluntad generalizada de construir un futuro en libertad. De modo que, según la novela, éstas son las personas que de alguna manera se perfilan como bisagra entre los bloques antagónicos en la transición que se intuye, pues comparten afinidades con casi todos los personajes que sirven de modelo (más con unos y menos con otros, evidentemente) aunque tienen sus propias inquietudes y métodos.

 

Como resulta evidente, no todos los perfiles se dibujan con la misma claridad, aunque Carlos Abella hace un magnífico trabajo para dar voz a representantes de opciones políticas muy diferentes, especialmente aquellas que durante la Transición configuraron el espectro político de centro y centro-derecha, que de esta manera pueden explicarse, hacerse entender y desmontar algunos de los prejuicios que pesan sobre ellas. Pues, en ese ideal de quienes entendían la libertad como un bien inalienable y objeto legítimo de demanda personal y colectiva, se daban la mano las muchas opciones de oposición al franquismo (procedentes de todo el arco político, pero principalmente del centro-izquierda y el centro-derecha, según nos plantea Abella) que creían imprescindible la democracia per se.

 

Sin embargo, en ese baile de personajes el autor se detiene menos en acercarnos al espíritu que animaba a una parte mayoritaria de esa oposición que hacía hincapié, precisamente, en la democracia como algo más que un proyecto conveniente, es decir, como una conquista de un pueblo que desde los años sesenta había ido organizándose, asociándose y pidiendo, no sólo un régimen político representativo, sino también una sociedad más justa. Probablemente, la manera en que cada grupo o partido entendía la idea de “sociedad justa” marcaba la separación dentro de la izquierda e, incluso, el centro-izquierda, pero, en cualquier caso, no cabe duda de que, independientemente de estas barreras ideológicas, los diferentes movimientos vecinales, sindicatos y partidos de ideología socialista y comunista –entre otros- canalizaban las inquietudes de una buena parte de la sociedad que se sentía involucrada en el devenir político español. Por tanto, podría haber sido interesante explorar más intensamente ese diálogo entre el personaje protagonista, que representa esa oposición menos desafiante, y estos otros planteamientos que tal vez podían tener muchas similitudes con él en cuanto a lo que esperaban del futuro político a largo plazo pero no tanto a corto plazo.

 

Por otra parte, Las cartas del miedo pone de manifiesto una vez más la íntima relación entre la Transición y el recuerdo de la Guerra Civil en nuestro imaginario colectivo. Pero, además, la manera de evocar esos lazos nos permite reflexionar e ir un poco más allá, hasta darnos cuenta de que, en cierto modo, la Transición actúa en la historiografía como un referente histórico con connotaciones de mito fundacional, de manera que no es de extrañar el papel central que tiene la legitimación histórica en el constructo narrativo actual, de por sí presente en los discursos propios de los regímenes en transición, pero acentuado además por esa lectura a posteriori que a menudo hacemos los autores al trabajar el periodo. Dicho en palabras más sencillas, la Transición española ha ido adquiriendo con el paso del tiempo una carga emotiva que aumenta cuando se trabaja junto con su reverso de la moneda, es decir, la experiencia republicana del siglo XX y la posterior Guerra Civil. Es habitual observar en los momentos de tránsito o cambios de régimen el recurso a la Historia como una fuente de legitimidad, como argumento moral, pero a menudo, es mucho más evidente en el caso español por un elemento de subjetividad añadido que puede resultar difícil dejar al margen. La pregunta que nos planteábamos al principio, “¿Dónde estaba usted cuándo murió Franco?”, adquiere ya connotaciones muy sutiles. 

 

En esta aproximación a la II República y la Guerra Civil desde la Transición, resulta muy interesante su aportación para la rehabilitación de la memoria del “buen republicano”. Pues, de manera similar a Alphonse Aulard cuando rescataba la figura de Danton como un personaje positivo en el vorágine de irracionalidad de la Revolución Francesa –de nuevo volvemos a los mitos fundacionales-, Abella nos hace partícipes de una recuperación consciente de la figura de los y las idealistas que creyeron en la oportunidad democrática de la experiencia republicana, en buena medida asumiendo la carga emocional y simbólica del siglo XIX que asociaba republicanismo con democracia y mejora de la calidad de vida. Se rescata del olvido a través de la figura de Eduardo Romero Robles –a quien está dedicado el libro en primer lugar-, a miles y miles de personas que nada tuvieron que ver con el estallido violento pero que sí sufrieron la represión posterior a la Guerra Civil por parte del bando nacional. A través de intensos diálogos, Las cartas del miedo nos transmite la ilusión de estos republicanos cargados de principios morales y objetivos desinteresados que trabajaron por ellos en los años treinta del siglo XX: “Ya más en confianza, (Eduardo Romero) nos aseguró que España vivía una gran oportunidad histórica y que había que hacer un gran esfuerzo para que la gente aprendiera a leer y escribir en los pueblos, y que sin la cultura España no se modernizaría nunca” (p. 26). El proyecto de Romero, al que se hace alusión en repetidas ocasiones, partía de los Talleres Educativos dentro de la Agrupación al Servicio de la República. No obstante, la extrema derecha y la extrema izquierda se oponían al proyecto, según nos cuenta Abella: “(Romero) le contestó que si el pueblo prefería la guerra y las armas a la cultura y la modernización, la derecha tendría siempre las de ganar, porque era más fuerte y contaba con la ayuda de otros países, como Alemania e Italia. ¡Qué razón tenía!” (p. 26).

 

Igualmente sugerente es la hipótesis valiente, a la vez que difícil de probar, que se sostiene en la novela a propósito de algunos de los responsables de la represión franquista. Así, en un giro argumental que podríamos comparar con un “quite por gaoneras” por lo comprometido que queda el torero que lo ejecuta, se aventura que una parte de las persecuciones contra los republicanos “utópicos”, a los que hacíamos referencia líneas arriba, fue llevada a cabo por antiguos miembros de organizaciones de extrema izquierda, cenetistas, comunistas, anarquistas, entre otros, con el objeto de integrarse en el bando vencedor de la contienda y, al mismo tiempo, ocultar sus propios abusos cometidos durante el periodo republicano. De este modo, habrían formado la organización “Rache”, vocablo que significa “venganza” en alemán y, junto con franquistas de extracción falangista y miembros de la extrema derecha, se habrían encargado de mantener en el exilio o eliminar a todos aquellos que pudieron ser testigos presenciales de sus crímenes. Instigaron, asesinaron y, de paso, consiguieron promocionarse en el interior de las instituciones franquistas a fuerza de una labor eficazmente cruel.

 

Hay muchas otras lecturas posibles de esta novela gracias a su riqueza de matices y detalles, como puede ser el análisis de una nueva prensa y una nueva manera de entender el periodismo que (re)surgieron en las postrimerías del franquismo. Los periodistas parecían defender que la ética moral y su independencia de la política son indispensables para poder ser merecedores de ser llamados así; optaban por el compromiso con la libertad, en la búsqueda utópica de la verdad. Con el tiempo, aceptado ya el hecho de que las utopías son inalcanzables como el horizonte, aunque con el mismo compromiso para con la democracia, a menudo se opta por no escenificar una mascarada de objetividad y hacer partícipe al lector del punto de vista desde el que el periodista escribe, en un ejercicio controvertido que genera a menudo susceptibilidades. Al margen de la opinión de cada uno, es indudable que ha habido cambios en el planteamiento inicial.

 

En resumen, la novela Las cartas del miedo aporta muchos elementos interesantes que podemos entresacar para el debate, por lo que ya solamente por eso resulta un trabajo elogiable. La elegancia y el esfuerzo realizado por Carlos Abella en aras de ampliar los puntos de vista a tener en cuenta en el análisis de nuestra historia reciente son virtudes añadidas capaces de seducir a cualquier lector/a.

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