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Carlos Fuentes (foto procedente de www.clubcultura.com)

Carlos Fuentes (foto procedente de www.clubcultura.com)

    AUTOR
Miguel Ángel Sánchez de Armas

    LUGAR DE NACIMIENTO
México

    BREVE CURRICULUM
Profesor – investigador en la Escuela de Periodismo del Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP – Puebla (México). Doctor en Comunicación por la Universidad de Sevilla. Líneas de investigación: comunicación y propaganda, historiografía de los medios y literatura y periodismo. Entre otros, es autor de Apuntes para una historia de la televisión mexicana, El enjambre y las abejas: ensayos sobre democracia y comunicación y En estado de gracia. Conversaciones con Edmundo Valadés



Miguel Ángel Sánchez de Armas

Miguel Ángel Sánchez de Armas


Tribuna/Tribuna libre
Recuerdo de un libro
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas, jueves, 7 de junio de 2012
“La voz interior... te dice
cosas... acaba por dictarte
prácticamente todo.”
Edmundo Valadés

Al mediodía del martes 15 de mayo, con la noticia de la muerte de Carlos Fuentes, volvió un episodio luminoso de hace treinta años: descubrí Terra Nostra y, siendo ésta una novela tan arriscada, me abrió sus puertas con donosura y pude transitarla como si diera un paseo de primavera en una pradera inglesa.

No he conocido otras experiencias semejantes con este libro, sino más bien expresiones de lo difícil que es. Lo platiqué con Fuentes a mediados de 1996 durante una cena en la casa de Pepe Carreño. Me dijo que un libro puede elegir a sus lectores. Respondí que algunos azotan la puerta en la nariz a los intrusos –pensando en Ulises- y esto le causó gracia. Fue un intercambio breve. Me dediqué a escuchar su conversación con García Márquez. No lo volví a ver.

 

Pero la relación del lector es con la obra y no con el autor. Cuando se coloca el punto final, sea una obra maestra como Terra Nostra o un artículo periodístico como éste, el escribidor sabe que renuncia a cualquier título de propiedad. Es igual que con los hijos: se les construye para que tengan vida propia.

 

Así que con la tristeza de que llega a su fin una vida productiva, celebremos que sus frutos se quedan entre nosotros. Nadie que abra Los miserables o Las verdes colinas de África o Piedra de sol o Aura, sufrirá por que ya no caminan en la tierra Víctor Hugo, Hemingway, Paz o Fuentes, pues en realidad no murieron. En donde está el rasgar de vestiduras, el crujir de huesos y las cenizas en la testa, es en la legión de los no-lectores y los busca-reflectores. Ya los escuchamos compitiendo en la construcción de panegíricos, disputándose el premio al lamento más original, codeando un lugar en el daguerrotipo de la posteridad. Si quiere verlos en acción acuda a las reseñas del “Homenaje Nacional de Cuerpo Presente a Carlos Fuentes en Bellas Artes”. (Escucho en la radio que el nuevo presidente galo, Hollande, lamenta la muerte del escritor, “acaecida el mismo día” en que el político tomó posesión. ¡Válgame Dios! Creo que ya extraño a Sarkozy.)

 

Yo por mi parte volveré a las páginas de La región más transparente, pero no a las de Gringo viejo; tocaré a la puerta de Artemio Cruz pero me seguiré de largo frente a La silla del águila. Y no dejaré de cavilar sobre el misterio mayor: ¿cómo se construye un escritor? Acompáñeme el lector en la respuesta que me dio Edmundo Valadés, publicada en mi libro de 1996, En estado de gracia (*):

 

“¿Por qué escribí? Porque me nació la necesidad desde niño. A los doce años escribía cuentos, proyectos de novela, obras pequeñas de teatro. Pero no tuve quién me guiara. Para mí fue una revelación. Tuve la conciencia de que es un don que uno trae. Ignoro si se dé el caso de que alguien se pueda hacer escritor por otro  camino. 

 

“Leía mucho, vorazmente. Conforme fui creciendo, seguía escribiendo todo lo que puede escribir un chico de catorce, quince o dieciséis años, incluso versos. Además me gustaba mucho el periodismo y compraba periódicos y revistas con el dinero de mi mesada. Me acuerdo que compraba una revista que se llamaba Fantoche, que hicieron una serie de caricaturistas, entre ellos Cabral. En la secundaria Siete fundamos una revista de la que sólo apareció un número –creo que se llamaba Encuentro- donde quizá está mi primer cuento. Y seguí escribiendo. Mandaba mis colaboraciones a revistas como México al  Día, a una llamada Continental –que publicaba versos de los lectores- en donde debe haber versos míos de esa época, y al suplemento de El Nacional.

 

“Mi primer acercamiento a la literatura fue vía la poesía, a los quince o dieciséis años, estando en la secundaria Siete, donde daba clases Xavier Villaurrutia. Un día me le acerqué con toda la timidez y actitud respetuosa de un adolescente a un poeta famoso, para informarle que yo escribía versos y que quería que los viera. Y entonces Xavier, que fue un hombre muy cordial, muy generoso, me dijo: «Bueno, a verlos». Debo haber mostrado unos de ellos, y me hizo una crítica tan inteligente que sin molestarme, sin minimizar mi persona, me hizo ver que no era poeta. Porque yo… bueno, era la edad de la imitación, claro. Yo trataba de hacer versos, o copiaba versos de otros poetas en una época en que se rompieron las formas clásicas –imperaba eso que llamaban «versolibrismo», verso libre, sin asonancias ni consonancias-.  Y me dio una lección. Dijo: «Nosotros, mi generación, hemos podido transformar la poesía, la lírica mexicana, porque primero nos sometimos a las formas clásicas. No se puede ser un poeta sin dominar antes el soneto, la décima. Usted tiene que empezar por conocer y dominar las formas clásicas, porque sólo dominándolas se logra instaurar nuevas formas de expresión. Usted ha empezado al revés».

 

“La del escritor es como una voz interior. Claro, la puedes tener sin saberlo, pero si te pones a trabajar, a escribir y a escribir, haces que esa voz interior se despierte. Y ella acaba por dictarte prácticamente todo. Empieza a manar. Te dice cosas tan extraordinarias que te asombras. Es como un diálogo con esa voz interior.

 

“Yo siempre he puesto el ejemplo de que el escritor es como un minero: tiene que hallar la veta de oro que lleva dentro. ¡Pero cuesta un carajo! Tiene que estar dale y dale, quitando la tierra para, de pronto, gracias a esa disciplina, a ese esfuerzo, tocar la veta de oro. ¡Carajo! Entonces, te falta tiempo para captar lo que quieres decir. Pero no es inspiración, es trabajo. Es dale y dale… Yo lo he sentido: cuando uno encuentra la veta –aunque para ello deba haber permanecido encerrado, aislado, días, meses-, en ese momento de diálogo del escritor con su voz interior, ¡es Dios!, pues está fabricando mundos. En esos instantes el escritor no piensa en el lector. En ese momento el lector no existe. El acto de escribir es un acto tan solitario, que es Dios creando mundos. En este momento en que se empieza a crear viene una exaltación, una emoción, un instante de gracia… Uno está construyendo mundos. Ya lo del lector es posterior.

 

“El escritor no tiene excusas. No le queda más que escribir. Debe ser fiel a esa necesidad. Se puede evadir con mil excusas que uno se da a sí mismo: porque estoy cansado, porque tengo problemas familiares, por mil cosas… Pero… el escritor no puede excusarse. Tiene que escribir. Bien o mal, no importa. Tiene que decir: «Aquí está esto: es lo que fui capaz de hacer y lo hice».

 

“Uno sabe que es escritor cuando va sintiendo que domina el oficio, que va encontrando un estilo. Como digo a mis alumnos: «La conquista final del escritor, es la de su estilo, es la de poder expresar su voz a su propia manera, con su propia sensibilidad». Tienes atisbos, tienes metáforas, comparativos afortunados. Cuando te vas adueñando de tu propia capacidad de expresión, cuando vas logrando una conquista de tu manera de expresar, al ejercer el oficio, va a empezar a manar más y más, se te van a ocurrir más y más cosas. Quizá empiezas sin plena conciencia, tal vez con cierta timidez, con cierta reserva, pero al irte soltando, al sentir la posibilidad inmensa que tiene el idioma, que tienen las palabras –cuando las vas dominando y ordenando de una manera muy tuya-, en ese momento es cuando empiezas a estar del otro lado. Pero tienes que pasar por un proceso de disciplina de trabajo hasta que surja ese diálogo de los dedos con la máquina de escribir, cuando los dedos son una prolongación de lo que se está pensando… lo destilas en los dedos: las metáforas, el adjetivo, la descripción. Porque has tenido antes la disciplina de trabajar, de buscar. Y sólo se puede saber escribiendo, publicando.

 

“Otro instrumento importantísimo para el escritor es la lectura. Son otros escritores quienes nos empujan. Primero no tenemos los elementos propios, son prestados por esos escritores y nos van a ayudar a que nosotros inventemos nuestra técnica, nuestro estilo. La meta de un escritor es la conquista de su estilo. Cuando uno lee un texto suelto, dice: «Esto es de Borges», «esto es de Rulfo», «esto es de Cortázar». ¿Por qué? Porque ellos conquistaron un estilo propio. Cuando Borges escribió: «Fatigué bibliotecas…», antes de llegar a utilizar el verbo «fatigar» así, él se fatigó cantidad, no  le fue dado gratis. Tuvo que leer mucho, tuvo que reflexionar, que pensar. Finalmente él es un inventor.

 

“Es preciso capturar a diario todas las cosas que uno ve, que uno oye, que uno siente. Así se van acumulando esas tarjetas que son los ladrillos del escritor. Llega un momento en que una de esas frases es la precisa para tal personaje. Hay que estar absorbiendo de nuestro alrededor elementos y descripciones que van a servir para reinventar. Un escritor no puede inventar todo. Tiene que partir de una serie de elementos. Y escribir, escribir. O quizá, como decía un amigo: proponerse, al escribir un cuento, buscar cinco desenlaces diferentes. Como una técnica. O cinco principios diferentes. Jugar con las palabras. Enriquecer el idioma. Hacerse de un instrumental que va a servir maravillosamente a la hora de sentarse frente a la máquina a recontar. Hay que leer haciendo altos de reflexión. Por ejemplo, ahora que estoy releyendo a Proust –si a algún autor he leído ha sido a él, desde 1940-, digo caray, ya definí algo muy importante, que no recuerdo que nadie lo haya hecho: diría que En busca del tiempo perdido es, además de una novela, una de las más grandes reflexiones que se ha hecho un hombre ante todas las circunstancias de la vida. El libro de Proust es una fabulosa reflexión. Lo que he hecho en esta relectura –cuando mi memoria es más débil-, es llenar el libro de anotaciones y sugerencias para escribir –escribiría otro libro sobre En busca del tiempo perdido- y sobre todo podría hacer ahora una antología de los momentos culminantes de En busca del tiempo perdido: dónde nacen los celos, dónde nace el sadismo, esto, lo otro…”

 

Las reflexiones de Edmundo llenan muchas páginas y tienden a lo laberíntico, pero no tengo la menor duda de que son suscritas en su integridad por Carlos Fuentes, y que ambos, en el Walhalla de las Letras, están a la mesa de los creadores en la animada deliberación que las musas–valkirias obsequian con vinos del Valle de Guadalupe.

 

(*) Con mucho gusto enviaré una copia en pdf a quien la solicite al correo juegodeojos@gmail.com.

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