La mecha no se
ha apagado. El futuro libro que ahora nos anuncia con Telefreud será,
pues, la segunda parte. O la segunda entrega, el siguiente capítulo, de la obra
precedente. Era inevitable pasar de Shakespeare a Sigmund Freud. ¿No dijo este
último que él no había dicho nada nuevo que no hubieran tratado los grandes
autores clásicos, los poetas, los dramaturgos? La razón y la emoción, el azar y
la necesidad, el libre albedrío o el determinismo, lo evidente y lo soterrado:
esos ingredientes estaban en el teatro remoto y están en las ficciones
presentes. Por otra parte, llevamos una larga temporada –o varias-- con
problemas en serie: serios problemas de autoestima, de decisión, de moralidad.
Aunque, ahora que lo pienso, estamos como hace siglos. Ésa es la verdad. Es más:
no nos sentimos nada bien. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
Lo que sigue, lo
que el lector podrá compartir ahora, ha sido motivado por Carrión, por su ensayo
sugerente y polémico: de hecho, aquello que escribo es un diálogo implícito con
el autor de Telefreud, aunque dicho
texto sea más el acicate que la referencia. Me centro en The Sopranos (1999-2007), una de las
series con las que él arranca. De todo lo que podría decir de los mafiosos de
Nueva Jersey me limitaré al psicoanálisis, cosa que ya había tratado en otro
lugar. No espero que Carrión comparta mis
disquisiciones.
Alguien se siente mal
y acude al doctor. Confía en su saber y sobre todo en su experiencia. Otros han
recurrido a sus servicios como sanador y, por tanto, la fama le precede. El
paciente cree tener esta o aquella dolencia. Justamente por eso detalla al
doctor los síntomas, todos esos indicios que el cuerpo proporciona. Con lenguaje
bastante preciso el paciente indica qué es lo que le está pasando últimamente.
Noto una punzada aquí, cerca del esternón, precisa o quizá es en la boca del
estómago. ¿Alguna contusión, algún golpe?, pregunta el experto. No, contesta el
paciente, para inmediatamente añadir: de vez en cuando incluso tengo
dificultades para respirar. Entonces distingo como un ahogo, una especie de
aplastamiento en el pecho, responde.
Ajá. Vaya. Ya. El doctor se muestra lacónico. Emplea un lenguaje
interjectivo, breve. Está a la expectativa. Con los ojos bien abiertos,
aguardando todo dato que pueda dar pistas. En efecto, parece estar en guardia.
En realidad, permanece a la escucha, reparando en lo que el paciente expone y en
cómo lo expone. Escruta los movimientos o los aspavientos que realiza, esos
gestos con los que acompaña sus palabras, el relato de dichos malestares. ¿Qué
hacer? Probablemente, el siguiente paso del doctor sea una escueta pregunta al
enfermo. Lo someterá a un interrogatorio profesional. ¿Para qué? Para poder
identificar su dolencia, para poder adelantar un diagnóstico. El paciente dirá
todo lo que quiera decir (o sólo lo que desee revelar). Así, con una información
muy concreta o con unos detalles imprecisos, el doctor aventurará un
tratamiento.
¿Estamos hablando de un médico y su enfermo? Sin
duda, la descripción anterior podría servir como escena originaria, como
situación primitiva. Esto que contamos es lo primero que pasa cuando acudimos a
la consulta: el paso previo a la prescripción de unos preparados que sanen.
Todos tenemos práctica: sabemos cuándo y por qué nuestro médico de cabecera o el
especialista extienden las recetas. Con esos específicos que nos administra
esperamos sentir una mejoría, incluso la desaparición de la dolencia. Y
esperamos vernos libres de los molestos síntomas, claro. Salimos de allí, de la
clínica, experimentando alivio. Hasta la próxima visita…
Esa descripción
podría servir, en efecto, como la escena ordinaria de una consulta médica. Pero,
pensémoslo, podría ser también una situación bien distinta. Pongamos por caso:
una persona siente malestares psíquicos, vive infeliz a pesar incluso de su
bienestar material, de todos los lujos de que se rodea. ¿Qué hace? ¿A quién
recurre? Si es creyente podría frecuentar a su sacerdote o pastor. Podría acudir
a la Iglesia, a la Sinagoga o a cualquier otro templo en el que recibir auxilio
espiritual. Según parece, Dios atiende, pero la verdad es que no siempre está en
capilla. Es más: los ritos u oficios religiosos están pensados para la
Comunidad, no para el creyente. ¿Entonces? Sin duda, el fiel de esta o de
aquella confesión podría comunicarse directamente con la Superioridad, pero no
es menos cierto que Dios se expresa de modo a veces confuso: o al menos confuso
para el creyente. En ocasiones manda señales bien explícitas de su enojo. Otras
veces, su hermetismo hace incomprensible los mensajes recibidos: los seres
humanos somos torpes intérpretes, hermeneutas poco avezados. No estamos a su
altura.
Justamente por ello (o por ella), el Ser Supremo está
inaccesible, es inaudible y no suele mandar soluciones a nuestros malestares.
Estudiosos y expertos atribuyen el silencio de Dios a la magnanimidad con la que
nos trata, a su grandeza: a la libertad con la que nos deja actuar. Generalmente
no es un entrometido, pues no nos tutela, no nos dirige, no nos guía, no nos
controla. Nos deja obrar según conciencia y nos deja conducirnos moralmente.
Hemos sido instruidos en unos valores que nos permiten distinguir el bien de su
contrario. Por tanto, cada uno ya sabe cuándo infringe los preceptos o cuándo
inflige dolor, cuándo comete pecado o cuándo se compromete con el mal. En
resumidas cuentas, Dios está allí en lo alto; o está abajo entre nosotros pero
oculto: sólo de cuando en cuando se manifiesta. En cambio, los seres humanos
siempre están por aquí, merodeando y mostrándose como lo que son: débiles,
inconstantes y poco fiables. En cuanto pueden –y si el castigo o la pena son
menores-- se saltan las normas e incluso hacen daño gratuitamente o por egoísmo,
injustificadamente o por ambición. Y encima se sienten mal.
¿Qué hacer?
La Comunidad humana ha inventado todo tipo de recursos culturales para frenar,
para contener la crueldad o la estulticia. Por ejemplo: los gendarmes y los
consejeros espirituales. Los polis reprimen e impiden; los curas, los pastores,
etcétera, igualmente. Ahora bien, la sociedad ha ideado asimismo otro tipo de
remedios: los terapeutas. Un terapeuta no es un guardián del delito, no es un
vigilante del pecado. Tampoco es un médico: al menos no es un médico corriente.
Eso sí, trata con delincuentes, con pecadores y con enfermos. Trata con gentes
que obran mal y que obran maldades, que dañan a la colectividad o que se dañan a
sí mismos, que viven o sobreviven a patologías diversas. Como puede apreciarse,
esos términos, esas expresiones, no son equivalentes. Uno puede infringir o
puede infligir; uno puede perseguir a los demás o puede perseguirse a sí mismo;
uno puede resistir o resistirse. O puede hacer todo ello a la vez. Si ocurre
esto último, si sucede algo así, entonces es probable que el terapeuta tenga
como paciente a Tony Soprano. O a un tipo que se le parezca. Rico y necesitado,
alguien ya crecido pero a la vez inmaduro, un individuo robusto y violento y a
la vez un petimetre conmovedor.
Quien haya visto algún capítulo de Los Soprano (1999-2007), la serie que
David Chase realizó para la HBO, difícilmente olvidará a su protagonista, un
tipo nacido en Nueva Jersey de origen italiano. Probablemente acabe sintiendo
alguna simpatía por él. Y ello a pesar de ser un mafioso: su gran volumen, su
carácter irritable y a la vez manso, su glotonería y su amenazante presencia
ocupan la pantalla, que ya no es tan pequeña. Tony fuma unos cigarros carísimos,
come pasta con auténtica gula, bebe agua o vinos importados o licores de
muchísima graduación. Viste con elegancia impostada: un traje de buen corte y de
excelente paño cuando quiere impresionar; una camisola informal o un chándal
cuando se siente cómodo y suelto, eficaz. Soprano es de Nueva Jersey, sí. Allí
vive en una residencia ostentosa, de mucho lujo, de gran fasto. Y allí regresa
cada día, según nos anuncian los créditos iniciales, conduciendo él mismo su
enorme automóvil: temporada tras temporada, así empieza la secuencia de
apertura, cada capítulo.
Tony gobierna los negocios con mano de hierro y
dirige las relaciones entre las familias del crimen organizado. ¿Su tapadera? La
gestión de desechos. Al mismo tiempo es hijo, hermano, esposo y padre. Es decir,
tiene parentesco. Posee una familia carnal y, por tanto, desempeña todos esos
papeles. Está casado con Carmela: la quiere y la engaña, a veces de manera
compulsiva. Con ella mantiene una relación matrimonial que inexplicablemente
resiste los altibajos y los adulterios del varón. Quizá por ser su confesión
católica y quizá porque a Carmela la respeta a su manera: como madre que es de
sus hijos Meadow y Anthony Jr. Soprano.
Cuando conocemos a Tony a
finales de los años noventa es un hombre de mediana edad. Su padre ya ha muerto
y de él sabremos siempre por relato, evocación, recuerdo. Las hermanas de Tony
mantienen con él una relación intermitente o tensa. Y la madre…, pues la madre
es una anciana fastidiosa, entrometida, mandona, con la que ninguno de los hijos
parece llevarse bien. Es más: Tony se lleva mal o muy mal. El parentesco de
Soprano no es nada particular u original, ya que su vida es vulgar. Arrastra
como puede las decepciones de la existencia, mantiene una relación matrimonial
previsible y, sobre todo, sobrevive a un mar de contradicciones. No es que se
equivoque en sus decisiones. Es que la decisión que toma como capo o como padre
no son exactamente compatibles. Todo eso lo siente y lo padece con gran
angustia: con desvanecimientos y con toda clase síntomas que no siempre calman
los ansiolíticos o, concretamente, el Prozac.
Justamente por eso, Tony
Soprano acude de modo regular a la consulta de Jennifer Melfi. Hablo de la Dra. Melfi, la psicoanalista que lo trata, que trata sus
malestares psíquicos: las neurosis que padece y las sacudidas o avisos que su
cuerpo le envía en forma de síntomas. En la consulta se nota lujo y sobre todo
gusto. Los muebles son caros, pero no aparatosos: tienen un diseño fino y unos
materiales nobles. Se aprecia el tacto y el tino de la psiquiatra, que ha creado
un espacio suntuoso y discreto a la vez. Como corresponde a tdo terapeuta, la
Dra. Melfi habla poco, aconseja menos y procura no implicarse emocionalmente.
Mira, escucha y, de cuando en cuando, hace alguna observación. Mientras tanto,
Tony, que se ha dejado caer en la butaca que los pacientes tienen reservada,
larga sin parar, revelando lo que buenamente puede revelar. Es decir, habla con
paráfrasis, con eufemismos, y por tanto evita la sinceridad completa que sería
deseable en una terapia de esta naturaleza. Allí no acude a declarar sus
crímenes, pero sus acciones y sobre todo sus contradicciones le fuerzan a
confesar parcialmente, con cierto enredo y con cierta franqueza. Pero la Dra.
Melfi no ejerce las funciones de un sacerdote que escuche, imponga una
penitencia y absuelva. Ella mira tras sus lentes y procura no torcer el
gesto.
Hace poco más de un año
empecé a ver Los
Soprano. Quedé prendado por la
excelencia de esta serie. Me la habían recomendado varios amigos. Entre ellos,
David P. Montesinos. Incomprensiblemente había estado años y años resistiéndome
a disfrutarla. O más sencillo: simplemente no había querido enterarme a pesar de
su perfección. Caído en las redes narrativas de la serie estuve meses viendo el
mundo con el esquema de los Soprano: hasta el episodio más tosco de la realidad
circundante lo interpretaba con el auxilio de esta obra. No me resigno. Meses después
vuelvo a dicho esquema siempre que puedo: para hablar de la corrupción local,
por ejemplo. Y si no aplico dicho esquema, entonces procuro vestirme como Tony.
Es un decir. En mi caso me pongo una camiseta negra que lleva un rótulo rojo.
¿Qué hay escrito? The
Sopranos.