Uno de los aspectos más notables de la novela 
de Felipe Alcaraz es el 
riesgo que asume el político, el profesor y el escritor al enfrentarse a pecho 
descubierto a un periodo de nuestra vida que quizá todavía no se pueda llamar 
histórico por su proximidad; otro, hacerlo en forma de crónica novelada, lo que, 
sin duda, otorga al texto un dinamismo que de otro modo carecería, pero que 
podría acarrearle críticas metodológicas por parte quienes no son partidarios de 
mezclar narrativa, periodismo e historiografía, hecho este que, a nuestro 
entender, no tiene la menor importancia.
Desde hace muchos años -comenzaron a hablar de ello 
Lucien Febvre y sus compañeros de la Escuela de Annales- los 
historiadores debaten sobre el tiempo que debe transcurrir para poder analizar 
con cierto criterio de veracidad un determinado periodo histórico. Si Manuel Tuñón de Lara, a quien sigo 
considerando como uno de los grandes maestros, aseguraba que era menester que 
pasase, como mínimo, una generación, muchos historiadores actuales predican que 
la historiografía puede entrar en el pasado desde el mismo día en que comenzó a 
ser ayer, afirmación que no 
comparto en ningún caso, porque, en mi opinión, la buena praxis historiográfica 
necesita de tiempo, reposo y distancia, en absoluto de silencio: Cuando no es 
tiempo de la historiografía, sí lo es del testimonio, de la crónica, de la 
opinión, de la narrativa, del periodismo. Y es la carencia de todo eso, por 
razones tan obvias que no es preciso explicar, lo que ha planteado problemas 
gravísimos cuando muchos hemos intentado bucear en las entrañas de la terrible 
dictadura que asoló España durante más de cuarenta años y lo que ha permitido 
–aireados por los medios y editoriales más conservadoras, que son casi todos- el 
nacimiento de la seudohistoriografía neofranquista.
Felipe Alcaraz ha sido durante 
muchos años uno de los dirigentes más activos del Partido Comunista de España y 
de Izquierda Unida, un personaje de primera fila de la política española de las 
últimas décadas que no ocultó nunca su oposición a la querencia a pactar con el 
Partido Socialista que dentro de su partido encabezaba Gaspar Llamazares, porque 
para él suponía una claudicación ante las nuevas (viejas, diría yo) corrientes 
que estaban llevando a la socialdemocracia española a lugares de difícil retorno 
ideológico y causando un daño irreparable a los trabajadores, y la ciudadanía en 
general, al consentir, en pos de una salida de la crisis nunca visible, el 
aminoramiento de derechos y la sustitución de los valores democráticos por los 
mercantiles. En ese sentido, 
la postura de Alcaraz no tiene 
fisuras, como no las tiene tampoco su vocación literaria, su voluntad por 
recuperar a magníficos poetas “malditos”, como es el caso de Javier Egea, ni su ambición por 
dejar testimonio escrito del tiempo que le ha tocado vivir y ha vivido desde un 
lugar tan privilegiado como complicado. Pero, además, Felipe Alcaraz, es un 
profesor de literatura que sabe perfectamente cuál es el género y cuál la forma 
a elegir para cada uno de sus proyectos. No hay por tanto improvisación alguna 
al haber escogido para Tiempo de ruido y 
soledad la crónica 
novelada, sí buen criterio y conocimiento del terreno que pisa: Si exceptuamos 
el negrísimo periodo franquista –dónde todo estaba impregnado de un gris 
monocorde y nauseabundo tal como señalaba Vázquez Montalbán-, los 
primeros cuarenta años del siglo XX español están preñados de crónicas 
narrativas en las que políticos, escritores e intelectuales de todos los ramos 
del saber intentaban dejar constancia de su experiencia vital personal y 
social.
Muchos de aquellos libros desaparecieron o continúan 
ocultos en los anaqueles de viejas bibliotecas o archivos dónde todavía no han 
llegado las miradas de los pacientes y abnegados  buscadores de “tesoros” perdidos, pero 
otros han salido a la luz, incluso han sido reeditados y gozan del halago casi 
generalizado de la crítica. Es el caso de Manuel Chaves Nogales, a quién todo 
el mundo saluda hoy como un maestro por “oportunismo histórico coyuntural” y por 
méritos propios, un magnífico periodista y un gran escritor, pero ni mucho menos 
de la talla de otros como Carlos Esplá, Pepín Díaz Fernández, Eugenio Xammar, Isaac Abeytúa, Braulio Solsona, Fabián Vidal y tantos otros 
criados en la escuela periodística más excelsa de las habidas en España, aquella 
en la que oficiaron como sumos sacerdotes Roberto Castrovido, Alfredo Vicenti y, por qué no, 
Vicente Blasco Ibáñez. Sea como 
fuere, la obra literaria y periodística de todos ellos es hoy fundamental, 
imprescindible para enfrentarnos al conocimiento de ese pasado tan oscuro 
todavía como triste y desabrido. En este sentido, Tiempo de ruido y soledad, 
subtitulada como Crónica novelada de 
los días de la Gran Crisis, alcanza uno de sus grandes méritos, recuperar, 
enlazar con aquellos escritores, políticos y periodistas de antes de la guerra 
que contaban, para el presente y para el futuro, los aconteceres de su tiempo 
según su particular mirada, sin esperar a que los hechos se enfriasen, 
otorgándoles de ese modo el calor de lo fresco, de lo vivo, ese aroma que 
desprende el pan recién salido del horno.  
Felipe Alcaraz ha escrito una crónica novelada de nuestros últimos años, 
no ha escrito historia, pero desde luego la lectura de Tiempo de ruido y soledad es obligada 
para quienes quieran conocer los entresijos de nuestra política reciente y 
absolutamente necesaria para quienes, mañana, quieran escribir la historia de 
estos días.
Decía Le Goff en su Saint Louis que los hombres somos hijos 
de nuestro tiempo, pero también de nuestros padres. Conforme me adentraba en la 
lectura de Tiempo de ruido y soledad 
me fue invadiendo una inquietante sensación que sólo disipaba el sentido del 
humor –a veces “malafollá granaína”- con que Felipe Alcaraz describe a muchos de 
los políticos y políticas de estos años descorazonadores. A saber, si nuestros 
padres y nuestro tiempo fueron una misma cosa, es decir, si la dictadura 
franquista y su secuela la transición formaron una clase política con un sentido 
de la ética muy por debajo del mínimo exigible para encargarse de la cosa 
pública, pero no sólo una clase política –a la que Alcaraz describe 
magistralmente- sino también un pueblo anodino, adormecido, callado y propenso a 
cualquier corrupción y a transigir incluso con aquellas decisiones más dañinas 
para el interés general y con quienes las perpetran amparándose en el sufragio 
universal. Y me vino esto porque la cantidad de pequeñeces, de intereses 
mezquinos y de afanes ajenos al bien común que se desprenden de la actitud de 
muchos de los protagonistas de la novela no pueden surgir de un pueblo educado, 
de un pueblo civilizado y cultivado en democracia, sino de otro que nunca supo 
–se la robaron a fuerza de paredones- de verdad en que consistía no sólo la 
política, sino el mero hecho de ser ciudadano. Todos, unos más que otros por su 
oficio o proximidad, hemos visto como medradores y logreros han sido unos de los 
grandes protagonistas de estos treinta y cinco años de democracia. No creo que a 
nadie sorprenda que tal o cual persona dedicada a la cosa pública haya hecho de 
ella un medio de vida, lo que en sí mismo corrompe esencialmente el concepto de 
democracia, pero lo que sí aturde, asombra, desconcierta, pasma, es la 
naturalidad con que ciertas personas de la izquierda –en los otros no sorprende 
nada- antepusieron, y anteponen, su interés personal, sus ansias por seguir en 
las alturas del poder o en sus inmediaciones, al interés general que debe 
conducir la acción de cualquier persona que desde la izquierda se dedique a la 
política. Da la sensación como si muchos de los personajes que van brotando de 
las páginas del libro vivieran en un mundo paralelo al que vive la inmensa 
mayoría de la ciudadanía, mucho más preocupados por situarse bien de cara al 
futuro que de trabajar por mejorar la vida de los integrantes del Tercer Estado. 
En ese sentido, la conversación que mantienen Griñán y Rosa Aguilar no tiene 
desperdicio.
Entre el mosaico de personajes que se entrecruzan o 
pasan de largo por la novela de Felipe Alcaraz, construyen dos debates 
principales: El primero, la crisis de la izquierda y la búsqueda de  una ubicación adecuada de las dos 
principales formaciones de esa ideología; el segundo, la crisis de la 
democracia. Según las tesis sostenidas por el profesor Alcaraz, la corriente 
liderada por Gaspar Llamazares habría conducido en breve plazo a Izquierda Unida 
a su desaparición o a convertirse en un apéndice del Partido Socialista Obrero 
Español. Las conversaciones que reproduce entre los seguidores de Llamazares y 
entre los que no lo son –casi todas sórdidas, entre bastidores- muestran un 
malestar que se hace más patente en el núcleo central de la coalición, es decir 
en el Partido Comunista de España, desde dónde sale un quejío ante lo que parece 
la crónica de una muerte anunciada que no se resignan a aceptar; por otro lado 
también es palpable que la intención de Llamazares no es integrar a su partido 
en el PSOE sino la de crear una mayoría progresista en la que Izquierda Unida 
tenga voz y voto. Difícil encrucijada, la estrategia defendida por Llamazares 
estuvo a punto de sacar por primera vez al partido del Parlamento, pero tampoco 
hasta hace bien poco, y no sé si ahora mismo, la defendida por Anguita y sus 
seguidores habría conseguido algo más. Entre medias hay otra postura, otro 
camino a recorrer, que es el que parte de las raíces del Partido Comunista, 
asume su historia y se acerca a otros movimientos como el ecologista, el 
anticonsumista o el 15M, movimientos en los que nace una nueva manera de 
entender la política que pudiera ser el verdadero lugar para Izquierda Unida o 
su equivalente refundado. En cualquier caso, hay una crisis de identidad muy 
bien descrita por Alcaraz, personas que se reúnen en privado y se juran secreto, 
que hablan de las masas cuando saben que las masas no existen o si existen es 
para ir al fútbol, soledad tras las cortinas, soledad en las sedes y en las 
redes, soledad en el pensamiento que se ve huérfano de su principal alimento: El 
aliento de un pueblo que no se identifica con sus clases directoras, que se ha 
aburguesado, que huye de la realidad esperando –ilusioriamente- escapar de ella. 
Ruido de –como decía Azaña- los cántaros que se 
estrellan contra los cántaros, y en medio de todo, gente honrada, gente tenaz, 
desprendida, generosa, capaz y luchadora que todavía cree que hay un lugar para 
la esperanza, un lugar que no puede salir de otra fuente distinta a la del 
pensamiento emancipador, liberador del género humano en su 
conjunto.
Genara Sampedro, quizá el único personaje 
imprescindible de la novela, representa la dignidad, la integridad y la 
esperanza y a través de ella vemos que es posible otra manera de hacer política, 
de recuperar la radicalidad del término y de ponerlo de nuevo al servicio del 
progreso y la libertad de los hombres. Sin embargo, tanto Genara como los 
personajes con los que comparte vivencias y sueños, se enfrentan a una 
democracia falseada, a una democracia que ha sido vaciada con la misma habilidad 
que los taxidermistas vacían el cuerpo de un animal muerto para que siga 
pareciendo que está vivo y se pueda colocar sin riesgo alguno –pese a su 
aparente fiereza- encima del aparador de la sala de estar. La democracia 
española nació de un pacto que tal vez fue necesario en aquel momento, pero que 
debió ser roto tras el golpe de Estado de 1981, al no hacerlo así, continuó su 
andadura atada de pies y manos y lo que se hizo de bueno –que fue mucho- costó 
enormes sacrificios y quedó inconcluso, amenazado siempre por las fuerza de un 
pasado que todavía sigue abierto como una herida que amenaza con gangrenar todo 
el cuerpo social porque trae al presente modos, hábitos y comportamientos 
pre-democráticos. Si a esa herencia maldita añadimos que a partir de 1979, con 
la llegada al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, se impone 
una concepción ultraconservadora de la política y la economía en la que los 
ciudadanos pasan a ser considerados súbditos y las grandes corporaciones 
financieras dictan leyes globales de obligado cumplimiento para quienes detentan 
el poder bajo amenaza de anatema caso de ignorarlas, llegamos a nuestros días, a 
un tiempo en el que casi lo único que persiste de los grandes logros 
democráticos es la rutina de los comicios para elegir a unos gobernantes que ya 
tienen la cartilla escrita y han mostrado sus buena disposición a recitarla de 
pe a pa sin digresión alguna.
No todo es lo mismo, ni da igual. Así al menos me 
parece deducir de la lectura Tiempo de 
ruido y soledad, pero la asunción por una parte de la izquierda –la que más 
posibilidades tiene de llegar al poder- de políticas neoconservadoras ante la 
deriva cada vez más intransigente y brutal de la derecha mundial globalizada, 
deja un enorme espacio a la desesperanza y a los populismos que tanto daño 
hicieron al mundo durante el siglo pasado. Está claro que la socialdemocracia en 
el poder, en tiempos buenos, intenta ampliar los derechos sociales, pero no es 
capaz de articular una respuesta alternativa a la de la derecha en tiempos de 
crisis. Por su parte quienes están más a la izquierda parecen no haber superado 
todavía la desaparición de la URSS –con cuya existencia Europa era mucho más 
democrática que ahora bajo el yugo exclusivo de Alemania y Estados Unidos-, algo 
que, personalmente, creo no debería haber afectado a los partidos comunistas 
europeos más que lo justo, pues las distancias eran ya muy grandes, infinitas. 
Entre la postura defendida por Llamazares y la de quienes siguen a Anguita, 
había para muchos de quienes aparecen en las páginas de este libro, otra vía que 
habría logrado, de nuevo, conectar a la izquierda sin complejos de ningún tipo 
con un pueblo que se alejó de la política al calor del enriquecimiento fácil y 
la poca instrucción, o que tal vez, nunca estuvo interesada por ella al venir de 
un periodo ominoso en el que lo mejor era “ser apolítico”.
En defnitiva, Tiempo de ruido y soledad, es un libro 
magníficamente escrito y urdido, tanto como necesario para explicarnos este 
tiempo de quietud y resignación por parte de los más, y de actividad frenética 
en los reservados de una minoría que no ha sabido o no ha podido estar a la 
altura de las ideas que decían defender en un momento en que todas las fuerzas 
reaccionarias del planeta actúan al unísono para deshacer lo que se construyó a 
través de siglos de luchas y sufrimientos. Si a eso añadimos el valor histórico 
de los hechos que Felipe Alcaraz nos narra, tenemos, en consecuencia, un libro 
de imprescindible lectura.