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Juan Jacinto Muñoz Rengel: <i>El asesino hipocondríaco</i> (Plaza & Janés, 2012)

Juan Jacinto Muñoz Rengel: El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012)

    TÍTULO
El asesino hipocondríaco

    AUTOR
Juan Jacinto Muñoz Rengel

    EDITORIAL
Plaza & Janés

    OTROS DATOS
Barcelona, 2012. 216 páginas.16,90 €



Juan Jacinto Muñoz Rengel en 2009 (fuente: wikipedia)

Juan Jacinto Muñoz Rengel en 2009 (fuente: wikipedia)


Reseñas de libros/Ficción
Juan Jacinto Muñoz Rengel: El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012)
Por José Cruz Cabrerizo, viernes, 4 de mayo de 2012
Piense por un momento en la paradoja que encierra este título: El asesino hipocondríaco. Define a alguien que vive con el único interés de preservar su vida y que además vive en un sinvivir por que se siente “con la muerte en los talones”, pero que no tiene empacho en quitarle la vida a los demás.

El asesino hipocondríaco es una novela paradójica (en su acepción de “idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas”), como su título. Primero por su estructura. El sicario protagonista, a quien conoceremos como señor Y. hasta bien avanzado el libro, narra sus andanzas en primera persona al tiempo que desgrana sus dolencias doblemente ficticias comparándolas con las que sufrieron conocidos escritores y filósofos. Despliega entonces su profusa artillería, y a base de erudición doméstica aventa los detalles más de andar por casa que lucieron esos hipocondríacos famosos. Desde Poe a Swift, desde Kant a Descartes, sustancioso anecdotario.  Y luego, porque pocas pueden jactarse de ser el punto de aplicación de tantos vectores con direcciones tan dispares y con módulos (o longitudes) tan disímiles: una novela hilarante que no olvida compadecerse de sus criaturas.

 

Partiendo del guiño irónico al género negro, como este, no deja de lado cierto contenido social. Pero en concreto aquí la crítica sutil y muy soterrada apunta hacia el universo médico en su conjunto. Página 54: “En consecuencia, según la estadística, tendríamos que pensar  que un médico es 9.000 veces más peligroso que un arma de fuego, una conclusión probablemente exagerada”.  Página 186: “Los enfermos sanan, mueren o siguen como están sin que la medicina haga nada por ellos. Por lo tanto, de la ciencia médica hay que fiarse poco más o menos lo mismo que de las estadísticas”. Quien así se expresa es el propio señor Y. Opinión fundamentada la suya, pues además de haber recorrido todas y cada una de las estaciones de penitencia que le impone su enfermedad, y cualquier hospital y centro asistencial del Madrid que habita, posee una base documental compuesta por 1.137.057 fichas que a su muerte legará al cartero de su barrio en la zona X.

 

La novela arranca carcajadas, lo que ya sabemos que está mal visto a la hora de considerar el rigor de una obra literaria. Pero para desgracia de criticones, hay ejemplos suficientes de que en ningún momento se  ha descuidado mínimamente la coherencia interna. Por ejemplo, ese señor Y. que se lamenta de no haber pisado la escuela, extrae todas sus disertaciones de  esa abultada cantidad de fichas. Abarcando materias médicas, jurídicas, e históricas, le sirven  para autodiagnosticarse y tratarse; para armar un vademécum de dolencias; para exonerarse penalmente del crimen que trata de cometer contra Eduardo Blaisten (su objetivo), a través de los resquicios jurídicos de los que él extrae disparatados atenuantes; para armar una “enciclopedia” de escritores y filósofos de todos los tiempos que tuvieron como denominador común el ser hipocondríacos, y que como vimos irán desfilando uno a uno entrelazados con esas dolencias elevadas  al rango de rarezas.

 

Pero no podemos abandonarnos al simplismo que se deriva del mero matiz esperpéntico de un ineficaz asesino estrábico, “espíritu sensible y atormentado, encerrado en un cuerpo de pesadilla”, que pretende comprar el arma homicida (una aguja de hacer punto) en una mercería y sale de ella espantado, y con un episodio de dolores en el fémur. La desternillante figura contrahecha del señor Y. afortunadamente no cierra sus poros a la transpiración de punzadas dolorosas: una vida salpicada de natural e inevitable incomprensión, de exclusión y soledad extrema… Hay fuerzas gravitatorias en los alrededores de la narración que nos atraen hacia el personaje.

 

El señor Y., un asesino de moral kantiana como le gusta definirse, hace un año y dos meses que ha recibido junto con el dinero, el encargo de liquidar a Eduardo Blaisten, y en esas anda desde entonces.

 

De Blaisten, argentino como el señor Y., y sicólogo de profesión nos extraña su puntualidad, fija como una coordenada cartesiana; nos irrita su pulcritud, su refinamiento, su asentada seguridad, su posición, y  lo bien que le va con su amante… ¿Hay algo por lo que no merezca morir? Pero se trata de vigas maestras que en realidad solo apuntalan los agujeros de su vida, y al final también tenemos que pasarle el brazo por el hombro.

 

Género negro sin negro, un asesino de corazón blando y moral férrea que cree sus días contados, un Eduardo Blaisten que recibe las misteriosas cartas vacías que el señor Y. le envía para desequilibrarlo sicológicamente, y que luego encaja una puñalada trapera cuando descubre quién encargó su asesinato, una forma circular…

 

Es cierto que mi forma es algo extraña,

Pero culparme por ello es culpar a Dios;

Si yo pudiera crearme a mí mismo de nuevo

Me haría de modo que te gustase a ti.

 

El señor Y. transcribe este poema de Joseph Carey Merrick, o sea, El Hombre Elefante, en el capítulo que le dedica a las malformaciones de aquel y a sus propias deformidades. Llama a Merrick “hermano de penalidades”. Merrick podría hacer lo que quisiera, pero si yo fuera Dios, dejaría al señor Y. como está.

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