El asesino
hipocondríaco es una novela paradójica
(en su acepción
de “idea extraña u opuesta a la común opinión y
al sentir de las personas”), como su título. Primero por su estructura. El
sicario protagonista, a quien conoceremos como señor Y. hasta bien avanzado el
libro, narra sus andanzas en primera persona al tiempo que desgrana sus
dolencias doblemente ficticias comparándolas con las que sufrieron conocidos
escritores y filósofos. Despliega entonces su profusa artillería, y a base de
erudición doméstica aventa los detalles más de andar por casa que lucieron esos
hipocondríacos famosos. Desde Poe a Swift, desde Kant a Descartes, sustancioso
anecdotario. Y luego, porque pocas
pueden jactarse de ser el punto de aplicación de tantos vectores con direcciones
tan dispares y con módulos (o longitudes) tan disímiles: una novela hilarante
que no olvida compadecerse de sus criaturas.
Partiendo del guiño irónico al
género negro, como este, no deja de lado cierto contenido social. Pero en
concreto aquí la crítica sutil y muy soterrada apunta hacia el universo médico
en su conjunto. Página 54: “En consecuencia, según la estadística,
tendríamos que pensar que un médico
es 9.000 veces más peligroso que un arma de fuego, una conclusión probablemente
exagerada”. Página 186:
“Los enfermos sanan, mueren o siguen como están sin que la medicina haga
nada por ellos. Por lo tanto, de la ciencia médica hay que fiarse poco más o
menos lo mismo que de las estadísticas”. Quien así se expresa es el propio
señor Y. Opinión fundamentada la suya, pues además de haber recorrido todas y
cada una de las estaciones de penitencia que le impone su enfermedad, y
cualquier hospital y centro asistencial del Madrid que habita, posee una base
documental compuesta por 1.137.057 fichas que a su muerte legará al cartero de
su barrio en la zona X.
La novela arranca carcajadas, lo que
ya sabemos que está mal visto a la hora de considerar el rigor de una obra
literaria. Pero para desgracia de criticones, hay ejemplos suficientes de que en
ningún momento se ha descuidado
mínimamente la coherencia interna. Por ejemplo, ese señor Y. que se lamenta de
no haber pisado la escuela, extrae todas sus disertaciones de esa abultada cantidad de fichas.
Abarcando materias médicas, jurídicas, e históricas, le sirven para autodiagnosticarse y tratarse; para
armar un vademécum de dolencias; para exonerarse penalmente del crimen que trata
de cometer contra Eduardo Blaisten (su objetivo), a través de los resquicios
jurídicos de los que él extrae disparatados atenuantes; para armar una
“enciclopedia” de escritores y filósofos de todos los tiempos que tuvieron como
denominador común el ser hipocondríacos, y que como vimos irán desfilando uno a
uno entrelazados con esas dolencias elevadas al rango de
rarezas.
Pero no podemos abandonarnos al
simplismo que se deriva del mero matiz esperpéntico de un ineficaz asesino
estrábico, “espíritu sensible y atormentado, encerrado en un cuerpo de
pesadilla”, que pretende comprar el arma homicida (una aguja de hacer
punto) en una mercería y sale de ella espantado, y con un episodio de dolores en
el fémur. La desternillante figura contrahecha del señor Y. afortunadamente no
cierra sus poros a la transpiración de punzadas dolorosas: una vida salpicada de
natural e inevitable incomprensión, de exclusión y soledad extrema… Hay fuerzas
gravitatorias en los alrededores de la narración que nos atraen hacia el
personaje.
El señor Y., un asesino de moral
kantiana como le gusta definirse, hace un año y dos meses que ha recibido junto
con el dinero, el encargo de liquidar a Eduardo Blaisten, y en esas anda desde
entonces.
De Blaisten, argentino como el señor
Y., y sicólogo de profesión nos extraña su puntualidad, fija como una coordenada
cartesiana; nos irrita su pulcritud, su refinamiento, su asentada seguridad, su
posición, y lo bien que le va con
su amante… ¿Hay algo por lo que no merezca morir? Pero se trata de vigas
maestras que en realidad solo apuntalan los agujeros de su vida, y al final
también tenemos que pasarle el brazo por el hombro.
Género negro sin negro, un asesino
de corazón blando y moral férrea que cree sus días contados, un Eduardo Blaisten
que recibe las misteriosas cartas vacías que el señor Y. le envía para
desequilibrarlo sicológicamente, y que luego encaja una puñalada trapera cuando
descubre quién encargó su asesinato, una forma circular…
Es cierto que mi forma es algo
extraña,
Pero culparme por ello es culpar
a Dios;
Si yo pudiera crearme a mí mismo
de nuevo
Me haría de modo que te gustase
a ti.
El señor Y. transcribe este poema de
Joseph Carey Merrick, o sea, El Hombre Elefante, en el capítulo que le dedica a
las malformaciones de aquel y a sus propias deformidades. Llama a Merrick
“hermano de penalidades”. Merrick podría hacer lo que quisiera, pero si yo fuera
Dios, dejaría al señor Y. como
está.