Aguilar y Castañeda afirman que para hacer los cambios que a su juicio
necesita México, se requiere que el gobierno cuente con mayoría en el Congreso
pues, dicen, la reforma política de 1996, que trazó los ejes del actual sistema
político, se propuso “que nadie [tuviera] mayoría absoluta en el Congreso para
que todos [tuvieran] que ponerse de acuerdo”, pero el resultado es que “nadie
tiene mayoría absoluta pero nadie se pone de acuerdo”.
La frase es
ingeniosa pero falsa, pues en los últimos cinco años las cámaras han aprobado
centenares de nuevas leyes y reformas a las existentes, como la fiscal y
la
petrolera, que el gobierno aplicó mal o torció por la vía
de los reglamentos.
Pero lo central es la idea de que el gobierno
necesita mayoría en el Congreso para introducir los cambios que México requiere.
El problema es
definir
cuáles son esos cambios. Se supone, no siempre con razón,
que cada gobierno tiene un proyecto político nacional o al menos algunas ideas
para enfrentar los problemas del país y que sus propuestas fueron decisivas para
el triunfo electoral del presidente. De ello se sigue que la victoria electoral
le da suficiente legitimidad democrática a las propuestas de ese
gobierno.
Cuando cambian las leyes o las
políticas hay un reacomodo de costos y beneficios: unos resultan favorecidos y
otros no, y las resistencias al cambio están en los poderes fácticos, no en el
Congreso
No es el caso. Primero, porque las
campañas se
dedican
más a “vender” la imagen de los candidatos que a discutir
sus propuestas; los debates televisados, que se suelen considerar ejercicios de
confrontación de ideas, son en realidad encuentros de lucha libre para solaz de
las galerías. En segundo lugar porque hasta ahora, los actos de gobierno que
cambiaron el destino del país –el TLCAN o la “guerra contra el narcotráfico”,
por ejemplo– ni siquiera se esbozaron en las campañas:
fueron
decididos por el presidente en funciones. Para cubrir el
requisito legal, el Tratado fue ratificado por el Senado cuando las cámaras no
eran autónomas, y para declarar la guerra al narcotráfico ni siquiera se cuidó
esa formalidad.
Cuando cambian las leyes o las políticas hay un
reacomodo de costos y beneficios:
unos
resultan favorecidos y otros no, y las resistencias al
cambio están en los poderes fácticos, no en el Congreso. Por ejemplo, todos
admiten que los monopolios obstruyen el desarrollo, frenan el cambio tecnológico
y concentran la riqueza, pero nada cambia porque el
Estado
se ha debilitado, no ejerce rectoría económica ni hace
obedecer las normas a los grupos de presión.
En una democracia, la
sociedad debe conocer, entender, discutir y eventualmente acordar los cambios
pertinentes. Para que eso ocurriera en México, haría falta que los partidos
políticos, a través de sus respectivas fundaciones, y el gobierno, a través de
sus instrumentos de comunicación, explicaran con claridad casi pedagógica las
ventajas, riesgos y costos que reportaría cada propuesta a la sociedad y sus
distintos grupos. Sólo que eso exigiría cambiar la cultura de la comunicación
política y gubernamental que hoy se vale de la publicidad para arropar las
decisiones tomadas, en vez de explicar las opciones para que los ciudadanos
asuman una posición informada y razonada sobre cada tema.
La definición de las reformas que
“necesita México” es un asunto político y debe hacerla la sociedad con
información suficiente sobre las implicaciones de cada opción y con mecanismos
de expresión eficientes y ágiles
El libro
menciona algunas reformas que a juicio de sus autores son necesarias y urgentes,
como la laboral. Pero se pueden imaginar tantas reformas laborales como
intereses en torno a las relaciones entre el trabajo y el capital. En España, el
gobierno de Mariano Rajoy decretó una reforma que disminuye en 20% el salario
mínimo y permite el despido de trabajadores sin negociación y con
indemnizaciones muy mermadas. En Grecia, el parlamento votó una reforma laboral
aún más dura e inició el despido masivo de servidores públicos.
También
se puede imaginar una reforma laboral que tutele los derechos de los
trabajadores, como la que hizo México al aprobar el artículo 123 constitucional
y, en 1970, la Ley Federal del Trabajo.
¿Ya no es útil esa legislación?
¿De veras los derechos laborales impiden la inversión y la generación de empleos
e inhiben la demanda interna y el crecimiento? ¿Es posible que una reforma
laboral estimule por sí misma la inversión y el empleo sin una política
económica de crecimiento? ¿Cómo sería esa reforma? ¿Cómo modificaría las
relaciones entre el capital y el trabajo? ¿Cómo conciliaría los intereses de los
empleados, los desempleados, las empresas, los sindicatos y el gobierno?
La definición de las reformas que “necesita México” es un asunto
político y debe hacerla la sociedad con información suficiente sobre las
implicaciones de cada opción y con mecanismos de expresión eficientes y ágiles.
El poder se legitima en la democracia.