Esa obligación de la entrega diaria que pesa sobre el escritor de
periódicos como una espada de Damocles había dejado de ser una disciplina más o
menos asumible, aunque fuese a regañadientes y por la pura necesidad económica
de la supervivencia, para pasar a ser una pesada carga incompatible con esa
existencia ociosa y relajada a la que todo
bon vivant debe aspirar. Esa
vida de diletante total que Camba lamentaba no poder permitirse, pues la
necesidad de escribir
pane lucrando le había transformado en una especie
de “fábrica de artículos”:
Yo lo mismo hago un artículo con
una noticia de tres líneas que leo en el Daily Telegraph, que con las
obras completas de Voltaire. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda de que
el mar es una cosa grande y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de
paja. Toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una
columna escasa de periódico; mando las cuartillas a su destino, y ya se han
acabado para mí los encantos del mar, y, como los encantos del mar, las mujeres
bonitas, y como las mujeres bonitas las obras maestras, y como las obras
maestras las catedrales góticas, y los buques de guerra, y los campos
sonrientes, y la primavera, y las fiestas movibles y todo. El articulista no
puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así
como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les
convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar, y nosotros somos
fábricas de artículos.
Quienes conozcan un poco la biografía de
Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884 - Madrid, 1962) sabrán que más allá de la
ironía y la provocación, en estas reflexiones de tono personal que el inquieto
periodista solía incluir de vez en cuando en sus crónicas también hay una parte
de verdad que tiene mucho que ver con el oficio de periodista y con esa
necesidad que siempre sintió Camba de rentabilizar cualquier experiencia vital
para poder hacer de ella un material aprovechable para esa literatura de vida
efímera que es la prensa diaria. A diferencia de lo que le sucede al novelista o
al poeta, que se pueden permitir el lujo de alternar trabajo con descanso,
temporadas de mayor creatividad intelectual con rachas de sequía en las que la
pluma no se desliza con soltura, al columnista no le está permitido depender de
la inspiración. Al contrario, no solamente se le pide puntualidad en las
entregas (de lo contrario se arriesga a fallar a su cita diaria con el lector
amigo y a que éste se busque una compañía más fiel en otro lado), sino que,
además, se le exige un imposible: que la calidad de las colaboraciones sea
siempre la misma, sin altibajos. Quien escribe a diario, pensaba Camba, no está
obligado a ser siempre genial; pese a tener la mala suerte de haberse dedicado a
la crónica y no a la novela o el teatro (esa prosa de largo recorrido donde es
más fácil dar gato por liebre), o precisamente por eso, por cultivar el único
género en el que uno no tiene escapatoria ni excusa posible: “Yo soy un escritor
de artículos cortos, cosa terrible, porque los artículos cortos se leen. Estoy
aislado en el espacio, y sólo me puedo ocultar en el tiempo escribiendo con
asiduidad” (“No es posible escribir artículos geniales”,
El Sol,
12-3-1919).
Playas, ciudades y montañas (1916) no es el mejor
libro de los que escribió Camba, pero sí es uno de los más auténticos y, en mi
opinión, el que por su naturaleza heterogénea mejor representa a su autor. Junto
con
Alemania: impresiones de un español (1916) y
Londres: impresiones
de un español (1916), conforma una trilogía de obras aparecidas el mismo año
en circunstancias un tanto peculiares que tal vez no sean conocidas para el
lector actual. Hasta esa fecha, Camba había publicado ya centenares de artículos
en varios periódicos españoles de principios del siglo xx pero, por dejadez o
por desconocimiento, jamás se había preocupado por reunirlos en forma de
antología para que fuesen publicados como libros. Como contó el propio escritor
muchos años después, en el prólogo a sus
Obras Completas (Plus Ultra,
1948), la idea de agrupar algunos de los mejores artículos para formar con ellos
sus primeros libros fue del oportuno —u oportunista, según se mire— Gregorio
Martínez Sierra, que de otras cosas no lo sé, pero del mundo editorial de la
época sabía bastante. Mientras Camba ejercía de corresponsal en Nueva York para
el
ABC (experiencia que luego nos contaría en las crónicas que integran
Un año en el otro
mundo, publicado en 1917), el editor de Renacimiento envió a un
ayudante a la Biblioteca Nacional para que copiara
in situ los artículos
(no había otra forma de hacerlo porque el periodista no guardaba los originales)
que meses después salían de la imprenta convertidos en libros, sin que nuestro
autor hubiese intervenido en todo el proceso editorial.
A diferencia de
sus dos compañeros de “generación”, cuyo hilo conductor son las respectivas
estancias de Camba como corresponsal en Londres y Alemania (Berlín y Múnich),
Playas,
ciudades y montañas es una suerte de recorrido por
la diversidad geográfica y cultural del continente europeo: una feliz mezcla de
paisajes y paisanajes que acreditan la condición de escritor todoterreno de
Julio Camba. Las crónicas de un veraneo en su Galicia natal publicadas en el
diario
El Mundo y las aparecidas en
La Tribuna durante su
corresponsalía en París y su paso por Suiza como turista de temporada. Ese es el
material reunido en un volumen que guarda la quintaesencia de Camba, con todo lo
bueno y con todo lo menos bueno, con artículos más bien discretos y otros
sencillamente antológicos. Aquí están, de hecho, algunas de las mejores páginas
escritas por el cronista pontevedrés a lo largo de toda su carrera; aquí podemos
leer a Julio Camba cuando todavía no era Julio Camba, pero ya empezaba a ser
Julio Camba: cuando ya era uno de los periodistas mejor pagados de España, pero
aun no había alcanzado la cumbre que para él significó la llegada al
ABC.
Aquí está —en la primera parte del libro— el Camba más gallego y
autobiográfico, el escrutador implacable que no se muerde la lengua cuando
recorre los pueblos gallegos y, como buen urbanita acostumbrado a las
distracciones de Madrid, se queja del aburrimiento del campo y de la infamia de
esa escuela rural de la España atrasada que tan malos recuerdos le trae. O
cuando escribe sobre esa Galicia pobre que tuvo que emigrar —como hizo él mismo
en su adolescencia rebelde— a Buenos Aires, o cuando critica el nacionalismo
gallego —el de quien se empeña en ejercer de “gallego profesional” allí donde
va— más militante que se niega a aceptar que la cultura de Galicia también se ha
hecho en castellano (exceptuando algunos poemas de juventud, Camba no escribió
nunca en gallego, razón por la cual algunas historias de la literatura gallega
no le han dedicado el espacio que quizá merecía). Pero aquí está también el
Camba europeo e internacional que ejerce de
flâneur en ese París
cosmopolita y moderno de la
Belle Époque en el que —paradójicamente— dice
sentirse más español que en cualquier otra parte: “Aquí se aficiona uno a los
toros. Aquí, muchachos catalanes y gallegos adquieren el acento andaluz. Aquí,
en el Tabarin, en el Bullier, en el Elisée Montmatre y en el Moulin de la
Galette, aprende uno a bailar flamenco. Aquí se han puesto muchos españoles la
primera capa y el primer sombrero cordobés”. Aquí están esas crónicas del Camba
“sociólogo” que con un estilo personal e intransferible sabe encontrar ese
detalle inadvertido, ese perfil exacto con el que retratar el carácter y las
costumbres de franceses y francesas (¡ojo a esas estudiantes de la Sorbona!): su
vida cotidiana en el
boulevard, su sucedáneo de bohemia en ese Barrio
Latino que es todo literatura y, por supuesto, y como no podía ser de otra forma
tratándose de Camba, su proverbial y exquisita gastronomía.
Por último,
aquí está igualmente y en la misma medida, el Camba irónico y mordaz que nos
describe Suiza —que no a los suizos, pues no los hay en Suiza— como “lo más
yanqui del mundo”. Un país sin personalidad propia, que vive por y para el
turismo de agencia masificado que busca en el Mont Blanc y en el lago Leman un
paisaje idílico de postal, símbolo de esa belleza prefabricada que sólo engaña a
quien se deja engañar: esa clase media europea y americana descrita en la
impagable serie de artículos dedicada a los turistas de distintas nacionalidades
que circulan por el Viejo Continente (“El inglés es turista por naturaleza. Yo
he conocido en París ingleses que llevaban allí doce años y que seguían de
turistas, hablando inglés, llamando la atención y haciendo el primo como si
acabaran de llegar”).
Decía Pío Baroja en el prólogo que escribió para
su propia biografía (escrita por su amigo Miguel Pérez Ferrero) que no
acostumbraba a fiarse mucho de lo que se dice en esas primeras páginas de los
libros —prólogos, introducciones y advertencias varias— dedicadas a captar el
interés del lector con hábiles maniobras de persuasión. Sin embargo, reconocía
el novelista vasco, esos reclamos son “como el anuncio del voceador de la
barraca de feria. Mucha gente se desilusiona cuando entra en ella, pero si no
oyera los gritos y las llamadas no pasaría adentro”. Como coincido plenamente
con esta apreciación barojiana, he intentado “gritar” lo más fuerte que he
sabido para que llegados a este punto, estén totalmente convencidos —si bien
estoy seguro de que muchos de ustedes ya lo estaban antes y han pasado
directamente a esa “barraca de feria” de la que hablaba Baroja, sin haber
necesitado la llamada de este modesto voceador— de que van a disfrutar mucho
leyendo estos artículos de Julio Camba porque en ellos van a encontrar a un
hombre que se hizo querer por sus amigos, a un periodista que se hizo leer por
sus lectores.
En este sentido, debo acordarme aquí del gran Oscar Wilde,
a quien le preguntaron una vez cuál era según él la principal diferencia entre
la literatura y el periodismo que se hacía en su época. La diferencia entre la
literatura y el periodismo actual —respondió el autor de Dorian Gray— es que
mientras la primera apenas se lee, el segundo es sencillamente imposible de
leer. En el caso de Julio Camba, me permito contradecir a Wilde y afirmar que su
periodismo no solamente se puede, sino que se debe leer, aunque sólo sea para
descubrir que hubo un tiempo en España —que no era el de la Inglaterra
victoriana, pero era el de los Pla, Azorín,
Chaves Nogales, o
el propio Camba, por citar solamente algunos— en el que el periodismo sí que se
podía leer. Hoy la prensa escrita española es muy distinta de aquella, pero nos
queda la hemeroteca y sobre todo, nos queda el trabajo de editoriales como Reino
de Cordelia que en este 2012, cuando se cumple el
cincuenta
aniversario de la muerte de Julio Camba, se ha acordado de un
periodista gallego del que ya casi nadie se acuerda. De un escritor todoterreno
que supo dominar como nadie el difícil arte de la brevedad, conciliando mar y
montaña de la única forma que podía hacerse: en el espacio justo de una
cuartilla.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Reino de
Cordelia, en la persona de
Jesús
Egido, el director de la editorial, y al prologuista
Francisco
Fuster la gentileza por permitir la publicación del texto
que vocea la gran obra de Julio Camba,
Playas,
ciudades y montañas (Reino de Cordelia, 2012),
en
Ojos de
Papel.