Quizá muchos se pregunten por qué un periodista exiliado en 1937 y olvidado
por todos, cobra protagonismo. No cabe duda de que asistimos a un momento en el
que los discursos sobre la memoria cobran una relevancia inusitada especialmente
desde el año 2000. El auge de estos discursos, en palabras de algunos
historiadores como Pedro Ruiz Torres (véase
AQUÍ
y
AQUÍ),
no tiene que ver tanto con un desconocimiento del pasado o con el fin de un
periodo amnésico de la sociedad española (cuestión que mantiene dividida a los
historiadores), sino que es un fenómeno de naturaleza distinta y de mucho más
calado, relacionado con problemas no resueltos respecto de las distintas formas
de memoria o el carácter social de la misma. ¿Cómo traer el pasado al presente?
¿Cómo podemos
entender
aquello que sea la memoria colectiva? ¿Cómo interpretar lo
que señalaba Paul Ricoeur acerca de la ambición veritativa de la memoria, en
relación con los testigos?
Por otra parte, este auge o mayor incidencia en la vida pública no puede
leerse al margen de un fenómeno similar que se viene produciendo en el contexto
internacional, y que ha exigido el enfrentamiento crítico con el pasado; la
realización del trabajo de duelo en el sentido que señalaba Carlos Piera, de
incorporación de una ausencia y de un vacio de manera definitiva; y por último,
la reparación moral de las víctimas."
Aunque la Guerra Civil española ha
ocupado un lugar preeminente y un destacado protagonismo en el mundo literario,
y fue desde sus comienzos motivo e inspiración de una amplia nómina de autores,
la ola por la recuperación de la memoria ha llegado también a la literatura.
Ésta se ha mostrado un instrumento eficaz en la transmisión de recuerdos.
Durante la década de los años noventa muchos han sido los autores que han
recobrado en sus ficciones nuestro pasado republicano y la guerra civil . Si a
la altura de 1986
Antonio Muñoz
Molina emplazaba al lector a recorrerlo, hasta la Guerra Civil
fueron también Jorge Semprún, Julio Llamazares y Félix de Azúa, Dulce Chacón,
Juan Eduardo Zúñiga, Almudena Grandes, Alberto Méndez o Javier Cercas. Hay una
voluntad literaria de volver a esa época desde una moral y una ética diferente,
tratando de superar una visión maniquea del conflicto. Una voluntad que nace del
“secuestro de la memoria y de la identidad” a la que esta generación se vio
sometida bajo la dictadura franquista, ofreciendo una visión unilateral de los
acontecimientos.
En Chaves Nogales coincide la
imaginación del novelista con la percepción irreductible del
testigo
Chaves Nogales, pertenece a ese grupo de autores que quedó
condenado y sepultado por el franquismo; los trabajos de Andrés Trapiello y de
María Isabel Cintas entre otros, han sido fundamentales en la recuperación de
sus obras. A medio camino entre la crónica periodística y la creación literaria,
entre el reportaje y la novela, no hay duda de que en este libro quedan patentes
las difíciles relaciones que se establecen entre memoria y ficción. Constituye
una muestra de cómo se construye una imagen a partir de la vivencia propia, de
cómo el
recuerdo se
trasforma en creación literaria. “España y la guerra, tan próximas,
tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el
sentido de una pura evocación” dirá Chaves Nogales. La literatura y en concreto
las novelas nos hablan de emociones, de intuiciones, de la parte secreta y
simbólica que está en la realidad y en los hechos históricos. Nos otorgan un
tipo de conocimiento que los datos exactos no nos dan y se ha convertido en una
vía más para la realización del trabajo de duelo. Es en esta tarea de
elaboración de duelo y de reparación, en la que hay que inscribir el
reconocimiento hacia este autor cuyo lugar en el mundo de las letras le había
sido usurpado. Pero además hay una singularidad, y es que a diferencia de esa
larga nómina de escritores que hemos mencionado, en Chaves Nogales coincide la
imaginación del novelista con la percepción irreductible del testigo. Chaves
Nogales mira y cuenta lo que ve.
Los nueve relatos de
A sangre y
fuego van precedidos de un prólogo del autor que no por atrevido,
especialmente en el tiempo en el que fue escrito, es menos acertado. En él nos
muestra las trampas que esconden siempre las ideologías, y nos ofrece una mirada
analítica y sorprendentemente clara sobre la contienda desde los inicios mismos
del conflicto. Toda una lección de sensatez y cordura. A través de estos relatos
recupera su oficio de contar, y nos habla de su propia experiencia mediante unos
personajes que son trasunto parcial del autor.
El lector de
A sangre
y fuego advertirá desde las primeras páginas la intensidad y la contención
que encierran sus relatos. Una descripción minuciosa de los acontecimientos en
los primeros meses de la guerra con una sensibilidad y exaltación lingüística
ejemplar. En el Madrid asediado o en los pueblos de Castilla el autor nos
ilustra sobre el drama de una sociedad dividida, el ideal republicano hecho
añicos. En los personajes que dibuja a partir de sucesos reales, un narrador en
tercera persona nos muestra la capacidad del ser humano para convivir con el
espanto y con el horror: “Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un
varón adulto, el hecho por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente
obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también
economías”. En nuestro país a la altura de 1936, la banalización del hecho de la
muerte -que se había instaurado con la primera gran guerra- era moneda de uso
corriente.
Los relatos que conforman A
sangre y fuego son documentos que nos permiten acercarnos a la contienda de
la mano de un testigo
A través de estos relatos, realiza una denuncia de los
horrores que se cometían al amparo de “la lucha antifascista” por grupos de
hombres desertores del frente dedicados al saqueo y al asesinato, sin que las
debilitadas fuerzas del orden pudiesen hacerles frente, como ocurre, por
ejemplo, en el relato que lleva por título La columna de hierro. O nos
informa de cómo avanzaba el ejército nacional ante el desorganizado ejército del
pueblo, que quedaba además, desabastecido, debido a los bombardeos sistemáticos
a la población civil; o de las masas de obreros y campesinos armados, pero sin
oficiales ni disciplina, cuyos altos cargos se habían convertido en estrategas
de la noche a la mañana llevando a sus hombres a la muerte o que eran barridos
de un soplo por la aviación alemana e italiana.
Igualmente nos habla de
las absurdas contradicciones que se imponen en un contexto de guerra. No exento
de ironía y en un tono amargo Chaves Nogales nos relata la historia del camarada
Arnal. El artista convertido en revolucionario, cuya misión- que tenía algo de
épica- consistía en la conservación e incautación del tesoro artístico nacional,
recorría Castilla preguntándose el sentido de su ímproba tarea: “el trasiego de
las piezas valiosas había de hacerse además con la colaboración de milicianos
insolventes en medio del caos de las evacuaciones precipitadas a que obligaba el
avance enemigo o enfrentándose con la furia destructora de las muchedumbres
revolucionarias, cuyos peores instintos se desataban con los reveses de la
guerra”.
Por las páginas de este libro desfilan señoritos, milicianos,
fascistas, y cupleteras. A través de estas voces, Chaves Nogales ofrece una
imagen desoladora y en ocasiones pictórica de un tiempo negro de la historia de
España. Los relatos que conforman A sangre y fuego son documentos que nos
permiten acercarnos a la contienda de la mano de un testigo que vivió las
atrocidades cometidas a ambos lados de las trincheras y que cuando marchaba para
el exilio, este “pequeño liberal burgués” -como se definía a sí mismo- tenía la
firme convicción de que una tercera España no iba a ser posible: “me expatrié
cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía
hacerse ya en España”. El testimonio de este periodista, la parte verdad que
encierran estos relatos a través de la experiencia vivida, constituye una parte
de esa memoria compleja y diversa, y por tanto divergente, que es la de la
guerra civil.