Mi Rubicón particular con respecto al mundo de la teleficción lo pasé hacia
2004, cuando la cadena Cuatro estrenó la serie
House. Por aquel entonces
prestaba moderada atención a la primera temporada de
Mujeres desesperadas,
que tuvo algunas ocurrencias tan interesantes como su
original opening
theme, o
Lost, que apuntaba a digno
entretenimiento ligero en sus primeros capítulos.
House es una serie
destinada desde un principio a la condición de producto masivo, desde luego,
pero el carácter particularmente indigesto de su protagonista, la enrevesada
brillantez de sus diálogos y cierto tremendismo bien dosificado le otorgan un
atractivo incuestionable, alejándola de la amabilidad de las teleseries
alimenticias.
House
supuso, pues, un punto de inflexión. Como el autor de
Teleshakespeare,
me formé con ficciones televisivas que acertaron con fórmulas sencillas y
sumamente eficaces, como
Starsky y Hutch o
Kung Fu, o con otras
con pretensión de monumentalidad, como
Hombre rico, hombre pobre, Raíces
o
Dallas. Mi percepción del universo teleserial durante la década de
los noventa es desoladora. La potencia de
Los Simpsons -a la que me niego
a clasificar como teleficción al uso, y no sólo por su carácter de producto de
dibujos- tiene que ver mucho más con su propuesta deconstructiva y paródica, un
poco como si la genial creación de Matt Groening
fuera, a ojos de
espectador escarmentado, la prueba concluyente de que no merecía la pena
preocuparse demasiado por lo que ocurría en la imagen proyectada por los tubos
catódicos. Y más en un tiempo en el que, concretamente en España, la
proliferación de canales no hizo sino banalizar la oferta televisiva. El arte
estaría en algún lugar, pero en ningún caso en la tele, donde la dictadura de
las audiencias masivas amenazaba con arrancar de raíz cualquier propósito
creativo atravesado por lenguajes arriesgados e inspiraciones corrosivas. La
rancia advertencia que venían haciéndonos los intelectuales desde los años
sesenta parecía gozar de su vigencia más resplandeciente: la televisión es un
medio constitutivamente banal y entregado a la urgencia, el sensacionalismo y
los mensajes demagógicos y facilones… Lo mejor que podemos hacer es apagarla.
Si la cultura pop ha tenido la
virtud de volver de romper con el elitismo de la cultura aristocrática, lo
prudente es tomar nota para perfeccionar los instrumentos del análisis
cultural
Este estado de opinión, que en mi
caso duró hasta hace apenas un lustro, acaso se dejó muchas cosas en el camino.
No sé explicar ahora mismo por qué no seguí
Seinfield, aunque sí puedo
decir por qué
El Príncipe de Bel Air me pareció un producto original y
ocurrente pero menor y repleto de concesiones, o por qué nunca hallé en
Friends o
Sexo en Nueva York otra cosa que astutas
representaciones más o menos disfrazadas de la cultura hegemónica, es decir, la
del WASP norteamericano, a cuyo influjo, por lo visto, seguía siendo un
considerable sector de la población tan incapaz de escapar como en los tiempos
del Gran Hollywood.
Teleshakespeare divide su plan expositivo en
dos grandes tramos. En el primero –una larga introducción a la que el autor
llama astutamente “Episodio piloto”- se nos ofrece una reflexión general, y creo
que sumamente reveladora, sobre las causas y las implicaciones de esa
gran mutación
en el mundo de los relatos a la que nos hemos referido. La
osadía de nombrar a Shakespeare tiene algo de impostura asumida: el autor sabe
que “Shakespeare está desenfocado”, que su presencia en este entorno ficcional
que ha explosionado en los últimos años tan sólo puede intuirse en el trasfondo,
y que si tratamos de reenfocarlo se pixela. Sin embargo está ahí porque la
grandeza de los viejos mitos y las historias proyectadas hacia la eternidad
continúan nutriendo –quizá más que nunca- los nuevos imaginarios culturales, y
también porque el talento de Mathew Weiner (
Mad men) o
David
Simon (
The wire) alcanza dimensiones
shakespeareanas. Pero no se trata de caer en el papanatismo de proclamar que han
vuelto los clásicos y que por fin -aunque esto tenga mucho de verdad- el medio
televisivo ha encontrado a sus mesías y, por consiguiente, su edad de oro. Lo
que propone Carrión es saber reconocer que “los Grandes Temas no existen sin sus
infinitas encarnaciones históricas” (57). Los personajes de Shakespeare
proyectan el genio de su creador hacia la eternidad, siglos después de existir
siguen apareciéndose en nuestros sueños, pero hay demasiadas cosas en Don
Draper, Tony Soprano, McNulty o Dexter que no están contenidas en Shylock,
Hamlet, Antígona o Edipo, por más que los valores que encontramos en estos
héroes clásicos tengan vocación de eternidad. Se trata en suma de reconocer los
trazos que hacen posible la construcción de los sujetos en un tiempo
determinado. La perspicacia de esta empresa justifica sobradamente la aparición
de este libro y, por lo que explicaré a continuación, también su lectura.
Corresponde entrar al análisis con algunas reservas. Presentimos la
alargada sombra de Umberto Eco, quien ya nos avisó en
Apocalípticos e
integrados, sobre los riesgos de asumir acríticamente la brecha entre la
high y la
low culture. Si la cultura pop ha tenido la virtud de
volver de romper con el elitismo de la cultura aristocrática, lo prudente es
tomar nota para
perfeccionar los
instrumentos del análisis cultural, en ningún caso para
entregarse a la celebración indiscriminada de cualquier producto de masas, lo
que sería aún más peligroso que despreciarla de partida y en su totalidad.
Lo primero que debemos entender es
que el espectador de teleseries es mucho más que el típico consumidor pasivo con
el que solemos ridiculizar la figura del
televidente
La teleficción tiene, como el
cine, una genealogía que conviene identificar. Si en el modo de representación
que institucionalizó el cine clásico es esencial la influencia de la novela
decimonónica, lo que se percibe en la configuración del lenguaje televisivo es
una múltiple convergencia, de tal manera que encontramos tanto
los rastros de
la narración cinematográfica, ya sobradamente consolidada
a mediados de siglo, como los estilos del cabaret, la textura de los anuncios
publicitarios o las técnicas del teatro y la prensa. Esa capacidad del medio
televisivo para entrar en diálogo con otras esferas expresivas es probablemente
la causa de su desprestigio, pero acaso hayamos de replantearnos lo que se
perfila como un simple prejuicio. Hoy la teleficción se relaciona con el cine
desde el procedimiento de los vasos comunicantes, lo cual sucede en las dos
direcciones. Esto último, es decir, que el cine de masas –no evidentemente el
cine de autor- se nutra de elementos de la cultura televisual es novedoso, y nos
ayuda a explicar esa mutación que da sentido a este ensayo. “Las teleseries
norteamericanas han ocupado, durante la primera década del siglo XXI, el espacio
de representación que durante la segunda mitad del siglo XX fue monopolizado por
el cine de Hollywood.” (13)
De ello
Los
Soprano es el ejemplo más redondo: parece una película de
Scorsese o Coppola, pero sólo lo parece, en realidad juega a parecerse, de ahí
que alguno de sus personajes desate la risa de los demás hampones por sus
ridículas imitaciones de Mike Corleone. Podemos asumir las estructuras de
Tarantino o las técnicas de Hitchcock, pero aquellos modelos narrativos, como
los de la
novela por
entregas del XIX, cuya influencia es incuestionable, se
someten ahora a procesos que le son ajenos, como el zapping o el rebobinado, sin
olvidarnos de otros que ni siquiera la propia televisión había previsto, y que,
como el trasvase acelerado de los paquetes informativos y los
spoilers o
el hipertexto, están adiestrando a las nuevas generaciones de consumidores en
formas de
mirar completamente novedosas.
No nos equivoquemos,
este proceso no es interno al lenguaje artístico, no es un solo un trasvase de
estilos ni un saqueo más o menos desconsiderado de las invenciones de la
competencia… Lo que de verdad tiene las teleseries a su remolque es la realidad.
¿Qué nos creíamos? Quienes insisten más de la cuenta en esa panoplia de la
intertextualidad -¿hemos contemplado últimamente alguna obra de arte que
no sea “intertextual”?- parecen olvidar que ningún
texto inspira tanto
como la realidad. Es, en suma, el marco histórico, con sus conflictos, sus
imposiciones, sus urgencias y su colosal riqueza el que abre las mentes de los
creadores, incluso de los más herméticos, y también el que permite al analista
leer correctamente lo que está cruzando por nuestra mirada.
El espectador de ficción televisiva
es, antes incluso que consumidor de televisión, un internauta, y su capacidad de
proyección de significaciones al ciberespacio multiplica el efecto de la
mercancía que consume
Vuelta a
Los
Soprano: se empezó a emitir en 1999 y concluyó en 2007: “…estuvo en pantalla
en la fase final de la presidencia de Bill Clinton (marcada por el caso
Lewinsky) y durante gran parte de los dos mandatos de George Bush (con sus
mentiras para justificar invasiones) Unos años en que la verdad estuvo más
reñida que nunca con el poder político.” (147) En esto no hay novedad: las
teleseries estuvieron siempre condicionadas por el marco histórico dentro del
cual crecieron. Objetivamos fácilmente estas condiciones cuando se nos recuerda
que
Lou Grant apareció en la época en que la prensa había rescatado los
valores fundacionales de la libertad en Norteamérica tras luchar contra los
poderes fácticos en el Caso Watergate; o que
Magnum o
El Equipo A
eran veteranos del Vietnam. Esta capilaridad entre la
realidad real y la
ficción es perfectamente aplicable al estudio del estrés pos-traumático del 11-S
en
Sin rastro o
CSI Nueva York, el New Orleans posterior al
Katrina en
Treme, o la corrupción y la burbuja financiera en
The good
wife. Pero éstas son condiciones contextuales objetivas y fácilmente
identificables; las que de verdad importan al investigador –y en eso debe ser
elogiado por su rigor- son mucho más difusas y abstractas, pero, quizá por ello,
también más relevantes.
Hablemos de ellas. Vivimos
el momento más expansivo de la comunicación, una era global, productora de toda
suerte de sinergias y mestizajes, donde la hegemonía cultural se resuelve en el
poder sobre las plataformas de representación. Es posible que
The wire o
Carnivàle no capturen las audiencias masivas ni, por tanto, la publicidad
de un Mundial de fútbol, pero es la cadena que las emite, la HBO, la que ha
conseguido rodearse del aura de distinción que separa lo exquisito de lo vulgar.
Lo primero que debemos entender es que el espectador de teleseries es mucho más
que el típico consumidor pasivo con el que solemos ridiculizar la figura del
televidente. El espectador de ficción televisiva es, antes incluso que
consumidor de televisión, un internauta, y su capacidad de proyección de
significaciones al ciberespacio multiplica el efecto de la mercancía que
consume. A través de los
foros de
la Red comentamos, analizamos, criticamos, incluso
exigimos... No somos simples espectadores, y no sólo porque
interpretemos
la serie y lo comuniquemos, sino porque también
distribuimos la serie misma y sus extras. Todos traficamos con la serie, todos
estamos pirateando porque
Mad men ya no es sólo ese capítulo que se emite
semanalmente durante cinco años y que ha gestado un equipo de profesionales. Hay
toda una comunidad en torno a una serie de calidad, por eso toda buena serie es
ya necesariamente “de culto”.
Cada vez resulta más difícil
encontrar en el cine acomodo para las ficciones creíbles, es decir, aquellas que
nos informan sobre la complejidad de la vida humana sin maniqueísmos simplistas
ni efectismos grandilocuentes
Es obligado
establecer conclusiones: “En ciertas ocasiones el arte popular ha coincidido con
el mejor arte de su época. No hay más que pensar en Lope de Vega, en Honoré de
Balzac o en John Ford. La ficción popular necesita de una estructura industrial
de producción y de distribución. Particularmente el teatro, el cine, el
videojuego y la televisión, cuya creación, puesta en escena y circulación
precisan de inversiones considerables. No sólo en lo que respecta a su estado
central (la obra), sino en el resto de manifestaciones paralelas del producto
(los tráilers, las páginas web oficiales y aprócrifas, los
blogs de los
personajes o de los asesores, las versiones en cómic, en animación o en
videojuego, o viceversa.” (51)
Merece mucho la pena leer este libro tan
oportuno y necesario. Tiene un plan, sabe lo que quiere contar y por qué. Exhibe
rigor metodológico, puesto que carga de principio a fin con las pautas de
lectura que explícitamente ha asumido desde el inicio. Sabe que el mayor de sus
riesgos es el de la sobreinterpretación –forzar al artefacto cultural a que
signifique lo que nosotros queremos que signifique-, y lo elude con prudencia y
honestidad. Creo que, acaso por miedo a quebrar la fortaleza del discurso –como
si temiera traicionarse a sí mismo- escapa al deber de atacar a la televisión de
masas, algunas de cuyas pautas están mutando en este terreno tan significativo
de las teleseries de calidad, pero la mayoría de las cuales siguen fomentando un
consumo pasivo e idiotizante. No estoy seguro de que el texto sea
suficientemente meticuloso a la hora de separar al puro mirón de imágenes, que
acepta acríticamente lo que le ofrecen, de ese espectador interactivo y selecto
que ama a Don Draper o McNulty. Esa benignidad respecto a las contradicciones
del medio televisivo puede asociarse a la ausencia, que se hace notar en el
ensayo, de alusiones al marco socioeconómico que pueden explicar la mutación
cultural que da sentido a su discurso. ¿Qué condiciones determinan que una
cadena de televisión ya no pretenda audiencias masivas? ¿Qué parte de “economía
sumergida” –la piratería, claro- tiene que ver con el fenómeno que se nos
describe? ¿Por qué los Shakespeare actuales -es decir, los guionistas de las
teleseries, los adorados y los de infantería- se pusieron en huelga hace un par
de años y estuvieron a punto de provocar una hecatombe mediática? Quizá es la
lectura del texto de Carrión la que suscita en mí todas estas preguntas, por lo
que acaso sea injusto exigirle más de lo que el plan de la obra puede albergar.
En todo caso, ello da a pensar en una futura y próxima incursión editorial del
propio autor sobre estas cuestiones.
Añadiría alguna notable ausencia en
el catálogo de “Telenovelas” sobre las que diserta específicamente. No voy a
referirme a
El Príncipe de Bel Air, Ally McBeal o
Twin peaks, pues
quedan ya algo fuera del marco temporal propuesto por Carrión, que es de la
primera década del siglo XXI, pero creo que
House merece algo más que
media docena de alusiones a vuela pluma. Claro que aquí quizá influyan en exceso
las preferencias personales. Me refiero a las mías, por supuesto.
Como
advertimos en cierto diálogo reproducido de la serie
Daños y perjuicios,
cada vez resulta más difícil encontrar en el cine acomodo para las ficciones
creíbles, es decir, aquellas que nos informan sobre la complejidad de la vida
humana sin maniqueísmos simplistas ni efectismos grandilocuentes. En plena época
de
Avatar o
300, la tele exhibe músculo y osadía para ofrecernos
una serie como
En terapia, donde tan solo hay unos tipos de mediana edad
y semblante depresivo sentados que hablan contando sus sufrimientos... Y resulta
que lo preferimos. Ha llegado el momento de reivindicar el lenguaje narrativo de
la teleserie. No se trata de volver al sofá, se trata, en cierto modo, de
recuperar el espíritu del buen lector de novelas.
(Debate en torno a la serie Los Soprano y la nueva teleficción del
siglo XXI en el Blog
de Justo Serna, hasta el día 9 de enero, y en el
Blog de David P.
Montesinos: post "Ficcicón cuántica",
6-1-2012)