Pero más allá del nombre del autor, de su extensión semántica o de su
currículum, lo que nos interesa son sus dos obras, y para abarcarlas nos basta
con un nombre, un apodo, y un topónimo: Edgar Mendieta “el zurdo”, México.
Nombre y apodo: Edgar Mendieta, o “Zurdo Mendieta”, siniestro o
zurdo, egresado de la Facultad de Letras que detesta la literatura policíaca,
con un gran olfato (es capaz de distinguir de corrido entre varias fragancias
con nombre propio), con una fijación enfermiza por un recuerdo de su infancia
que le marca, nacido en
Balas de plata y crecido en la página 13 (bonita
coincidencia) de
La prueba del ácido. O sea, “
Un idiota sin amor, sin
éxito, con una profesión vilipendiada; un pendejo de cuarenta y tres años
viviendo solo, en casa de su hermano, sin padre, y lo que es peor: sin madre; un
desgraciado sin un maldito divorcio porque jamás me casé, sin un padrinazgo de
bautizo o primera comunión…”, y con tendencias autodestructivas (página 165
“No soy más que un pinche poli pendejo y ni siquiera estoy seguro de que lo
soy realmente; yo, un pobre infeliz, ¿tengo derecho a interrumpir una reunión
tan chingona donde todos ríen y disfrutan? Soy un fracasado, un idiota que está
robando oxígeno, ¿qué he hecho en mi vida? Nada, chuparme el dedo y ladrarle a
la luna. Un cabrón que no vota, que no pide aumento, que no escribe cartas, que
no tiene dirección de internet, que no ha viajado, que no cree en Dios ni en la
Iglesia, vamos, ni siquiera en los pinches ovnis que ponen roja a la
luna.”), que en algún momento de
La prueba del ácido incluso
llega a pensar en el suicidio, que en sus crisis jamás encuentra a su psiquiatra
de cabecera, es un policía no demasiado limpio (su asistenta de toda la vida,
Ger, lo insta continuamente al aseo) y demasiado limpio (aunque ya veremos que
“limpio” es un término móvil, algo es más o menos limpio según al patrón de
limpieza con que se compare) para el gusto de las autoridades y de sus
superiores.
Topónimo: México. “
Yo tenía una casita de palma,
dejé entrar a la zorra y una vez estuvo dentro dijo que allí no cabíamos
los dos y me echó fuera. El conejito todo lloroso se retiró también.” Kid
Yoreme, boxeador sonado y drogadicto que campa en algún momento por
La prueba
del ácido y con el que Mendieta comparte una noche parranda que
termina en episodio desagradable, repite una cantinela aplicable a ese gran país
que tiene la mala suerte de estar a la sombra de los Estados Unidos, la
desgracia de ser paso obligado de toda la droga, y la condena de contar con unas
autoridades infectadas de corrupción patológica.
Si bien ambas obras comparten la
idea de la prevalencia del poder sexual sobre todos los demás, se escenifican en
el trágico telón de fondo del
narcotráfico
Algunas de las cajas que se
abren en
Balas de plata se cierran en
La prueba del ácido,
y ambas comparten un mismo modus operandi: un endiablado fluir narrativo en el
que no hay guiones tipográficos que en la mancha de tinta delimiten la parte
correspondiente a la intervención de cada personaje (aunque la segunda empieza
en términos narrativos normales, o sea un narrador, y una introducción al
hablante del momento, allá por la página 41 la cosa vira al modo anterior, el
lector debe identificar generalmente a partir del punto y seguido de separación
quién habla en cada momento).
Otra cosa: si por un casual le pregunta al
Google por Élmer Mendoza Valenzuela y éste le responde que es el rey de la
narconovela no le haga mucho caso, porque el combustible de ambas novelas es la
pulsión sexual.
En
Balas de plata el carburante del motor
de combustión sexual es una mezcla proporcional de perversión y homosexualidad:
se parte del asesinato de Bruno Canizales, cabeza visible, cabecita loca de una
reputada y acaudalada familia que abriga aspiraciones políticas que a toda costa
quiere que ni la prensa ni la policía más corrupta del mundo (en palabras de
Gary Cooper, gerente de Tucson Weapon Ltd.) meta las narices en la turbia vida y
muerte de este bisexual que cosechaba tantos sonados éxitos en el lado del
hombre y en el de las mujeres, como venenosos odios.
En
La prueba del
ácido el motor de explosión sexual es Mayra Cabral de Melo. La muchacha es
una prostituta que remueve las braguetas más doradas de Culiacán y Mazatlán, y
el corazón no solo del Kid Yoreme antes citado, sino del propio agente Edgar
Mendieta.
Balas de plata y La prueba
del ácido, diferentes como hermanas, entretenidas como bailarinas de
strip-tease del Alexa, realistas como libros de
historia
Pero, si bien ambas obras comparten
la idea de la prevalencia del poder sexual sobre todos los demás, se escenifican
en el trágico telón de fondo del narcotráfico, presentan la monstruosa confusión
entre poderes del estado y narcopoder, muestran el que parece ser principio
rector y código de buenas prácticas del sistema policial mexicano (Justicia y
Ley no son la misma cosa), debo decirle que no son continuación la una de la
otra, ambas presentan personalidades diferenciadas, por algo hablaba antes de
motor de combustión sexual (
Balas de plata)
y motor de explosión
sexual (
La prueba del ácido).
El motor de combustión es un
mecanismo “tranquilo” que desarrolla un gran par motor (a una velocidad lenta
sería capaz de arrastrar una gran carga), incapaz de responder a severos
requerimientos instantáneos.
Balas de plata mueve una historia
compacta, monolítica, en la que las subidas y bajadas son suaves, y en la que el
agente Edgar Mendieta se implica a partir de un interés quirúrgico, profesional
(página 242 “
Cuando un caso no se termina hay una inercia, simplemente
estamos en ella, ¿qué paso?”). Una vez que el gas oil está precalentado, se
produce la combustión, es así que al final aflora esa segunda historia
subterránea de la que habla Abelardo Castillo en
Ser escritor
(“
Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la
vida. Pero sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en
cierto modo la esencial, no hay obra de ficción.”) y ya en el clímax se
engranan algunos mecanismos de la narración y de la propia historia reciente de
Mendieta que no entendíamos.
Muy al contrario el motor de explosión es
instantáneo, revolucionado.
La prueba del ácido es el caso en que prima
lo personal-visceral: han asesinado y mutilado a la que podríamos considerar
puta del coño de oro, la reina del antro, deseada por cualquier hombre y odiada
por sus compañeras, la misma a la que Mendieta había gozado, a la que
frecuentaba, y con la que ciertamente parecía abrigar esperanzas (de un modo
sutil se nos insinúa que imagina un futuro en común con esta prostituta
cultivada que ha leído a los más importantes escritores brasileños). Qué había
de cierto y cuánto de espejismo en esa idea es una de las fortalezas de esta
novela. La otra tiene que ver con el ritmo, la obra se retuerce en una espiral
de frenesí que sacude la obra: el gobierno declara la guerra a los narcos, la
guerra cruzada entre ellos, algún terrorista de ETA, un agente del FBI, una
tensión narrativa y una acción sostenidas en el tiempo que contrastan con
Balas de plata, cuyo caudal narrativo es más pericial, más policial y
calmoso, y cuyo canal narrativo principal es el celular de Mendieta, la melodía
del séptimo de caballería, politono del que iniciaba el hilo de las muchas
conversaciones que ocupan esa primera novela de la saga.
A
Balas de
plata y
La prueba del ácido, diferentes como hermanas,
entretenidas como bailarinas de strip-tease del Alexa, realistas como libros de
historia, inseparables como siamesas, hay que agradecerles las palabras pequeñas
del zurdo Mendieta, que lo alejan del personaje arquetípico del género para
ampliarlo.