En su nota al libro,
Clara
Janés nos da una serie de pautas para descifrar las múltiples
referencias espirituales, cinematográficas o artísticas que subyacen en el
texto. Es interesante su lectura, pero lo bueno de este libro es que no es
necesaria para percibir qué ocurre en el libro. Antes he hecho referencia a esas
tres preguntas acerca de ciertas presencias que nos acompañan en nuestro día a
día desde que nacemos: la belleza, la muerte, el amor. Mucho se ha hablado sobre
ello, mucho se ha teorizado. No seré yo quien añada mucho más a todo lo dicho.
Pero sí que queda claro que Janés aúna con gran maestría esos tres pilares que
actúan como una mónada. La cita de Cioran que abre el libro ya nos prepara para
un peregrinaje en busca de la belleza. Como belleza que es, está condenada a su
propia inexistencia, a su propia fugacidad. Es, quizá, la tristeza de lo bello,
esa melancolía extraña que siempre cubre los ojos ante aquello que es, en sí, su
propia extinción. La belleza es la propia muerte, aunque, como
Vladimir Holan en su
libro
Toskana, al final esa belleza, que es amada, es la muerte.
La voz poética inicia el peregrinaje invocando esa belleza huida. Lejana
a las invocaciones sanjuanianas del
Cántico Espiritual, durante el rito
no hay palabras. La invocación es musical, órfica, consciente de su naturaleza
vacía e irrevelada:
Enciendo una vela por la belleza.
En la
penumbra,
la música
abre la vía del agua bautismal
y los dolores se
templan;
la llama no morirá
hasta que se ponga el día.
No sabemos
más destino que la mirada.
La música, palabra órfica, se convierte de
esta forma en sortilegio que abre los canales del agua que purifica y allana los
caminos para que regrese la belleza. Es su manera de cortejarla, de asemejar el
espacio a aquello que busca. A lo largo de este libro, el presagio de la belleza
aparece en forma de escritura subterránea de la que sólo puede oírse la
corriente de agua. Se inicia una búsqueda circular que nunca cesa. La voz se
busca en medio de parajes que se van difuminando. A cada paso, es un abismo más
hacia aquello que necesita. Me resultó inevitable recordar el cuento “A viagem”
de la escritora portuguesa
Sophia de Mello Breyner
Andresen. En él, bajo la metáfora del viaje –tan cercana a la del
peregrinaje- los protagonistas se van acercando hacia su propio final viendo
cómo todo cambia de lugar, desaparece a cada instante. Se pierde el espacio,
pero también se pierde el tiempo. Es la aniquilación del ser que no puede
esperar la llegada de lo bello si no es desposeído de todo. Escribe Clara Janés
en su séptimo poema:
El amor se ha llevado la cosecha
como un
pájaro,
pero nos queda la tierra
y la plata de la luna.
¿Cuáles son
nuestras certezas?
El día y la noche
se dan la mano
en nuestras
manos
que, juntas,
borran el tiempo.
Luego
nos espera un lecho
de colinas
y el despertar en la niebla
a las formas indecisas.
Esa indeterminación es el cuerpo en sí de la belleza. Lo bello es
intersticio, una grieta, habitarla es en sí conocer lo bello. Pero ese mismo
intervalo vacío es lo que hace de ella algo impronunciable. Por eso la voz
poética, que por su condición de voz no sabe sino nombrar, decide eludir lo
sagrado de la belleza. O elude o se quiebra. Ni tan siquiera alude a ella. La
alusión ya indica cierta cercanía y eso resulta insoportable. Elude para
recortar aquello que evoca. Como en el cuadro de
Magritte
La Reponse Imprévue, donde sólo nos queda intuir
qué traspasó la puerta. Magritte no nombra esa figura, la recorta y deja su
huella en la puerta. Así hace Janés en este libro. No sabemos el rostro de lo
bello. Por ser sagrado es imposible que lo veamos jamás. Su manera de nombrar
ese amor es sólo a través del viaje. Parece que el amor, por ser amor, siempre
está en otra parte y nos incita al movimiento el propio deseo que nunca se
satisface. Se busca su centro, cuando, en realidad, su naturaleza responde a lo
ex- céntrico hölderliniano:
No,
¿qué sería el puro amor?:
una trampa de entrega al vacío,
una red tendida a la inexistente nada
para recoger la sombra
de un corazón
un instante…
Todo es
inaprensible, reflejo de algo que no se alcanza. La sombra de ese corazón no es
el corazón. Todo es “lo otro” que busca ser “yo”, “tú”, (nos)otros. El amor
circular siempre va delante y detrás de la propia voz poética que busca
nombrarlo:
El amor corre tras de mí
y no me deja tregua.
Con
largos aullidos me persigue
como un jauría,
me arroja al suelo,
me
arranca el corazón,
me devuelve a la vida
y me lanza de nuevo a la
carrera
por el bosque.
El amor destruye e incita a una muerte
transfiguradora, como
la muerte
de Isolda en la ópera de Wagner, que tanto me emociona y sobrecoge. No
se muere de amor, sino que, tras la muerte, ese amor asciende para alcanzar la
verdad que también destruye. La verdad, como esa belleza, aniquila todo lo
creado para unificarlo. Todo se convierte, de esta manera, en sí misma. “¿Pero
existe una verdad / tan certera / que aniquile a las demás?”. Como ocurre
durante el acto de escritura en el que se empieza a engendrar una metáfora.
Lentamente, esa misma metáfora va engullendo palabras para reducirlo todo a una
única metáfora que lo diga todo, pero a la vez lo cifre todo. Aniquilar es
tornar en nada: el mayor desvelamiento y la mayor ocultación posibles. El vacío
de lo sagrado es una manera de nombrarlo:
En la cima de un candelabro
piramidal,
frente a la cruz vacía de Cristo,
que es todavía acogida
-pues la madera
es cuna para la muerte-,
frente al vacío de Dios,
deposito la llama y digo:
arde en amor,
aunque sea el amor del vacío
donde el existir se mece […]
El acto de nombrar y de presenciar lo
sagrado es un juego de suplantaciones. La cruz vacía arde para hacerse amor. Una
existencia que siempre se intenta tocar a través de todos los sentidos. Pero
antes de ese tacto hecho palabra es donde ha acontecido el Apocalipsis, que es
lo que su propio nombre indica: una revelación (del griego:
αποκάλυπσης). Revelación de una visión profética, como ese rumor
al que nos referíamos al inicio de estas palabras. Esa profecía indica una
destrucción inminente. Los restos serán sustituidos, suplantados, por otra cosa,
por una nueva condición reconstruida y diferente, pero que recuerda a la
presencia originaria. El objetivo de este viaje de búsqueda es el de la muerte y
renovación a través del matrimonio espiritual del alma, la
unio
passionalis del adentro.
En definitiva, será un rito silencioso. Lo
que llega de él a la escritura es el misterio, que es la condición de ese mismo
silencio:
Arde como un corazón el icono entero
devorando cuanto no
es
ese perpetuo y suspenso llamear
de una belleza que nos sostiene
todavía
desde lo inaccesible del misterio.
Escribir con sombras y
reflejos y aceptarlo, intuir lo que hay de bello en ello. Así está escrito este
libro.
BREVE ANTOLOGÍA DE POEMAS (seleccionados por Marta López Vilar)
19 Dime que
esos divinos clavos
que en
las manos llevo
se convertirán en rosas
cuando ya no quede sangre,
ni carne,
ni hueso.
Dime que
en la nada,
en la tierra de
nada,
disimulará el vacío
su perfume,
si leve
como rocío.
23 dolor Ese árbol
abandonado por los pájaros
cuya fragilidad quebradiza
habla de
nuestra propia fragilidad…
Huéspedes somos
del humano soporte
que
ahuyenta el vuelo.
Tocan las campanas
como manchas de noche.
Los ecos peregrinos
se acercan lentamente
al umbral.
27 albada Los
cipreses definen las olas
de un vagaroso mar.
Se eleva la belleza del
sueño
y cumple nuestro sueño
pues cifra es del amor.
Aunque ya nada
espere,
se embriaga de hermosura
el que ama.
Amara duerme.
El
canto de la tórtola
ciñe su garganta.
37
Esuvia llora
y sus cabellos
se transforman en fuente
que
mana el límite del hombre:
ya nunca,
nunca el amor
en el
transcurrir.
Y el planto del agua
se extiende por la llanura.
Queda la fe —digo—,
una fe sin esperanza.
Amara, que impera
sobre el león,
coloca
la corona de espinas
en la balanza:
fe y
esperanza se unen.
No, no tenemos esperanza
y la espera
es
reducir al vacío
el sentido de las palabras.
46
Virgen de la gruta
que con absorta calma
recoges las conchas
—peregrinos somos—
e indicas el camino del mar.
Un óvalo de luz
es la hendedura en la roca
que trasluce el verde.
En el negro
cóncavo,
las manos infantiles
trazan esferas y pirámides,
suman y
restan,
y el ángel
—luna en eclipse—
hace saltar el rojo
y se
abre la piedra
de nuestro pecho
una vez más.
Y se abre tu manto
como un cielo estrellado,
azul como las aguas sin fin
de la
oscuridad.
53 Arden los bosques de
abedules,
los cestos llenos de fruto de espino,
arde la mirada
que
no mira la lanza
mientras el dragón agoniza.
Roja es la vestidura de
inmóviles pliegues
y blanco el caballo
y esbelto el gesto del espíritu
que guía el brazo victorioso.
Arde como un corazón el icono entero
devorando cuanto no es
ese perpetuo y suspenso llamear
de una
belleza que nos sostiene todavía
desde lo inaccesible del misterio.