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José Fernando Siale Djangany: <i>En el lapso de una ternura</i>

José Fernando Siale Djangany: En el lapso de una ternura

    AUTOR
José Fernando Siale Djangany

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Santa Isabel, actual Malabo (Guinea Ecuatorial), 1961

    BREVE CURRICULUM
Jurista de formación, cursó estudios universitarios en Francia. Posteriormente, diplomado por la Escuela Nacional de la Magistratura de Francia. Además, es escritor e instrumentista musical. Como autor literario, forma parte del grupo de autores de Malabo, con una visión renacentista de la literatura ecuatoguineana escrita en español, en un estilo histórico-realista en el que a menudo interviene la metáfora, los entes y los milagros. Exactamente como lo vive la gente de su tierra

    LIBROS
Entre sus obras destacanlas novelas Cenizas de Kalabó y Termes (2000) y Autorretrato con un infiel (2007), y los relatos breves de La revuelta de los disfraces (2003)



José Fernando Siale Djangany (fuente de la foto: www.casafrica.es)

José Fernando Siale Djangany (fuente de la foto: www.casafrica.es)


Creación/Creación
José Fernando Siale Djangany: En el lapso de una ternura
Por José Fernando Siale Djangany, jueves, 1 de diciembre de 2011
Con En el lapso de una ternura, José Fernando Siale Djangany explota profundamente la mitología de su tierra, Guinea, la conexión de ayer con hoy, de acá con allá…, todo aquello que conforma profundamente el imaginario colectivo guineano. Y entra, sin ambages, en la urbanización de los mitos y las leyendas neocolonialessin ambages, en la urbanización de los mitos y las leyendas neocoloniales.
EL GUARDIA COLONIAL Y EL MENSAJE DEL GOBERNADOR

Pudo haber sido de Ayangtang o de algún otro lugar del Río Muni. Pero procedía de Kham, distrito de Mikomeseng. Tenía un sueño desde que vio al subgobernador colonial con hombres con el salacot blanco, el máuser al hombro, el cuchillo enfundado en la cintura, justo al lado de la porra: ser un guardia colonial. Postrado de rodillas ante su viejo Tiopadre, que se codeaba con los blancos, suplicó que les hablara de él, que se extendiera en elogios acerca de la fuerza muscular, la brutalidad innata, la poca inteligencia de su sobrino Baudilio Sabiniano, que soñaba con salacot y máuser. Tiopadre Mikó sopló al oído del sargento blanco, y este, a su vez, al jefe militar. De solicitante a influyente, una gallina regalada por acá, allá un venado, Baudilio Sabiniano obtuvo el rango de guardia colonial.

No fue tan expeditivo como se dice en las historietas locales: cubrirse con el quepis, bermuda, camisa de manga larga, ni acariciar el gatillo. La superación de pruebas, entre las que el manejo del maltrato, el uso del mosquetón, aporrear a los escandalosos, entraba en la agenda, así como las actividades bélicas tendientes a controlar a los indígenas civiles. “¡Esos desobedientes!”, gritaba su monitor cada vez que resonaba la palabra civiles, él les decía en francés, putain de civil. Acabó haciéndose apodar sergent putain de civil. La asimilación, de espantada, de rudimentos de la lengua de Cervantes, pasó a través de Baudilio Sabiniano como palo seco que se lleva el arroyo. Baudilio Sabiniano consiguió a duras penas chapurrear vocales, consonantes, sílabas y artículos mal indefinidos, en un desorden mascullado “¡a la orden mi cabo!”, “¡sin novedad!”. Eso le bastaba, lo único que quería era ser guardia colonial.

“Si llegaras a militar –le susurró Tiopadre Mikó–, no traiciones a los tuyos ni deseches apoyarnos, que la imparcialidad en el deber no te ciegue de la parcialidad del corazón.” Baudilio Sabiniano le tranquilizó con un ligero movimiento de cabeza. Al rancho familiar de despedida, la mesa no se hizo de rogar, llegó puntual, repleta de forma glotona. Los cabezas de estirpe hablaron con la boca llena, dieron sus bendiciones a la par que las fiesteras lanzaban al aire su grito de júbilo. El brujo del distrito de Mikomeseng, matador de hombres, mujeres, niños y ancianos, para con su carne deleitarse en manjares místicos que consumía en aquelarres también extáticos, dio motivos de amplio debate. Hicieron hincapié en su propensión al estofado de hígado con estrofanto, ovarios a la plancha con amanita odorata, taquitos de corazón rebozados con salpicón de chalota… El ejército colonial recibió instrucciones precisas del Subgobernador de la provincia: acordonar la zona de Kham, como los pueblos circundantes, darle caza a ese nombre cuya presencia provocaba menstruaciones y desvanecimientos de larga duración. El ágape de despedida continuó pasadas las horas de la fatiga del Sol. Se despidieron primeramente los residentes en caseríos y poblados lejanos de Kham. Los lugareños, plantados ahí hasta más allá del ombligo de la noche, seguían sorbiendo zumo de caña de azúcar, aguardiente, aquéllos malamba, éstos mongorokom. Baudilio se acostó cuando el sol escupía lejanamente sus primeros bostezos. Le zumbaba la cabeza por haberle plantado seria cara al zumo de caña pasado por alambique.

***

Durante el trayecto hacia Bata, su destino, permaneció en duermevela; ligeros tumbos en el asiento de la guagua, como gallina colgada de los pies, ribetearon su viaje. Le agradó con particular regocijo el recibimiento ofrecido a los más de cien reclutas de todas las zonas del interior del Muni, venidos a engrosar las filas de la Guardia Colonial. Una ceremonia a la altura de sus expectativas. Vítores, aguardiente de metrópoli y mesa como la de los matrimonios. Estaba siendo literalmente desposado por el ejército colonial. He ahí la prueba: un ágape de alto vuelo. Presentado al jefe-instructor militar García Mollera de Cataluña, hombre severo pero bueno de corazón (la severidad era mental), vinculado a los africanos por los estrechos lazos del espíritu, católico como él solo y ferviente amante de África, se le antojó ser su hombre de confianza. Había escrito el instructor dos libros de temática continental: Antropología militar en el África negra, en 1919, y Reflexiones de amor colonial, en 1934, que fueron bestseller en su día.

Después de la revista del jefe militar, García Mollera se explayó sobre los valores superiores del hombre de armas, coraje, desapego a tonterías capitales como la tribu o el clan, tótem y cráneo del bisabuelo, salaron su discurso. “¡Vuestro credo es la obediencia!” Terminó siendo correspondido con vítores.

La casa cuartelera de Baudilio Sabiniano, al igual que la de los demás reclutas, brillaba de humedad provocada por las aguas del subterráneo Udubuandjolo. Manchas y desconchones en las paredes conformaban una suerte de fresco surrealista. Pero de vez en cuando, como aquella mañana, llegaban los de mantenimiento y… ¡zas, zas! Lo pintaban con brocha y cal, haciendo desaparecer aquella fuente de entretenimiento para la imaginación del joven recluta.

***

Verónica ya había llegado a Bata para apaciguar el dolor que provoca la soledad de la alcoba matrimonial. “Vete, hija, vete a Bata –le había dicho el suegro–. No es bueno que un hombre pernocte solo durante tanto tiempo; malos sueños podrían enturbiar su mente, y su turbulencia mental mancillar sus actos diurnos.” Cuando a su esposo contaba cómo con su dormilona en el autobús incomodó a un viajero, aquello le causaba cierto retraimiento: “¿No sabes que cuando la guagua se balancea de aquí para allá a una le entra sueño?”. Se reían, se partían de risa. Al anochecer se calafateaban en la casa cuartelera, en el fondo del habitáculo, ahí donde la cama era ama, susurraban, susurraban, arreglaban sus diferencias, él le decía que era la mujer más dulce de todo Mikomeseng, incluidas las ninfas de los senderos y las sirenas de los ríos. Ella sonreía: “Embustero engatusador”. Le trataba de secuestrador de quinceañeras y de bandido de caminos rurales. Se reían, se partían de risa.

***

Saboreaba Verónica crustáceos en manjares de su tierra cuando, recién subido a cabo, Escolástico Kinokonokko llamó desde el umbral a Baudilio Sabiniano.

–¡Soldado Baudilio! –se expresó el cabo una vez el otro asomó por la puerta–. Sergent putain de civil me ordena venir a darte este recado.

–¡A la orden!

–Eres de Mikomeseng –afirmó sin darle por el momento espacio donde colar respuesta alguna, y prosiguió–: García Mollera le ha dicho a sergent putain de civil que me mande de nuevo con una misión para ti.

–De Kham, mi cabo, soy de Kham, distrito de Mikomeseng –corrigió Baudilio antes de indagar–. ¿De qué trata la misión?

–Llevar este documento –le mostró el papel doblado sujetado entre el pulgar y el índice de la mano derecha–. Se refiere a un plan secreto contra el brujo, ese del que sabemos todos. Lo acordonarán cerca de Ayantang. A ver si acabamos de una vez por todas con este asunto.

–¿Brujo! –mostró su sorpresa Baudilio Sabiniano, forrada de una fina lámina de aprensión.

–¡Sí! Esta vez no fallamos –afirmó Escolástico.

–Es peligroso, miedoso, si uno no cree brujería no cree en Dios.

Tras la media vuelta reglamentaria con choque altivo de talones, Baudilio Sabiniano no cabía en su propio cuerpo. Orgulloso se sentía cada vez que recibía la orden de portar la misiva. Levitaba al entrar de nuevo en la casa cuartelera, de saltos que daba; una vez más sería útil, una vez, de nuevo, cumpliría con su palabra. Verónica, habiendo terminado con el tapeo, estaba preparando menesteres para la cena cuando entró Baudilio Sabiniano con el tórax bombeado. Ella irradiaba siempre una especie de paz muy distante de la actitud agresiva, autosuficiente y soberbia que caracterizaba a las mujeres celosas de su casamiento con un Guardia Colonial. Llevaba encima todas aquellas cosas que Dios le dio, siempre actualizadas. A menudo le decía a su esposo, sin que mediara conversación previa al respecto: “Debes ser bueno, sé bueno, Baudilio. La vida no es sólo uniforme con fusil pegado encima. Detrás del fusil y dentro del uniforme, debe haber un hombre, un marido, un padre, que si no, todo es vano, oscuro”.

No acababa de cumplir los 16 años Verónica cuando Baudilio Sabiniano se cruzó en su camino mientras ella hacía la colada en las afueras de Kham. Llevaba el pareo tan mojado que se le pegaba al frágil cuerpo de adolescente, resaltando con gala un vidrioso pompis por el lado sur, revalorizado por unas tetas apenas temerarias frente al mundo por el punto norte, en un giro de 120 grados. La remiró ávidamente a la inversa que ella lo ignoraba, y le regaló, sin más, una sutil remirada. Pero se le acercó. Saludó. Luego, tras un insípido monólogo sobre la dificultad de la colada y del sufrimiento de las mujeres que deben llevar a cabo tan colosal labor, pasó a mayores verbos, la engatusó mediante un artilugio que aunaba eficazmente palabrería, fina articulación de chistes y elogios sazonados de respeto. Vida y amor fueron sus armas de combate. Lo difícil que le resultaría en adelante conciliar el reposo sin sus recuerdos fue la estocada, la guindilla, para no ser sangrantes. Que en adelante, para él, ella sería la mamiwatá del río, la ninfa nadadora en su sustancia cerebral. Le arrebató una sonrisa. Lo dejó ahí, de momento. Los superlativos son difíciles de manejar. El tacto se impone, el tiempo del stop es de sabios.

Las 48 horas no sonaron su gong cuando el reencuentro hizo gala de sus dotes. El rapto consuetudinario del proceso matrimonial se consumó esa mañana. Hubo forcejeo, sí, pero un forcejeo de: “Sé fuerte, ¡coño! Qué clase de debilucho este que desea desposar hembra de gran belleza como yo. ¡Caray!, si no puedes ni cargar conmigo”. Dañado en su amor propio, aunó fuerzas y la levantó del suelo, la puso sobre su hombro derecho, trasero hacia el cielo en recibimiento de amplias y debidas bendiciones. La llevó a cuestas hasta Kham. Arribó exhausto, mas la otra partiéndose de risa. Desde entonces es su otra mitad. Les dicen en el pueblo por qué no dejan de hacerse confidencias y echarse risotadas. Los hermanos de Verónica, sus padres, sus tíos vinieron una y otra vez a reclamarla. Empero la familia de Baudilio Sabiniano prodigaba, como contrapartida, varios presentes. En una ocasión ofrecieron “cebú y variedades”, según lo expresó Tiopadre al tomar la palabra. Cuando la calvicie del sendero que lleva a Kham se hacía ya más presente, de tanto usarlo en idas y venidas, la madre de Verónica aceptó el hecho consumado. Provista de una máquina de coser Mundlos Original Victoria, fabricada en Lisboa por la casa Manuel JA Braz & Co., que para la gente de Mikomeseng era el no va más de la costura, se personó en Kham, y dijo, entregándosela a su hija: “Con esta máquina coserás, remendarás la ropa de tu marido”. Hubo ovaciones, cánticos, mesa, aguardiente. Yendo a Bata por asuntos de guardia colonial, ella fue la primera en felicitarle, prometiéndole un hijo varón que sería, como él, un valeroso guardia colonial. Baudilio Sabiniano no conoció otra mujer desde su enamoramiento de Verónica, por lo que aquella promesa genealógica le había dejado el corazón tan seguro, tan apegado a su amor, que ninguna otra mujer fue desde entonces lo suficiente como para velar la faz sonriente, el aroma de su Verónica y la profundidad de aquella tranquilidad que inundaba un infinito lapso de la ternura.

***

Baudilio Sabiniano acomodó el bolso con el que siempre viajaba. Miró de paso las manchas grises que surgían, de nuevo, del manto de cal que cubría las paredes. Se imaginó una lagartija de tres patas. Verónica tenía el uniforme almidonado bien planchado. El lustre de los zapatos era lo que se esperaba de un guardia colonial. Satisfecho con su vida, veía su suerte colmada. Bien trajeado reglamentariamente, guardó el sobre que contenía la correspondencia en uno de los bolsillos del uniforme. Salió al corredor exterior de los barracones al rato que enfundaba en su bolso de viaje la hoja de platanares en la que Verónica le hubo puesto una ligera colación para la ruta. Tras estrujar a su esposa, como de costumbre cuando salía en comisión de servicio, tomó rumbo hacia la parada de las guaguas. De mañanita ya la estación de autobuses, repleta de gente con destino al interior provincial, dejaba escapar vapores de vida. El primer coche con rumbo a Nkue arrancó con poca espera. Horas después hizo parada en Ayantang, que era la penúltima marquesina. Nunca antes había estado Baudilio en el campamento militar de Ayantang, empero llegar allá no fue tan complicado como bailar sin saber. Anduvo pocos metros, según instrucciones de un pasante, giró a su derecha, donde, literalmente, el modesto acantonamiento le tocó de bruces. La soldadesca lo recibió con no más simpatía que la de un sereno verdivestido. Llevado a presencia del cabo de guardia, la entrevista se dio sin dilación. Entregó la misiva al identificarse y ejecutar los saludos protocolarios castrenses del juego de manos y tobillos. No lo retuvieron por mucho tiempo, pues esperaba tomar la guagua a su vuelta de Nkue. De regreso a Bata, Baudilio Sabiniano le suplicó al conductor, un caucasodescendiente de Guadalajara, para que le bajara en Nkimi, municipio cercano a Ayantang. Se apeó una vez ahí. Superó tres kilómetros bosque adentro hasta un caserío habitado por parientes por la parte uterina. Una imprevista alegría cobró vida cuando lo vieron llegar de lejos entre la arboleda que daba sombra al sendero. Sabían todos que había sido nombrado militar, pero pocos lo habían visto desde que aquello aconteció. Los niños corrieron hacia él, y las mujeres se sujetaron el pareo gritando su nombre. Luego le dieron de comer, desalterándose bastante, y cuando se tumbó para la digestión en una de las camas bajas de la cocina, soportó con cierta jactancia un bombardeo de preguntas acerca de la vida de un guardia colonial. Habló de Verónica, del sueldo, de la ración de comida en el cuartel, del abamikom de Bata, ese pescado salado sin el mismo sabor que el que traen aquí. Al reiniciar su regreso, confió importante recado a su primo Bartolomé, para cuando pudiera, pero antes de mañana por la noche, fuese al poblado y contarle a Tiopadre Mikó lo que él le acababa de confiar.

***

Siete meses más tarde, a inicios de una nueva comisión de servicio, Baudilio Sabiniano habló con Verónica, requiriéndole tomara el autobús para Nkimi a darle un recado a Bartolomé. la miraba desde el umbral de la puerta de la cocina, su mente voló hacia enlazamientos venusianos a repetición, pero su cultura frenó tal efluxión de deseos matinales porque: “todavía hay Sol, trae mala suerte haser con lus porque hay intercambio de los espíritus”. Se contentó con abrazarla muy fuerte, como de costumbre cuando se iba en comisión de servicio. Pero aquel domingo Verónica no le dejó irse sin más. ”Nunca has hecho la compra conmigo –le inquirió–, acompáñame hoy al mercado, así podrás elegir tú mismo lo que deseas comer antes de viajar, podrás elegir el pangolín y el bastón de yuca que te apetezca…” En un primer momento Baudilio dudó. Pensó fugazmente que soldadesca colonial y mercadeo eran incompatibles, como si ir a los vendedores de mandioca encerrase algo trivialmente indecente para un guardia colonial. “¡Vamos, mi marido! –insistió la mujer–, ser militar no es solamente gritar y gritar”.

Bajados definitivamente todos sus escudos culturales, se quitó el uniforme, vistióse de paisano, llevó el cesto de la compra en una mano, con la otra agarró con delicadeza a Verónica, y ordenó graciosamente: ¡pues al mercado! Baudilio Sabiniano se decidió por un varano. En lugar de la yuca, “para variar un poco” –comentó–, se decidió por una gran pieza de ñame. Luego compraron ingredientes, verdura, especias…, regresaron al cuartel. Después de comer, tumbóse un rato en la cama, esperando la hora de salida de las guaguas de la tarde. “¡Verónica! –llamó al ver que ésta seguía dando mil vueltas entre comedor y cocina–, eres la única mujer –le dijo en su lengua vernácula al acercarse sentándose en un borde de la cama– cuyo estofado de varano sabe con el intenso gusto del amor”. ¡Anda ya!, respondió ella con una sonrisa, lo dices para engatusarme. También se tumbó a su lado.

***

El vehículo oficial de sergent putain de civil estaba traspasando la salida del cuartel general de la guardia colonial cuando Baudilio Sabiniano se prestaba a salir del recinto castrense. Tras cuadrarse en saludo oficial al paso del vehículo, prosiguió su camino hasta la estación. La guagua de las tres no le era precisa a Baudilio debido a sus múltiples frenadas. Deseaba llegar lo más pronto posible, como ya lo hizo en ocasiones llevando misivas oficiales a Machinda, a Nkue, a Nkimi… Esperó hasta las cuatro de la tarde cuando salía la guagua de trayecto directo hasta Mikomeseng con una sola parada en Niefang, un alto de cinco minutos en la confluencia del mercado de comida para llevar, otro tanto en un pueblo después, y de nuevo tomó asiento al lado de la señora que viajaba hasta las cercanías de Nkue. Ella se quedaría en la bifurcación, para proseguir a pie. No quedaba muy lejos, le dijo. Baudilio Sabiniano tenía de nuevo la orden de acarrear misiva secreta al campamento de Mikomeseng, a la atención del comandante: mano a mano, “¡a nadie más!”, le había gruñido el cabo de guardia al darle la carta.

Pensándolo un poco, a Baudilio Sabiniano no le había gustado la forma en que lo remiró el cabo al hacerle entrega del documento. Una actitud diferente, pues hoy estuvo como entre apático y agresivo. Algo no acababa de afinar con el pasado. Pero bueno, pensó Baudilio Sabiniano, así es la vida del militar: “hoy bien, mañana mal”. Era la vez primera que le encomendaban entregar una misiva a tan alto mando militar. Anteriormente lo más importante que tuvo el honor de encontrar fue al sargento de guardia en Evinayong. Pero lo que más le entusiasmaba era que la correspondencia de la que era portador esta vez, el papel que en ese preciso momento estaba acariciando, había sido redactada de su puño y letra por el mismísimo Gobernador de la Colonia en Santa Isabel, letra enviada para su cabal cumplimiento a través del buque Capitán Segara al Sub-Gobernador provincial en Bata. Baudilio Sabiniano no sabía apenas ni leer ni escribir, pero le excitaba la misiva, sentía curiosidad por ver cómo era la letra del Gobernador de Santa Isabel. “El Gobernador me ha encargado llevar su carta hasta Mikomeseng”, le dijo aquella media verdad a su compañera ocasional de viaje elevando ligeramente, como para enseñársela, la correspondencia. Ese fisgoneo fue consumiéndole durante todo el viaje, hasta que, llegados al cruce del mercado de comida para llevar o consumir “aquí”, no pudo aguantar por más tiempo la ansiedad. La guagua se hubo detenido. Pasajeros habían bajado a estirarse las piernas, otros a comprar chicharro en aceite, quien más un medio muslo de ardilla o de rata-campestre. Aislado en el bus, Baudilio tomó el mensaje entre sus dedos índice y pulgar, lo elevó parsimoniosamente hacia su nariz, olisqueó con deleite el aroma que desprendía la mano del Gobernador de Santa Isabel. ¡Hostia, oh!, jadeó, discreto, mirando fugazmente en derredor, retiró repentinamente la nariz del sobre. Elevó la cara con los ojos cerrados, como para aislar el trozo de aroma que sonsacó del papel. Respiró hondo. Miró acá y allá una vez más. Nadie. Acarició con el dedo índice la arista del sobre, a un centímetro del borde de la lengüeta sellada, se hizo un corte superficial, no sangró inmediatamente, mas después de unos segundos, el brote de un hilito de sangre le dio el lujo de jugar a Nosferatu con su propio dedo. Deslizó delicadamente el pulgar sobre el extremo sellado hasta tocar una de las puntas, imperceptiblemente levantada. Desde aquel extremo, delicadamente sujetada entre las uñas del pulgar y del índice derechos, abrió la correspondencia del Gobernador. Miró el secreto, lo extrajo suavemente del sobre. La desdobló. Escrita a máquina, firmada a pulso, en pluma de color azul, la carta destellaba ante sus ojos un índigo puro. Probablemente era tinta china de la verdadera. ¡La rúbrica del Gobernador de Santa Isabel! Con certeza habría utilizado una pluma y no un bolígrafo. No era un cualquiera, no un nada de los que firman con estilógrafo del bic. Se notaba la línea magnífica del estilete que hacía de aquel refrendo un acto único, reclinado orgullosamente al pie de la correspondencia, dándole un toque majestuoso, una identidad inconfundible, un origen incuestionable. No perdió mucho tiempo, del que no disponía tampoco; fue recorriendo las letras, una por una. Logró reconocer algunas, como la f, m, t, l, o, i, n, s, u, a, e…, compuso penosamente ciertas sílabas: “fu-si-la-mien-to”, susurró, regocijándose sobre aquella forma magistral que tenía el Gobernador de dibujar las frases con una máquina. Dobló de nuevo el escrito al constatar el regreso de los pasajeros al autobús, lo deslizó en el sobre, procurando sellarlo de nuevo tan mal que bien.

***

El conductor no prorrogó la estancia más de los pocos minutos que precisó para acomodar pasajeros; continuando viaje hacia Mikomeseng. A pocos kilómetros antes de Nkimi reventó una rueda de la guagua. Hubo algún que otro susto debido al ruido de explosión, como al derrape que sufrió el vehículo por el brusco frenazo. No más. Bajaron del bus a solicitud del chófer, sin dejar de gruñir sobre la mala suerte que no hace más que llegar adonde no debe estar. El moto-boy, un joven de Valladolid de los Bimbiles con tres años de experiencia como ayudante de estibador de equipaje en las guaguas, inició destrabar un sinfín de lazos de goma que sujetaban la rueda de recambio sobre el capó del bus. Había que bajarla, hacer lo mismo con el gato, la llave saca-tuercas... Operación de larga duración e inagotable paciencia viendo la tranquilidad casi perezosa que predominaba en la movilidad del ayudante de moto-boy. La desilusión de los viajeros no parecía afectarle en absoluto. Cosa comprensible. Pues mirándolo bien, el joven no tenía nada que hacer en Mikomeseng, ni en Valladolid de Los Bimbiles, ni en ninguna otra parte, su vida era la guagua, ahí, sobre el capó, era el único lugar en el mundo donde podía expresarse. Solamente tenía que esperar, esperar que surgiera una indisponibilidad mecánica para intervenir, hacer gala de su existencia. Por eso se tomaba su tiempo, todos en ese preciso momento dependían de él, así recobraba su razón de ser. Baudilio Sabiniano se acercó respetuosamente al conductor a explicarle el motivo de su viaje a Mikomeseng. Llegaron a un acuerdo en el sentido de que la guagua le recogería ahí donde lo encontrase por el camino, si entre tanto no hubiese conseguido otro medio de transporte. Baudilio Sabiniano era un guardia colonia, como militar, no podía detenerse por contingencias neumáticas retrasando el avance hacia su misión. Se puso en marcha peatonal siguiendo el infinito asfalto. Hubo franqueado como cuatro kilómetros, el sudor perlaba su frente, cuando escuchó el sonido del motor de la guagua. Se detuvo al borde del camino haciendo gestos con la mano para que se parase el autobús. Este se acercaba progresivamente hasta que llegado a su altura el conductor pasó tal si no lo hubiera visto. “¡Pero, cómo!” Se expresó. Su estupefacción le mantuvo clavado en el lugar por unos minutos, fijada la mirada en la guagua que se alejaba cada vez más hasta perderse en la siguiente curva. Sobrepuesto del asombro, ajustó el máuser, sujetó con mayor fuerza el bolso de viaje, verificando que la correspondencia seguía bien guardada, reanudó el caminar. Tres kilómetros más le asedió el hambre. Divisó un caserío a doscientos metros de la carretera. Abandonando el asfalto, llegó a un cúmulo de casas de mimbre. El hombre de avanzada edad que lo recibió, una pipa rozando la comisura derecha de los labios, ligeramente inclinada hacia abajo, humeante, aromática, le invitó a entrar. Con la cara enteramente escarificada, en la que resaltaban unos ojos enrojecidos por el fogón, el viejo miró detenidamente al hombre que acababa de saludarle. Baudilio Sabiniano sonrió cortésmente. La respuesta a su saludo seguida de las fórmulas de cortesía, le incitaron a explicar el motivo de su viaje así como la circunstancia que le condujo a llegar hasta aquí. El longevo lo miraba atentamente, como si no acababa de convencerle tan descabellada historia de un hombre armado. Pero no hizo otra cosa que no fuera: ¡uhum! El hombre le indicó un rincón donde sentarse a la vez que llamaba psitseando a una muchacha que andaba por la cocina soplando el fuego. Luego de decirle algo en su lengua natural, la joven trajo un banquillo a guisa de mesa que puso a la disposición del huésped. Baudilio Sabiniano se instaló confortablemente en la esquina, tomó placenteramente el trozo de ñame con la ración de varano que le había puesto Verónica para el viaje, y se abasteció. Entretanto se concentraba en aquel quehacer, unos adolescentes llegaron a la terraza para saludar. Respondió con la boca llena para no quedarse ni molestar más que lo necesario. El aspecto exterior de los chicos era el de unos adolescentes, mas sus ojos destellaban una experiencia post-juvenil. Su mirada era tan inquieta como escrutadora, a la manera de unos bandidos que hay en un caserío llamado Kokrobitê. Su frente, ligeramente bombeada, tenía algo de innoble, si bien difícil de definir, inquietaba y repelaba, dejando en cierto modo traslucir un perceptible grado de fealdad moral. Baudilio Sabiniano se había fijado en esos detalles mas seguía masticando silenciosamente. Tras la ligera colación, le dieron agua de beber, también se lavó las manos, dio las gracias. Retornó a la ruta dispuesto a caminar como un guardia colonial hasta Mikomeseng. Los muchachos de la cabaña le acompañaron hasta la carretera. Tenían también la intención de ir a Mikomeseng, que era la fiesta de la villa. “Va a haber mucha gente”, dijo uno.

Tras minutos de espera sin resultado decidieron seguir a pie hasta donde les alcanzara la suerte. Habían rebasado Nkimi cuando una camioneta Land Rover arribó petardeando a su altura. Pertenecía a un tal Gregorio Mercader (como indicaba el rótulo en la puerta del conductor donde estaba dibujado el sonriente negro del Ovaltine), comerciante cuyas factorías se diseminaban sobre varias provincias. “El hombre que se llama como su trabajo”, le decían en todo el interior del Muni. Su maquinista era un señor de mediana edad, más o menos la cuarentena baja ligeramente rebasada. Extrovertido, jovial, resaltaban sus dientes tras unos hoyuelos cada vez que abría la boca para expresarse. Intercambiaron alguna que otra cortesía. Les invitó subirse al porta cargas, donde tenía amontonada la mercancía destinada a la factoría de Mikomeseng, “cuidado con los sacos y los cartones”. Baudilio Sabiniano no tardó en quedarse dormido por los efectos del metabolismo. Sobre aquellos sacos de arroz, su sueño fue el de un soldado: sin ronquidos, el máuser sobre el pecho, las dos manos cruzadas sobre el fusil y el ojo derecho entreabierto –este lugar común es una mentira. Durmió plácidamente hasta la parada de destino en Mikomeseng. El conductor le despertó dándole ligeros empujones en el hombro. Se desperezó, ajustó el arma, se sentó unos segundos sobre los sacos de arroz para que el sueño saliera de su cuerpo. Restregó los ojos buscando mejor enfoque. Miró hacia los muchachos que en ese momento bajaron, con cierta prontitud, despidiéndose con un sencillo “gracias, señor”.

(CONTINÜA)

Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de José Fernando Siale Djangany, En el lapso de una ternura (Carena, 2011), en Ojos de Papel.
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