Tenían que estar muy borrachos para dejarse ver por la Bodega Bohemia.
Sobre todo Luis, que no soportaba a las hordas universitarias que se mofaban de
los artistas que allí nacían. Ciegos de clarete era otra cosa. Germán acometió
la empresa de reclutar a sus amigos. Sacha estaba en el Sansi tratando de darle
jaque mate a una camarera nueva que le sorprendió al aceptar jugarse una
consumición al ajedrez; Vicente, en el New York, se dejaba invitar por la
Mikaela, el travestí encargado de la barra del cabaré; a Luis se lo rifaban en
el Cosmos una legión de putitas a las que tenía embobadas con sus sagas
samaritanas; sólo si estaba feliz se explayaba en sus relatos. Le costó trabajo
dar con Paco puesto que éste se había fugado por el balcón de la pensión de la
calle Còdols, donde le debía tres meses a la
mestressa. Quim estaría
besuqueándose con la Nuri en el portal de su casa. Germán había cobrado unas
pesetas de las clases particulares de matemáticas que daba a niños ricos e
indolentes. Tenía lo que él llamaba la noche bohemia y le apetecía, ¡cómo no!,
acabarla en la Bodega Bohemia. Al ser sábado, habría mucha gente en la bodega,
lo cual no le hacía puñetera gracia, pero había que probar suerte. Sólo se
apuntaron Paco y Vicente; Paco, porque no tenía escrúpulos en pegar la gorra
cuando estaba sin un duro. Caso contrario, su dinero era el primero que corría.
“¡Es que mi dinero no vale?”, era su grito de guerra. Vicente, por deshacerse de
la Mikaela. Sacha dijo que nones, que para una vez que encontraba una camarera
interesada en el ajedrez... A Luis hubo que arrastrarlo, pero nada más llegar a
la puerta de La Bodega, dijo que todavía no estaba muy feliz, y se fue a su
bola.
Federico, desde la barra, les miró de soslayo, pero no atisbando
indicios alcohólicos en el talante de los jóvenes, les permitió la entrada con
un gruñido a modo de saludo. La sala estaba a medio llenar. El pianista tocaba
un vals lánguido e interminable. Se sentaron en un lateral, detrás de unas
chicas a quienes se veía muy animadas. Pidieron cervezas y pagaron al momento.
-Joder, el Fede, cómo se pasa –comentó Vicente echándole una ojeada al
tique. Cada día sube más los precios.
-Y da gracias de que nos dejara
entrar después de la que montasteis el otro día –dijo Germán.
-Montamos
–le recordó Paco.
-Lo mío fue por solidaridad. A mí no me gusta liarla
en los pocos santuarios que quedan en el barrio.
-Eso se lo has
escuchado a Quim.
-A mí no me hace falta Quim para apreciar mi barrio.
-Parece que hayas nacido aquí.
-Llevo en Barcelona cuatro años,
tiempo de sobra.
-Y ¿cuántas asignaturas has aprobado?
-Seis,
como lo oyes. Más de una por año, ¿te parece poco?
-¡Qué carrera llevas,
macho!
-La que me sale de los cojones. Yo trabajo para pagarme mis
suspensos.
-¡Callaos de una puta vez, que no me dejáis escuchar a La
Tomate! –exigió Paco.
Efectivamente, en la minúscula pista y a espaldas
del impávido pianista, que contaba por canas los años y parecía clonado al
anterior, una mariquita berreaba la canción más popular de la bodega.
¡Qué disparate! ¡Qué disparate! Era la historia de la
Tomate.
Coreaba la parroquia a gritos, en especial las chicas de
delante, que apestaban a universitarias. Paco les echó una mirada reprobatoria,
pero ellas como si nada.
-El Fede tendría que poner normas estrictas.
Así no se trata a un artista.
-
I aquest xarnego què diu? –se le
escuchó a una de las chicas.
-Calla, que es paisano de La Tomate.
-¡A mucha honra, coño! –se levantó Paco encabritao.
-Déjalo,
Paco, que tú también lo haces –le reprendió Vicente.
-Yo, no, el
alcohol. Sobrio ni se me ocurre –respondió muy digno–. Estas
catalufas ni
han bebido ni saben beber.
Las chicas ni contestaron ni se aguantaban la
risa. Germán, que había permanecido callado, con la barbilla casi apoyada en el
hombro de la chica que tenía delante, le soltó a bonico.
-¿Cómo estás,
Mariona?
-
Jo no sóc cap Mariona –respondió la muchacha,
sorprendida.
-Ni yo el viudo Rius –afirmó Germán levantando el dedo
índice.
-Más te vale.
Germán carraspeó y habló con la voz
impostada.
-Sueño contigo desde que bailamos la otra noche en el Palacio
de Pedralbes.
La chica dio un respingo y le miró fijo a los ojos. Germán
prosiguió:
-Y con tus pechos risueños y con tu collar de perlas.
-No sería eso en el Cádiz –sugirió ella haciendo memoria.
-¡Y
qué más da!
La Bodega Bohemia se vino abajo con los aplausos. La
parroquia, en pie, lanzaba besos y bravos al pianista y a La Tomate, que
saludaba repetidamente al público. No tardó el Fede en saltar a la pista para
presentar el siguiente número. El público apenas le dejó hablar. Un par de
mozalbetes muy pesados se subieron al estrado pidiéndole que cantara.
-¡Qué pelmas! –se quejó el Fede empujándoles hasta hacerles caer sobre
las primeras mesas. Se remangó, y mostró unos bíceps respetables al tiempo que
les advertía–: Muñecos, ya sabéis los que pasó el otro día. –Simuló recogerse
los faralaes y, mientras hacía mutis, anunció con un solo del pianista–: Con
ustedes, directamente desde el Liceu: ¡La Simpar Dorita!
Los lavabos de la Bodega olían a humedad, lejía y orines. No estaban
sucios, al menos los de las damas. Se oyó la cascada de la cisterna. Se abrió la
puerta. La chica se componía la ropa. Germán la esperaba con las manos aferradas
al dintel de la puerta. Se fue hacia ella, tomó sus cabellos, la besó en la boca
y en los hombros. Le dejó un reguero de saliva en el escote y el cuello. Le sobó
con fervor nalgas y pechos. Ella aguantó el envite sin oponer resistencia.
Germán se separó, abrió un grifo, tomó agua con ambas manos y se lavó la cara.
Observó en el espejo su bragueta abultada y a la muchacha, tras él,
impertérrita. Respiró y dijo.
-Perdóname, Mariona.
-Esto no es
un palco del Liceu.
-¡Y tú qué sabes!
La Simpar Dorita había terminado un aria lánguida y apenas audible. Vicente y
Paco la habían invitado a su mesa.
-¿Qué desea la señora, un whisky, un
combinado de naranja? –le ofrecieron mientras la ayudaban a sentarse con ellos.
-M’estimaria més un cafetó amb llet –respondió la diva con
sonrisa amable.
La diva en cuestión se ajustó el chal y retocó el rojo
de los labios. Las arrugas del rostro avalaban sus setenta y muchos años. Había
cantado en el Liceu antes y durante la República. De soprano aseguraba ella; en
el coro, decían otros. Después de la guerra había deambulado por teatros de
varietés del Paralelo hasta recalar con escaso tronío en la Bodega
Bohemia. Pero a los chicos les daba igual. Cuando disponían de posibles solían
invitarla a su mesa, por más que luego se quejaran de que les cobraran el café
con leche a precio de whisky. “¡El alterne es el alterne!”, se justificaba el
Fede. Germán se incorporó a la mesa, besó respetuosamente la mano de la Dorita y
felicitó a sus compañeros.
-Menos mal que a veces tenéis clase.
-¡Cago en la viola! Te crees el único que la tiene.
Germán no le
escuchaba. Estaba pendiente del cuchicheo del grupo de chicas que tenía delante.
Le sorprendió ver a Quim entre ellas. Éste no tardó en levantarse y acercarse a
sus amigos. Hizo lo propio con la mano de la diva y se sentó con ellos.
-Me gusta cómo huelen las arrugas de una mujer vieja –comentó saboreando
el beso.
-Pero, bueno, ¿tú de dónde sales? –le preguntó Vicente.
-Oye, que con Luis tengo bastante. Acabo de dejar a la Nuri en el portal
de su casa –suspiró y continuó en un susurro–. Algún día también ella será
vieja.