Estar solos –sentido estricto y retorcido del término- es una putada
occidental (a estas alturas la soledad se ha redimensionado en
pathos de
psicología empresarial, máquina de (n)expresos y
spam erótico). Solos,
estamos solos. Lo dijeron Sartre y Kafka y el Kurtz de Conrad. ¡Solo, solo! Y
remató el delantero centro libre de marca. O, aún más rebuscado,
David Foster Wallace,
un aplicado cuatro pistas literario: relato, novela, crónica, ensayo; esas
plásticas y dilatadas notas al pie tan marca de la casa. Poligrafías satélite.
Un crucero de lujo es en sí una expresión colateral de soledad, una
externalidad en argot económico. Escapatoria, (auto)habilitar una exótica
reclusión junto a otros robinsones. David -y, nos confiesa, su gorra de
spiderman- se embarcó en uno de esos mastodontes acariciando una chequera
de la revista
Harper’s en el
bolsillo de las bermudas beige para confeccionar otro –aciertan- brillante
ejercicio de reporterismo ensayístico a lo yanqui, la perversión erudita y
enfriada de H. S. Thompson, Wolfe, ¿Talese? El output vino a bautizarse
Algo
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Debolsillo,
2010). Qué bien titulabas, David.
Seguirá siendo complicado dar con
alguien tan capaz como David Foster Wallace cuando de lo que se trata es de
alumbrar una sensibilidad contemporánea
El
escritor más dotado luego de la posmodernidad y Thomas Pynchon y Don DeLillo
era, como las impresoras, multidisciplinar. Intelectual de la Costa Este,
profesor de lengua inglesa, cerebro de excepción, fanático del
tenis
elástico de Federer, de la literatura de muchos, de demasiados. Leer a
Foster Wallace no es fácil. Fácil es teclear estas líneas, superar una optativa
de segundo ciclo, ser
hooligan de un equipo Champions. Leer a Foster
Wallace es –cómo escuece- mirarnos, mirarnos el estómago, a veces
despiadadamente; es operar a tumba abierta ese sintético
zeitgeist
contemporáneo cosido a partir de la pandemia de la incomunicación, el ocio
patológico como soma, el capitalismo franquicia, la abolición del sentido.
David, tras atiborrarse de antidepresivos, descubrir su ineficacia, se colgó en
su domicilio de California.
De ahí, de lo anterior, surge el crucero. Y
el neurasténico cronista diseccionando con pulso clínico cada cubierta, la
inhóspita región de las piscinas hidromasaje, los sórdidos guateques, la
tripulación replicante, el pasaje y su (llamativa) inoperancia crónica, las
niñas
de pelo raro (Debolsillo, 2003). Migajas del imperio norteamericano
deambulan bajo el pringoso manto que provee el sol caribeño, seres humanos
adultos reducidos a niños mutantes de tez rojiza y exceso adiposo. Loción
bronceadora, espuma de bogavante, alopecia craneal. Foster Wallace -y el resto
de nosotros en la última página- maneja la certeza de que el crucero nunca dejó
de ser una abrumadora excusa para contarnos y compadecernos y, en última
instancia, reírnos de lo absurdo de esa imagen proyectada en el espejo.
El lenguaje. DFW domina con virguería esa práctica extraña de juntar
palabras, estrujada hasta la extenuación, parasitando detalles y gestos
inadvertidos a modo de metástasis. La digresión sistemática, la ironía, la
caustica mirada sobre un presente agotador, “lo ineludiblemente bovino de un
turista americano viajando en grupo”, constituyen una idónea reducción para
iniciados en catecismo DFW. Todo un grado. Y al final -sí- la
broma
fue finita. A lo mejor -que tiene toda la pinta- el suicidio endosó a
Foster Wallace ese halo de gurú lúcido y
cool de nuestra era, mientras,
de paso, le granjeaba una beatificación de signo marketing. A lo mejor. Pero
igualmente seguirá siendo complicado dar con alguien tan capaz cuando de lo que
se trata es de alumbrar una sensibilidad contemporánea: la dolorosa experiencia
de conducir kilómetros hacia oficinas, ingerir sándwiches, tomar clases de
viola, mirar billar en la tele por cable, comprarse unas mancuernas. Para luego
contarlo sin dejar de preguntarse por qué. Y todavía, David, no lo
sabemos.